11

Sería un mal día. Lo predijo.

Escudero no estaba de humor esa mañana en su despacho.

Se miró los pies, aún doloridos por la carrera del día anterior e intentó no pensar de nuevo en el tiroteo.

La oficina seguía su ritmo mientras ella esperaba a que el teléfono de la mesa sonara. Estaba destrozada. El episodio del hotel la había hundido moralmente.

Había pasado la noche abrazada a la mirada descompuesta del ucraniano.

Al poco de abandonar las escaleras para mezclarse entre la confusión y el caos y del vestíbulo, Ponce apareció de la nada, como un buen profesional, y contuvo las ganas de interrogarla en profundidad. No era el momento, tampoco el lugar y vio en el rostro de su compañera, que no estaba preparada para su tanda de preguntas.

Más tarde, un taxi la llevó hasta su apartamento, antes de que los compañeros de la Policía Nacional aparecieran por allí para hacer su trabajo.

—¿Un café? —preguntó el agente, que se dejó ver por uno de los pasillos. La miró de arriba abajo y sus miradas de preocupación se encontraron. El hombre tensó la mandíbula—. No seas muy dura contigo. Lo hiciste bien. Te salvaste y eso es lo que importa.

El contacto visual entre ellos duró un instante más.

Dana no sabía que decir, o no quería expresar en alto lo que sentía.

—Fracasé en mi misión. No sirvió de nada.

—¡Eh! Escucha… —dijo él poniéndole la mano en el hombro. Cuando sintió lo extraño que parecía ese acercamiento, la retiró—. Esto no suele funcionar así en la mayoría de casos. Algo se nos escapó. Se torcieron los planes. Podría haber terminado mucho peor.

—Pasé suficiente tiempo con él —respondió como si no importara lo que su compañero dijera—. Fui incapaz de averiguar qué hacía aquí, en Madrid.

Oyeron los tacones de las largas piernas de la superior acercándose.

La falda negra de Escudero se movía como una ficha rígida de dominó. Dana intentó evitar su mirada, pero no tuvo más remedio que levantar el mentón. Escudero se mostraba fatigada. Puede que tampoco tuviera un mal día. Probablemente, alguien hubiera descargado su malestar por el cable de teléfono y, ahora, era el turno de pasarle la pelota a Dana.

—Agentes… —dijo saludando a la pareja—. ¿Cómo se encuentra, Laine?

—Estoy bien, gracias.

Escudero estudió su expresión.

—Ocultar emociones no es su fuerte —contestó unos segundos después y se giró noventa grados—. Por favor, acompáñeme a mi despacho. Me gustaría hablar con usted en privado.

—Por supuesto.

Ponce y Dana se miraron.

Ella esperaba una señal, un gesto, un consejo, un apoyo fugaz que le indicara que todo iba a salir bien. Pero no llegó y la fría mirada de su compañero se quedó muda, congelada y vacía. Comprendió que había sido una estupidez mostrarse tan frágil. Así, jamás la tomarían con seriedad allí dentro.

Sin saber muy bien por qué, había confiado en ese hombre.

«Eres una idiota», pensó, animándose a seguir a su superior.

Ambas se dirigieron hacia la oficina.

El agente Ponce vigiló sus pasos desde la distancia.


Dana pronto detectó que la actitud de Escudero era diferente a la del día anterior. No parecía enfadada, ni tampoco preocupada. Simplemente, se mantenía distante, observando las reacciones y los movimientos de la nueva agente. Eso incomodaba a la novata, que desconocía el terreno y, sobre todo, no había tenido tiempo para descifrar a su nueva jefa.

La mujer se sentó en el sillón giratorio de piel e invitó a la subordinada a que hiciera lo mismo. Dana puso atención en la chaqueta del traje que llevaba. Era de color negro, le sentaba bien. Debajo llevaba una blusa blanca ajustada por la que sobresalían las curvas de sus pechos. Escudero tenía un cuerpo bonito, a pesar de que la cara de amargada que arrastraba. Lo más probable era que su forma física fuese ejemplar.

Dana también estaba orgullosa de sí misma. Era una de las mejores de su equipo y había batido varias marcas.

—Lamento lo sucedido, señora Laine —dijo rompiendo el hielo. Dana intuyó que sería una conversación complicada de llevar—. Ayer por la tarde, me enteré de lo ocurrido. Ponce informó de la situación. ¿A dónde fue usted?

Sus ojos lo decían todo.

¿Era un examen? ¿Se estaba tomando la licencia de dudar de una recién admitida?, se cuestionó en un pestañeo.

En cualquier caso, era la persona que daba las órdenes y pedía las explicaciones. Poseía la potestad para hacer lo que le viniera en gana.

—A casa, señora Escudero. Un taxi me llevó a casa.

—¿Fue idea suya?

—No —contestó y miró hacia el visillo metálico en busca de su compañero, pero él ni siquiera había entrado en la oficina—. El agente Ponce me lo sugirió.

—Entiendo… —dijo y sopesó cómo continuaría—. ¿Habló con alguien después?

—No.

—¿Ni siquiera alguien de su círculo de confianza?

—No, con nadie.

Dana se preguntó si esa mujer era así por naturaleza o si, por el contrario, solo interpretaba un papel que se ajustaba a la posición que ocupaba. En cualquier caso, Escudero se mantenía firme, sin mostrar un ápice de empatía por el trágico episodio del hotel.

La miró a los ojos e intentó ir más allá de sus pupilas, para sumergirse en los pensamientos de la joven.

—Lo de ayer no tendría que haber sucedido —expresó. Sus palabras hundieron, todavía más, a la novata, que hacía un esfuerzo por permanecer allí dentro—, pero me alegra que supiera resolver la situación con destreza y sin fallos. Eso dice mucho de usted.

—Señora…

Escudero la detuvo con un gesto.

—Déjeme terminar. No la he citado para darle mi enhorabuena. Es consciente de que la misión ha sido un desastre, ¿verdad?

Juntó las manos. Soltó un suspiro profundo y giró la cabeza. Quería que lo corroborara delante de ella.

—Así es.

—Bien. Antes de abandonar este cuarto, quiero que me narre con detalles lo que ocurrió durante su encuentro. Es importante que me diga lo que Aleksandr Pototsky le contó antes de morir.

Esos ojos de serpiente, clavados en ella, esperando en silencio para obtener lo que querían.

Dana no supo qué relatar. Realmente, Pototsky no le había confesado nada, después de mostrarle que era un pobre desgraciado con final esperado.

Se cuestionó qué era lo que esa mujer esperaba de ella, y si realmente la estaba utilizando para llevar a cabo un plan secundario. Fuera como fuere, debía poner el orgullo a un lado y controlar su carácter. Dana no estaba acostumbrada a las presiones externas, ni a que cuestionaran su lealtad. La sangre le hervía en esas situaciones y sentía una necesidad imperiosa por dejarse llevar. Sin embargo, aquello era lo que menos le dolía, aunque estuviera en la superficie. En el fondo, sabía que no se había ganado el respeto de la persona que tenía delante. La que era, al fin y al cabo, la única que había cuestionado sus habilidades a cambio de protección.

—No me dijo nada. Lo siento.

Escudero esperó unos instantes.

—¿Nada? ¿Cómo que nada?

—Ni siquiera tuve ocasión de llevarlo a la habitación aunque, si hubiera sido así, no estaría aquí contándoselo y todo habría quedado grabado… —prosiguió con voz lineal—. Pototsky parecía planear algo. ¿El qué?, no llegué a saberlo. Desde un primer momento, desconfió de mí, pero logré que cambiara de opinión. Le insinué que era un… regalo… ya me entiende.

Escudero carraspeó. El rostro de Dana enrojeció.

—Siga.

—Todo esto sucedió en el bar del hotel, no en la terraza —aclaró—. Cuando se aseguró de que no era un farol, me llevó hasta su habitación. No sospechó nada…

—¿Está segura?

La agente agachó la mirada avergonzada por la situación.

—Totalmente.

—¿Y qué hicieron allí dentro?

—Intenté persuadirlo, pero me tendió una trampa llamando al servicio de habitaciones —continuó—. Vi sus intenciones. Cuando se dio cuenta de que no era quien fingía ser, se aseguró de tener testigos.

Escudero se hartó de continuar con el interrogatorio. No entendía cómo, una mujer como ella, había sido incapaz de frenar a ese cretino. Estaba convencida de que, en su situación, no habría vacilado.

—¿Cuándo se produjo el asalto?

—En ese momento.

—¿Quién disparó a Pototsky?

—No llegué a ver su rostro.

Con cada respuesta, la expresión de Escudero se tensaba todavía más. No lograba creer que se le hubieran adelantado. Era la única oportunidad que tenían para cazar a ese eslavo, descubrir qué le unía con la ciudad y cuáles eran sus planes en el país. Habían perdido a la gallina de los huevos de oro.

Abatida, Escudero descansó la cara sobre sus manos y suspiró. Después se incorporó de nuevo y comprobó la hora en su reloj de pulsera.

—La Policía Nacional estará investigando el caso a estas horas —dijo mirando hacia lo alto—. No podemos colaborar con ellos hasta que esto no se aclare. Si descubren nuestras intenciones con Pototsky, en fin… Se podría armar un buen lío por encubrimiento… Por supuesto, en estos momentos y en esta ciudad, si es que no se ha marchado ya, hay alguien con más interés que nosotros en que el ucraniano guardara silencio. Y usted, señorita Laine, tiene que regresar a ese hotel a por la respuesta.

—El servicio de habitaciones.

—Encuentre a quien lo hizo. No vuelva hasta que tenga lo que necesitamos, ¿entendido?

—Por supuesto —dijo asintiendo con la cabeza y se levantó de la silla. Caminó hasta la puerta sin mirar atrás y encontrarse de nuevo con esa mirada depredadora—. Le prometo que esta vez, no la decepcionaré.

—En este trabajo, no se hacen promesas —dijo antes de que ella se marchara—. ¿Dana?

La estaba llamando por su nombre.

La novata se giró.

—Sí, señora.

—No estoy enfadada con usted. —Soltó con frialdad, sin mostrar un gesto de simpatía—. Me alegra que siga viva. No baje la guardia.

—Así haré. Gracias, señora.

Cuando salió del despacho, cerró la puerta con fuerza y sintió una pelota de plomo en su estómago. Después una fuerte náusea se apoderó de ella.

Buscó el baño con la mirada y no supo si necesitaba llorar o arrojar el desayuno.