Capítulo 1
La estación de tren vacía, deteriorada y atemporal. Una lata de Coca-Cola aplastada y descolorida rodó hasta sus pies. Dio varios pasos por el andén, sosteniendo un billete de tren en la mano. Un cartel oxidado anunciaba en cirílico el nombre del pueblo: Pastavy.
Diez años sin salir de aquel maldito lugar.
Una década sin saber dónde se encontraba.
Al comprar el billete, solo pudo decir un nombre: Varsovia.
Pastavy era un lugar gris y austero, sin mucho que hacer más que existir. Una población pequeña de la vieja Bielorrusia. El muro soviético había caído tiempo atrás, pero en las cabezas de sus habitantes seguía existiendo un modo de vida triste y falto de ambición, afín al miedo, al secretismo, la omisión de hechos y la monotonía.
Cavilando, las palabras en ruso se entremezclaban con el español que, curiosamente, había mantenido intacto gracias a una versión castellana de la Biblia. Un tomo que contenía un plan, una venganza, un millar de ilusiones perdidas, de formas de acabar con cada uno de los miembros de la familia Komarnicki.
Pero la espera llegó a su fin.
León supo que algún día lo haría, que todo tenía principio y final, como esos principios zen que tanto había leído. La luz de su túnel tenía forma de tren. Estaba preparado.
De pronto, una intensa ráfaga de frío helado lo obligó a protegerse en el interior de una tienda.
En el establecimiento, un hombre con los dedos manchados de grasa, sostenía un cuchillo mientras buscaba la forma de reparar un cajón de madera.
—¿Quiere algo, señor? —dijo el tipo. Su rostro, como el de la mayoría, marcado, enrojecido, dejando al trasluz las cicatrices de un pasado doloroso.
—Dame una botella de vodka —dijo León. El tipo lo miró de reojo ya que, en el idioma local, pese a carecer de educación, se seguían manteniendo las formalidades—: Y un paquete de Pall Mall.
El hombre meció su pelo graso y movió la barriga al caminar. Sacó una cerveza del mostrador, dio un trago y movió su bigote amarillento. Después puso la botella de vodka en la superficie.
Se miraron a los ojos en silencio, León pagó, metió la botella en su abrigo de paño y salió al andén sin decir adiós. No le gustaban las despedidas, aunque fueran con desconocidos.
Quitó la rosca y dio un largo trago.
El líquido lo atravesó ardiendo en su garganta.
Jamás se acostumbraría.
No obstante, cargar con una botella de vodka siempre ayudaba, ya fuese para calmar el frío o la visita de algún indeseable.
Miró el viejo reloj allí colgado, el cual se movía despacio, pegado a la pared frontal de la estación. Un reloj analógico, anacrónico, deteriorado, como todo lo que había por allí, como él, como la vida en sí. León se planteó cómo sería el mundo de entonces, diez años después de haberlo dejado atrás. Tenía la certeza de que las cosas habrían cambiado, aunque le aterraba pensar hasta qué límites. Una década no era demasiado, según cómo se observara, pero sí suficiente para perder la cordura.
La Tierra era un lugar curioso, pensó dando otro trago. Recordó pasajes de su vida, más joven, en España. La ignorancia de cómo serían las cosas más allá de Alemania. No tenía ni la más remota idea. León tendía a pensar que todo funcionaba de un modo similar, todo para todos. Qué ingenuo, se dijo. Aquel lugar era una muestra de ello, del retraso económico, de la desigualdad, de las distintas formas de vida. Aquel lugar era un resquicio del comunismo, con sus normas ya establecidas, y lo que allí sucedía tenía un por qué, una razón de causa que nadie se atrevía a discutir.
No conocían otra cosa y se habían acostumbrado a ello.
La conformidad siempre fue una flaqueza del hombre.
En diez años, la única pieza de tecnología reciente a la que había tenido acceso, había sido un teléfono móvil antiguo. Los ordenadores de la biblioteca municipal aún funcionaban con conexiones de banda estrecha y su acceso era limitado. No estaban permitidas las reuniones en la calle, ni los diarios independientes. Los propios habitantes eran los que denunciaban aquello. La cultura era un bien oculto que solo algunos poseían, intercambiando discos en el mercado negro, libros usados, importados en otros idiomas, copias de cintas de vídeo antiguas dobladas al lituano. El filtro de la censura permanecía latente tras los años, pero nadie hablaba de ello.
Sin embargo, su localización no era tan mala. León se dio cuenta de que podría cruzar la frontera desde allí. Existía un pacto entre naciones en la que permitía, a los habitantes de los municipios fronterizos, cruzar las fronteras por tiempo limitado. Su cercanía con Lituania, era el pasaporte a la libertad: un tren de paso que unía la capital bielorrusa con la lituana.
Durante mucho tiempo, León había estado atrapado en una jaula sin aparente cerrojo.
El motivo más grande por el que permaneció diez años fue la falta de identidad. Gracias a los ordenadores de la Biblioteca, había tenido tiempo para descubrir su pasado. Encontró las cronológicas del día de su defunción, sus cuentas de correo electrónico antiguas habían cambiado de dueño. Ninguna de las contraseñas funcionaba.
Fue cuando entendió que no sería fácil volver a ser él fuera de las paredes de su mente.
No había tiempo para lamentos.
Se prometió a sí mismo que jamás volvería a lamerse las heridas del pasado, a pensar en su familia y arrepentirse por lo ocurrido, y por lo tanto, debía construir su propia identidad, una identidad nueva que lo convirtiera en otra persona totalmente diferente.
Tenía tiempo y estaba dispuesto a esperar, pero la práctica requería paciencia y reflexión. Cambiar su aspecto le llevaría meses, quizá años, así como construir su propia historia, pero no le urgía. Si Pastavy se caracterizaba por algo, era que nunca sucedía nada extraño. Con un poco de observación, podía anticiparse a todo, a todos.
Allí no todo era tan malo.
La podredumbre y la austeridad que lo rodeaba, tampoco le daban problemas sino ventajas. Concentrarse en vivir el momento y comenzar desde cero, ladrillo a ladrillo, mientras que el resto de los hombres del pueblo se emborrachaban con alcohol barato y abofeteaban a sus mujeres. Un sistema corrompido por el propio vicio que lo mantenía todo en un equilibrio desolador, siempre y cuando nadie metiera las narices en la casa ajena.
Un ferrocarril se acercaba lentamente a la estación. Dio un largo suspiro y se aseguró de que fuese el suyo.
No podía creerlo. En cuestión de minutos, todo habría terminado.
Miró a su alrededor y encontró hombres vestidos con chaquetas de cuero negras y pantalones vaqueros descoloridos. Todos cortados por el mismo patrón. Unos años más allí y se habría convertido en uno de ellos.
Sin embargo, sus recuerdos estaban intactos.
Una vida no era suficiente para olvidar cómo había empezado todo.
Primero fue el golpe en la estación de París.
No supo cuánto tiempo permaneció drogado.
Después, despertó en el maletero de un todoterreno con ventanas oscuras y dos hombres vestidos de negro, espalda ancha y sin cuello, lo arrastraron hasta una granja. Hablaban polaco, aunque difícilmente entendía algo.
La cabeza le daba vueltas tras el golpe que había recibido en la estación francesa. Una herida seca en lo alto del cogote y una resaca dolorosa tras la sacudida.
Allí en la granja, un hombre maloliente y con las manos manchadas comenzó a discutir con los hombres polacos. Hablaban en ruso.
Al poco, aparecieron los restos de la familia, todos con los mismos rasgos que el padre, gruesos y descuidados. Algunos tan borrachos que hacían un esfuerzo por caminar.
Tras una breve discusión, uno de los polacos entregó al cabeza de familia una maleta. El viejo, la abrió allí, delante de todos. León no vio que era, pero supuso que dinero. Sacaron varias botellas de vodka y bebieron para celebrarlo. Después, el viejo ordenó a uno de los granjeros que se hiciera cargo de León. Los dos matones miraron por última vez a León y se subieron a un Range Rover negro con matrícula de Frankfurt.
Cuando el coche desapareció, el viejo se acercó al español. Primero lo olió, después lo tocó con una vara y finalmente escupió un flemazo cerca de su rostro.
Fue el primer día de su exilio, abandonado a la mala suerte.
Durante los primeros meses, su existencia se limitó a aprender el alfabeto ruso, los símbolos cirílicos y su pronunciación.
En la familia, ninguno de los miembros tenía la mínima condescendencia con él, ni siquiera la madre. Para ellos, León era una esclavo, un mísero peón que debía de ser amortizado. Los trabajos forzados se limitaban a la agricultura, tareas simples que requerían un esfuerzo físico alto. Trabajó los músculos, tonificó el cuerpo, ganó peso con una dieta a base de patatas y algún que otro filete de carne cocinado con mantequilla. La rutina se convirtió en un entrenamiento de meditación. Dolor y silencio, el alimento de su odio interno. Que nunca pasara nada, le ayudaba a anticipar lo que hacía, convirtiéndose en un autómata, dedicándose por completo a su fuga.
Al caer la tarde y tras la cena, los hombres se sentaban alrededor de la mesa para emborracharse con cerveza. Las conversaciones que giraban en torno al tablero, trataban de menudeces, diálogos simples y opiniones vacías. León, comprendía la ignorancia de los presentes, que no distaba demasiado de los que vivían en la ciudad. Al final, reunirse en la mesa trataba de eso: hablar de algo, demostrar la superioridad sobre un tema y cerrar el debate con una opinión final.
El diálogo como forma de imposición.
León aprendió a observar y se dio cuenta lo mucho que el ser humano disfrutaba hablando de sí mismo, así como pidiendo, de un modo u otro, que los demás le dieran la razón o el beneplácito por sus acciones.
Aburrido de aquello, comenzó a dar largos paseos por el pueblo. La gente lo miraba, nadie se atrevía a hablar con él y, sin embargo, todos sabían quién era.
Cuando descubrió que existía una biblioteca municipal en el pueblo, el español aprendió a escaquearse de las mesas redondas cuando los miembros dormían sobre la mesa o perdían el sentido.
Nadie lo echó en falta, y con el tiempo, se dio cuenta de no le importaba a ninguno lo que hiciera en su tiempo libre, siempre que estuviera listo para trabajar.
La biblioteca era un edificio deteriorado habitado por fantasmas y personal con pocas ganas de trabajar. El catálogo, casi todo, en ruso, no aceptaba novedades desde dos décadas atrás. En un rincón, junto a la entrada, tres ordenadores antiguos con monitores de tubo yacían sobre las mesas, desordenados, polvorientos. Daba la impresión de que nadie sentía interés por utilizarlos.
León se acercó a uno de ellos y accedió a un escritorio gráfico arcaico y monitorizado por un contador de tiempo. El procesador era lento y le costaba escribir en aquel teclado de plástico amarillento. Tras una hora de lucha intensa con el aparato, apreció que uno de los monitores estaba orientado hacia la ventana, impidiendo ser visto por el bibliotecario que leía una revista en la recepción. Sin la mínima discreción, cambió de lugar y probó suerte.
Bingo.
Al conectarse a la red, el módem emitió un sonido brusco y molesto. Agachó la cabeza y miró a la torre que había junto a su pierna derecha. No era una casualidad. Internet era un arma muy potente que no interesaba acoger en aquel lugar y, posiblemente, en el resto del país. Nadie había pedido un cambio de red, así que posiblemente, ningún superior se habría molestado en actualizar los sistemas de acceso. Por otro lado, tener ordenadores conectados a líneas telefónicas individuales simplificaba la situación.
Si alguien hacía algo, sería fácil de localizar. Sin redes inalámbricas ni alta velocidad. Tirando del cable, cortando la red, eso sería suficiente.
León entendió que no sería muy difícil burlar las barreras de seguridad, aunque le llevaría algo de tiempo. Tras bucear en internet, se dio cuenta de que los puertos también estaban cerrados. Cuando intentaba acceder a un buscador, la página no existía o no estaba permitido. Las alternativas eran escuetas: un portal de noticias en ruso y un servicio de correo electrónico altamente sospechoso. Un callejón sin salida virtual que convertía la red en algo tan inútil como una lámpara de cartón.
Salió de la biblioteca contento por haber dado con un comienzo y se dirigió a la estación de tren. Allí llegaban los hombres que trabajan fuera del pueblo, en la capital o en otras ciudades. La mayoría de ellos tenían vidas paralelas y todos lo sabían, excepto sus mujeres, que preferían creerse sus propias mentiras. Solo alguien que tuviera acceso al exterior le podría echar una mano.
Miró los horarios de los trenes que llegaban de Minsk y tomó nota en un papel que guardó después en su bolsillo. ¿Por qué no lo dejaba todo y salía de aquella ciudad? Se preguntaba a menudo. Dar cuentas a nadie, empezar de cero, una vez más, pensaba.
No era tan sencillo, sin más, tomar un tren, largarse. No allí, no siendo el objetivo de muchos.
¿Cuál sería el precio por su cabeza? Una vez fuera de Pastavy, se preguntaba, la recompensa debía de ser larga.
Podía sentir las miradas anónimas sobre su espalda.
Algo olía a podrido en aquel lugar.
Si Komarnicki lo había escondido, era para que no saliera. Solo una persona descuidada e ingenua, se tomaría la molestia de abandonar a un cuerpo con vida para que meses más tarde apareciera de nuevo en su casa.
Estaba seguro de que cualquier intento sería neutralizado.
Cada paso que daba, una sombra se escondía tras él.
Días después, tras la jornada de trabajo, León se encontraba de nuevo en la estación de tren. Era una noche cerrada y fría. El tren procedente de Minsk llegaba aquel viernes con pasajeros de Pastavy cargados de razones: escasez de dinero y petates vacíos de comida casera. Sin embargo, en ocasiones decían que, los que se iban a Minsk, nunca volvían, ni siquiera por Navidad.
Entre los hombres, un joven con gorra y corte de pelo recto se apeó del vagón. León puso un ojo en él a lo lejos y el chico se dio cuenta de ello. Nadie lo esperaba. Observó la situación y vio que el joven caminaba solo hacia su casa. Después, el español abandonó la estación y regresó a su casa con el resto.
Durante cuatro semanas, León repitió la rutina cada viernes, asegurándose de que el chico viajaba a la capital y regresaba cada semana a la misma hora. El quinto viernes, León esperó con una agradable sonrisa. A medida que el joven se acercaba a la salida del andén, León caminó cortándole el camino. El joven delgaducho, con la mirada baja, intentó esquivarlo, pero León se interpuso hasta detenerlo con el brazo.
—¡Déjeme! —dijo el chico—. No tengo cigarrillos.
—No quiero nada de ti.
El chico se dio cuenta del acento y vaciló. Por allí, no había extranjeros. Movió el hombro para colocarse la bolsa de deporte que cargaba y lo miró a los ojos:
—¿Cómo te llamas?
—Sasha —dijo el chico.
—Escúchame Sasha —dijo León sacando un fajo de rublos bielorrusos—, necesito hablar contigo.
El chico miró los billetes.
—No estoy interesado en tu dinero, déjame en paz.
—Calla y escucha —dijo León. El chico cerró la boca—: Es tarde. Déjame invitarte a un sándwich en la estación.
Caminaron hasta el interior de la estación y León compró dos sándwiches preparados de jamón y pepino en un kiosco. Le dio uno al chico que devoró en segundos y se sentaron en un banco.
El guardia de seguridad los miró al encenderse un cigarrillo.
—¿Por qué quieres ayuda?
El chico sacó un teléfono móvil antiguo y envió un mensaje.
—Necesito que traigas un disco.
—¿Para qué diablos quieres un CD? —dijo el chico.
—Modera tu lenguaje —contestó León—. Quiero que hagas lo que te voy a pedir. ¿Qué sabes de ordenadores?
El chico abrió la bolsa de deporte y enseñó orgulloso un viejo portátil Compaq de color negro.
—Me gustan los juegos de guerra —dijo el chico—. En la residencia tenemos una red local.
—Entonces sabes descargar cosas en internet.
—Más o menos —dijo el chico.
León le explicó que necesitaba un CD con un sistema operativo para iniciar los ordenadores de la biblioteca. El chico lo miraba entusiasmado porque, de algún modo, alguien del pueblo le hablaba de algo que le interesaba por primera vez en su vida. También necesitaba TOR, un navegador que se saltaba los cortafuegos y camuflaba la dirección del ordenador. León le entregó una lista de programas que necesitaría en un segundo disco. Si mantenía correspondencia con alguien, incluso con el chico, tendría que encriptar los mensajes. Pastavy era un lugar tranquilo pero eso no significaba seguro. Puesto que le iba a dar casi todo lo que había ganado trabajando para la familia de alcohólicos, le pidió a Sasha que se hiciera con dos tarjetas de teléfono prepago y un móvil sin conexión a internet, GPS o cualquier cosa que lo rastreara. Una de las tarjetas, la usaría para hacer llamadas y la otra para recibir. Obviamente, al chico solo le explicó lo que quería.
—Hecho —dijo el chico mirando a los billetes—. ¿Y el resto de la pasta?
—Quédatela —dijo León—. Te hará falta.
—No necesito ni la mitad para comprar lo que me pides.
—Tómalo y calla, ¿entendido? —contestó León.
—Tú mandas —dijo el joven.
—Te espero aquí la próxima semana.
Una semana más tarde, Sasha se apeaba en la estación de Pastavy del tren procedente de Minsk. Cargado con su vieja bolsa, sonrió a lo lejos cuando vio a León. Regresaron a la cafetería, el español tomó dos bocadillos envasados y miró al chico.
—¿Lo tienes todo? —dijo León—. La espera se ha hecho larga.
—Aquí tienes —dijo el joven mirando a su alrededor y sacando un ligero sobre de burbujas—. Me resultó casi imposible encontrar los discos, están obsoletos.
—Te dije dos discos —dijo León algo molesto mirando el interior.
—Ahí tienes todo lo que necesitas —contestó Sasha—. Es un sistema amnésico. Cuando apagues la máquina, se eliminará el rastro. Lo único que necesitas es una conexión a internet.
León lo miró sorprendido con el disco en la mano.
—Vaya —contestó León—. Pensé que solo te dedicabas a matar marcianos.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Sasha quitándole la envoltura al sándwich.
—No es de tu incumbencia —dijo León.
—Es obvio que algo vas a hacer —dijo—. Tramas algo. Si quisieras marcharte de Pastavy, habrías cogido ya un tren, pero no, no puedes, alguien te retiene aquí.
—No te pases de listo —dijo León. Lo cierto era que el español necesitaba aliados. El plan, todavía en bruto, tenía como objetivo llegar a Varsovia. A través de la red, pagaría por una entrada limpia al país, bajo soborno y sin inspecciones. Ciudadanos ucranianos y bielorrusos lo habían hecho anteriormente para cruzar la frontera y evitar problemas jurisdiccionales. En el pueblo, todos sabían que la mejor forma era a través de Lituania, pues desde que Komarnicki había llegado al poder, buscaba la manera de reunificar los territorios que en el pasado pertenecieron a la vieja Polonia. Abrir las puertas al país vecino para ofrecerles un trabajo digno, era una estrategia pueril para esclavizarlos.
León encendió el teléfono, un viejo Ericsson de tapa negra.
—He guardado mi número en la memoria —dijo Sasha—. En caso de que necesitaras ayuda.
El amable gesto del chico no fue del agrado de León.
—¿Has estado alguna vez en la biblioteca? —preguntó el español.
—Sí —dijo Sasha.
—¿Podemos saltarnos el cortafuegos? —dijo León señalando el CD.
—Por supuesto —dijo.
—No tengo muchos amigos —dijo León—. Me cuesta confiar en la gente, ¿por qué habría de hacerlo contigo?
El chico arqueó sus pobladas cejas rubias y cogió la bolsa de deporte.
—Como desees —dijo rindiéndose—. No hace falta mucho para saber quién eres… La gente habla en el pueblo y cuenta historias.
—¿Y qué dice? —preguntó León curioso.
—Que hiciste algo malo… —explicó el chico—. Algo realmente malo para acabar aquí.
—Veo que os tenéis mucho amor propio.
—Sabes de lo que hablo… —dijo Sasha—. Fuiste vendido a una de las peores familias del pueblo a cambio de silencio.
—Si tan malo dicen que soy —contestó León—. ¿Por qué insistes en ayudarme?
El chico dudó y se giró dando un paso al frente.
—No eres el único que quiere salir de aquí.
Sasha desapareció por la puerta de la estación. El tendero miró con recelo a León, esperando a que terminara su bocadillo para bajar la persiana de la tienda y cerrar el negocio. Era media noche, la temperatura alcanzaba los 15 grados bajo cero, todavía soportables si no fuera por una ligera brisa helada que le agrietaba el mentón. Salió, encendió un Pall Mall como pudo y se perdió en la oscuridad de las calles.
Al día siguiente, despertó en el cuchitril donde habitaba. El fuerte olor a comida se había quedado impregnado en las paredes. Abrió la ventana, una ventisca helada azotó su piel. Con sigilo, abandonó la caseta. El patriarca de la familia Sokolov, no se había molestado en darle una habitación como al resto de los miembros. León tuvo que acostumbrarse a un cobertizo, equipado con un viejo radiador que funcionaba cuando le venía en gana, así como al fuerte olor de la cocina de la casa, que conectaba con uno de los laterales. La ventaja era que podía abandonar su cuarto sin que los otros supieran que lo hacía.
La familia Sokolov estaba formada por cinco miembros: una mujer, un cabeza de familia y sus tres hijos varones. Tatiana, una mujer gruesa y fea con muy mal carácter que trataba a los hombres como si fueran animales. Yuri, su marido, un hombre robusto de piel enrojecida y sin cuello, con largo bigote y ojos cristalinos. Alcohólico y violento como así sus hijos. Una familia dedicada a la agricultura y al trabajo físico.
Vivir, alimentarse y comprar vodka.
El clan Sokolov llegó a Pastavy huyendo de Tolyatti, una de las ciudades más pobres de Rusia. Yuri había trabajado durante diez años en una fábrica de coches. Una pequeña riña entre él y su compañero de oficina, terminó con una puñalada.
Los ciudadanos rusos no eran bien recibidos en ninguna parte del Este de Europa excepto en Bielorrusia, el único territorio afín a las leyes del régimen estalinista. Pastavy era una buena opción, un pueblo agotado por la economía y una población reducida y fácil de callar.
Los Sokolov empezaron a trabajar para un viejo agricultor alcohólico que, sospechosamente, falleció siete años después dejando a Tatiana como heredera. Las opciones eran pocas: Yuri trabajaba para el viejo mientras que Tatiana se dedicaba a las tareas domésticas, hacer la comida y darle placer al octogenario hasta quedarse embarazada. El anciano se enamoró por completo de la mujer rusa.
El español escuchó por primera vez la historia en una cafetería del pueblo, entendiendo que, los Sokolov, no se andaban con descuidos.
En su paseo matinal, compró un bocadillo en una tienda, un zumo de manzana concentrado y entró en la biblioteca. El bibliotecario tomaba a sorbos un café de máquina mientras ordenaba manualmente un puñado de tomos amarillentos. León caminó hasta el ordenador de la esquina y lo encendió. Abrió el lector de discos e introdujo el compacto que Sasha le había dado. Segundos más tarde, arrancó una pantalla y un escritorio de color negro reemplazó al antiguo sistema.
Abrió el navegador TOR y se conectó a la red. Sintió una presión extraña en el cuerpo. Hacía demasiado tiempo que no se conectaba a internet. Cuando fue a escribir en el buscador, lo primero que vino a su mente, fue el nombre de Zofia Komarnicki. Se detuvo a tiempo y respiró hondo. León ya no era León, no existía tal persona, y por tanto, resultaría muy sospechoso buscar sobre su pasado. Era inevitable pensar que alguien lo podía estar observando, ya fuera a través de las cámaras o los simples lectores que visitaban el lugar. Creó una dirección de correo electrónico, generó una clave pública PGP para recibir correos encriptados y comenzó la búsqueda.
Primeros pasos.
Necesitaba un pasaporte, una identidad nueva y un billete a Vilna.
También algo de dinero y un contacto en Varsovia que le cubriera las espaldas.
En una página clandestina, un usuario llamado Sphinx ofrecía sus servicios para obtener un pase entre fronteras. El precio era alto y no incluía identidad nueva, pero León entendió que así se le iría del presupuesto. El pase le garantizaba estar a salvo hasta que llegara a la estación de trenes de Varsovia. Una vez allí, un contacto del usuario Sphinx, le entregaría las directrices para estar a salvo las siguientes horas. La situación social en la capital polaca se había vuelto más y más tensa desde que Komarnicki había llegado al poder y las políticas de inmigración eran simples: nadie entraba para quedarse.
El inmigrante tenía 24 horas para cruzar el país o buscar un lugar donde esconderse.
Semanas más tarde, el español se había acostumbrado al sigilo, a no llamar la atención, y nadie parecía darse cuenta de ello. Cada viernes, esperaría al joven Sasha en la estación de tren con un sobre lleno de dinero. Sasha satisfaría las demandas del español y así, León iría completando cada uno de los pasos que había marcado en su libreta. Por las noches, trataba de visualizar el futuro, un mañana fuera de allí. Creando una imagen mental del resultado final, lo ayudaría a conseguir su objetivo. Su padre siempre le dijo que, si soñaba con algo intensamente, pronto lo alcanzaría. Eran palabrerías que se decían a los niños pequeños para mantener la esperanza, pero, ¿acaso no era lo que necesitaba? Abrazar la fe y no soltarse.
Un día, al regresar de la biblioteca, encontró a Yuri husmeando en su habitación. Todo estaba desordenado, por el suelo. El viejo estaba borracho para variar y lento en sus movimientos. Cuando se dio cuenta de su presencia, el viejo se giró.
—Hijo de perra, ¿qué estás haciendo con el dinero que te doy? —balbuceó furioso.
—No es asunto tuyo —dijo León.
—Es mi dinero —dijo Yuri—. Te voy a enseñar a ser agradecido.
No era la primera vez que a Yuri le daba por meter sus narices allí y que no era tan imbécil y descuidado como había figurado. El hombre se acercó echándole el aliento cuando levantó un brazo para golpearle. León se echó atrás, agarró la silla de madera y se la partió en la cabeza. Yuri se tambaleó aturdido y cayó contra la cama. Después vomitó arrodillado. León se dio cuenta del grave error que había cometido. Tatiana apareció dando gritos por la puerta y poco más tarde los tres mozos. El viejo tenía un aspecto lamentable, inconsciente y borracho. Los tres mozos sin cuello se abalanzaron sobre el español y lo abatieron a golpes. León trató de protegerse la cabeza, mientras le golpeaban el estómago. Un imagen del pasado le vino a sus ojos. El día del metro. Los matones de Komarnicki atizándole en la noche. Cuando creyeron que había sido suficiente, asistieron al patriarca y lo llevaron al otro lado de la casa. El cuarto apestaba a vómito, alcohol y flema. León, malherido, se levantó con dificultad, agarró su abrigo, una bolsa con lo que Sasha le había entregado y salió de allí.
—¿A dónde crees que vas, miserable? —dijo Tatiana fumando un cigarrillo en la puerta de la casa—. No puedes ir muy lejos…
—Púdrete, hija de perra —dijo León sin mirar atrás.
—Pagarás por lo que has hecho —dijo la mujer tranquila—. El viejo Yuri te dará lo tuyo.
La mujer tenía razón. León no tenía donde esconderse. Con el rostro magullado y una herida abierta en el pómulo, alcanzó la calle principal del pueblo y se arrastró hasta una tienda de ultramarinos. Estaba sediento y en su bolsillo aún guardaba algunos rublos.
Al abrir la puerta, una mujer rubia carente de estilo, con el cabello recogido en un moño y de mirada suave, se encontraba ordenando los productos. Era más joven que él, delgada, bella, de ojos oscuros y labios carnosos.
—Buenos días —dijo León.
La mujer se giró al escuchar su voz y lo miró fijamente. Después se acercó a León antes de que cayera al suelo y lo agarró del hombro.
—¿Qué le ha pasado, señor? —dijo la chica—. Han sido ellos, ¿verdad?
—Eh… ¿Cómo? —dijo León—. ¿Quiénes?
—Los Sokolov —dijo la mujer.
—Supongo que me lo merecía.
—No diga tonterías, señor… —dijo.
—Llámeme Lev —dijo él, improvisando.
—Como quiera… señor Lev —dijo la mujer dubitativa—. Tengo que llevarle al ambulatorio.
—¡No! —dijo León—. No necesito ningún tipo de ayuda. Solo hielo.
—¿Bromea? —dijo ella—. Alguien tiene que curarle las heridas. Tiene un aspecto lamentable.
—Entonces hágalo usted —ordenó León—. Si me lleva al hospital, tarde o temprano, me darán otra paliza.
La mujer cerró la tienda y lo llevó a una parte trasera en la que había un baño, una cama y una vieja radio. León se tumbó en la cama mientras la mujer sacaba el botiquín. Llenó un barreño de agua y puso a remojo dos trapos. Después los pasó por el rostro de León. El dolor era tan fuerte que el español no podía aguantar las lágrimas. Se quitó la ropa y tenía el abdomen hinchado y enrojecido.
—Menudos salvajes —dijo la chica con otro tono y le acercó una botella de vodka—. Bebe, no te preocupes, nadie sabrá que estás aquí.
León la miró a los ojos, agradado por su cercanía. Dio varios tragos a la botella y cerró los párpados.
—Descansa —dijo y cogió la bolsa de pertenencias. Miró los discos, el teléfono y una libreta con palabras en español. La mujer se preguntó quién era aquel hombre desconocido de barba y bigote. León tendría que responder a todas las preguntas.
La tendera se acercó al teléfono de la tienda, descolgó e hizo una llamada.
—Hola, soy yo —dijo al aparato—. El foráneo, está aquí, en la tienda.
—¿Qué ha pasado? —dijo una voz masculina al otro lado—. ¿Qué te ha contado?
—Nada —contestó la mujer—. Ahora, descansa. Está malherido.
—Ocúltalo y no llames a nadie. Salgo en seguida —contestó el hombre y colgó el teléfono.
Agarró la goma que sujetaba el moño de su cabello y lo soltó. Miró a León, con los ojos cerrados, dormitando sobre la cama.
—¿Quién eres? —preguntó la muchacha, pero el español no dijo nada.
El corazón le latía con fuerza.
Se dijo a sí misma que esperaría hasta que despertara.
León cambió su nombre por Lev y obtuvo un nuevo pasaporte a cambio de un buen desembolso de rublos. Haber caído en aquella pequeña tienda, fue un buen golpe de azar.
Al despertar, se encontró con una bella muchacha de carácter dulce y algo ingenua, hechizada por el misterio y las ganas de saber más. La situación era simple y aunque León no veía más allá de su físico, encontró a Irina como la luz que alumbraría su pasaje tenebroso.
Junto a ella, se encontraba su padre, Valery, un hombre pálido de cuello grueso y cabeza redonda.
El flechazo se fraguó en los meses posteriores al encuentro.
León comenzó a trabajar en la tienda debido a la compasión del viejo, que predicaba haber visto en sus ojos el llanto de Dios. El español aparcó sus actividades clandestinas, recuperó su forma físico y pasó más tiempo junto a la joven, aprendiendo el idioma, encendiendo la chispa de un roce diario que los llevó a un apasionado romance a espaldas de su padre.
Meses más tarde, León se presentaría un día tras la jornada de trabajo en casa del viejo Valery. Entre vasos de vodka, le pediría permiso para casarse con su hija.
—Te agradezco que lo hagas —dijo Valery mientras Irina preparaba la comida en la cocina—. Te entregaré lo que necesites.
—¿De qué está hablando? —preguntó León.
—Cuida de ella —contestó—. Del resto, me encargo yo. Uno tiene sus contactos… ¿sabes? Las historias vuelan… O eres un bandido, o has pagado el enfado de algún majadero.
—No sé de qué me habla.
—Como quieras —dijo Valery riendo—. Hablaremos de nuevo, en otro momento. No te preocupes por nada.
Aquel día fue inolvidable para los tres. Bebieron y comieron celebrando la noticia hasta la noche. León se sintió feliz, renovado por las palabras del suegro, aunque fuese por unas horas.
Poco después, contrajo matrimonio con la chica, notablemente más joven que él, jurando así fidelidad a la familia y al negocio familiar. La maniobra le ayudó a dar un paso en más en su plan, tomando el apellido Popov, prestado por el viejo Valery para registrarse como habitante de Pastavy. El tendero le otorgó una segunda oportunidad a cambio de darle un futuro próspero a su hija y un poco de bienestar emocional. Irina pronto alcanzaría los treinta y no había nadie lo suficiente hombre en el pueblo como para hacerse cargo de ella sin ponerle la mano encima. El viejo Valery, se convirtió en el mentor de León así como su abogado y consejero. A pesar de que en el pueblo solo había una iglesia ortodoxa, Valery era católico, algo que no estaba del todo bien visto en el país. El viejo movió los hilos para que un recadero le consiguiera una versión de la Biblia con un pasaporte falso en su interior.
—Muy importante es leer —dijo un día en la trastienda con el libro en la mano—, pero más importante es conservar la fe.
León dejó el desgaste físico del arado para acomodarse a las menudeces del pueblo y sus pequeños quehaceres. Se había desecho de su familia adoptiva, de los platos de gachas y del Kalduny. A sus oídos llegó el rumor de que el viejo Yuri ya no frecuentaba los bares. Alguien le había dado un ligero susto.
Tenía más tiempo para visitar la biblioteca y a Valery no le llamaba la atención, pues le agradaba la idea de que fuera un hombre cultivado. Por su parte, sabía que había errado y que quizá, casarse con Irina, le daría cierto margen para reflexionar sobre su futuro.
Lentamente, el español se familiarizó con el entorno, dejándose absorber por las costumbres, rindiéndose al vodka casero extraído de patatas, a no mezclar y a entenderse con los paisanos, una población nublada a la que habían quitado las ganas de sonreír. El joven Sasha dejó de visitarlo y su correspondencia se limitaba a los correos electrónicos que el bielorruso le escribía esporádicamente. Aprendió los entresijos de llevar un negocio de venta de comestibles y el contrabando de alcohol. Valery no bebía y, sin embargo, suministraba licor a toda la ciudad. Perdió a su mujer a cambio de una hija y se prometió protegerla hasta dar con un hombre semejante a su persona. El viejo le contó la historia repetidas veces a León, quizá para cerciorarse de que era el hombre correcto o simplemente convencerlo de ello.
—¿Sabes, Lev? —dijo un día el hombre sentado en la tienda—. No me importa de dónde vienes, ni tampoco qué has hecho en el pasado… Pero tampoco te negaré que me lo he preguntado muchas veces.
—¿Entonces por qué lo mencionas? —dijo León.
—Muchacho… —dijo Valery tocando su barba—. Si estás aquí es por gracia de Dios… Eso es todo.
Y así fue.
En la memoria de León quedaron las imágenes de cientos de tardes frías de invierno, tardes grises en la trastienda junto al radiador de gas, fumando Pall Mall, leyendo el Nuevo Testamento y las notas que había tomado en los márgenes, y mirando al viejo sentado juntado a la ventana, con un viejo transistor portátil en el alféizar, escuchando a Chaikovski.
El tren cerca. León miró de nuevo al reloj de la estación, como tantas veces hizo aquel día. Era el momento de largarse. Personas junto al andén, a la espera de un futuro, una huida, un nuevo comienzo o un simple viaje. León los miró, todos ellos hombres, con una mano delante y otra detrás. Cargaban maletas, petates, equipajes esenciales, minimalistas, simples, puros, vacíos. El desaliento de una dura temporada. Se iban, con suerte, para siempre, a empezar algo nuevo, a cruzar Pastavy, Europa, a no regresar, abandonando familias, creando otras más prósperas.
—¡Lev! —gritó una mujer. León tiró la colilla y se giró. Era Irina, la reconoció a lo lejos.
—¿Qué haces aquí? —dijo sin sobresaltos.
La mujer, pálida y delgada, envejecida y con los ojos del viejo Valery, se tiró a los brazos del español.
—No me abandones, por favor.
Después rompió a llorar.
—Cálmate, ¿quieres? —dijo León—. Volveré. Tienes que confiar en mí.
—¡No! —gritó entre lágrimas, golpeando con los puños el pecho de León—. Me abandonarás para siempre y no volverás, como ellos…
—Hicimos un pacto —dijo León sujetándola por los hombros—. Lo recuerdas, ¿verdad?
—¡A la mierda con eso! —dijo Irina—. ¿Qué clase de hombre eres?
Interesante cuestión, se dijo León.
—No lo sé —contestó—. Llevo años preguntándome lo mismo.
El tren se acercó chirriando contra las vías.
—No —dijo ella agarrándolo del brazo—. Por favor.
León peinó su bigote y la miró a los ojos. Sacó una carta arrugada de su abrigo y se la entregó.
—Eres la única mujer a la que he amado de verdad, Irina —explicó—. Sin embargo, me tengo que marchar. Siempre fue mi propósito, es importante que mantengas la fe en mis palabras.
La mujer se calmó y sacó un libro del bolso.
—Necesitarás esto —dijo y le entregó la vieja Biblia—. No te olvides de nosotros.
—Sabréis de mí —dijo él—. De algún modo.
La mujer se acercó y le dio un beso en los labios.
—Sé que no volverás —dijo ella—, pero prefiero pensar que lo harás.
—Cuida a los niños —contestó.
León metió el libro en su chaqueta y se subió al tren sin mirar atrás. Las lágrimas de Irina se congelaron para siempre, empalidecida, fría, desconocida. León pensó en el viejo Valery, y clamó varias plegarias en absoluto silencio, pero qué importaba. Estaba preparado. Había invertido una década, concienzudamente, para vengarse de los Komarnicki y recuperar a su hijo. Tenía un plan de ida, pero no de vuelta. No estaba seguro de qué encontraría al cruzar la frontera, si todavía lo esperarían allí o si ya estaba muerto. Una sensación extraña, sentirse más vivo que nunca antes y saber que estás muerto. Los años de exilio no habían logrado borrar de su memoria los días del pasado. Zofia, él, el viaje a Sopot, Komarnicki, sus hombres, Mateusz… Era un ser humano como el resto, fascinado por el poder de su propia intención. Puede que lograra eliminar su identidad, pero para borrar sus recuerdos tendrían que matarlo. Solo había un modo de saber si estaba en lo cierto.
Valery siempre pensó que León había aparecido en su vida por gracia de Dios.
Estaba equivocado.
Fue el viejo Valery, su hija Irina y aquel pueblucho iracundo.
Fue la segunda oportunidad que León tuvo para regresar.
Por azar o infortunio, Komarnicki lo pagaría muy caro.