Capítulo 10

El sol todavía no había salido cuando cinco coches abandonaron la fortaleza. Cinco modelos de diferente fabricante, con matrículas robadas y ninguna conexión entre sí.

León ocupaba la parte trasera de un Volkswagen Passat antiguo de color negro.

Helena, al volante y Konrad junto a ella.

Al lado de León, Wiktoria observaba por la ventanilla.

En el resto de vehículos se encontraban otros miembros de la milicia organizada que iba a dar un golpe contra Komarnicki.

Un día tranquilo, pensó el español.

El sistema de navegación indicó que llegar hasta Ełk, la ciudad más próxima a la residencia escondida de Komarnicki, les llevaría tres horas. Ełk era una ciudad pequeña de Masuria, situada al noreste del país y cercana a la frontera lituana. León nunca había estado en Ełk, aunque sí en Masuria, años atrás, en uno de esos viajes sin control, abanderado por un grupo de guías polacos en busca de chicas en biquini y varias noches de diversión.

Una región famosa por sus infinitos lagos, el lugar preferido de la clase alta para esconderse una temporada en una casa de campo, relajarse y evadir los escándalos públicos. La clase política alternaba los lagos de Masuria con las playas de Sopot. La familia Komarnicki había comprado una casa a finales de los noventa, mucho antes de que el Primer Ministro llegara al poder. Roman prefería hacer alarde del patrimonio de su nación antes de dejarse fotografiar en las playas de Grecia o Croacia, como solían hacer las celebridades de la televisión. Con el tiempo, cambió su destino estival y la familia se trasladó a la ciudad de Sopot, en la que fijaría su segunda residencia. A León no le sorprendió que Komarnicki lo encontrara con tanta facilidad: tenía bajo su mando a la Triciudad formada por Sopot, Gdańsk y Gdynia.

Los colaboradores informaron de que Zofia había llegado en un coche privado a la residencia.

Iba acompañada de Marcin, tal y como Wiktoria y los suyos esperaban.

La razón del encuentro familiar eran los documentos del divorcio de Zofia. Los escándalos no habían hecho más que dañar la imagen del partido que, tras muchos intentos fallidos, se resquebrajaba lentamente. Pese a tener a los medios de su lado, las páginas de rumores habían hecho circular, en varias ocasiones, unas fotos de Zofia con el rostro magullado.

De algún modo, la sociedad había despertado al ver el estado físico de la chica, pero su padre todavía podía ejercer su control.

Para su padre, la reunión, claramente terminaría con una negativa, no sin antes, tomar la custodia de su nieto y comenzar una doctrina más severa en las alas del partido. La hija desconocía que su padre le tendería una trampa, primero humillándola y, más tarde, dejándola en un segundo plano.

Ninguno de los Komarnicki esperaba era a la tripulación de aquel Passat de color negro. León estaba de vuelta y con el cargador lleno. Había muchas cosas de las que hablar, pensaba el español, aunque dudaba si querría escuchar todas las respuestas. A su lado y en silencio, Wiktoria se preguntaba una y otra vez si habría sido un error meterlo en el coche.

En la peor situación, no dudaría en disparar tanto a los Komarnicki como a León.

Lo tenía claro.

No habría lugar para los corazones rotos.


Salieron de Varsovia por la DK 61 en dirección al norte, dejando atrás el bosque, los edificios residenciales y enfrentándose al nerviosismo contagioso que inundaba sus cuerpos lentamente. En la radio sonaba una canción de Pink Floyd cuando León se dejó caer en el respaldo del asiento y respiró profundamente.

—Todo va a salir bien —dijo en voz alta.

Con la radio de fondo, no obtuvo respuesta y sus palabras se esfumaron con los acordes de la canción. Entonces cogió la mano de Wiktoria, que se apoyaba sobre el espacio que había entre los dos y apretó sus dedos. La chica reaccionó con retraso. En un primer momento, su reacción fue negativa, preguntándose qué estaba haciendo. Hacía mucho tiempo que un hombre no la tocaba de esa forma: muchos no sabían como hacerlo y otros nunca daban el paso. Un segundo después, se dio cuenta de cómo el español le miraba a los ojos.

Él seguía ahí, apretando sus dedos con delicadeza.

La chica respondió con media sonrisa y asintió.

Dos horas más tarde, se detuvieron en una estación de servicio. León pidió un café y se preguntó si sería el último. Disfrutó el paisaje, plano, seco y sin vida. Pronto la primavera lo mancharía todo de verde. Regresaron al coche y continuaron su camino.

De nuevo en la carretera, no hizo falta esperar mucho para que la radio emitiera una señal de alarma. Helena pisó el acelerador, salteando algunos de los coches que encontraba por su camino.

—En caso de que hiciera falta, salta del coche, ¿entendido? —dijo Wiktoria.

—¿Qué sucede? —preguntó León desconcertado.

Segundos después, tres drones, de alargadas dimensiones, sobrevolaban sus cabezas a gran velocidad. Era la primera vez que León veía algo así. Konrad se puso en guardia, apuntando con su arma a través del cristal. Helena pulsó el botón rojo del aparato, un dispositivo de color negro con dos botones y un conector a la corriente. Los drones siguieron su curso, perdiéndose en la lejanía.

—Centinelas —dijo Helena—. Debemos darnos prisa. La próxima vez, no tendremos tanta suerte.

—No podemos luchar contra eso —dijo León—. Es absurdo.

—Tienes razón —dijo Wiktoria—. Por tanto, debemos evitarlos.

—La casa de Komarnicki estará plagada de ellos —dijo Konrad—. Yo que tú, empezaría a resolver cómo esquivarlos.

—Esto es el principio de una muerte anunciada —dijo León.

—Tranquilo —contestó Wiktoria mirándolo a los ojos—. Debes confiar en nosotros. Todo saldrá bien.

—La última vez que escuché eso, terminé encerrado diez años —contestó el español.

León hizo un esfuerzo para apaciguar el estrés que invadía sus órganos. El corazón latía más rápido que nunca y una fuerte presión en el estómago le impedía pensar con claridad.

Vislumbraron una señal de color verde que indicaba Ełk, deduciendo que se encontrarían a unos cuarenta minutos de la casa del Primer Ministro. Ninguno había abierto la boca en todo el viaje, si no había sido para hacer algún que otro comentario insulso. Resultaba irónico actuar con normalidad, pues aunque lo ocultaran, jamás habían sentido tanto miedo. La situación era seria, sabían que, en cualquier momento, podrían tener visita y terminar ahí, en los asientos de aquel vehículo.

Wiktoria le indicó a Helena que se detuviera un instante.

Después, la líder sacó un teléfono móvil antiguo y envió un mensaje.

—Llegamos a tiempo para la fiesta —dijo Wiktoria guardando el teléfono—. Komarnicki debe de estar a punto de aparecer. Quiero que estéis preparados y en posición de alerta. Helena, tú te quedarás en el coche.

—Entendido —dijo la conductora.

—Konrad, quiero abras paso… —ordenó Wiktoria—. Entrarás el primero y saldrás el último. No abras fuego si no te ves obligado a hacerlo.

—Claro —dijo el chico sin rechistar.

—León —se dirigió Wiktoria al español—. Tú vendrás conmigo. Yo me encargaré del niño, tú de la madre.

—Está bien —dijo el español.

Wiktoria se acercó a León y lo cogió de la sudadera.

—No quiero dramas innecesarios —dijo la chica muy seria—, ya sabes de lo que hablo. No somos terroristas y de nada servirá todo esto si hacemos una carnicería ahí dentro, ¿lo entiendes? Piensa por un momento en el país, no en tus intereses.

El español soltó sus manos y se echó hacia atrás.

—Lo he entendido a la primera.

—Por último —dijo Wiktoria y tragó saliva. Parecía tener un bolo en la garganta—: Si por lo que sea, alguno de nosotros cae durante la misión, no miréis atrás, no quiero lamentos. Rescatar a un compañero puede entorpecer los objetivos, y lo sabéis… No cometáis ninguna insensatez.

—No hables como si fuésemos a morir —dijo Helena—. Saldremos vivos.

Konrad tomó aire.

Wiktoria se tragó las lágrimas, León miraba impasible por la ventanilla.