Capítulo 13

Aquella noche de noviembre de 2025, un grupo de rebeldes irrumpió en el palacete de seguridad de la familia Komarnicki, rescatando a los supervivientes sin dejar huella. Más tarde, las fuerzas de seguridad nacional encontraron los cuerpos sin vida de Roman Komarnicki, su hija y sus guardaespaldas. La mujer de Komarnicki sería descubierta atravesada por un machete sobre la mesa del comedor.

Marcin Komarnicki, único superviviente de la masacre, fue operado con máxima urgencia para que no perdiera la movilidad de su brazo. A cientos de kilómetros de la capital y en un hospital clandestino, León perdió la pierna en una operación arriesgada que casi le costó la vida.

Sin embargo, el sacrificio de todas aquellas vidas no sirvió de mucho. El programa de Roman Komarnicki siguió tal y como había previsto anteriormente.

Una decena de centros comerciales estallaron en diferentes puntos céntricos de las ciudades más habitadas del país. El monopolio mediático utilizó una reconstrucción animada para culpar a los rebeldes. Por primera vez, en los años de dictadura, la prensa ponía rostro a un culpable: León Sánchez, conocido como el matador. Las diferentes fotografías y vídeos que circulaban por la red, mostraban al español junto a un grupo de sublevados, activando los explosivos y dándose a la fuga. Un holograma de Roman Komarnicki, juzgaba públicamente los atentados y ponía en marcha la ley marcial. El país, así como el resto de países miembros conmocionados de la Unión Europea, apoyaban la decisión de un Primer Ministro ficticio. Una guerra civil abierta entre dos bandos confundidos, sumidos en la ignorancia de un líder que se había burlado de ellos.

Tras una operación quirúrgica con los métodos más avanzados, Marcin recuperó la movilidad de su brazo en apenas dos días. Instalado en el Palacio Presidencial, tres jornadas después de la matanza, vestido de traje se adentró en el despacho de su difunto abuelo. Allí lo esperaba su asesor, el mismo que había asesorado a Roman durante su carrera política. Witold era un hombre delgado y arrugado con el cabello canoso, peinado hacia atrás. Brillante y comedido, había supervisado en cada momento, la vida del joven. Atento a sus quehaceres, ofreció un vaso de agua al joven Marcin.

—¿Cómo te encuentras? —dijo Witold.

—Ya no me duele —contestó el niño con seriedad moviendo su brazo—. ¿Cuándo enterramos al abuelo?

—No habrá funeral público —dijo el hombre—. No te preocupes por eso, yo me encargaré de todo. ¿Preparado?

—Sí —dijo.

—Tu abuelo dejó una tarea para ti —añadió. Caminó con el niño hasta una biblioteca y extrajo un DVD—: Eres un chico muy inteligente, aunque todavía hay cosas que no puedes entender.

—¿Por qué piensas eso?

—No me malinterpretes —dijo el asesor—. Tu mente, simplemente, no está preparada, no ha madurado lo suficiente. Imagina una manzana, es parte del proceso de la vida… Por eso, debes confiar en lo que tu abuelo te diga en esta película.

—Así lo haré —dijo el niño y se sentó en una butaca. Witold abrió un armario y dejó a la vista una televisión de plasma. Después introdujo el disco en un reproductor viejo y pulsó el botón de inicio. En la pantalla, Komarnicki aparecía sentado en la misma sala en la que se encontraban. Su rostro, preocupado y orgulloso a la vez, quizá porque nunca nadie está preparado para grabar un mensaje póstumo.

—Querido Marcin —dijo el político—, si estás viendo esto, no es necesario explicarte por qué… Espero que las razones que nos han llevado a los tres hasta este encuentro, no hayan sido muy dolorosas… —Miró al suelo y fingió una sonrisa—. Seré breve, ya sabes que no me gusta hablar frente a la cámara… Marcin, siempre he confiado en ti y por eso tengo una tarea muy importante que debes llevar a cabo. Debes confiar en Witold y en lo que te mande. En los próximos días, serás trasladado a Londres y empezarás una nueva vida allí. No me preguntes por qué, pero es lo que tienes que hacer, confía en mí… Este país se ha vuelto un lugar peligroso para todos nosotros… Los dirigentes europeos más cautos, tuvimos que tomar una decisión, ya sabes… para salvar a unos, hay que sacrificar a otros, y todo eso… No hagas caso a lo que leas o te digan, tú vas a estar bien, y eso es lo que importa. Sabes que siempre intenté hacer lo correcto aunque no siempre fue posible —Komarnicki apretaba sus puños frente a la cámara—. Witold cuidará de ti hasta que alcances la mayoría de edad. Sigue su consejo y pórtate bien con él, como así ha hecho con nuestra familia durante años. Hasta la vista, Marcin.

Después Komarnicki rompió en un llanto y se cortó la grabación. Los ojos de Marcin se encontraban húmedos y enrojecidos por las lágrimas, aunque hacía un gran esfuerzo por no estremecerse delante del sirviente. Su abuelo le había dejado un mensaje de despedida que difícilmente logró entender.

—Londres… —dijo el chico—. No sé qué se me ha perdido en esa ciudad.

—¡Así es! —contestó el asesor con entusiasmo—. Gran Bretaña. La futura capital de Europa.

—Mi abuelo me dijo una vez —interrumpió—, que mi padre intentó matarme allí, cuando mi madre todavía me llevaba en su vientre.

Witold agachó la mirada.

—Debes ser fuerte, chico —contestó tocándole el hombro—. Vienen tiempos difíciles para todos.

Marcin se acercó al reproductor musical de su abuelo y pulsó el botón de encendido. Acto seguido, comenzó a sonar La Pequeña Serenata Nocturna de Mozart. El chico movió los brazos y se acercó a la ventana del despacho.

—Era su favorita… —dijo melancólico—. ¿Por qué tuviste que morir, abuelo? ¿Por qué te has tenido que marchar?

—Déjalo estar, Marcin —dijo Witold—. Ahora debemos darnos prisa, hay un avión esperándonos.

El chico cogió una foto de su abuelo que había sobre la estantería. Cuando Witold se perdió de su vista, se dirigió a la habitación de su madre, donde todavía podía oler el perfume, y comenzó a buscar entre los cajones, pero no encontró nada, tan solo una foto que guardó en su bolsillo.


Horas más tarde, Witold y Marcin subían al avión privado que esperaba en el aeropuerto de Modlin, a las afueras de Varsovia. Una maleta, un reloj de pulsera y un puñado de recuerdos borrosos, difícilmente inolvidables. Bajo la ventisca helada de una noche de invierno prematuro, el avión despegó con rumbo al país anglosajón.

A medida que iban tomando altura, la ciudad se reducía ante sus ojos, dejando un colorido mosaico de caos y terror. Edificios en llamas, explosiones en plena calle, tiroteos, sirenas de policía y bloques de edificios que se apagaban para siempre. El chico no pudo contenerse, lamentándose al sentirse tan solo, sin los suyos. Witold le dejó un vaso de agua junto a su asiento y continuó leyendo su libro electrónico, evitando mirar por la ventanilla. Para él, tampoco era fácil, pero era su trabajo y había entregado su vida a ello.

El desalentador puzle de luces intermitentes se multiplicaba a medida que se distanciaban del país.

Komarnicki se marchó para siempre, pero no su estela. Polonia ardía en una guerra civil nunca antes vivida, una explosión de gente que luchaba por la libertad contra otra mucha, sumida en la ignorancia, desinformada y creyendo defender lo indefendible.

Al cabo de un rato, Witold volvió al chico con un pasaporte inglés.

—Aquí tienes —dijo con voz calmada—, esto es para ti.

Marcin abrió el pasaporte.

—John Sanders —leyó en voz alta—. ¿Qué es esto, Witold?

—Tu nueva identidad —contestó el hombre—. Yo también tengo una.

El asesor enseñó su nuevo pasaporte británico:

—Necesitamos preservar nuestra seguridad, así que lo más adecuado es que empieces a llamarme por mi nuevo nombre…

—Charles…

—No suena del todo mal, ¿verdad?

El chico miró el pasaporte de nuevo, una completa redención. En su interior, un mejunje de emociones que sentía por primera vez: ira, odio, sumisión, pena… y el rostro de León. Aquel hombre se llevó la vida de todos sus seres queridos en cuestión de horas.

Miró por la ventana pero todo estaba ya oscuro. Las lágrimas cesaron. Sacó la fotografía arrugada de su bolsillo: su padre, junto a Zofia, rodeados de árboles sobre un pequeño puente.

Observó el documento con detención, utilizando la reducida intuición de un niño que se transforma lentamente. En la imagen, los dos abrigados en el Parque Royal donde solían encontrarse durante el inicio de su relación. León abrazaba a Zofia y ella disparaba la foto. Parecían felices.

Marcin miró por la ventana e hizo un juramento, una promesa que ponía a Dios por testigo. Pasara lo que pasase, jamás se olvidaría de aquel rostro, por mucho que envejeciera.

Estaba dispuesto a esperar.

Tarde o temprano, lo encontraría.


La lluvia golpeaba el pavimento de la ventana. Un fuerte olor a lejía en el interior, lo despertó. Abrió los ojos lentamente, primero el izquierdo y después el derecho, con mucho esfuerzo.

Junto al marco de la puerta, vio la silueta de dos hombres que vigilaban la entrada. Una habitación aséptica y antigua, sin más decoración que un jarrón con tulipanes. Alguien le había llevado flores. Al intentar incorporarse, sintió un fuerte dolor en la pierna derecha, una molestia horrible, como si el muslo le ardiese. Después se miró a sí mismo, incompleto, deforme, y se derrumbó.

No sabía si dar las gracias por seguir vivo o lamentarse por no haberse quedado allí, junto a Komarnicki. Los últimos recuerdos, una piscina de sangre, los cuerpos sin vida sobre el suelo; Marcin deambulando como un animal narcotizado y Wiktoria apuntando con un arma. Después, todo se volvió oscuro y confuso.

Giró el rostro y miró la lluvia caer tras la ventana, deslizándose por las hojas de los árboles y rebotando contra el fibrocemento. No podía moverse demasiado, hasta pensar le producía dolor. Testarudo, levantó un brazo y liberó un ligero gemido que llamó la atención de uno de los vigilantes. El hombre, armado con una ametralladora, miró hacia atrás y se adentró en la sala.

—Creo que ha dicho algo —dijo el vigilante—. ¡Llama a la enfermera!

Segundos después, una chica rubia vestida con un mono de camuflaje, entró en la sala.

—¿Señor Sánchez? —dijo la chica—. ¿Cómo se encuentra? No haga esfuerzos, está muy débil.

—El niño… —dijo con la voz rota—. Dónde está…

—No sé de quién me habla —dijo la chica con tono maternal—. No se preocupe, pronto se recuperará.

—Llamad a Wiktoria —interrumpió el español.

El vigilante y la enfermera se miraron con preocupación. La chica asintió a una orden silenciosa dirigida por el hombre y se dirigió de nuevo a León, arrodillándose junto a él, tocando su mano.

—Señor Sánchez —dijo la mujer—, Wiktoria no ha vuelto todavía, pero pronto lo hará, no se preocupe… Debe recuperarse, casi sobrevive a la operación… Ha perdido mucha sangre, pero volverá a caminar pronto… Desafortunadamente, nos encontramos en una situación crítica. Hay mucha gente que necesita ser atendida.

—¿Qué está pasado? —preguntó desorientado.

—Estamos en guerra —dijo la chica mientras entristecía al escuchar sus propias palabras—. Una guerra civil cruza el país, por eso tiene que recuperarse.

—¿Y el niño? —preguntó.

El vigilante tosió forzadamente.

—Descanse —dijo la chica—. Le comunicaremos a Wiktoria que ya se ha despertado.

Después, se incorporó, dio un largo suspiro, se acercó al vigilante y le susurró algo que León no consiguió entender.

—Así que estamos en guerra —se dijo a sí mismo, encerrado en aquella habitación fría, vieja y falta de vida. Miró a la máquina a la que estaba conectado. Buscó la toma de corriente con la mirada y pensó en desconectarla. Quizá aquello le ayudara a terminar con el calvario.

No lo logró, era incapaz de moverse:

—Has fracasado. Eres un inútil.