Capítulo 4

Bajo un amanecer tímido, abandonaron Medininkai con rumbo hacia Vilna. Tomaron la carretera secundaria, caminando durante tres horas hasta que un conductor los recogió. Cuando el conductor, un granjero lituano, se dio cuenta de las pintas que tenían, se dio cuenta de cuánto se había equivocado. Los lituanos tenían fama de samaritanos ya que muchos vivían en el campo. Aquel debió ser su día de infortunio, pensó, así que el hombre decidió no llamar la atención y guardar silencio hasta que se marcharan.

Horas después, se apearon en la estación de autobuses de Vilna, entraron en un Narvesen y compraron agua, cigarrillos y algunos bocadillos. Desde la ventana, León vio al conductor perderse en el infinito, pisando el acelerador como si hubiera visto a un fantasma. Pidió un perrito caliente y se quedó congelado frente al mostrador mientras la empleada, una chica rubia de ojos azules, lo observaba.

—Hace años que no como uno de estos —dijo León señalando a las salchichas, que daban vueltas sobre una plancha giratoria—. Y pensar que te he echado tanto de menos.

La chica sonrió pretendiendo haber entendido al español. Después puso la salchicha en un panecillo y se lo entregó.

León pagó y miró a los polacos.

Salieron de la estación y a la estación de tren. Entre la multitud de viajeros que se encontraban allí, la mayoría de ellos europeos, el trío se acercó hasta el horario de trenes y compraron los billetes en una máquina digital.

—¿Qué hacemos si nos detienen? —dijo Tomek—. Puede que tomaran nota de nuestros pasaportes.

—Haremos lo de siempre —dijo la chica.

—No pienso saltar desde un tren.

—No sobrevivirías —contestó Tomek.

Se acercaron hasta el andén número 3 en el que su tren, con destino a Varsovia, esperaba con las puertas abiertas. Siguieron el protocolo rutinario para no llamar la atención, pese a que fuera inevitable. La gente los observaba con gesto extraño, algunos se alejaban o desaceleraban el paso. Los tres lo notaron, sabían que los problemas no tardarían en llegar.

Una vez sentados, León sacó un viejo teléfono móvil de su bolsillo. Del otro, cogió una batería de litio cuadrada, la introdujo en la parte trasera y encendió el dispositivo.

Wiktoria levantó la mirada.

—Lo que nos faltaba. ¿Estás loco? —dijo la chica—. ¡Te rastrearán en segundos!

—¿Desde cuándo tienes uno de esos? —preguntó el chico curioso.

León hizo una señal de silencio con el índice.

—Tranquilos —contestó—. No pueden rastrear algo que no existe.

Algunas personas entraron en el vagón.

—Procura que nadie lo vea —dijo Wiktoria—. Están en desuso, y eso es ilegal.

León buscó en la agenda y vio el número de Sasha y otro número que había memorizado con el nombre de C. Envió un mensaje rápido al segundo contacto y apagó el dispositivo. Se preguntó qué estaría haciendo el joven bielorruso y si las cosas le irían como siempre hubo deseado. León escribió a su contacto la señal de activación pactada. El contacto quedaría informado de que se encontraba en el tren. Si todo salía como Sphinx le prometió, no debía preocuparse por los revisores. Que los polacos se metieran en problemas, no iba a interrumpir su plan. Resultaba estúpido y sacrificado.

León abrió un periódico gratuito que alguien había dejado en el asiento contiguo y dio un vistazo. Todo estaba en lituano y no entendía nada, pues se tuvo que conformar con ver las fotos. Políticos que desconocía, gente local que había ganado un concurso de televisión, un concierto de U2 en Vilna. Demasiado, pensó. Se lo puso sobre el rostro y cerró los ojos. El tren comenzó a moverse, lo sentía en su cuerpo.

Lentamente, las voces cesaron, el vagón se quedó casi vacío y un ruido ensordecedor de maquinaria, se convirtió en su mantra, la melodía que lo llevó a un sueño entrecortado. El cansancio lo había agotado y todo se volvía más y más pesado. Entre la nebulosa onírica y los pensamientos que flotaban en su mente, una presencia molesta lo despertó. Alguien requería su atención al otro lado. El intruso golpeó el periódico varias veces hasta que cayó al suelo.

Aturdido, abrió los ojos y vio a Wiktoria, con la mirada petrificada. Junto a ella, Tomek, esperando a que dijera algo.

—Billetes e identificación, señor —dijo una voz por encima de su cabeza. León giró el rostro, vio unos zapatos negros, después un pantalón verde militar y a medida que subía la vista, encontró la presencia de un oficial con bigote de cepillo y cara de pocos amigos—: Oh, sí. Claro. Un momento…

Metió la mano en su bolsillo cuando vio a Wiktoria sujetando su arma en el interior de su abrigo, preparada para cualquier desenlace, para descargar allí mismo, contra él, contra el mundo entero.

Tomek, al otro extremo, mantenía la misma posición con el rostro encogido.

Lentamente, sacó el billete, el pasaporte arrugado y se lo entregó al oficial.

—Aquí tiene, oficial… —dijo León adormecido.

Por el rabillo del ojo pudo ver a otros dos militares armados junto a la puerta.

El oficial comprobó el pasaporte varias veces.

—¿Qué le lleva a Varsovia? —preguntó en polaco con acento.

—Un amigo —dijo León en ruso—. Negocios, nada serio.

—Ya veo… —dijo el militar—. Ándese con cuidado, señor Popov.

Los soldados ignoraron al resto y cambiaron de vagón. Una gota de sudor caía por la frente de Wiktoria.

León hizo un gesto de silencio con la mano.

—¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó León.

—Debemos de estar cerca —dijo la chica.

Escucharon voces al otro lado del vagón. El resto de pasajeros fingía no enterarse de nada.

—Coged vuestras cosas —dijo León—, esos tipos van a fusilarnos, hacedme caso.

La puerta se abrió de un golpe brusco y, acto seguido, unos pasos alcanzaron el pasillo.

—¡Señor Pavlov! —dijo la voz del oficial en polaco—. ¡Levántese con las manos en alto!

Cuando León giró su rostro para ver cuántos hombres había en la entrada, Wiktoria sacó el arma de su abrigo, apuntó al oficial y a los dos militares y disparó tres veces. Uno de los hombres recibió un impacto en la cabeza y cayó contra el suelo. A continuación, Wiktoria saltó contra el asiento contiguo de León. Una mujer gritó histérica, el oficial la silenció con otra bala. Los cuerpos se desvanecían como árboles en una tala. Los militares, armados con semi automáticas, abrieron fuego a ráfagas, disparando a todo el que se moviera. León y Wiktoria se echaron al suelo cuando una de las balas casi roza el brazo del español. Desde la otra parte del pasillo, Tomek afinaba su puntería, disparando al oficial sin éxito. Una segunda ráfaga insonorizó el vagón e hizo añicos los cristales. Por el rabillo, León podía ver las cabezas pesadas y tintineantes, de algunos de los pasajeros que ya habían perdido su vida. Los gritos procedentes de los individuos, cesaron. El vagón era una habitación del infierno, polvorienta y ensordecedora. Los viajeros que había a las espaldas de León y Wiktoria, actuaron como escudos, formando charcos de sangre en el suelo.

El oficial dejó ver su cabeza entre las butacas del pasillo.

Es el momento, pensó el español.

Se apoyó en el cabezal de su asiento y efectuó tres disparos, alcanzando el costado del oficial y dejándolo indefenso.

El fuego cesó.

León miró a Wiktoria y después a Tomek, tirado al otro lado del pasillo.

Después se levantó y observó al resto del vagón.

Cuerpos agujereados, cristales rotos, rostros sin vida todavía asustados y sangre por todas partes. El ferrocarril seguía en marcha, el rudo de las máquinas era insoportable. En la entrada que conectaba ambos vagones, se encontraba el oficial en el suelo junto a uno de sus hombres. Tomek salió al pasillo, mirando a los lados.

—¿Dónde está el otro? —dijo cuando un hombre armado salió de la nada, entre los asientos y apretó el gatillo de su pistola, descargando la munición sobre el cuerpo del chico.

Una bala le perforó el entrecejo, otra su pecho, dejando esta última una ráfaga de sangre sobre la ventana.

Antes de que Tomek cayera como un saco de harina, Wiktoria y León cosieron a balas al último militar, haciéndole bailar como a una marioneta.

—¡Tomek! —gritó Wiktoria.

El chico escupió sangre y eso fue todo.

No hubo gemidos ni frases de despedida ensayadas. Ni siquiera tuvo tiempo a cerrar la boca antes de morir.

La chica se acercó al cuerpo con frialdad y tomó la documentación del polaco.

León miró al pasillo que conectaba los vagones.

Era cuestión de tiempo que el dolor se convirtiera en una costumbre cómoda y fácil de digerir; era cuestión de tiempo que uno estuviera más preocupado por lo virtual que el propio aire que respiraba.

Los cuerpos tirados en el tren, el olor a pólvora.

El corazón de León seguía revolucionado.

Todo le parecía un mal sueño.

El vagón seguía en movimiento.

Tomaron las armas de los militares y sus identificaciones.

—No ha salido como habíamos planeado —dijo Wiktoria.

—Ya te lo dije —contestó—. No debí haceros caso.

Wiktoria abrió la puerta.

Al otro lado, se observaba un campo verde de hierba, manzanos y maleza.

—Lo siento —dijo ella.

—No te culpes —dijo León.

—No me refería a eso —dijo y empujó a León, lanzándolo al exterior.