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Dana descendió por las escaleras hasta la planta baja, mientras el agente se encargó de entretener al inspector y a su compañero.

Se enfrentó a la multitud que ahora permanecía sentada, escuchando las ponencias con atención. Dos hombres y una mujer, acomodados en tres sillones, hacían un coloquio sobre el impacto del teléfono móvil en la vida de las personas y cómo la inteligencia artificial iba a revolucionar la privacidad.

Recorrió el lateral bajo la sombra, hasta llegar al último grupo de invitados. Las mesas estaban ocupadas por, en su mayoría, hombres de negocios. Todos tenían un aspecto similar: trajes caros, cantidades ingentes de gel fijador en la cabeza y una pose de soberbia que era apreciable en la distancia. Se asomó por uno de los pilares traseros del improvisado auditorio y dio un vistazo a la ponencia.

Su presencia no pasó inadvertida, a pesar del numeroso grupo de hermosas azafatas que se encargaban de que no hubiera ninguna queja. Entre ellas se encontraban algunas agentes de incógnito, que se limitaban a sonreír mientras reportaban del estado de su posición.

Un mundo por y para los hombres, aunque dirigido por mujeres, pensó la agente, irritada por la actitud de algunos al mirar como objetos a las que cumplían con su labor con impecable profesionalidad. Pero no tenía tiempo para hacer juicios de moral, ni para agarrar un enfado. Un peligroso asesino maquinaba su próximo movimiento y era tarea suya detenerlo.

Por ella, por Escudero y por una cuestión personal.

Según el programa del evento, el servicio de catering solo serviría los aperitivos durante la pausa entre ponencias. Eso aventajaba al ucraniano, ya que era el momento que muchos aprovechaban para hacer sus necesidades o atender las llamadas telefónicas.

Contempló la entrada del pasillo que había junto al escenario y se dio cuenta de lo difícil que sería llegar hasta allí, sin ser vista. Después levantó la mirada y se fijó de nuevo en la azotea. El inspector Olmos había desaparecido. Ahora, dos policías, armados con rifles, vigilaban el espacio.

El teléfono de la agente vibró.

—¿Qué sucede? —preguntó al reconocer el número del agente Ponce en la pantalla.

—Te han reconocido —respondió con molestia, como si una piedra le rozara en el interior del zapato—. He intentado convencerle de que estaban equivocados, de que se habían confundido de persona… pero no han desistido. Parece que dejaste huella en ese inspector.

«Mierda».

—Gracias por avisar.

—A tu servicio, Dana… —dijo antes de que cortara la llamada—. No te queda mucho tiempo…

—Lo sé.

—¿Qué coño es ese ruido?

Ponce se quedó sin habla. Dana sintió una pequeña presión en el pecho izquierdo.

Se oyó una gran ovación, gran parte del público se puso en pie.

Intentó pensar con claridad. Debía moverse.

Todos estaban haciéndolo, menos ella.

«¿Dónde estás, desgraciado?», pensó.

Algo parecía salir del guión. La ola de aplausos la desconcertó.

—¿Ha perdido el juicio? —cuestionó Ponce al otro lado de la línea, antes de colgar.

El coloquio daba la bienvenida a un invitado especial, a la estrella de la noche.

Igor Vólkov irrumpía en escena con un micrófono pegado a la oreja y hablando en inglés. Una actuación que nadie esperaba, ni siquiera los interlocutores que habían dado comienzo al debate. Su tono, con fuerte acento eslavo, era grave, bajo. La brillante cabeza se movía enfrascada en un traje negro de una sola pieza, parecido al de un sacerdote.

Un miembro de la organización apareció con un sillón, para que se acomodara junto al resto de conferenciantes.

Dana soltó una bocanada de aire.

Se preguntó si aquella salida del guión había sido una ocurrencia del propio activista o una medida de seguridad. En cualquier caso, reducía el margen de tiempo que tenía la agente para actuar.

Plantada, inmóvil y sobrecogida por la propia tensión del momento, se dio cuenta de que estaba en el centro del pasillo que llevaba hasta el escenario. De pronto, sintió cómo los focos se dirigían a los ponentes, atenuando la luz del recinto y dejando las mesas bajo un manto de sombra, perfecto para cometer un asesinato. No supo qué hacer. Tenía la intuición de que ese hombre actuaría allí mismo, antes de que llegara la pausa y el caos se apoderara de la sala. Era perfecto.

Vólkov se movía con lentitud mientras hacía chistes sobre libertad y democracia que provocaban risas forzadas entre el público. Todo parecía suceder con aparente normalidad, pero Dana podía sentir el peligro, podía anticiparse a los acontecimientos, aunque desconocía la secuencia. De pronto, vio una silla vacía en una de las mesas que tenía al lado. En ella, un hombre de cabello gris y traje negro, daba sorbos a un whiskey mientras escuchaba atento al escenario. La agente avistó una tarjeta, junto a las copas de cristal vacías que había en la mesa.

Se acercó con tanta emoción, que el hombre notó su presencia. Al leer lo que había escrito en ella, vio el nombre de Enrico Mancini. La temperatura subió. El traje la asfixiaba como una bolsa de plástico. Tenía la sensación de quedarse sin aire.

—Disculpe… —dijo inclinándose hacia el desconocido—. ¿Sabe a dónde ha ido el señor Mancini?

El hombre sonrió con sinceridad, como si se alegrara de ver a una mujer tan bella. En cuestión de edad, podría haber sido su padre, o tal vez su abuelo.

—¿Mancini? —preguntó y señaló a la silla vacía—. Ah, sí. Creo que ha ido al baño… Una lástima que se pierda el espectáculo, ¿no cree?

—Sí, gracias… —respondió la agente y se alejó de la mesa. El invitado se mostró desconcertado, pues Dana no tenía el aspecto del resto de azafatas que merodeaban por las mesas, ni tampoco el de ser la esposa del italiano. Quizá, algún día, ese hombre descubriera que el espectáculo lo iba a dar Mancini y que Vólkov solo era parte de la función.

Luego levantó la mirada y vio los ventanales custodiados por los agentes que miraban de frente al escenario.

«Es imposible que…», pensó a medias, sin llegar a terminar la frase, cuando se fijó en la cubierta de cristal que protegía el palacio. Detrás, vio lo cúpula de la torre.

Tenía que pararlo.