Capítulo 2

El viejo tren metálico y oxidado de compartimentos y cabinas. Era como regresar a la vieja Polonia, la de los noventa, los dosmiles, la Polonia de sus memorias, de los tonos blancos y negros, del brillo de las chicas en los ojos. Era como volver y reencontrarse a sí mismo, más joven, más guapo, limpio de impurezas y noches sin dormir. El tren transportaba gente que viajaba de Minsk a Vilna. Como él, la mayoría hombres y algunas mujeres, viajaban en silencio, evitando las miradas ajenas, sujetando sus bolsas, ahogados en la pesadumbre del viaje, creyendo que la experiencia del mañana sería algo que contar en el futuro.

Un silencio pulcro y molesto que se desvaneció cuando León entró en su vagón. Un grupo de jóvenes veinteañeros ocupaba la cabina. Dos chicos y dos chicas, vestidos con ropa de trabajo, poco elegantes y aspecto inmundo. León miró su billete y como buenamente pudo, interpretó que su asiento se encontraba allí. Los jóvenes lo miraron de arriba a abajo con poca actitud de entrar en razón. Cuando el español corrió la puerta de cristal, el silencio regresó.

—¿Puedo ayudarle? —dijo el más alto de todos, dejando ver sus brazos llenos de tatuajes.

—Debo haberme equivocado… —dijo León y se dio media vuelta. No tenía intenciones de meterse en problemas. Antes de cerrar la ventana, uno de ellos volvió a hablar y León escuchó lo que dijo. Debían de ser polacos. Tardó varios segundos en conectar las palabras. Un golpe fuerte contra su cabeza lo llevó a abrir de nuevo la puerta.

—Creo que este es mi sitio —dijo señalando a uno de los laterales de la cabina. Después mostró el billete impreso.

El chico alto miró a los otros.

No parecían tener ganas de invitados.

—Será mejor que te largues —dijo en ruso—. ¿Quieres, colega?

León sacó la botella de vodka de su chaqueta.

—Podemos compartir, colega —dijo en polaco. El grupo se sorprendió ante el extraño que hablaba varias lenguas, se ocultaba bajo un corte de pelo desaliñado y un bigote oscuro.

Entró en la cabina sin mirar atrás, se sentó con ellos mientras y pasaron la botella tras varios tragos. León se sentía cómodo, como en una reunión de viejos amigos. El tiempo pasó y el vodka abrió el estómago de los pasajeros. Un revisor ruso entró a comprobar los billetes, advirtiéndoles de que no podían beber en el tren.

Había algo familiar en todo aquello, calor, camaredería, pero sobre todo en el que llevaba la voz cantante del grupo. Aparentaba ser el mayor de todos, pero también se comportaba como un líder nato.

—¿A dónde vas? —dijo el jefe de la cuadrilla—. Pareces distraído.

—Buscarme la vida, como todos.

—¿Es tu primera vez fuera?

—Digamos que sí —contestó León—. ¿Sabes? Tu cara me resulta familiar.

De pronto, el tren se detuvo y se escucharon gritos fuera. Por las ventanas no se podía ver más que campo y gente a lo lejos.

—Hemos cruzado la frontera… —dijo el chico alto—. Daos prisa, sacad los documentos.

—¿A qué viene tanta prisa? —dijo León.

—Guarda silencio si quieres seguir vivo —dijo mostrándole una pistola bajo el abrigo. León miró al frente y encogió las piernas. Todos parecían preparados, tensos, como si no fuera la primera vez que sucedía algo así. Sin embargo, apreció en sus ojos que temían un final desastroso. Temían por sus vidas y eso era algo a lo que nunca se podrían acostumbrar.

Un grupo de hombres gritaron algo en polaco al otro lado del pasillo. Héroes anónimos abatidos por las balas. Se escucharon golpes y algún que otro porrazo. Un oficial golpeó la puerta y gritó unas palabras en lituano, dando paso a dos policías armados con traje y gafas de sol.

—¡Documentación! —ordenó el oficial mientras los otros apuntaban. León sacó su pasaporte y miró los del resto, pertenecientes a Ucrania, Bielorrusia, Georgia y Letonia. Comprobaron los documentos con unos detectores electrónicos. Al coger el pasaporte de León, miraron su foto dos veces. Después lo pasaron por el detector sin éxito.

—¿Qué coño es esto? —dijo uno de ellos en polaco. León miraba sin tragar saliva—: No contiene ningún chip. ¿Lo matamos?

El otro miró a León.

—Déjalo, solo hay que verlo —contestó el segundo apuntándole con un arma—. No te molestes, no están aquí. Sigamos.

Devolvieron los pasaportes y continuaron por el pasillo. La puerta se cerró, el oficial lituano los miró con rabia y desapareció por completo. Cuando León quiso reaccionar, una de las chicas le indicó que guardara silencio. Señaló a la puerta. Era una trampa y posiblemente siguieran allí. Los oficiales volvieron a cruzar el pasillo y se bajaron del tren.

El tren arrancó de nuevo.

Todos suspiraron.

—¿Qué miráis? —preguntó León. Al abrirse de brazos, el chico alto cogió su pasaporte del abrigo. Otro saltó hacia la puerta y una de las chicas lo apuntó con un machete.

—¿Quién eres? —preguntó el chico de los tatuajes. Agarró el pasaporte y dio un vistazo pasando las páginas—: Está en blanco. Hace años que estos pasaportes están fuera de circulación. ¿De dónde lo has sacado?

—No sé de qué me hablas… —dijo León—, pero no deberíais tratarme así, no tenéis derecho.

El chico alto sacó un arma y la puso en la cabeza del español. Sintió el metal frío en su sien, recordó la estación de París. La playa, corriendo bajo la lluvia. Sopot, Varsovia, trenes. Una cinta rebobinó en su memoria. Los tatuajes, los había visto antes. El día del restaurante, la persecución en coche, el apartamento, las notas, Kasia. ¿Qué habría pasado con ella? ¿Qué le estaba pasando?

—Si abres la boca —dijo la chica—, te abriremos aquí mismo.

León apartó la pistola de su cabeza como si nada le importase.

—Yo te conozco —le dijo al joven.

—¿De qué hablas? —dijo la chica abrumada.

—No lo sé —dijo el chico—. Córtale la lengua.

León comenzó a zarandearse.

—¿No me reconoces? —dijo León—. Aquel día, en el coche. Tú me llevaste a su apartamento…

—¿De qué habla, Tomek? —dijo la chica—. ¿Conoces a este tipo?

—Popov… —dijo el otro mirando el pasaporte—. Menudo apellido.

—No… —dijo León saltando sobre el chico, agarrándolo por el cuello de la chaqueta—. Me recuerdas, claro que me recuerdas…

—Te está vacilando —dijo la chica.

El chico lo miró a los ojos, manteniendo la respiración. Jamás pensó que lo volvería a ver. Habían pasado diez años.

—No puede ser, ahora que lo dices… —dijo el chico—. Eres el español.

—¿Bromeas? —dijo otro de los chicos—. Nos dijiste que lo mataron.

—Tú me salvaste el pellejo aquel día —dijo León—. ¿Qué pasó con Komarnicki?

La chica lo apartó de un golpe y el cuerpo de León cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza con parte del asiento lateral.

—¡Las manos! —dijo la chica.

—Ahora que lo dices… —dijo la otra chica. Era una joven morena de pelo corto y prominente delantera. Vestía un jersey de cuello vuelto que cubría su garganta y ocultaba su mirada bajo un largo flequillo. La chica sujetaba un recorte de periódico en una mano y el pasaporte en la otra—: Se parece bastante. Podría ser él… pero no cambia nada.

El chico alto seguía incrédulo, tembloroso. Lo agarró del rostro y observó las pupilas del español. Después le dio una bofetada, se incorporó lentamente, agarró la botella de vodka del abrigo de León y dio un largo trago.

Miró a sus compañeros y asintió con la cabeza.

Pasó la botella a León y lo animó a que hiciera lo mismo.

En la cultura polaca, rechazar un trago era una falta de educación. Y así lo entendió el español. No obstante, se estaba perdiendo alguna secuencia de la película. Los chicos se miraban entre sí como si hubieran encontrado a un animal perdido, indefenso y no al aliado que creía ser. Por otra parte, no necesitó demasiado para entender que aquel grupo de rebeldes veinteañeros huían de la ley, como él también hacía. ¿A dónde irían? Se preguntó. Un grupo de polacos llegando a Europa con pasaportes falsos. Insostenible. Las cosas debían de ir francamente mal, supuso el español. Algo grave estaba sucediendo al otro lado de la frontera.

—¿Cuál es tu historia? —preguntó la chica del cuchillo, que continuaba apuntándolo—. Si eres quien dice ser, todo el mundo piensa que estás muerto.

—¿Quién es todo el mundo? —dijo León.

—Hay mucha mierda sobre ti ahí fuera, viejo —dijo el chico de la puerta—. No sabríamos por dónde empezar.

—Solo soy un desgraciado —dijo León y dio un trago. Comenzó a sentir el calentor etílico diluirse por sus venas—: Tendréis que perdonarme, pero estoy algo perdido.

—Lo que importa es que estás vivo —dijo el chico de los tatuajes—. Nos vendrá bien tu ayuda.

Al español no le gustó lo que escuchaba, por dónde iba la conversación. El grupo de jóvenes no le traerían más que problemas. Cogió la botella y dio un trago de nuevo.

—No sé qué sabéis de mí pero no tenéis ni idea de nada. He vivido todo este tiempo recluido en un pueblo de mierda, borrando mi pasado, creando y destruyéndome a mí mismo.

Los otros jóvenes miraban a su líder decepcionados, cuestionando todo lo que les había contado sobre el español.

—Eso no te hace especial —dijo la chica de pelo oscuro—. Ahórratelo.

—¿A dónde te diriges? —interrumpió el joven tatuado.

—¿Cuánto queda para llegar a Vilna?

—Si todo va bien… —dijo la chica del pelo oscuro—. Tres horas y doce minutos.

—Supongo que tenemos tiempo para un resumen —dijo León reincorporándose en su asiento.

La lengua le ardía.

La chica, en alerta, todavía sujetaba el machete.


Reunidos en aquel vagón de hojalata, un tren con dirección a Vilna, un choque de emociones, una parada del destino. León acariciaba su bigote. Parecía como si una mano imaginaria los hubiera juntado, dejándolos junto al azar, la casualidad o la mera intuición. Como si solo bastara desear algo lo suficiente como para que apareciera frente a él. Durante los diez años en Bielorrusia, tuvo suficiente tiempo para pensar. El viejo Valery le habló de la misión de Dios, de la suya propia y de lo que estaba por llegar. Valery no era un católico convencional, sus interpretaciones teológicas dieron a León otro modo de ver las cosas, tanto fuera como dentro de sí mismo. Recordaba los días de la tienda en las que se encargaba de cargar cajas, ordenándolas en el almacén, quitándoles el polvo. Aquellos tomos en diferentes idiomas que el suegro almacenaba para ser sepultados. ¿Qué tenían esos libros que le obligaba guardarlos allí? Ni siquiera hablaba inglés. Dándole vueltas con los dedos al extremo de su bigote, León miró a Tomek y vio a Valery detrás, vivo y gordo, meciéndose en una hamaca junto al transistor.

Durante sus días en vida, el bielorruso estuvo convencido de que todo formaba parte de un plan divino, de un futuro escrito y decidido. Cada persona tenía su camino, por eso, sabía que León se marcharía como había venido, pero aún así, tenía ojos para dejar el dolor a un lado y ver la bondad de sus actos. Nunca le dijo nada y se limitó a aceptarlo como a un hijo, enseñándole todo lo que sabía hasta que estuviera preparado. Valery era un hombre sabio, dedicado a la venta de licores pero también tenía conocimientos en física y química. Durante el período comunista, había trabajado como ingeniero químico, convirtiéndose en el alquimista del pueblo. Cuando el muro cayó y la férrea dictadura rusa desapareció, Valery formó parte de un grupo político que luchaba por la libertad de los habitantes del pueblo. Su ambición no tenía límites, pero la represión, el contrabando y la fuerza mayor de las mafias procedentes del Este de Europa o la propia Rusia, le obligaron a esconderse en la trastienda, esperando a que pasara la tormenta, fabricando explosivos caseros y cuidando de su hija.

León lo aprendió todo de él, aunque fue incapaz de hacerse con la seguridad que el viejo poseía. Resultaba muy sencillo atribuir, darle la razón a algo, tanto lo bueno como lo malo, a lo externo, lo divino.

—Los círculos te dieron por muerto —dijo Tomek—. Pensaron que te habían cazado junto a Kowalczyk.

—No sobrevivió —dijo León.

—Komarnicki llegó al poder tiempo después —explicó el polaco acariciando el cuello de la botella—. Nuestro país se convirtió en un lugar hostil.

—Tuve la oportunidad de acabar con él —dijo León—, y no lo hice. Lo tuve tan cerca…

—No te lamentes —dijo el joven y le ofreció un trago. León rechazó la oferta—: Estuviste a punto de darle bien fuerte. Fuiste un soplo de aire fresco en aquel momento, un motivo para creer de nuevo en el cambio. Teníamos que intentarlo… ¿No?

—Yo no hice nada —dijo León—. Intentaron envenenarme.

—Dejaste embarazada a su hija —dijo la chica de pelo corto—. Encendiste el fuego en su propia casa.

—Necesitábamos un líder, una causa —explicó Tomek—. De una forma u otra, tú nos diste las dos cosas.

—Lo que tú digas… —dijo León desconfiado—. ¿Qué pasó con ella? Zofia, su hija.

—Se casó con uno de los suyos, la mano derecha de Komarnicki, otro hijo de puta como él… —dijo Tomek—. Dicen que entró en depresión al poco de hacerlo, que él los maltrataba… ¿Qué esperaban?

—Silencio —dijo la chica de pelo corto—. Eso es lo que esperaban. Callarla.

Aquellas palabras resonaron en la cabeza de León.

—Bueno… y ahora, ¿qué? —dijo León—. ¿Cómo os ganáis la vida? ¿Asaltáis gasolineras? ¿Robos organizados?

El grupo de polacos se miró entre sí.

—Bienvenido —dijo Tomek—. Estás en buenas manos.

—No —contestó León—. Te equivocas. Lo siento, ya te lo he dicho… No pienso unirme a un grupo de delincuentes de medio pelo. Esta vez, las cosas, a mi manera… o carretera.

—El mundo que conocías ya no existe —dijo Tomek—. Varsovia no es una ciudad para turistas.

—He vivido diez años escondido —dijo León—, enterrado en un pueblo, trabajando como un pedazo de mierda. Si sigo vivo, es por algo.

Todos se rieron.

—Han pasado diez años desde que explotó aquella bomba en la calle Czerska —explicó Tomek—. Puede que tú te quedaras allí, cuando los diarios aún se publicaban en papel. Pero te equivocas, nada ha vuelto a ser igual. Komarnicki ha llevado su plan hacia delante como todos pensábamos. La sociedad vive felizmente desinformada, hiperconectada y controlada bajo la mirada de sus hombres. Son el jodido Gran Hermano de Orwell, una versión renovada del Socialismo. Cada mensaje, llamada, o simplemente movimiento, está rastreado y nadie hace nada por evitarlo. El Gobierno tiene acceso a todos los proveedores, permitiéndose rastrear palabras, frecuencias… La tecnología ha avanzado demasiado como para que lo entiendas.

—¿Qué pasa con Europa? —preguntó el español.

—Más de lo mismo —dijo el polaco—. Hay un pacto de alianzas para el intercambio de información. Los sistemas de datos son precisos. Es complicado saltar los cortafuegos.

—¿Qué hay de la gente? —dijo León—. ¿Se han vuelto gilipollas?

—Todos, todos… no… —dijo Tomek—. La mayoría sí. Incluso las clases más bajas han sucumbido al virus tecnológico. La hiperconectividad ha mermado sus facultades de reacción y deseo, dejándolos fuera de juego, dejándonos a todos en la misma situación. En la última década, han aumentado los suicidios, las depresiones y los problemas de alcohol. La gente es infeliz, León. Vive conectada las 24 horas, incapaz de digerir toda la información que procesa… Al mismo tiempo, se angustia y muere lentamente sin preguntarse qué está pasando.

—Lo del alcohol no me sorprende —dijo León.

—Necesitamos derribar al Estado —dijo tensando su cuello—. No podemos permitir vivir rodeados de tipos con gafas de sol.

—Ha construido su propia fortaleza —añadió la chica del pelo corto—. Una propia nación, ajena al pueblo.

—Todo suena a novela de suspense —dijo León incrédulo—. Al menos, os sobran cojones.

La otra chica se levantó, sonrió y salió al pasillo.

—¿A dónde vas? —preguntó Tomek.

El tren aminoró la velocidad.

—Vuelta de reconocimiento —dijo ella riéndose—. Necesito ir al baño.

León miró a la chica por encima de sus gafas y contempló una sonrisa, bella, suave y carnosa. Sus labios parecían nubes rosadas de forma perfecta. La boca de aquella joven le trajo el recuerdo de Zofia, su tacto, sus besos, las caricias en el cuello. ¿Dónde estaría Zofia Komarnicka? ¿La reconocería? Una imagen borrosa se almacenaba en su retina como una cinta de vídeo usada. La adolescente saliendo del tren en la estación parisina. Cabizbaja, arrepentida pero fría como una guerra, diciendo adiós al padre de su criatura. Zofia se fue y dejó un profundo agujero en el corazón de León. Un sórdido agujero de venganza y sed. Diez años después, dudaba si ella lo reconocería. No dudaría en apuñalarla hasta ver su rostro desfigurado. Pero aún quedaba camino, el viaje no había hecho más que empezar.

El tren se detuvo.

—¿Por qué paramos aquí? —dijo la chica—. Ni siquiera hemos llegado al desvío fronterizo.

Se escuchó una sirena del exterior.

—Esto no me gusta… —dijo Tomek—. ¿Y Anna?

De pronto, voces al otro extremo del vagón.

Dos disparos secos resonaron en el interior de los vagones.

Tomek agarró por los flecos del abrigo al español.

—¡Han sido ellos! —dijo el polaco—. ¡Corre!

Abrieron la ventana de la cabina y tiraron los petates. Al otro lado de la vía no había más que maleza y secarrales helados. La chica del pelo corto fue la primera.

—¡Daos prisa! —dijo la chica—. Están en el otro extremo.

—Tú primero —dijo León.

—No seas imbécil —contestó Tomek—. No tenemos tiempo para formalidades.

León saltó a las vías.

Un grupo de hombres con abrigos de paño y pelo engominado gritaron a lo lejos.

El grupo corrió hasta meterse en un bosque de árboles altos. El motor de motocicleta se acercaba a sus espaldas. León corría y corría, sin saber a dónde ni mirar a sus pies.

—¡Wika! ¡Ve con León! ¡Nos encontraremos en Medininkai a media noche! —gritó Tomek—. ¡Buscad el castillo!

—¡Sígueme! —gritó la chica del pelo corto y se dividieron en dos grupos.

La joven corría más rápido que el español, León perseguía, pero siempre se escapaba de su campo de visión. Con el corazón atragantado, a medida que se distanciaban de las vías, los ruidos de motores se perdían en la infinitud del silencio. Aminoraron la velocidad y comenzaron a andar. El español estaba a punto de desbocarse.

—Toma —dijo ella sacando una botella de agua—. Necesitas hidratarte.

León agarró la botella de plástico que la joven sacó de su petate, la bebió de un trago y se la devolvió. La chica lo miró desencajada cuando se escuchó un disparo seco a lo lejos. Después otro, así hasta cuatro.

—¡Mierda! —dijo ella golpeando el tronco de un árbol.

—Joder —dijo León en español, recuperando el habla—. Lo siento.

León miró a la chica, a sus ojos, enrojecidos, encharcados por la impotencia, reprimiendo las ganas de derrumbarse allí mismo. Qué edad tendría, se preguntó el español. Joven, delicada y sin arrugas en el rostro, no superaría la veintena. ¿En qué pensaba? Su expresión era la de alguien que había sufrido como él.

Parecía agotada, desesperada.

—Espero que seas quién dicen que eres —dijo la joven.

—Y si no —dijo él—. ¿Qué?

—Te mataré.

León no contestó y continuó caminando.


La chica del pelo corto caminaba varios metros por delante. Era un bosque de árboles altos, secos por el frío. Montones de hojas sobre la tierra, dificultaban en ocasiones el caminar. León seguía a la chica desde atrás, fijándose en su cabello, sus movimientos de caderas. Si algo conservaba, eran las ganas por hacer el idiota, fantasear y dejarse llevar por el deseo. Según él, la imaginación era lo único que nos mantenía vivos en este mundo.

Con un acento polaco inusual que resultaba sexy, la chica le daba órdenes de una forma particular, familiar, habiendo algo en ella que removía sus entrañas, el fuero interno y las ganas de meterse en problemas.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó el español deteniéndose en medio del bosque.

—No te detengas —dijo ella—. Pronto veremos el castillo.

León asintió y se adelantó hasta alcanzarla. Caminaron varios metros en silencio, escuchando únicamente el crujir de las pisadas.

—¿Qué sabes de mí? —dijo él, despertando su atención—. ¿Qué te han contado?

La chica exhaló.

—Historias… —explicó—. No pareces la clase de persona que se enfrenta al mundo.

—Nunca subestimes a alguien por su apariencia —dijo León—. El mundo es una tela de araña confusa y desnivelada. Debes saber dónde caes porque, a veces, el colchón es de cemento.

—Eres todo un filósofo, maldita sea —rectificó ella con ironía—. Ese mundo del que hablas… me recuerdas a mi madre. Parece que el ser humano no ha evolucionado lo suficiente, ni nunca lo hará. Somos una especie determinada a la extinción.

—¿Por qué dices eso? —dijo León caminando cuesta arriba.

—Porque en menos de un siglo hemos sufrido varias guerras y dos dictaduras… —dijo la chica—. Es como si todos lo hubieran olvidado, que el pasado se haya convertido en una memoria confusa y cuestionada, distorsionada por las clases políticas.

—Así que Komarnicki lo hizo —dijo León.

—Komarnicki es un idiota, una marioneta del Nuevo Orden Mundial —dijo la chica—. Polonia, un campo de pruebas.

—Dime algo que no sepa.

—Hoy no es necesario matar a nadie para neutralizarlo… La sociedad se ha dado por vencido, sin ser consciente de ello. La represión es una vuelta de tuerca, una prueba para conocer nuestra sumisión. ¡La gente ni siquiera sabe que existe tal represión!

—¿Y el periodismo? —preguntó León indignado—. Venga ya, mujer. Hay todo un mundo ahí fuera. Lo describes todo con un tono tan pesimista…

—¿Estás de coña? —contestó Wiktoria—. Lo que sucedió con Kowalczyk no fue un hecho aislado. Continuaron los atentados, las desapariciones, las detenciones. En algún momento, ya no hizo falta nada de eso. Cuando Komarnicki llegó al poder, los diarios cerraron sus redacciones y aquellos que decidieron hacer frente, obtuvieron su respuesta.

—¿Fusilamientos?

—Hubo una quema de redacciones —dijo la chica—. Fallos eléctricos, incendios inesperados… Una decena de periodistas murió calcinada sin escapatoria.

—Los silenciaron —dijo León.

—Así es —dijo ella—. Los apagaron.

—Y entonces… —dijo León—. Aparecéis vosotros, ¿no es así?

—Más o menos —vaciló la chica—. Supongo que fue una elección.

—¿Fue él? —dijo León—. ¿Fue él quién te encontró?

—No —dijo la chica—. En realidad, fuiste tú.


Caminaron durante una hora por el bosque hasta que, a lo lejos, una torre de ladrillo apareció entre las copas de los árboles. La noche se cerraba y el viento frío comenzó a ser molesto para ambos. La chica le habló a León de cómo la tecnología había mermado a la sociedad. Los dispositivos electrónicos, internet, revolucionaron la forma de comunicación. Los poderes gubernamentales vieron una forma de control invisible. Un modo de intrusión que burlaba los derechos privativos de los ciudadanos mediante aplicaciones de mensajería. Una sociedad enferma, pegada a una pantalla retro iluminada plagada de mensajes subliminales, únicamente perceptibles para el subconsciente. Se vendieron millones de teléfonos inteligentes de bajo coste por toda Europa, probados previamente en China y Korea del Norte. Teléfonos que ofrecían la última tecnología fabricada a cambio de la aceptación de unos términos legales. Para entonces, el usuario había aprendido a obviar esos contratos interminables de cláusulas y obligaciones, deslizando el dedo de su pantalla hacia arriba y pulsando el botón de aceptar. Un pacto injusto que abrió un sinfín de posibilidades para experimentar el control y la vigilancia ciudadana. Las redes de alta velocidad, los sistemas de geolocalización, la transmisión de datos. Por su parte, el usuario ya era tan dependiente, que el teléfono formaba una extensión de su cuerpo. El número de bajas por depresión aumentó, los problemas de insomnio y la carencia de pensamiento lógico era una constante. Los medios polacos fueron sustituidos por informativos y magacines idénticos que propagaban estímulos inconexos en forma de titular y noticia rápida para mantener la calma. Los niveles de audiencia se redujeron notablemente. Komarnicki financió a las compañías de comunicación estatales para llevar adelante un programa de control social. La venta de información ayudó a reducir el vandalismo, la violencia de género y los accidentes de tráfico. Compartir la vida virtual equivalía a respirar. Todos completamente idiotas. Los sistemas de dictado por voz aumentaron el número de publicaciones en tiempo real. Tras una cena, el usuario publicaría su estado de embriaguez antes de volver a casa. Minutos después, un coche patrulla esperaba en la entrada del restaurante para identificar al sujeto y advertirlo de la falta que estaría a punto de cometer.

—No me sorprende —dijo León—. Hace diez años, todo esto ya ocurría. Las personas se olvidaron de ser personas y comenzaron a entregar su identidad al sistema a cambio de ocio. Se preocupaban más por exhibirse que de tomar el control de su propia vida… —León miró al suelo y observó el rastro de sus pisadas sobre la tierra húmeda—. ¿Cómo sobrevivís?

La chica hizo un gesto de silencio y se apoyaron contra unos troncos. El runrún de una motocicleta se escuchó a lo lejos convirtiéndose en un ligero zumbido que iba a menos. León pensó que estarían cerca de la carretera, pues el motor era constante. Durante la espera, le vino una imagen de Irina, su esposa, llorando entre sus brazos. Podría haberse quedado allí, empezando una nueva vida, por muy austera que hubiese sido, pero en familia y bajo una manta de lana, sin embargo, aquello no le llenó, fue un trámite, una mera transición.

El trío Komarnicki: padre, esposa e hija. La esposa, al fin y al cabo, era la que menos le importaba ya que tenía un papel secundario en toda la historia. La duda residía entre Zofia o Roman. Quién sería el primero y por qué. Tampoco olvidaba que un niño de diez años pulularía entre los miembros albergando mucho odio dentro de sí. Fueran los Komarnicki o el propio León, el niño debía tomar parte de algún bando y el español no se andaría con vaciles para posicionar al primogénito a su lado. Probablemente se hubiese preguntado más de una vez quién era su padre. ¿Reconocería el niño a su progenitor? Tenía que hacerse la idea de que no sería así. ¿Y qué hacer entonces? Se preguntaría durante diez años.

Un rápido crepúsculo oscureció el bosque y la humedad y el frío comenzó a azotar en los huesos. León no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraban, parecía un laberinto del que no podían salir, pero Wikotoria, valiente, caminaba con paso firme sin mirar atrás en la oscuridad.

—Estamos cerca —dijo la chica—. Guarda tus energía para más tarde. Tomek responderá a tus preguntas.

—¿Y si Tomek no aparece? —dijo él. Cabía la posibilidad—: No quiero ser agorero.

—Lo hará —dijo ella—. Él siempre lo hace.

Tras un largo caminar sin pausa, las piernas comenzaron a flaquearle, las tripas a rugir y el frío era molesto a rabiar. Escuchaba sus pisadas sobre las hojas secas y las de la chica, que iba por delante sin mediar palabra. A veces, eran sorprendidos por el ruido de algún animal salvaje, pero nada que los pudiera asustar.

Finalmente, el bosque llegó a su frontera y, malamente alumbrado, se podía ver una torre a lo lejos. Era el castillo de Medininkai, un caserío con un castillo medieval y una iglesia para los más devotos. Todas las ciudades tenían una. No había nada más que hacer en aquellos lugares que morir de cirrosis y seguir una doctrina. Medininkai había sido popular durante la caída del Muro de Berlín. En 1991, fuerzas de la Unión Soviética forzarían a un grupo de oficiales lituanos a rendirse para después ejecutarlos volándoles la cabeza. Un oficial lituano sobrevivió y siete murieron. De entonces, quedaban algunos monumentos y casas unidas por caminos de tierra semi asfaltados, todos azotados por el paso del tiempo, el deterioro y el abandono.

Pararon ante la muralla del castillo. Una pequeña farola alumbraba sobre ellos haciendo un círculo de luz en la nada. Un muro deteriorado, una torre y una gran parcela que los separaba del bosque.

Wiktoria miró su reloj. Faltaba una hora para la medianoche.

—Ahora qué, ¿esperamos? —dijo León.

—Sí —dijo la chica.

León sacó un cigarrillo y se lo ofreció.

—No se me ocurre otra cosa que hacer.

—No es una buena idea —dijo ella.

—Por supuesto —dijo él y encendió el cigarrillo. Dio una calada y tiró el humo hacia arriba.

—¿Sabes? —se dirigió la chica a León repentimanete—. Me sorprende mi madre me fuera tan precisa. Me dijo que eras terco, aunque dudé de sus palabras. Lo mejor es que todo eso fue hace diez años, y no sé cómo es posible, pero nada ha cambiado en ti. Eres el mismo imbécil que había retratado.

León se atragantó con la bocanada.

—Tu madre pensaba que era un imbécil —dijo León—. A todo esto…

¿Quién era tu madre?

Unos pasos sobre la grava cambiaron el rumbo de la conversación. Wiktoria se giró, sacó una pistola de su cintura y apuntó a la oscuridad.

Spoko, Soy yo… —exclamó Tomek apareciendo desde la penumbra. Wiktoria corrió hacia él y le dio un abrazo. A León no le gustó ver a la chica tan cariñosa, aunque solo fuese camaradería.

—Estás de vuelta —dijo ella—. Ellos no se lo merecían.

—Ha sido una trampa —dijo Tomek—. Nunca estaremos preparados, pero hay que seguir.

A varios metros de distancia, León se acariciaba el bigote mirando la estampa de película. Le resultaba familiar, como un recuerdo pasajero.

Tiró la colilla al suelo y la pisó.

—¿Tenéis un plan? —dijo León. Los dos jóvenes miraron al español sin dar una respuesta—: Lo que imaginaba…

—Seguiremos con lo trazado —dijo Tomek—, aunque tengamos bajas.

—Cuenta con otra —dijo León—. Yo me largo.

—Empiezo a cansarme de tu insolencia. Tendrías que estar más agradecido —replicó la chica—. Después de todo, te hemos salvado el culo, ¿no crees?

León miró a Tomek pero este guardó silencio.

La chica tenía razón.

—Esto me pasa por gilipollas —dijo Léon en español dando una patada a una piedra. La roca rebotó contra el muro y se perdió en la oscuridad. Después se giró de nuevo hacia la pareja—: Haremos un trato, solo hasta que lleguemos a Varsovia. Una vez allí, cada uno seguirá por su cuenta.

—¿Y qué piensas hacer? —dijo Tomek desafiante.

—¿Yo? —contestó León—. De momento, buscar un lugar donde pasar la noche.