Capítulo 5

El cuerpo rodó sobre bancales de hierba que arañaban sus extremidades, dejándose amortiguar por unos barrizales que frenaron la caída. A unos metros de él, se encontraba Wiktoria tendida en el suelo con un aspecto similar al suyo.

—¿Estás bien? —dijo ella.

Él no respondió.

La chica socorrió al español, agarrándolo de la chaqueta.

León tenía el rostro herido y cierta confusión a causa del golpe.

Cuando Wiktoria se dio cuenta de que no era grave, lo dejó caer de nuevo y tomó el viejo teléfono móvil que León aún guardaba. Después marcó un número.

—Maldita sea… —dijo León—. ¿Estás loca?

El tren se perdió en la lejanía dejando una llana pradera al otro lado de las vías. En el horizonte, se podían ver las siluetas de los rascacielos de la capital polaca junto al viejo Palacio de Cultura. León se frotó los ojos y observó una instantánea familiar, aunque difícil de creer. Su cuerpo tembló y una lágrima asomó por el ojo izquierdo. La causa de su reacción, no estaba ligada a sentimiento hogareño, pues Varsovia había sido un lugar de residencia, pero no su origen natal. Tal vez se debiera al síndrome del expatriado que, sin una patria asimilada, se vuelve nostálgico en cada metro cuadrado por el que se dejaba caer lo suficiente. Sin embargo, algo intrínseco había nacido en él durante sus años de prisión. Algo que difícilmente podía explicar con palabras, o al menos, con las suyas. La razón de que alguien de su propia sangre se encontrara allí, lo movía como un imán hacia su polo.

Un profesional le diagnosticaría un trauma.

El español lo llamaría venganza.

Se puso en pie y miró a Wiktoria con los ojos encharcados. La chica intentaba hacer una llamada sin demasiado éxito:

—Tenemos que llegar a la ciudad, sea como sea…

—¿Cómo demonios se usa esto? —dijo la chica.

León soltó una carcajada.

Wiktoria no lograba usar su viejo aparato porque, simplemente, no sabía utilizarlo. La revolución tecnológica había avanzado con tanta rapidez, que las siguientes generaciones desconocían su existencia.

El español le quitó el teléfono de las manos.

—Lo que más me sorprende es que todavía os comuniquéis hablando —dijo mientras marcaba el número que la chica le decía.

Wiktoria estableció conexión con una mujer que estaba al otro lado de la línea. Tras una breve conversación en polaco, cortó la llamada y esperaron junto a una vieja y oxidada parada de autobús que se encontraba a cien metros del tren.

Al rato, un destartalado Corolla de color rojo se detenía delante de ellos.

Por la ventanilla, una chica rubia con gafas de aviador fumaba un cigarillo y sacaba el brazo por la puerta.

—¡Rápido, subid! —dijo la chica.

Parecía ser un taxi pirata.

Wiktoria se sentó en la parte delantera y León detrás.

—Pensé que no volvería a verte —dijo la chica dándole un abrazo—. ¿Y el resto?

—Tuvimos problemas —dijo Wiktoria con la voz quebrada.

La chica golpeó con los puños el volante del vehículo.

—¡Mierda! —gritó—. ¿Cómo? ¿Qué pasó?

León vio cómo una lágrima bajaba por su pómulo.

—Arranca y vámonos —dijo Wiktoria.

El español desconocía chica con gafas de aviador, aunque percibió que Wiktoria debía de ser su superior, quien daba las órdenes.

—¿Quién es este tío, Wika? —preguntó la chica mirando al frente mientras conducía.

—Helena… —contestó Wiktoria—. Te presento a León.

La chica clavó sus ojos bajo las lentes de aviador en el rostro del castellano y mantuvo la mirada varios segundos.

No parecía importarle demasiado lo que el español pensara.

—¿Qué hay sobre lo de hacer nuevos amigos? —preguntó cortando el silencio.

—Arranca de una vez, ¿quieres? —dijo Wiktoria.

El coche se lanzó hacia el horizonte en una autovía casi desierta decorada con largas torres al fondo y paneles para reducir los decibelios. León se recostó en su asiento mientras escuchaba a las chicas y a una vieja cinta de The Clash de fondo, que decoraba la conversación a guitarrazos.

Wiktoria, Tomek y el resto, se habían visto forzados a huir del país temporalmente a causa de una nueva reforma legislativa que metía en prisión a los jóvenes con antecedentes penales. Ellos pertenecían a esa clase de jóvenes revoltosos que, desde la escuela secundaria, habían sido conscientes de la existencia de otra verdad que ni los medios, las familias o el propio gobierno iba a contar.

Tomek, como otros muchos que más tarde se habrían unido a la resistencia, se dio cuenta de que algo no funcionaba en el sistema al plantear la pregunta errónea a su profesor de historia. La reflexión de un joven adolescente que se había planteado las cosas dos veces. El gesto hostil, de llevar la contraria a su tutor, se convirtió en la expulsión que abriría la primera página de su expediente. La juventud se sepultaba a sí misma, absorbida por los paradigmas de la sobreinformación y siendo alabados por ellos.

Los exámenes escritos habían sido reducidos a meras líneas de texto y el temario, a varios folios. Resultaba difícil ignorar algo cuando no existía.

La espiral de consumo informativo imperaba en la red, ya fuese a través de perfiles sociales o diarios digitales gestionados por periodistas robot, máquinas que rastreaban la red en busca de los intereses de los usuarios de cierta etnia, país y edad, analizando así las palabras más buscadas y generando contenidos basados en la repetición de la inteligencia artificial. Las máquinas habían reemplazado a los humanos. Los diarios digitales comenzaban a generar beneficios con una persona humana al mando y otra que se encargase de que los servidores estaban encendidos y actualizados en la nube digital. El lector no necesitaba más, no buscaba la reflexión ni el punto de vista de un semejante; ansiaba consumir, consumir y engullir megabites de información hasta sobrecargar el cerebro.

El caso de Wiktoria, fue diferente.

Nacida en Varsovia, emigró pronto a Chicago con sus tíos en busca de un futuro próspero. Con diez años, dejó Varsovia, consciente de que su madre se encontraba en peligro tras ser testigo de cómo su padre la maltrataba casi a diario. Wiktoria no entendió bien que ocurría y Kasia, su madre, la envió, tan rápido como pudo, con sus tíos para protegerla de lo que podría suceder más tarde.

Escribió a su madre con la esperanza de que algún día contestara a alguna de sus cartas. Años más tarde y de vuelta a Varsovia, encontró el montón de correspondencia guardada en la oficina de su padre, fallecido tras ser brutalmente acuchillado en la calle.

Kasia había seguido de cerca al español en la escuela.

Su imprudencia, abrió un sinfín de alternativas para desmontar la nube negra de corrupción que Komarnicki organizaba. No era un político cualquiera sino que sus formas eran las propias de un gángster.

Aquella noche, de un modo u otro, lo que ocurrió, cambió todo.

Kasia casi sobrevivió a los brutales golpes que su marido le propinó en aquel cuarto, la misma noche que León salió de él, pero tuvo tiempo para dejar un manual escondido, con la certeza de que alguien lo encontrara algún día. Un manual cifrado, que solo unos pocos podrían entender pues, a simple vista, no eran más que frases inconexas, reflexiones y algún que otro verso poético con referencias a la vida.

Tras una larga recuperación de varios meses, intentó establecer el contacto con su hija, pero toda la correspondencia fue interceptada.

Al leer las cartas, su marido la esperaría en el sofá del salón. Tras una somanta de golpes intencionados en la cabeza y tres costillas rotas, el corazón de Kasia se apagó para siempre, tirada en el cuarto de baño.

El creciente interés de Wiktoria por conocer más sobre su familia, la llevó a cruzar el continente para hospedarse de nuevo en la capital polaca. Las cosas habían cambiado, Komarnicki se encontraba en el poder durante más de dos legislaturas y Varsovia se había transformado en una ciudad limpia, tan limpia, que estaba exenta de libertad.

Una matrícula universitaria en la Facultad de Telecomunicaciones, fue la excusa para que la UOP, el Departamento de Inteligencia y Seguridad del Estado polaco, le hiciera un seguimiento poco después de empezar los estudios. La chica contaba con antecedentes suficientes como para tenerla controlada: su padre, un miembro del engranaje político de Komarnicki; su madre, una traidora de la nación.

La universidad fue suficiente para mantener ocupados a los hombres del Primer Ministro e investigar más sobre los acontecimientos del año en que su madre perdió la vida. No fue tarea fácil y le costó arrancar con la búsqueda.

Los archivos de los diarios habían sido destruidos, dejando un rastro confuso y una historia a medias de los hechos pasados.

Cuando descubrió la verdad, no culpó a su madre, tampoco a su padre.

En la mano izquierda sujetaba una versión impresa de un artículo con el rostro de Komarnicki, investido como Primer Ministro, junto a su nieta.

Se culpó a sí misma, el reloj corría.

Podía huir, podía escapar, o podía quitarle a Komarnicki lo que más quería.