Capítulo 8
Aunque diez años habría sido una cifra redonda para implantar un nuevo uso de la tecnología, León se dio cuenta de que las cosas no habían cambiado tanto. La obsolescencia programada había hipnotizado a la sociedad, metiéndola en un falso trance de progreso, avance y consumismo exacerbado. El mercado se encontraba inundado de falsas novedades, de productos que se estropeaban después de un año. Todos hablaban de viajar a Marte pero nadie sabía que solo los ricos viajarían allí. El existencialismo de vivir el momento presente se había barrido de los principios sociales. Nadie era consciente de que la población había sido sometida a un círculo vicioso sin aparente fin en el que, las empresas, extraían los datos de los usuarios que, después, vendían a otras empresas o a los órganos gubernamentales de los gobiernos vecinos. Polonia era uno de los primeros países que se había iniciado en la venta pública de datos a otros países. A simple vista, todos los países europeos podían acceder a las bases de datos de los ciudadanos vecinos, facilitando las conexiones y los trámites, siempre y cuando hicieran un desembolso económico a cambio. La escasa ciudadanía intelectual, que no tardó en protestar, fue rápidamente callada por la masa de medios controlada por el propio gobierno de Komarnicki. Curiosamente, lo mismo había sucedido antes de la Segunda Guerra Mundial, en la que los círculos intelectuales que celebraban banquetes y fiestas a las orillas del Vístula, fue reemplazada por una clase obrera sin principios más que el trabajo y la supervivencia. Malos tiempos para la libertad de expresión y la cultura, en un escenario aparentemente democrático.
Tras un fuerte desayuno compuesto de embutidos polacos y pan de centeno, abandonó la habitación y salió al exterior.
No entendía nada de lo que veía.
Frente a él, tres bloques de edificios de baja altura conectados entre sí. A lo lejos, un pequeño hangar, almacenes y varios contenedores marítimos. La extensión de terreno estaba delimitada por un bosque alto y de frondosos pinos que impedían ver más allá de las primeras filas. León percibió que, a lo lejos, había una entrada vigilada por varios francotiradores y tres hombres a pie de campo. Tenía una ligera idea de dónde se podría encontrar. Conocía la ciudad y sus historias, no todo había sido juerga y libertinaje. Pese a lo que dijeran, ni por asomo, estaba cerca de donde le habían golpeado las chicas.
Se encontraba lejos, mucho más lejos de aquel área. La pregunta era dónde, exactamente.
El cielo estaba nublado y una brisa helada se coló por sus huesos recordándole que cuando el sol se ponía, el frío de la noche se hacía presente. León se cerró el abrigo y apretó los brazos contra su cuerpo, acelerando el paso hasta acercarse a uno de los edificios conectados. No parecía haber demasiada actividad por los alrededores, pues no dudó lo más mínimo en colarse por una de las salidas traseras. Una vez dentro, se dio cuenta de que aquel edificio había sido construido en el siglo anterior. Algunos letreros, propios del vanguardismo de la época, indicaban dónde se encontraba. Era una base militar, la misma de la que había escuchado tantas historias en el pasado. La base militar en la que el ejército polaco, junto a las fuerzas aliadas, logró descifrar el código secreto de los nazis, mediante Enigma. Durante la historia europea, los polacos siempre fueron por delante cuando se trató de encriptación y cifrado. Era un juego y una necesidad para ellos.
Aquella base había sido utilizada en 1937 para mover la máquina Enigma, después de que los rusos derribaran el Palacio Sajón, lugar donde trabajaba el equipo de matemáticos polacos.
León subió las escaleras de azulejo tras encontrarse con los primeros desconocidos que evitó con la mirada. Un grupo de hombres y mujeres, que aparentaba la treintena, ignoró al español, pasando por alto su presencia. Sorprendido, llegó hasta el pasillo de una primera planta similar. Caminó hacia el final, asomándose tímidamente por los marcos de las habitaciones. Nadie parecía notar que él estaba allí: jóvenes, adultos, octogenarios, todos trabajaban juntos frente a las pantallas y los mapas digitales. Individuos que entraban y salían a ritmo acelerado, desapareciendo por los pasillos, cargando documentos y discos digitales. Un ambiente cálido, familiar, cooperativista, ajeno a lo visto horas antes. ¿Quién era toda esa gente? ¿Qué estaba pasando? ¿Qué demonios hacían allí? Él lo intuía, lo más difícil era creerse que eso fuese un ejército. Un ejército invisible, un hormiguero humano que se negaba a vivir bajo la voluntad impuesta.
—¿Te has perdido? —dijo un hombre. León miró al interior de la habitación, sintiendo una fuerte presión en su estómago—: Pareces desorientado.
Vaciló por un momento.
—Estoy bien —dijo señalando a su estómago—. Las salchichas…
El hombre, rubio y corpulento, lo miró atónito, como si tratara con un idiota.
—Wiktoria te espera en el piso de arriba —contestó y volvió la mirada a sus documentos—. No le hagas esperar.
León dio media vuelta y subió a la planta superior. La estructura hubiera sido idéntica a la del piso inferior si no fuera por un pequeño estudio de grabación. Una chica joven leía un panfleto junto a un micrófono. Un técnico de sonido, controlaba una mesa de mezclas y codificaba el mensaje mientras lo retransmitía por la red en tiempo real.
Atónito, se quedó observando a la chica mientras escuchaba su dulce voz pronunciar aquellas palabras de auxilio y consuelo al mismo tiempo.
—Llegas tarde —dijo Wiktoria—. Ven, sígueme.
La chica giró y León caminó tras ella, fijándose en la silueta que su sus nalgas formaban en el pantalón.
Wiktoria era una chica realmente guapa y con un físico espectacular. No solo lo pensaba León, sino que se había dado cuenta de cómo otros la miraban. Desde que la vio en el tren, ya había puesto los ojos en su delantera, temiendo que la chica lo notara. Sin embargo, la ropa militar no hacía justicia a nadie y, quizá por eso, no se había cerciorado de que el resto de su figura era de diez. El pelo corto y oscuro, le daba carácter, autoridad, rebeldía, y eso a León le excitaba.
Así y todo, dudaba que Wiktoria lo mirara de la misma forma.
—Estoy gratamente sorprendido —dijo el español rompiendo el hilo.
—He visto cómo me mirabas el culo —dijo la chica—. La próxima vez, te partiré la cara.
León enrojeció.
—Me refería a esto… ya sabes —explicó atascándose—. Nunca imaginé que fuera algo tan grande.
Wiktoria lo miraba escéptica.
—Tenemos que permanecer unidos y trabajar juntos —dijo la chica—. Hay mucha más gente ahí fuera, al otro lado de la fortaleza, que se juega la vida cada día.
—¿Dónde nos encontramos?
—No te lo puedo decir —dijo la chica.
—Venga, ya. ¿Cómo no os han encontrado todavía? —preguntó León—. Me extraña que Komarnicki no haya hecho todo lo posible por conocer vuestro paradero.
Wiktoria miró al español con dolor.
—Lo hizo —dijo Wiktoria—, pero no nos hemos reunido para contarnos la vida. Vayamos al grano.
La chica sacó varios archivadores con documentos fotocopiados. Después dejó en la mesa un viejo ordenador portátil de color blanco, lo conectó a la corriente y lo encendió:
—Quiero que le des un vistazo a esto, te informes y me digas qué sacas en claro, si hay algo, si lo entiendes, y si no, también. Esta tarde pasaré por aquí y nos iremos al campo de entrenamiento. Necesitas aprender algunas cosas.
León miró el montón de papeles.
—Un momento, Wiktoria, me siento algo perdido… ¿Sabes? Muchas dudas asaltan mi cabeza y quiero respuestas, Wiktoria —dijo León pronunciando por primera vez el nombre de la chica en alto—. Tengo que saber muchas cosas.
—Las tendrás cuando llegue el momento —dijo ella recuperando su voz neutral—. Han pasado diez años para todos, no solo para ti. Ambos tenemos mucho de lo que hablar, como por ejemplo, de mi madre.
—Kasia —dijo León.
—Sí —dijo la chica cabizbaja—. Por favor, concéntrate. Tu información puede ser relevante durante estos días. Parece ser que has llegado en el momento más… oportuno. Nos vemos más tarde.
La chica cogió su chaqueta y salió del cuarto.
Acompañado de montones de carpetas amarillentas, una taza de té, un viejo portátil y un cuaderno de notas, León pasó la mañana hasta que vio, a través de la ventana, cómo el sol se ponía tras el bosque. Los documentos no le dijeron mucho puesto, la mayoría de ellos, se encontraba en polaco. Podía leer, aunque había perdido práctica y las palabras rusas se entrecruzaban por su cabeza. Conocer otras lenguas requiere precisión y disciplina para no caer en el embrollo de la confusión y el desacierto.
El ejercicio le parecía una pérdida de tiempo hasta que se topó con varias carpetas de cartulina con colores. Reconoció la caligrafía. Eran los últimos documentos que Kasia había guardado antes de fallecer. En ellos, se encontraban las anotaciones que León había hecho antes en aquel apartamento cercano a Plac Zbawiciela.
Se erigió de un golpe, emocionado al leer su letra, no por lo que había escrito sino por los recuerdos que afloraban. Sobre márgenes y en bolígrafo verde, Kasia había dejado instrucciones para el relevo generacional. Entonces, León entendió que aquellos eran los famosos haikus que había dejado como legado, unas anotaciones carentes de sentido para el resto, pero no para el español.
Kasia había marcado algunas palabras del manual de supervivencia, así como las notas en español de León, para finalmente añadir lo que faltaba a la frase. León llegó a esa determinación de una forma muy lógica: en lugar de leer horizontalmente y de izquierda a derecha, lo hizo verticalmente. No supo qué decirse a sí mismo, si sorprenderse por su agudeza o marcarse un tanto ante Wiktoria y los suyos. Fuese como fuere, no podía creer que, en una década, nadie se hubiera dado cuenta de ello.
Anotó las palabras a mano en su cuaderno, formando frases en ambos idiomas.
«SoLO ÉL PUEDE DERROCAR A LA REINA. SoLO EL PRÍNCIPE PUEDE DERROCAR AL MAESTRO».
«TIENE FUERZA Y CORAZÓN, PERO CARECE DE LÓGICA Y CARÁCTER. ES EL BLANCO DE LO IRRACIONAL, LO NEGRO DE LA CLARIVIDENCIA».
«TODA PRESA BUSCA SU CEBO, PERO NUNCA HAY QUE CONFUNDIR AL CEBO CON LA PRESA».
Después anotó las frases y las leyó en voz alta.
Las tres sentencias no le dijeron mucho. El hecho de que tuvieran sentido, podría ser una mera casualidad.
En aquel momento, se dio cuenta de que el tiempo había volado a sus espaldas, dejando una taza reseca. Cuando se levantó a poner otra tetera a calentar, escuchó unas pisadas ligeras.
Wiktoria asomó la cabeza y sonrió al español al verlo rellenar la tetera con una botella de agua.
—No solo de vodka vive el hombre —dijo la chica.
León contempló su rostro.
—Tampoco tenéis variedad —dijo el español.
La joven parecía haberse olvidado de la coraza por un momento, sacando a la luz la ternura que, como su madre, también poseía. Saludó con la mano y dejó sobre la mesa un bocadillo envuelto en plástico.
—Te he preparado algo de comer —dijo Wiktoria—. Puede que tengas hambre. ¿Has encontrado algo?
León miró dos veces al emparedado aplastado y envuelto en plástico transparente. Tenía el mismo aspecto que los bocadillos que León compraba en las viejas tiendas, arrugados, blandos y rellenos de pepino en vinagre.
Se preguntó si era un truco más de la joven o si pretendía empezar de nuevo con él.
—Gracias —dijo León, encendió la tetera eléctrica y alcanzó el bocadillo—. Digamos que sí, que algo tengo. De todos modos, no creo que nos sirva de mucho.
Wiktoria pareció no escuchar las palabras del español mientras vislumbraba una de las carpetas todavía sin abrir.
Se acercó en un movimiento rápido y la cogió.
—¿Has visto esto? —preguntó con los ojos abiertos.
—Todavía no —dijo León—. Era la siguiente. ¿Es importante?
Dudó en contarle la verdad.
Finalmente, dejó la carpeta en manos de él.
En el interior, fotografías y expedientes de la familia Komarnicki. Algunas de las fotografías de Zofia, habían sido extraídas de sus discos privados. Una colección de fotos antiguas, documentos propios de una usurpación de datos profesional. Las fotografías estaban acompañadas por recortes de prensa, capturas de pantalla, titulares y un sinfín de notas ilegibles en polaco. Tocó el rostro de Zofia con los dedos, deseando que fuese real para tenerla entre sus manos.
Sintió algo extraño.
No era amor, ni latigazos estomacales. Las mariposas habían sido reemplazadas por estiércol. No la amaba, tan solo deseaba sentir el tacto de su cuello mientras la estrangulaba. Pasó el separador y encontró una foto de él, más joven, sin vello facial y canas.
Se vio irreconocible y rio, de sí mismo, antes, y entonces, al entender que se había olvidado de quién era.
—No me extraña —murmuró—. Con estas pintas, cualquiera encuentra problemas…
Wiktoria sonrió al ver al español, nostálgico y tierno. Sin embargo, el semblante de su rostro había perdido la luz que brillaba de su mirada en las fotografías.
Al pasar otro separador, el semblante de León se volvió serio.
—Yo no soy esta persona —dijo en voz alta.
—Estás un poco cambiado —dijo ella quitándole hierro al momento—. Aunque todavía queda algo en ti.
—No —contestó—. Esta persona murió de un derrame cerebral en la estación de París.
—¿Estás seguro?
León buscó su chaqueta y sacó el viejo tomo de la Biblia. En el interior, había un recorte de papel doblado y se lo entregó a Wiktoria. Se trataba de una noticia impresa, un recorte que informaba del trágico suceso de un ciudadano español en la estación parisina. Al parecer, había sido un golpe de mala suerte, una accidente fortuito el que se había llevado a León al otro lado. Algunos medios hicieron eco de la noticia como algo anecdótico, pero ni siquiera logró llamar la atención de los incrédulos. Por la misma razón, León jamás pensó en volver a España, en empezar de nuevo, una vez fuera de Pastavy.
No tenía sentido.
Komarnicki no era estúpido. Todo estaría bien atado para que no se escapara nada, ni siquiera un escándalo de conspiraciones y gobernantes. Cuando León vio su obituario y aceptó que había dejado de figurar el registro civil como ciudadano europeo, decidió trabajar en su nueva identidad.
—Esto es muy fuerte —dijo Wiktoria.
—Es un caso cerrado.
—No te creo —dijo ella. León continuaba observando las fotos de Zofia y su familia—: Si no te importara, no estarías aquí. ¿Por qué lo haces?
León dejó los documentos, tomó una fotografía y levantó el rostro. Había encontrado una imagen de su supuesto hijo.
—Por él —dijo el español—. Porque no les pertenece. Él también debería estar muerto. Querían abortar, ¿sabes? Era la única forma de solucionar el problema.
—¿Y por qué lo tuvo?
—Zofia siempre estuvo por encima de Komarnicki —explicó León—. Durante nuestra relación, en todo momento, tuve la sensación de que su padre la protegía demasiado, ya sabes, como si fuese algo más que una hija.
—¿A qué te refieres? —preguntó Wiktoria.
—Seguramente, a su padre no le haría mucha gracia que tuviéramos algo. Su matrimonio fue un fracaso y Zofia era la segunda oportunidad. Komarnicki tenía un plan que ejecutar y la niña estaba en una edad revoltosa. Debía enderezarla un poco, no dejaba de ser una menor.
—¿Cómo no te diste cuenta?
—¿De qué? —preguntó León—. ¿De que era la hija de un político? Yo qué coño sabía… Eran otros tiempos, para mí y para todos. Me dejé llevar, la tentación, los vaciles… La niña era un peligro, bastante golfa a su edad. Después pensé que no pasaría nada, un escándalo y buscar otro curro, pero… ya ves, no era el primero, ni el último… y cuando me di cuenta, estaba colgado de ella. Maldita mi suerte… ¿Cómo acabaste tú aquí?
—Es una larga historia —dijo la chica suspirando—. Mi madre me envió a Estados Unidos a casa de mis tíos. Fue poco después de que te ocultara en aquel piso con Tomek.
—Y tuviste que volver.
—No tuve elección —contestó—. Por entonces, mi padre se había aficionado a golpearla cuando bebía. No podía más. Vivíamos en un cuarto pequeño, ellos discutían en el salón y yo me encerraba en mi cuarto con miedo a que me golpeara también.
—¿Te llegó a tocar?
—No —dijo la chica—. Estuvo cerca.
—¿Sigue vivo? —preguntó León.
La chica exhaló de nuevo.
—No —dijo—. Lo mataron.
—¿Sabes quién lo hizo?
—Sí, claro —contestó la chica—. Tomek. Me lo contó al poco de conocernos, no quería que me lo contasen por ahí. Cuando lo escuché por primera vez, fue un golpe, pero no le guardé ningún rencor, ¿sabes? Se lo merecía. Era un hijo de puta, así que creo que yo hubiera hecho lo mismo… ¿Cómo conseguiste salir de Bielorrusia?
León se sonrojó. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien se interesaba en su historia.
—Digamos que tuve suerte, mucha suerte —contestó—. Es importante mantener la fe, incluso cuando la has perdido. La fe es la única fuerza motora que nos arrastra a hacer lo imposible, siempre y cuando, no tengas otra opción que creer que lo vas a lograr… Es absurdo, lo sé… Pero no te voy a negar que me he vuelto más espiritual en esta última década.
—Ya —dijo ella—. Todos debemos creer en algo.
—No estuve solo —explicó—. Me las arreglé para asomar la cabeza en el pueblo. Komarnicki me había vendido a una familia de criminales. Tan pronto como pude, me deshice de ellos, me casé con la hija de un comerciante y tuve hijos.
La joven polaca frunció el ceño al escuchar las últimas palabras del español.
—¿Qué pasó con ellos? —preguntó—. Todo es tan napoleónico…
—Siguen en Pastavy —dijo León—. Prometí al tendero que cuidaría de su hija, y así hice.
La chica tensó la mirada.
León era merecedor de su fama.
No parecía arrepentido de sus palabras.
El español cogió el cuaderno de notas con las frases anotadas y guardó la foto de su hijo en el bolsillo del pantalón.
—Mira, esto es todo lo que tengo —dijo el español—. No sé a qué se refiere, pero puede que tú le encuentres más sentido.
Wiktoria tomó la nota y leyó varias veces las frases mentalmente, simulando la voz de su madre. Esta había dejado un mensaje claro sobre el profesor y no había discusión alguna. Así que, para ella, fue obvio que el mensaje de la primera línea se refiriera a él. La reina, era Zofia y el príncipe, su primogénito. En el segundo caso, Kasia retrataba las fuerzas y debilidades del joven. De acuerdo con su descripción cifrada, era un hombre imprevisible, fácil de influir emocionalmente y comprometido con su testarudez. Wiktoria lo entendió como una advertencia para que lo vigilase de cerca: podría darle más problemas de los que imaginaba. El último mensaje fue el más confuso: León no dejaría a un lado su plan. Era terco y descuidado. Wiktoria tendría que ser consciente de ello en todo momento. El español dominaba el juego de la seducción, siendo capaz de distorsionar la percepción ajena a través del afecto. Al parecer, según interpretó, aquella fue la advertencia más severa: podría ser difícil saber quién usaría a quién.
—¿Qué te transmite? —preguntó León mientras observaba a Wiktoria.
—No lo sé —dijo ella—. De momento, nada claro. Es muy abstracto. Volveré a leerlas más tarde, ahora tenemos trabajo que hacer.
Salieron del edificio y caminaron hasta una caseta situada junto a una bancal de tierra, utilizado como campo de pruebas. Wiktoria sacó un manojo de llaves y abrió la puerta.
El interior contenía armas de fuego, botellas, gafas de protección y herramientas para la fabricación de explosivos caseros. Wiktoria cogió un arma y se la entregó a León. Era una Glock 17 de 9mm. La chica tenía otra igual.
El español prefirió no preguntar por la procedencia.
—No tengo que explicarte cómo funciona —dijo Wiktoria—. Ya demostraste tu puntería en el tren.
—¿Has pensado en él? —preguntó León refiriéndose a Tomek.
Alzó su mano para alcanzarle el hombro a modo de consuelo, pero antes de que sucediera, Wiktoria se dio la vuelta.
—Era consciente de que podía suceder —contestó—. Lo mejor es no apegarse a nada.
—Mejor si no vuelve a suceder, ¿entendido?
Aquel día, Wiktoria le explicó a León cómo preparar explosivos plásticos caseros y detonarlos a distancia con una llamada. Todo se encontraba en el manual, tal y como, supuestamente, le había enseñado el español. Después practicaron puntería, usando algunas botellas vacías como diana, procurando que León acertara.
Wiktoria le enseñó algunos movimientos de autodefensa. De primeras, el español se movía con torpeza, lento en sus movimientos, llevándose todos los porrazos de la chica. Wiktoria no era el viejo Yuri, quien se movía como una masa pesada.
Estaba a punto de hartarse de morder el polvo, una y otra vez, dejándose el lomo contra la tierra, cuando Wiktoria lo cogió de los hombros.
—Tienes que acallar tu mente —dijo la chica—. Estás lleno de odio.
—Esto es absurdo, una pérdida de tiempo —dijo el español.
—El combate cuerpo a cuerpo es esencial —dijo Wiktoria—. No siempre podremos ir armados. Tienes que aprender a neutralizar a tu oponente, pero para eso, debes dejar a un lado lo que tienes en la mente.
—Te crees muy lista, ¿verdad? —dijo con arrogancia—. Crees que puedes leer mis intenciones.
León dio un salto sobre ella y Wiktoria le respondió con un gancho en el estómago, tirándolo hacia atrás. El español cayó al suelo como un saco de harina.
—Suficiente por hoy —dijo Wiktoria poniéndose su cazadora de cuero. La noche se había cerrado y podían contemplar las estrellas en un cielo raso y de color azabache.
Cuando la chica desapareció, León se incorporó y caminó hasta su caseta. Se dio una ducha caliente, desinfectó las heridas provocadas por los golpes y se cambió de muda. Estaba molido. Wiktoria lo había dejado sin fuerza.
Sobre la mesa, alguien había dejado unos emparedados fríos y una cerveza Tyskie, mientras él se encontraba en la ducha. Cogió el cuello de la cerveza, que todavía estaba fría, y la abrió de un golpe contra el canto de la mesa. La chapa metálica voló por la habitación. Dio un largo trago, sintiendo el líquido frío y burbujeante en la garganta.
Wiktoria tenía razón, estaba cargado de odio, solo quería destruir algo bello.
Lo único real de todo aquello, era la paliza que la chica le había dado. No quiso decirle nada, pero sabía que tenía poco que hacer contra sus ataques.
Se trataba de orgullo, de edad. Wiktoria parecía muy segura de sí misma, pero León sabía que, para tener a la chica de su lado, debía encontrar sus debilidades primero.
Era una cuestión de tiempo.
Cenó sentado en el camastro dando tragos a su cerveza y observando la foto de su hijo. Todavía no se había planteado qué hacer con él, aunque, tan pronto como pudiese, les rebanaría el cuello a los Komarnicki.
Soñaba con ese momento, el pequeño lo odiaría para siempre… Como la rata que sale de una rueda para entrar en otra.
No quería ni imaginarse qué le habrían contado sobre su verdadero padre, si es que lo habían hecho.
La nebulosa de pensamientos se concentró como un fuerte dolor sobre su cabeza. No sabía cómo lidiar con ello. Wiktoria tenía razón, tenía mucho odio dentro de sí mismo, pero fue el mismo odio que lo llevó allí. Maldijo a Komarnicki y lanzó la botella contra la pared, reventándola en cientos de cristales minúsculos. Al otro lado de las paredes, se gestaba un ejército de insurgentes contra el Estado. Tomar parte o no, en una lucha armada con la que no se identificaba, era la cuestión que resonaba en su cabeza. El primer paso para llevar a cabo su plan.
Se acercó al espejo de la ducha y se miró a sí mismo. Después, cogió la chaqueta y la Glock que Wiktoria le había dado, apagando las luces y saliendo al exterior.
Sintió el helor en las piernas.
Miró al bloque de edificios y observó una ventana iluminada. Luego caminó hasta la puerta trasera y entró sigilosamente en el edificio.
Se dejó llevar por un ruido lejano, similar al de una conferencia. Comprobó uno de los relojes que colgaban de la pared, no eran más de las once de la noche. Impertinente, subió las escaleras hasta la primera planta, siguiendo el rastro sonoro que se amplificaba a medida que pisaba los peldaños. Aquello no era una conferencia, sino una proyección cinematográfica. En alguna sala, alguien estaba viendo una película en inglés a todo volumen. León caminó con discreción, hacia la misma dirección.
De pronto, unos pasos, percibió que no estaba solo. Miró atrás con rapidez, pero no vio nada bajo la oscuridad. Buscó un interruptor con la mano, en alguna parte de la pared. Otra vez, escuchó los pasos de alguien. Los diálogos en inglés continuaban al final del pasillo. No veía más que un agujero negro sin fin.
Entonces, sintió un dolor preciso en la pierna, un golpe seco, lateral, contra su rodilla. Cayó al suelo, se escuchó un estruendo y una vara de madera se apoyaba en su mentón, dejándose ver por el trasluz de una de las ventanas. Agarró el barrote y lo agitó contra la pared, moviendo a la persona que lo sujetaba. De nuevo, otro golpe, esta vez acompañado por un gemido de mujer. El barrote cayó al suelo, haciendo sonar la madera. El español desenfundó rápido su Glock y apuntó al objeto.
—¡Detente! —dijo la chica. Wiktoria lo apuntaba con su pistola—: Baja el arma.
—¿Eres imbécil? —dijo León—. Me cago en todo.
La chica guardó su pistola.
—¿Se puede saber qué haces aquí? —dijo ella—. Espero que tengas una buena excusa.
—No podía dormir —contestó León—. Odio que no me inviten a las fiestas. ¿Qué es ese ruido?
Wiktoria lo levantó y juntos caminaron hasta el final del pasillo. Era una sala de proyección: un viejo reproductor de DVD, un proyector y un sistema de altavoces estéreo. En la pantalla proyectaban la primera parte de Matrix, de los hermanos Wachowski, subtitulada en polaco. La habitación era suficiente para veinte personas. En aquel momento, un grupo de siete personas, formado por chicos y chicas jóvenes, ocupaba los sillones.
León miró desconcertado desde el marco de la puerta.
—¿Pretendéis motivarlos así? —preguntó.
—Utilizamos películas con carga filosófica y existencial —explicó Wiktoria—. Algo nuevo y desconocido, que sea fácil de entender para ellos y que, de algún modo, explique lo que está pasando. Para los más jóvenes, es más fácil así. Después, les invitamos al debate, a la reflexión y a que entiendan por ellos mismos, el papel que juegan en todo esto.
—Existen los libros —dijo él.
—La literatura no es suficiente —dijo ella—. Necesitan estímulos más fuertes.
—Sí que está jodido el mundo… ¿Qué ha pasado con la historia del país? Es un buen estímulo…
—La historia, como todo, si no se recuerda tal y como fue… se olvida —dijo Wiktoria dejando atrás la sala de proyecciones y regresando al pasillo—. Nosotros olvidamos la nuestra. Komarnicki y los suyos se encargaron de tergiversar el pasado a su voluntad. Te sorprenderías.
—¿Y los libros? —preguntó León incrédulo y caminó junto a la chica—. ¿Dónde están los libros?
—Sígueme —dijo Wiktoria.
Entraron en una de las oficinas y Wiktoria pulsó el interruptor. Un tubo de luz parpadeó varias veces hasta estabilizarse. Después echó una moneda en una máquina de café y sacó un vaso de cartón para el español.
—Gracias —dijo el español. Wiktoria pidió otro para ella y se sentaron en el borde del escritorio—: No has contestado a mi pregunta.
—En las bibliotecas —dijo ella tras sorber el vaso—. Hemos logrado guardar muchos ejemplares en nuestro edificio, pero no siempre es posible. La gente no usa las bibliotecas porque no las necesita. En diez años, la gente ha pasado de leer un libro al año a no leer, en absoluto. Las bibliotecas siempre fueron un gasto público que había que paliar. ¿Solución? Cierres y más cierres. Todos los libros deben ir a alguna parte…
—Eso —dijo él—. ¿A dónde demonios van? No puedes hacer desaparecer miles de libros de un plumazo. No eres David Copperfield…
—¿Quién?
—Da igual —contestó León—. Continúa.
—Salen a subasta pública en las que el propio partido de Komarnicki compra a través de terceros —dijo ella—. Después, los ejemplares se queman o se destruyen.
—Todo es tan absurdo —dijo León—. Somos nuestro propio enemigo.
—Estamos en medio de una guerra civil moderna.
—Una guerra civil fantasma, dirás —dijo León.
—Llámalo como quieras —dijo Wiktoria—. Son otros tiempos. Otras formas. Cada día, desaparece gente en mi ciudad, personas que no han hecho más que expresar su opinión, oponerse a un sistema podrido, injusto. Ni siquiera tienen la posibilidad de ir a la cárcel o ser acusados por haber hecho algo que no sucedió. Con Komarnicki, simplemente, desaparecen.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó León.
La chica remató el café de un trago y dobló el vaso.
—¿Tiempo? —preguntó confundida—. ¿Para qué?
—Para encajarle una bala entre ceja y ceja a ese malnacido —dijo León muy seguro de sus palabras.
—No podemos hacer eso —dijo ella—. No somos unos sanguinarios.
—Me tomas el pelo —dijo León—. Es lo mínimo, se me ocurren cosas peores…
—Si Komarnicki es asesinado —explicó la chica—, alguien tomará el relevo y pondrá a la sociedad en nuestra contra. Es un títere. Tendrán la excusa perfecta para sacarnos públicamente a la luz. Todo estará perdido.
—Tiene sentido lo que dices —contestó él—, aunque no es más que una utopía. Tu plan suena a fracaso desde el principio. Sabes de sobra que este conflicto tiene los días contados y que, tarde o temprano, entrará aquí y os meterá un tiro en el pecho a cada uno, sin pensarlo dos veces. Conoce vuestro paradero, simplemente, espera a que os confiéis. Si cogéis a Komarnicki y lo dejáis vivo, os aplastará.
Wiktoria se puso nerviosa y miró al vaso en su mano.
Las palabras de León llegaron como cuchillos de cocina. Estaba en lo cierto, ella lo sabía, pero prefería no pensar en ello. León estaba convencido de que el objetivo era el Primer Ministro polaco. Muerto el perro, se acabaría la rabia. Sin embargo, Wiktoria no se lo contó todo y prefirió ocultarle parte de su plan alternativo. Tenían los recursos suficientes y al equipo adecuado para infectar, mediante una ola de información, todos los dispositivos móviles y digitales de los ciudadanos. De ese modo, la imagen política del Primer Ministro caería frente una masa enfurecida y descontenta, agotada por el odio inmediato y la vergüenza ajena. No existía mejor modo de dominar al ser humano que a través de sus emociones, pensaba la chica.
Pero eso no era todo.
El lado más tenebroso de su plan llegaba con Marcin, el nieto, la guinda del pastel. La ciudadanía desconocía su paradero.
Desde que nació, Zofia pasó a un segundo plano. Roman siempre había deseado tener un hijo, pero el destino tenía otros planes para él. Con Marcin, había logrado el poder suficiente para formar un legado antidemocrático perfecto y absoluto, como harían, años atrás, otros dictadores de la historia europea. El pequeño Marcin tendría tiempo para formarse y aprender los entresijos de la fortaleza de su abuelo, capacitándose para llevar al país a su expansión y a un nuevo estadio como nación.
Poco después de la desaparición de León, la hija de Komarnicki contrajo matrimonio con Jan Piaseczny, uno de los tentáculos de su padre. Economista treintañero, rubio, fuerte y alto, se ganó la confianza de Komarnicki solucionando problemas a golpe de teléfono y métodos poco convencionales. Era rápido, discreto y eficaz. Y lo mejor de todo: no hacía preguntas. A medida que su poder aumentó, Piaseczny perdió el control, dándose a la bebida y frecuentando los clubes de alterne. Como Zofia lo había decepcionado como hija, Komarnicki pensó que necesitaba una lección, una pequeña reprimenda.
Emparejar a Jan y a su hija no era la peor de las ideas: dos pájaros de un tiro, tendría a Piaseczny más relajado y habría encontrado un padre postizo para su nieto.
Respecto a Marcin, al abuelo no le importaba demasiado que un alcohólico degenerado fuera su padrastro. Una vez firmados los documentos y tomadas las fotos públicas de familia —y así mantener la perfecta imagen de núcleo conservador y católico, acorde con las ideas del partido—, Roman se encargaría de su nieto, educándolo y dándole aquello que la inmadura de su hija no era capaz. Con tan solo diez años, el pequeño Marcin había aprendido a manejar un arma, saber a quién odiar y, por encima de todo, idolatrar la figura de su abuelo.
Wiktoria conocía la importancia de la figura de Marcin en el futuro del país. La era de Komarnicki tenía los días contados, pero la de Marcin estaba por comenzar. El niño, en pocos años, sería un adulto y nadie sabía de lo que podría ser capaz. Por tanto, Wiktoria lo tenía claro. Terminando con Marcin, Komarnicki se rendiría, resquebrajado por sus emociones y un futuro más bien incierto. El abuelo jamás se lo perdonaría.
Miró a los ojos de León, que pensaba silenciosamente mientras daba sorbos a los restos del café de máquina. ¿Cómo le podía contar su plan? Si lo hacía, intentaría matarla, dejando de confiar el uno del otro. León se convertiría en una fiera imprevisible y salvaje, capaz de terminar con quien hiciese falta. La chica entendió que el español lo había perdido todo. Legalmente, no existía, y podía notarlo en sus ojos, una mirada ida, perdida.
León hacía tiempo que no miraba a los ojos y cuando lo hacía, sus pupilas parecían estar más allá del rostro de la otra persona.
—¿Qué propones? —preguntó Wiktoria.
—Será mejor que nos movamos con rapidez —dijo León—. Quiero saber cuáles son vuestros planes de ejecución. Vosotros tomad a Komarnicki, yo me encargaré de él más tarde.
—Un momento —dijo Wiktoria—. Soy yo quien da las órdenes, no lo olvides. No me desobedezcas delante de los míos.
León dio un paso al frente, colocándose a un metro del rostro de Wiktoria. Los músculos de la chica se tensaron y sintió una presión extraña hacia el español. No lograba entender si era temor o una simple combustión hormonal.
—Sabes de sobra que, cuando Komarnicki sepa que estoy de vuelta —dijo con voz grave—, os lo pondrá en bandeja.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque cada día que pasa —dijo León—, estoy convencido de que fue él quien me ayudó a salir de Pastavy.