Capítulo 12

Cuando León despertó, alguien le había dejado muda limpia en un rincón de la habitación. Los narcóticos lo habían llevado a un profundo sueño.

Se acercó al montón de ropa y leyó la nota de papel: Komarnicki le había entregado un reloj de pulsera para que se diera prisa.

Su transformación fue inmediata. A medida que se introducía en aquel traje, podía sentir el olor de su pulcritud, la pureza de lo limpio y el tacto suave de los pliegues planchados. Se sintió avergonzado tras haberse olvidado de la existencia de aquello.

Otro detalle que lo cautivó fue la talla del traje: ligero, exacto y ajustado, como solía vestir en el pasado. Lo más curioso, era que, posiblemente, León moriría con él puesto. Komarnicki le había contado las horas.

Una vez vestido, esperó diez minutos mirando las agujas de su reloj, sentado sobre la incómoda cama. Entonces, la puerta se accionó.

—¿Tú? —dijo León. Frente a él, apuntándolo con un arma, el hombre rubio con el cabello recto y corto, esperaba sonriente.

—¿Estás listo? —dijo con voz relajada. Su voz potente parecía de ultratumba—. Vamos, camina.

Atravesaron un pasillo blanco inmaculado vigilado por cámaras de seguridad. León caminó recto, seguido por el francontirador, que lo apuntaba por la espalda. Miró a su alrededor y observó que, tras las paredes pintadas, parecía haber un muro de ladrillo. También vislumbró una instalación para prevenir fuegos, por lo que dedujo que se encontrarían en un pasadizo subterráneo. Tras un largo caminar en el que no había más que luz y tonos blancos, llegaron a un portal de acero. Este se accionó y dio paso a un salón amplio y aséptico, como si no alguien hubiese carecido de tiempo suficiente para terminar de decorarlo.

En el centro, una mesa rectangular alargada, propia de la aristocracia y presidida por dos sillas en cada extremo. Por el hilo musical, sonaba Concierto para piano nº1 de Chopin.

Sobre un mantel de tela blanco, fuentes de comida metálicas aguardaban en reposo. El sicario dio un golpecito en la espalda de León con el arma, obligándolo a sentarse en uno de los extremos.

León accedió sin oponer resistencia.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Por el otro extremo de la sala y uno a uno, fueron apareciendo los miembros del clan Komarnicki: Roman, su mujer, Zofia y Marcin. El salón se convirtió en un encuentro de guardias de seguridad trajeados con pinganillos colgados y gafas de sol. Los hombres con traje y las mujeres con vestido de noche, abordaron su posición en la mesa. El español se dio cuenta de que él era el invitado de honor y que su sitio debía estar en uno de los laterales, junto a Zofia. Pero por alguna razón, Komarnicki prefirió encararlo, dejándolo al otro extremo.

Era más seguro tenerlo allí, junto al matón, que al lado de su hija.

—Vaya —dijo Komarnicki sonriendo—. Es asombroso lo que hace el dinero y la buena ropa. Una pena que no tenga arreglo con la clase…

León dio un vistazo al resto, que no podían ocultar la tensión facial.

Un empleado del servicio sirvió vino a los comensales. Un segundo empleado retiró las cubiertas de las bandejas frías.

A pesar de la distancia, la acústica de la sala permitía comunicarse sin mucho esfuerzo.

Una vez sentados, Komarnicki procedió a realizar un brindis, pese a que el resto de los presentes se abstuviera.

—Hoy tenemos a un nuevo invitado —dijo alzando la copa de cristal—. Bueno, digamos que nuevo, solo para algunos, para otros no tanto.

—Termina, por favor —dijo Zofia.

—Cállate —reprochó el padre y después dio un trago. Para León, aquel fue el brindis con menos participación y empatía que había visto jamás. Roman se bebió el vaso de un trago. Después, hizo una seña con la mano y ordenó que le rellenaran la copa.

Al otro lado de la mesa, vio lentamente cómo el servicio de aquel lugar, servía cuidadosamente los platos. De primero, una sopa de remolacha que guardaba en su interior, pequeños pierogi rellenos de col hervida, uno de los platos típicos de la cocina polaca. El español no era muy aficionado a él, pero, después de todo el hambre que guardaba y a lo que estaba acostumbrado, no dudó dos veces en bañar la cuchara en aquel caldo de color púrpura.

Un silencio abrumador reinó la habitación, dejando atrás el disco rayado de Chopin que tocaba una y otra vez la misma melodía, y el rechinar de los cubiertos sobre la vajilla. Nada que decir, ningún hielo que romper, pues bajo aquel techo, todos se sentían culpables por algo.

—Abuelo, ¿por qué este hombre está sentado con nosotros? —dijo Marcin.

—Ya te lo he dicho —contestó Komarnicki—. No hagas repetirme, este hombre es tu padre y está aquí para matarnos a todos.

El niño escuchó las palabras de su abuelo, que salían de su boca como versos encantados.

—Eso no es cierto —dijo León.

—Este hombre es un traidor, Marcin —continuó Komarnicki—. Un traidor a la patria y a su propia sangre. No se merece que lo llamen si quiera hombre.

León miró a su alrededor. Zofia no había empezado a comer mientras su madre se ahogaba en el vaso de vino.

Tras él, el sicario aguantaba un arma, preparado para actuar en cualquier momento.

—Puedes matarme si quieres —dijo León—, pero te van a colgar. Hay mucha gente ahí fuera que busca tu cabeza. Este cuento te ha durado demasiado. Todos los imperios caen, incluso el tuyo.

Komarnicki dio un bocado y reveló una mueca.

—Imaginé que tendrías algunas preguntas por hacer, ¿verdad? —dijo Komarnicki, peleándose con un pequeño pieróg—. En lugar de decir tal sarta de estupideces… Pero qué esperar de ti, después de todo, no has cambiado mucho, españolito. Sigues siendo un maleducado.

—¿Qué quieres? —dijo Marcin dirigiéndose a León—. ¿Qué quieres de nosotros?

León no supo qué responder. Si su intención era recuperar al vástago, lo menos inteligente resultaba ponerlo en su contra.

—Ya te lo ha dicho —contestó Komarnicki introduciendo una cucharada en su boca—. Matarnos, a ti, a mí, a todos.

—¿Por qué no está en la cárcel, abuelo? —preguntó el niño, comenzaba a ponerse nervioso.

—Muy sencillo, Marcin. Nosotros somos de otra casta… —dijo el abuelo con voz paternal—. Somos gente honrada, educada y respetamos la vida de nuestro enemigo, incluso cuando estamos frente a él. Si lo matáramos, nos convertiríamos en lo mismo. Toda esta gente está convencida de que somos un peligro para ellos, cuando lo único que hemos hecho ha sido protegerlos del resto, darles una nación por la que enorgullecerse, una vida, una causa. Les libramos del desorden y la falta de convicción, ideas y educación, y esta gente nos devolvió el favor pidiendo nuestras cabezas. Es irónico, ¿verdad? Ya lo entenderás, eres muy pequeño, pero haz caso a tu abuelo, sé de lo que hablo. La honradez no es más que una falacia social, un término que dejó de tener cabida en este mundo.

—El abuelo sabe de lo que habla —dijo Zofia con voz temblorosa.

—Vaya… —contestó su padre—. Otra insolencia más y te sellaré los labios, hija.

—¿Cómo supiste que vendría a por ti? —dijo León tranquilo masticando.

—Cómo no saberlo, siendo yo quien te dejó allí, palurdo —contestó el polaco—. Dábamos una paga a los Sokolov por hacerse cargo de ti. ¡Pero menudo desastre! No te fíes de los rusos, ni para lo peor. Eran una panda de cerdos borrachos, así que, cuando nos enteramos de que te habías escapado y ellos estaban cobrando el dinero, me encargué de que te encontraran rápido.

—Alguien te tuvo que contar mis planes —dijo León—. Podría haberme marchado al sur.

—Cometiste varios errores —dijo Komarnicki—. Aquel joven, Sasha, era un soplón. Nunca te fíes de los rusos, pero mucho menos de los bielorrusos. El chico necesitaba el dinero y nosotros información, así que cuando le dimos un trabajo, comenzó a largar…

—¿Qué hicisteis con él? —preguntó León.

—Se convirtió en un estorbo.

A León le costaba tragar. Se sentía traicionado, estafado:

—No te enerves, te hicimos un favor.

—Todavía sigo sin entender por qué me dejaste con vida —dijo León.

Komarnicki se rio.

—Durante los años de socialismo —contestó—, las cosas no se tiraban hasta que perdieran toda su utilidad. Que no te necesitara, no significaba que no me pudieras hacer falta en algún momento. Tenerte allí, no me costaba nada. Considérate como el conejo de la chistera que tiene que hacer su número.

—Eres un enfermo —contestó—. El error lo has cometido tú.

—Escucha, españolito —interrumpió Roman—. Antes de que tú llegaras, había un problema ajeno a ti, fuera de tu incumbencia. Tuviste que buscar la madriguera, meterte no donde no te llamaban, y lo peor de todo, tocarme las narices. Te lo dejé bien claro, te di un viaje de ida, un borrón y cuenta nueva, pero no, tú tan terco, pensando que podías llegar y solucionarlo a tu manera, luchando por el amor de la furcia de mi hija… En fin, siento que suene así, pero la razón me corresponde. Fue valiente y heroico por tu parte, pero te costó caro, y no solo a ti. Tus amigos, tan libertarios, han seguido siendo un dolor de nalgas, generando desconcierto, ocultándose como ratas, porque eso son, ratas de desagüe… Pero aquí entras tú, el héroe, el Mesías, la leyenda, el único que los hará cambiar de parecer, porque eso es lo que tú haces con la gente, maldito engreído.

—No pienso hacer nada de lo que me digas —contestó León.

—No, no… te equivocas, no vayas tan rápido, déjame terminar, bendito idiota —dijo Komarnicki acariciando su copa de vino con las yemas de los dedos—. En realidad, ya lo has hecho. La industria del cine ha avanzado lo suficiente como para recrear gráficos aparentemente humanos. ¿Crees que te estaba pagando una pensión mientras dormías? Hemos prescindido de los actores para siempre, la inteligencia artificial y la renderización, se han encargado de ello. Son hologramas, ilusiones, que permiten incluso resucitar a fantasmas del pasado. Fuimos la primera nación en utilizar estos recursos con fines gubernamentales y esto nos ha permitido centrarnos en otros proyectos.

—Eres un hijo de la gran puta —contestó León.

Komarnicki levantó una ceja pero no cesó su discurso.

—Así pues, nadie de aquí manchará sus manos con tu sangre. El pueblo, mi pueblo, será quien lo haga por mí —dijo—. No, si al final saldrás en los anales de la historia.

—¡Basta! —gritó Zofia—. ¡Estás loco!

—¡Cierra la maldita boca! —ordenó su padre—. No me hables así.

—¿Qué ocurre, mamá? —dijo Marcin. Zofia rompió en un llanto doloroso mientras su madre, roncaba apoyada en la silla.

—En las próximas horas —explicó Roman—, decenas de ataques terroristas se sucederán en país. Miles de ciudadanos comunes perderán su vida en las explosiones. Los dispositivos de seguridad nacional se activarán para neutralizar cualquier ofensiva. La prensa pondrá en circulación un comunicado oficial, en el que tú y los tuyos, reconoceréis la autoría de los ataques. Punto. La gente perderá su fe y volverá a creer en el Estado. Tú harás lo que tuviste que hacer hace diez años, desaparecer, y yo recuperaré lo que es mío.

—No está mal… —dijo León. Agarró el cuchillo por un canto, se levantó y lo lanzó contra Komarnicki, en un movimiento rápido, como un lanzador circense. Antes de que cruzara la mesa, una bala impactó en el cubierto y salió desviado. El ruido ensordecedor del disparo provocó un grito de Marcin. Zofia gimió y protegió a su hijo con los brazos.

—Imbécil, guarda tu orgullo para más tarde —dijo Komarnicki—. Lo vas a necesitar.

El matón de pelo corto asestó a León un puñetazo desde arriba, de lleno en el rostro.

Se escuchó un crujido.

—¿Para qué le has traído? —dijo Zofia dirigiéndose a su padre.

León escupió un flemazo de sangre al suelo.

—¿Qué hay de ti? —preguntó León—. Eres incapaz de mirarme a los ojos.

—No le escuches, hija —dijo la madre.

—Así me gusta —dijo Komarnicki—, que despiertes para poner orden.

Zofia levantó la mirada hacia León y dejó el cubierto en su plato.

—Todavía recuerdo tu olor —contestó León—. ¿Queda algo de ti, de la joven que conocí un día?

—¡Basta de cháchara! —gritó Roman Komarnicki. León clavaba sus ojos en el rostro de Zofia, incontrolablemente acalorada. Sus ojos vidriosos, objeto del disfrute del español.

El niño absorto por la situación, miró a su madre, que parecía más afectada que emocionada por las dulces palabras de aquel hombre que pretendía ser su padre.

—¿Qué te pasa, mamá? —dijo Marcin confundido.

Zofia rompió a llorar, pero ya no era una niña, sino una mujer adulta, dolida. Una hermosa mujer que cargaba la pesadumbre de sus errores.

De pronto, se escuchó una explosión lejana, al otro lado de la sala. Después se sucedieron varios disparos. Todos cambiaron la dirección de sus miradas a la puerta trasera del salón. Un ejército de fantasmas golpeaba con fuerza. Komarnicki se limpió las comisuras con la servilleta de tela y la dejó sobre el mantel.

—¿Qué está pasando? —preguntó Marcin aterrorizado—. ¿Qué es ese ruido, abuelo? ¿Vienen a por nosotros?

—¡Jakub! Llévatelo ya —ordenó Komarnicki—. Acaba con él, pero que no lo vea el niño.

—¿Qué ocurre, Roman? —dijo su mujer con cierta dificultad.

—Eres patética… —dijo Komarnicki. Después se dirigió a sus hombres—: Movedlos a un lugar seguro, tenemos que llegar al helipuerto.

El sicario con cabeza de cepillo agarró a León de los brazos y lo levantó de un empujón. Después le asestó otro golpe con el arma en la espalda que casi le hizo perder el equilibrio. León abandonó la sala por el mismo pasillo por el que había entrado.

Una vez solos en el corredor, sintieron un ligero temblor en las paredes.

—Están aquí… —dijo malherido—. ¿Los oyes?

—Muévete, desgraciado —dijo el tipo y le asestó una patada en las costillas. León cayó al suelo de frente, dándose de bruces. Atado de manos, no podía ayudarse para levantarse de nuevo.

Los gritos se acrecentaron al otro lado del túnel. Los insurgentes alcanzaban el salón principal.

Jakub lo apuntó desde arriba, sujetando el arma con una mano.

Una fuerte explosión provocó tal temblor en el pasillo que explosionó una de las lámparas.

El español aprovechó el despiste del verdugo para tomar impulso y abalanzarse contra las rodillas.

—¡Serás cabrón! —gritó el matón, lo cogió del pescuezo y lo apartó de un golpe. Luego apuntó a la cabeza del español.

Se escucharon tres fogonazos, el cuerpo del polaco cayó sobre el suyo.

Al levantar los párpados, vio a Zofia, con la ceja izquierda partida y medio rostro manchado de sangre. La hija del Primer Ministro, sujetaba una pistola automática, temblándole las extremidades.

—¿Zofia? —dijo León aturdido. La chica tomó un machete del cinturón del sicario y rompió las cintas de plástico—: ¿Eres tú o ya estoy muerto?

—Lo siento, León —dijo ella—. Siento todo lo que ha pasado, de verdad. No sabía lo que hacía, me he arrepentido toda mi vida. Debí coger aquel tren contigo.

El español, con el rostro hinchado, esbozó una mueca.

—Sácame de aquí —dijo él—. Tenemos que salvar a Marcin.

—¿Para qué has vuelto, León? —dijo ella, sujetando el arma.

Tirado en el suelo, dudó en su respuesta.

Simplemente, no podía contarle la verdad.

—Tu padre es un cretino —contestó.

—Sí —dijo ella—. Pero es mi padre y no te permitiré que le hagas daño.

—En realidad, he venido a por Marcin —dijo—. Es mi hijo.

Zofia lo miró iracunda, preguntándose si le ocultaba algo más.

—No puedes quitármelo, no, no puedes —dijo ella—, es lo único que tengo.

León se incorporó lentamente.

—Vamos, Zofia —contestó él y la agarró del brazo—. Salgamos de aquí, los tres y comencemos de nuevo. Ya veremos cómo. Es lo mejor que nos puede pasar.

—¡No! ¡Suéltame! —contestó ella y lo apuntó con el arma—. No puedo dejarte marchar, León. Qué estúpida, de nuevo. Mi padre tiene razón, siempre he sido una inconsciente. Es algo que no puedo cambiar.

—¡Venga ya! —dijo él frente al cañón—. Solo eres una víctima de los delirios de tu padre, nada más.

De pronto, la puerta del pasadizo se movió. Un grupo de rebeldes entró armado.

Zofia agarró por el cuello a León, escudándose tras su pecho, poniéndole el arma en la cabeza.

León se acongojó.

—¡Tira el arma! —dijo uno de los rebeldes a lo lejos.

—¡Dejadme marchar! —contestó Zofia alterada—. ¡Prometo que lo mataré!

—No dispares —dijo él tembloroso—. Esta gente quiere ayudarnos.

Los rebeldes continuaban apuntando al rostro de la chica.

—En esta vida hay que elegir, tomar riesgos… —dijo ella—. Con el tiempo, León, me he dado cuenta de que son las decisiones que tomamos, las que nos hacen madurar. Puede que haya llegado el momento de tomar una determinación en mi vida.

—¡Haz el favor! ¡Baja la puta pistola!

Zofia quitó el seguro y apretó el cañón contra el cráneo del español. Antes de tirar del gatillo, un impacto seco y rápido, atravesó la parte trasera del cráneo de la chica. León sintió el temblor sobre él, como si la bala lo hubiera atravesado. El arma calló al suelo y, lentamente, el cuerpo de Zofia se volvió pesado como el plomo. León la sujetó por la cintura y comprobó que estaba gravemente herida. El rostro de la chica tenía la expresión de un pajarillo alcanzado por los perdigones. El español no podía creerlo.

Se quitó de encima el cuerpo casi sin vida, tomó prestada su pistola y la dejó junto al charco de sangre sobre el que yacía el francotirador. Después, miró hacia atrás. Era Wiktoria, al otro extremo del pasillo. Había vuelto a por él, había cumplido su palabra.

La chica corrió hacia León y se unieron en un fuerte abrazo.

—No te iba a dejar aquí —dijo ella—. Muévete, tenemos que largarnos, van a volar esto.

—Komarnicki tiene al niño —contestó él.

De pronto, oyeron otra explosión al otro lado del túnel, seguida de una ráfaga de ametralladora. Los hombres que había en la puerta cayeron en segundos. Una pared de humo negro dejó a la vista los cañones de las Uzi.

—¡Mamá! —se escuchó entre las tinieblas. El niño apareció corriendo tras la cortina de humo gris espeso. Atónito, se acerco hasta León y Wiktoria, paralizado por una fuerza invisible que lo distanciaba del cuerpo sin vida de su madre—: ¿La habéis matado? ¿Habéis matado a mi madre?

Roman Komarnicki, acompañado por otros dos, socorrió acelerado a su nieto, entre zancadas ágiles bajo un traje pulcro y sin apenas arrugas. El político, angustiado, con el cuello contraído y las venas faciales hinchadas como una caldera, contempló el cuerpo de su hija.

—Deteneos —dijo levantando la mano a dos hombres armados—. Tomad a la chica, de él me encargo yo. Vamos a resolver esto de una maldita vez, como hombres.

Tras sus órdenes, se quitó la chaqueta del traje, la tiró a un lado del pasillo y se desabrochó las mangas de la camisa blanca, remangándose los puños hasta la altura del codo. Como un boxeador profesional, se acercó ágilmente a León y le asestó un puñetazo directo en el pómulo que el español ni siquiera esperó.

Todos oyeron el crujido.

Algo se rompió.

León se echó hacia atrás, golpeándose contra el muro de ladrillo.

—¡Mierda! —dijo.

—¡Pelea como un hombre, hijo de la gran puta! —contestó con la cabeza colorada el polaco—. Te voy a joder tanto que te vas a arrepentir de haber nacido.

—¿Qué hay sobre lo de mancharse las manos? —dijo León cubriéndose la mitad del rostro con la palma de la mano. El dolor era insufrible, apenas podía hablar. No tenía fuerzas para pelear, nunca había sido muy bueno en el cuerpo a cuerpo y cuando un combate se presentaba, correr siempre era una opción—: No pienso hacerlo delante del niño.

—¡Acaba con él, abuelo! —gritó Marcin enfurecido, con el puño levantado hacia arriba—. ¡Mátalo!

—¿Ves lo que has conseguido? —dijo Roman orgulloso—. Estás perdido, imbécil.

Komarnicki dio una zancada y le asestó otro puñetazo en las costillas. De nuevo, León fue incapaz de evitarlo, pero el polaco continuó como un lince y le sacudió cuatro dolorosos mandobles, repartidos por el tronco y la cara. El español cayó al suelo, de nuevo. Tenía el rostro tan abultado y deforme que apenas podía abrir el ojo derecho; le costaba respirar y sentía el gusto metálico de la sangre en sus papilas. Wiktoria observaba con resignación e impotencia mientras una pistola apuntaba a su espalda. Era desgarrador ver al español en dicha tesitura, apaleado y desvalido. La joven sabía que el mínimo error abriría un fuego allí mismo, terminando con todos.

Los disparos cesaron al otro lado del salón, la resistencia parecía haber sido derrotada.

—Eso es, abuelo —decía el niño—. Dale, dale más fuerte, todavía respira.

León se arrastró nauseabundo, dejando un rastro de sangre en el suelo procedente de su boca. Tardó un buen rato en incorporarse para después colocar los puños frente a su rostro.

—Si te rindes —dijo Komarnicki—, te pegaré dos tiros.

—¡Eres el mejor, abuelo! —gritaba Marcin.

—¡Vamos, quiero saber de qué pasta estás hecho, españolito! —dijo Komarnicki eufórico.

—¡Dale otra vez, abuelo! —repitió el niño—. ¡Eres el mejor! ¡Eres imbatible!

Durante largos segundos, el plano dimensional de León se abrió, transportándolo a otra realidad. Como le ocurriría años antes, mientras buscaba a Zofia y a Komarnicki para vengarse, sufría uno de sus delirios mentales. Las palabras de aquel hombre en la calle, aquel compatriota, humeante y con el rostro en llamas, repitiéndole una y otra vez que todo era energía. Un holograma imaginario, nacido de sí mismo, de una iluminación divina, producto de la pérdida total de cordura. Así pues, León recordó que era energía, que la energía formaba parte de un todo y que jamás podría ser destruido, tan solo transformado. Como un mantra, repitió una y otra vez la oración en su cabeza, tomó impulsó y le propinó un buen golpe en la garganta al polaco. Komarnicki lo recibió distraído, enrojeciendo aún más y comenzó a toser tambaleándose.

El rostro del niño se volvió pálido.

León se acercó con torpeza reuniendo todas sus fuerzas, y le asestó otro golpe en el esófago. Komarnicki se echó hacia atrás mareado, uno de sus hombres se puso en guardia cuando, Wiktoria, aprovechó la inadvertencia para abatir al gigante que la contenía. Conocedora de los movimientos marciales, un porrazo seco bastó para romperle la muñeca al guardaespaldas. La pistola cayó al suelo, y rápidamente, Wiktoria se hizo con ella. El niño se abalanzó sobre su abuelo. El otro hombre de Komarnicki tomó a León por la cabeza como rehén.

—¡Suéltalo! —pidió Wiktoria—. ¡Dispararé al niño!

Komarnicki se reponía del golpe cuando levantó la vista.

—Dispara, Wiktoria… —dijo León con el rostro hinchado y amoratado—. Termina el trabajo, es el momento.

Komarnicki contempló la situación en silencio desde el suelo.

—No vas a disparar… —dijo Komarnicki—. Lo veo en tu mirada, no puedes disparar al niño.

—Aprieta el gatillo y que se calle de una vez —dijo León.

—Estás arruinando tu oportunidad de terminar conmigo —dijo el político—. Es lo que siempre has buscado, venganza, ¿cierto? ¿Wiktoria? Aunque, déjame advertirte, es demasiado tarde para frenarme.

—¿Quieres disparar de una jodida vez? —dijo León.

Komarnicki se erigió con más y más fuerza, bajo un poder innato que nacía de su vientre.

—Eres una Judas, has traicionado a tu patria vilmente —dijo Komarnicki—, tendrás que pagar por ello. Tu padre, era un buen hombre… aunque debo reconocer que has salido igual de puta que tu madre. Ahora que puedes, corre… Es lo único que sabéis hacer.

La furia se desató, los dientes de Wiktoria rechinaron. Desvió el arma y abatió de un disparo al guardaespaldas que sostenía a León. La bala, de nuevo, atravesó su pupila, haciéndole perder el control. Gritó estremecido, dejó al español libre y se echó las manos a la cabeza antes de caer inconsciente. El español corrió hacia el lado de Wiktoria.

—¡Vámonos! —dijo él, dejando atrás al y a Komarnicki—. Hemos perdido, debemos abandonar.

—Esto no puede terminar así, León —dijo ella.

Komarnicki aprovechó el descuido con diligencia y disparó con el subfusil de su empleado.

Wiktoria empujó al español contra el suelo y vació su cargador contra Komarnicki.

Un silencio ensordecedor en una habitación con fuerte olor a pólvora quemada. Wiktoria vio al ver al Primer Ministro tendido en el suelo, boquiabierto y con el pecho perforado y empapado de sangre. Oyó unos gemidos, procedentes de dos lugares. El niño, Marcin, magullado y pálido como las paredes, observaba a su abuelo, diciendo en voz alta su nombre, confundido, perdido en un limbo quimérico. De pronto, rompió a llorar furioso, golpeando al cuerpo con sus pequeños puños.

Desorientada, se giró hacia León. Los disparos habían alcanzado su pierna, sangrando a borbotones.

—¡León! —dijo Wiktoria—. ¡Aguanta! ¡Te sacaré de aquí!

—Lárgate —dijo él—. Todo ha terminado, encárgate de los tuyos.

—Aún tenemos mucho por hacer —dijo ella—. Esto no tiene por qué terminar así…

—Wiktoria… —dijo él y la miró con el único ojo funcional—. Gracias por todo… pero era algo que sabíamos los dos.

Vehículos procedentes del exterior, se acercaban al lugar. La chica se quitó la camisa y le hizo un torniquete en la pierna mientras Marcin deambulaba por el pasillo:

—Estoy cansado… necesito una siesta.

—Vamos, aguanta, León, por favor —dijo ella—. No puedo hacer esto sola.

—Ya lo creo que sí… —dijo él casi consumido—. Lo has hecho todo tú sola… Eres una guerrera.

Al español le costaba respirar. El intenso dolor de las balas, le impedía concentrarse en sus palabras.

Un bullicio se intensificó en el interior del edificio.

—Solo un poco más, León, solo un poco… —dijo ella y sujetó su cabeza—. Haz lo que sea, pero no te duermas.

—Wika… —dijo León, era la primera vez que llamaba así a la chica—, si salgo de esta… ¿Tendrás una cita conmigo?

Una lágrima recorría el rostro de la chica.

—Estaré encantada —dijo ella.

Los pasos se acrecentaron, resonando por las paredes. Arrodillada, Wiktoria empuñó el arma y apuntó a la oscuridad.