Capítulo 11

La radio estaba apagada. Habían cruzado Ełk y se encontraban estacionados a un kilómetro de la casa de campo de Komarnicki. Konrad observaba a través de unos prismáticos. Una señal, eso era todo lo que necesitaban para arrancar y entrar en escena. El silencio reinaba en el vehículo, dejando un halo de nerviosismo e incertidumbre. León había cargado su pistola, dejándola lista para disparar.

No podía dejar de pensar en ello.

¿Quién sería el primero? O quizá, la primera, se preguntaba.

No podía fallar. Tendría que ser rápido, mucho más rápido que los demás. Cualquier intromisión le obligaría a abrir fuego entre sus compañeros. Estaba dispuesto a morir, siempre y cuando, cumpliera su misión.

Esbozó una sonrisa mientras buceaba en sus pensamientos. No podía creer que estuviese ahí, tan cerca, tan lejos.

Entonces sonó el teléfono. El cuerpo de Wiktoria se tensó al oír la señal, Konrad dejó de observar.

Helena torció su cuello.

—Ha llegado el momento —dijo Wiktoria. Helena y Konrad miraron por los espejos retrovisores, pero no vieron nada—: Arranca, vamos.

El Volskwagen Passat negro inició su ruta hacia la casa de Komarnicki, aumentando la velocidad a medida que se acercaba a la finca. Una vez el camino de asfalto hubo terminado, entraron en un sendero de pinos, pedregoso y polvoriento.

Al fondo, el tejado de una casa sobresalía entre los setos que delimitaban la propiedad.

—Debe de ser esa —dijo Helena—. ¿Dónde está el resto?

León contempló la casa a lo lejos, tuvo un mal presentimiento.

—Da la vuelta —dijo el español.

Helena frenó bruscamente tras ver uno de los coches estrellado contra la pinada. Reconoció al conductor, que yacía sobre el volante con un agujero en la cabeza.

De pronto, una bala impactó contra el cristal frontal.

Helena saltó del asiento.

—¡Mierda! —dijo la chica—. ¡Es una trampa!

—¿Konrad? —preguntó Wiktoria mirándolo. El copiloto no contestó. Cuando Helena giró el rostro, vio el cuerpo ensangrentado. Una muerte rápida, instantánea, con la mirada todavía abierta. La bala había dado de lleno en su pecho.

—¡Conduce hasta la casa! —ordenó Wiktoria.

El coche aceleró chirriando en dirección a la vivienda, dejando una polvareda tras él. Los disparos continuaron, rebotando en la chapa y contra las piedras.

—¿Qué coño haces? —dijo León—. ¿Estás loca? ¡Vamos a morir!

—¡Nos están disparando! —dijo Wiktoria y quitó el seguro de su arma. Tanto él como León, agacharon la cabeza. El coche se llevó por delante una verja de madera que servía como puerta. Una sirena activó la alarma de seguridad.

En cuestión de segundos, ruido de motores rompía el silencio absoluto de la carretera secundaria, reconociendo las sirenas de policía.

En el interior de la finca no había más que una casa de planta baja, una piscina vacía, una caseta de invitados y dos coches: un Mercedes CLK de color negro y un Skoda Fabia gris. Ninguno de ellos pertenecía a los suyos.

Alguien los había delatado.

Anestesiados por la adrenalina, ninguno de los tres se dio cuenta de que el cadáver de Konrad seguía allí.

—¿Qué propones? —dijo Wiktoria mirando a León.

—Tú —dijo León señalando a Helena—, usa el cuerpo como escudo. Hay un francotirador cerca, al otro lado. Desde esta posición, será difícil que te alcance sin que lo veas. Deja el coche en marcha. Wiktoria, tú entras conmigo, no tenemos tiempo.

—Tú mandas —dijo Wiktoria vacilando por momentos.

—Entramos, vamos a por el niño y salimos cagando leches —dijo León—. Nada de charlas. Saldremos en dirección norte.

Las sirenas todavía se encontraban lejos. Se escuchó un tiroteo en la carretera. Algo había salido mal, alguien los había traicionado. Todos pensaron lo mismo al escuchar los disparos. Eran ellos, eran algunos de los suyos, cayendo en combate, sufriendo una emboscada.

—No sé a dónde nos lleva el bosque —dijo Helena con voz caída—. No conozco este lugar…

—Tendrás que llevártela por delante —contestó León señalando a otra valla—. Después, nos las averiguaremos.

Un helicóptero los observaba desde el cielo, salieron del vehículo serpenteando con diligencia hasta acercarse a la entrada. La puerta estaba abierta, cuestión que confundió a la pareja, pero sin dilación, debido a las retahíla de refuerzos que se aproximaban, entraron en la vivienda.

Al cruzar la puerta, León sintió un fuerte latido en su pecho y dejó a Wiktoria entrar la primera, quedándose atrás por varios segundos hasta alcanzar el salón principal. Su corazón latía más y más fuerte. El momento esperado había llegado, estaba ocurriendo, al fin, era real. A medida que cruzaban el vestíbulo principal, la imagen se agrandaba, dejando a la vista al elenco de miembros de los Komarnicki.

—¡No os mováis! —dijo Wiktoria apuntando con el arma. León la alcanzó por la espalda y comenzaron a temblarle las piernas.

En el sofá rojo aterciopelado, junto a su madre y sosteniendo una taza de té, se encontraba Zofia, su antigua alumna, su último romance, falsamente sorprendida. Entonces, ya no era una joven adolescente sino una chica a punto de alcanzar la treintena. Conservaba su belleza, aquel rostro angelical y delicado, propio de la blancura de unas sábanas; los mechones dorados que caían por sus hombros como pétalos sobre el suelo. Zofia había desarrollado su cuerpo, convirtiéndose en toda una mujer. Llevaba una falda azul y una americana del mismo color que combinaba con una blusa blanca que descubría la delantera. Su madre, tenía un aspecto más deteriorado que la hija, quizá por el estrés de ser la mujer del Primer Ministro o simple agotamiento de los años. Las señoras de Komarnicki parecían sacadas de un libro de fotografías burguesas decimonónicas, delicadas y rígidas como figuras de porcelana.

León dio un paso y se colocó junto a Wiktoria. Zofia lo miró, dejando la taza sobre una mesita de cristal que se encontraba junto al sofá. En un primer vistazo, no lo reconoció, confundiéndolo con uno más. Después, lo observó de nuevo, advirtiendo su mirada, y se estremeció.

—¡Oh! —dijo Zofia—. ¿Eres tú? No, no puede ser.

Wiktoria miró al español, que se encontraba a su lado, como una columna de piedra.

—Será mejor que os vayáis —dijo la madre de Zofia—. Vais a pagar por esto, mi marido está a punto de llegar. ¿Qué os creéis, gentuza?

Zofia se levantó, pero Wiktoria apuntó a su pecho obligándola a recular.

—Reconozco tu mirada… —dijo Zofia reteniendo las lágrimas.

—¿De qué hablas, Zofia? —dijo la madre—. ¿Quién es este hombre?

—Es León… —dijo la hija—. El padre de Marcin.

La mujer miró fijamente al español.

—No digas tonterías, eso es imposible —dijo y rompió a llorar, olvidándose de la hija. La mujer temblaba, más asustada de su marido que de los extraños, aterrada al evadir la verdad. Sus palabras transmitían lo contrario, pues ella sabía que León estaba tan vivo como el hombre que tenían delante—: Esa persona está muerta…

—Lo siento —dijo Zofia refiriéndose al español.

Mientras aquel espectáculo, propio de telenovela circense, sucedía en el salón. León experimentaba una sucesión de pensamientos incontrolados, llenos de odio, furia y desidia. Durante años, había imaginado el momento, qué haría o cómo ejecutaría su desquite. Sin embargo, jamás había parado a pensar en el coste emocional de todo aquello.

Nervioso y alterado, bajo una sensación extraña de desasosiego e impotencia, una mezcla de sentimientos propios de un corazón herido. Sin relación alguna con la situación, León recordó a Paulina y a la primera vez que se enfrentó a ella después de haber roto. Pese a todo, el encuentro con Zofia no era muy distinto: se le dificultaba la respiración, no lograba encontrar el oxígeno en aquel cuarto. Sin vacilar, decidió apagar la mente, eludiendo sus pensamientos y empuñó el arma con su mano derecha apuntando a la cabeza de Zofia.

—Quiero ver a mi hijo —dijo.

Los coches alcanzaron el camino de piedras. Se escucharon algunos disparos fuera de la casa y el motor encendido del coche que esperaba.

En un acto inconsciente y presa del pánico, la madre de Zofia miró a una de las habitaciones.

—Ve a por él —ordenó León a Wiktoria.

—¡No! —dijo la mujer encaramándose de un salto.

León apuntó a su rodilla y descargó una bala.

Wiktoria no miró atrás, dejando a la mujer caer al suelo en un grito desgarrado. Sangraba histérica como un cervatillo, dejando al aire una tibia perforada por el español. Zofia se levantó a socorrer a su madre cuando otra puerta se abrió.

Marcin era un niño de pelo oscuro y ondulado como su padre; de ojos verdes, delgado y poca estatura; de tez pálida y rasgos faciales de su madre. Estaba asustado, pero no lloró cuando vio a su abuela tirada en el suelo, manchada de sangre, pidiéndole auxilio desesperanzada, mirándole como si se hubiera encontrado con el mismo Satanás. Zofia agarró uno de los manteles y le practicó un torniquete.

Cuando Wiktoria lo agarró del brazo, el niño no se opuso a colaborar. Había algo extraño en él y en su mirada, expectante a los acontecimientos, elucubrando que sería lo próximo.

—¡Venga, vámonos! —dijo la chica cogiendo a la criatura de la cabeza para que no viera la escena.

La señora Komarnicki temblaba iracunda y desamparada por los escalofríos mientras Zofia apoyaba la cabeza entre sus brazos.

—No nos mates, por favor… —dijo Zofia entre lágrimas apretando los ojos—. Lo siento, de verdad, pero no nos mates…

—Un poco tarde —dijo León con indiferencia—. ¿No crees?

—Hablaré con mi padre, te lo prometo —dijo Zofia—. Hará lo que le pida, sabes que puedo hacerlo.

—Sois todos la misma escoria.

Wiktoria esperaba en el recibidor cuando escuchó un disparo al otro lado. Alguien salió de un coche y abrió la puerta de la casa.

—Sorpresa —dijo Komarnicki con una sonrisa malvada y acompañado de dos guardias sin cuello, trajeados con gafas de sol. Antes de que Wiktoria reaccionara, el Primer Ministro le hundió un puñetazo a la chica en el rostro. Wiktoria perdió el equilibrio dándose de bruces, y el Primer Ministro se miró la mano enrojecida—: Joder, eso ha dolido… Dejadla con vida, de momento.

Marcin se puso al otro lado de Komarnicki, alegre por la presencia de su abuelo.

—¡Abuelo! —dijo el niño iluminado por su salvador—. Estas personas han venido a hacernos daño.

—Llevadlo a su cuarto —ordenó a uno de sus hombres.

Komarnicki vestía un abrigo de paño negro sobre un traje azul oscuro y una camisa blanca. Aunque no se trataba de uno oficial, mantenía la elegancia cotidiana de las reuniones oficiales. Mientras Wiktoria era sujetada por uno de los escoltas, Komarnicki inició su paso lentamente hasta el salón. León lo miró a los ojos, le flaqueaban las piernas, pero estaba dispuesto a dar su vida por terminar su cometido.

Levantó el arma y apuntó al Primer Ministro.

—Si das un paso —dijo el español—. Te vuelo la cabeza.

Komarnicki, desafiante, dio un paso al frente. Luego vio a su mujer, miserable, y a su hija teñida de sangre, aunque no pareció afectarle en exceso.

—Hazlo —dijo el polaco—. Aprieta el gatillo, te lo mereces. Has estado diez años soñando con esto, ¿verdad?

—No seas insolente, papá —dijo Zofia—. Lo hará de nuevo…

—¡Cierra la maldita boca, hombre! —contestó el padre y se dirigió de nuevo al español—. ¿A qué esperas, escoria? ¡Dispara de una puta vez!

León observó a Zofia, asustada junto a su madre y contempló a Wiktoria, aturdida en el suelo.

Sus entrañas se desgarraban a tiras.

—Déjala marchar —dijo a Komarnicki—. La chica, déjala viva y que se vaya.

—No —contestó el Primer Ministro—. No estoy dispuesto a negociar contigo.

León disparó al techo, levantando un puñado de polvo.

La puerta del dormitorio se abrió y el niño irrumpió correteando de nuevo en el salón, escapando de uno de los escoltas.

—¿Qué está pasando aquí, mamá? —dijo Marcin a su madre.

León escuchó las sirenas a lo lejos. El arma, todavía apuntaba a Komarnicki aunque tenía la sensación de aquello se trataba de un enredo.

No podía pensar, no podía reaccionar. La presencia de su hijo, lo empeoraba aún más, paseándose por allí, como si no fuera consciente de la pistola que sujetaba. ¿Qué diablos estaba haciendo? Se preguntó.

Pasara lo que pasase, Komarnicki usaría al niño, León traumatizaría a su hijo y el niño lo odiaría para siempre. Era un callejón emocional sin salida. La situación solo iba a empeorar porque el español tenía que escoger y no estaba seguro de cuál era la mejor opción.

En un acto desesperado, desvió su arma hacia el escolta que sujetaba a Wiktoria y abrió una refriega. Una bala atravesó el cuello del guardia, que se desmoronó salpicando de sangre la pared. Wiktoria se tambaleó y corrió hacia la salida, disparando al aire, rompiendo un cristal por su camino. Un segundo impacto procedente de la cocina, hizo diana en el hombro de León, despeñándose contra un mueble de vajilla.

—¡Alto! ¡Parad, joder! —ordenó Komarnicki a sus hombres apareciendo de la maraña—. ¡No lo matéis!

Uno de los escoltas fue a asistir a su compañero, pero lo encontró ya sin vida. León se encogía de dolor en el suelo, combinando la agitación con los gritos. Komarnicki se acercó y le dio una patada en el estómago.

León escupió sangre y un diente roto.

—¿Y la chica? —dijo el otro escolta que quedaba en pie.

—Olvídate de la chica —contestó Komarnicki—. No logrará ir muy lejos. El área está rodeada.

Al escuchar las palabras de Komarnicki, Zofia contrajo su expresión. Una vez más, había puesto a la familia en peligro.

—Todo esto ha sido cosa tuya —dijo Zofia—. No tienes honor…

—Tan pronto como supe de sus intenciones —explicó el padre—, tuve la certeza de que llegaría este momento. La naturaleza funciona así, hija y este cabrón que tienes delante lo demuestra: primero desobedece, después te deja embarazada, se lleva lo suyo, y todavía tiene ganas de venir a por lo que cree que le corresponde. Cuando un hombre se obceca en algo ciegamente, Dios conspira… aunque, esta vez, he de reconocer que no siempre lo hace a su favor.

León lo miró sin fuerzas desde el suelo. Se sintió tan pequeño que no quiso reaccionar.

—¿Vas a matarlo? —dijo Zofia.

—No, de momento no —contestó y ofreció la mano a su nieto—. Marcin, ven aquí, anda.

—¿Quién es este señor, abuelo? —dijo el niño.

—Por favor, no lo hagas —dijo Zofia—. No metas al niño en esto.

—Cállate, das pena —dijo Komarnicki y se dirigió a su nieto—. Esta escoria que ves, no se merece que lo llamen señor. Su nombre es León y es tu padre.

—No lo escuches, Marcin —dijo Zofia.

El niño no supo qué decir ni qué hacer, si escuchar a la madre o atender al abuelo. Los servicios de seguridad y urgencias entraron en la casa. El helicóptero finalmente aterrizaba al otro lado de la verja privada.

—Pero, abuelo —dijo el niño—. Yo ya tengo un padre.

—No, te equivocas chico —dijo Komarnicki—. Él es tu verdadero padre y ha venido a matarnos a todos.

El niño, enrabiado, se agarró a la cintura del abuelo. Komarnicki lo protegió con las manos y dieron media vuelta, ignorando por completo a las dos mujeres de su familia, que recibían atención médica mientras eran trasladadas al helicóptero.

Un agente se dirigió al Primer Ministro cuando se disponía a salir.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó el oficial.

—Está herido de bala, pero no peligra —dijo Komarnicki—. Haced lo que sea necesario, pero lo quiero curado. Después, metedlo en una celda de aislamiento protegida.

—A sus órdenes.

—Una cosa más, hazme un favor —dijo Komarnicki—. Quemad el rastro, incendiad la casa e informad a la prensa de un ataque terrorista fallido. No quiero que quede nada de lo sucedido.

La familia Komarnicki subió al helicóptero negro que giraba las aspas a toda velocidad, a cien metros de la casa. En el Passat se encontraban los fiambres de Konrad y Helena.

Ella todavía tenía la boca abierta, abatida por sorpresa.

Una ambulancia blindada se llevó el cuerpo de la señora Komarnicki mientras que León fue el último en salir de la casa, acostado en una camilla e introducido en otro automóvil médico. El coche arrancó y el dolor se volvió más intenso allí dentro.

Poco después, perdió el conocimiento.


Una habitación blanca, celestial, impoluta; una habitación que representaba lo más alto que un ser podía alcanzar. León abrió los ojos, aturdido sin saber cómo había llegado, sus últimas imágenes eran las de aquel vehículo, la desolación, el peor de los finales. Resultaba difícil adivinar la ubicación, pues no había ventanas, ni ruidos, tan solo una puerta, también blanca. Creyó estar muerto, pero los muertos no resucitan maniatados por las muñecas. Se incorporó como pudo sobre un colchón cómodo de espuma y sintió un vuelco en su cabeza, mareos, náusea y un ligero viaje de montaña rusa. El narcótico neutralizaba su capacidad de divagar, paralizando sus acciones. Si era incapaz de pensar, también lo era de reaccionar. Vagamente, recordó que había sido alcanzado por una bala. ¿Y el impacto? Se preguntó. Debía de haber cicatrizado. ¿Cuánto tiempo habría pasado allí? ¿Otros diez años? Aquel sinfín de cavilaciones sin peso, sin respuesta, comenzó a angustiarlo.

De pronto, alguien tocó la puerta al otro lado. El español levantó la vista.

La puerta se abrió automáticamente hacia dentro.

—De nuevo aquí —dijo Komarnicki suspirando. Acompañado de dos hombres, hizo una señal con la mano para que se quedaran en la puerta. León miró por encima y vislumbró un pasillo inmaculado, iluminado y aséptico.

Komarnicki se adelantó varios pasos. Llevaba un traje de color negro, una camisa blanca y una corbata a azul a rayas perfectamente planchada. León miró un pequeño pin el Águila Blanca polaca, que el Primer Ministro llevaba en la solapa de su chaqueta:

—Las segundas partes… Voy a darte pasaporte rápido.

Sobre el colchón, León se echó hacia atrás lentamente, buscando la forma de tomar impulso con sus piernas.

—¿Qué me has hecho? —preguntó con un tono de voz neutro—. ¿Qué día es?

Komarnicki se rio.

Después metió las manos en los bolsillos del pantalón y miró a León con misericordia.

—Cirugía láser —dijo el político—. La tecnología ha avanzado lo suficiente como para sanar a un herido de guerra en una hora. Primero te extraen la bala, después aceleran tu organismo para que cicatrice más rápido. Ni siquiera tienes tiempo a sufrir un trauma. Mágico, ¿verdad?

—Imagino que solo está al alcance de unos pocos —dijo León.

—Imaginas bien —contestó Komarnicki—. Los hospitales públicos tendrán que esperar otros veinte años.

—¿Por qué yo? —preguntó León—. ¿Por qué no me dejaste morir?

Komarnicki sopesó su respuesta acariciándose las mejillas. Después, miró atrás y pidió a sus hombres que se marchara. La puerta se cerró. León se puso en guardia, volvían a encontrarse solos de nuevo.

—Verás, desgraciado —dijo el polaco—, durante estos años, me he dado cuenta de que la vida es una sucesión de desafíos. Encontrar un sentido a lo que haces, a tu propia existencia y dejarte llevar por esa fuerza motora llamada espíritu, pasión. En el fondo… tú y yo, no somos tan diferentes. Tenemos algo que terminar, en lo más profundo de nuestro ser. Buscas venganza, dolor… No hay más que mirarte a los ojos. Pero, sabes, mi ambición es otra. Yo tengo un plan que, lamentablemente, no sé si lograré en vida, pero que alguien hará por mí. Al principio, pensé que no eras más que un estorbo, un idiota ególatra que había dejado preñada a mi hija y ahora… Mira, me vas a ser hasta útil.

—Fue tu hija quien me buscó —dijo León.

—¡Déjame hablar! —dijo Komarnicki—. No eres el primer cerdo que ha tenido relaciones con Zofia… He de reconocer que siempre fue una chica muy revoltosa. Sé que lo hacía para llamar mi atención.

—¿Qué pasó con ellos? —preguntó León.

Roman detestaba que lo interrumpieran, tal vez, porque nadie se atrevía a hacerlo.

—Tuvieron menos suerte —contestó—. Como a ti, también los vigilé, aunque no lo soportaron.

—¿Qué piensas hacer conmigo?

Roman levantó la mirada, iluminado por la pregunta.

—Me irritas —dijo. León se dio cuenta de que el Primer Ministro había sufrido los achaques del poder—: Si te he dejado con vida es porque me vas a ayudar a terminar con esta situación.

—Me subestimas.

—En los próximos días —dijo Komarnicki—, varios atentados terroristas terminarán con la vida de miles de ciudadanos en diferentes puntos del país. Varsovia, Cracovia y Wrocław. Después, se cortará el suministro eléctrico en los hospitales.

—No puedes hacer eso —dijo León—. Es tu gente.

—Ya lo creo que sí —contestó Komarnicki—. Los medios harán eco de los sucesos, bombardeando los canales de televisión, las emisoras de radio y los portales de internet. Un equipo de informáticos preparados, jaqueará los portales de información clandestina, eliminará toda la información de sus dispositivos móviles, lo perderán todo. No habrá acceso a la red, más allá de los servicios de noticias que trabajan para el Estado. Y fin de la historia. El caos y el miedo, reinarán en la calle. La masa adormecida, despertará furiosa, pedirá auxilio y, solo entonces, te entregaré, poniendo de una maldita vez, rostro al conflicto, dejándote en evidencia delante de los tuyos, haciéndole perder a tus amigos, toda clase de credibilidad.

A pesar de lo que estaba escuchando, León no respondió, no podía. Su cerebro procesaba la información con lentitud, sin análisis o respuesta. Sin embargo, la temperatura aumentaba, acelerando el ritmo cardíaco.

—Eres un hijo de perra —dijo León con voz lineal—. Te rebanaré el cuello.

Sorprendido, Komarnicki se acercó y lo miró a los ojos, agarrándolo por la parte trasera de la cabeza.

—Vaya, vaya… —dijo—. Ahórrate los elogios, todavía no te he contado lo mejor.

Sacó un teléfono móvil de su bolsillo e hizo una llamada.

—Dile que pase —contestó, colgó y guardó de nuevo el dispositivo. Después se dirigió a León—: Tu regalo de cumpleaños.

La puerta se abrió de nuevo, dejando entrever el pasillo blanco y una presencia humana: Marcin. El niño, vestido con un jersey negro, camisa blanca y vaqueros, entró a la habitación sin escolta. La puerta se cerró y la criatura se acercó a su abuelo, mirando confundido al hombre que se encontraba maniatado.

—¿Es mi padre?

—Sí, Marcin —dijo Komarnicki cogiéndolo del hombro.

El niño miró a su padre. León intentaba concentrarse en sus ojos, pero no sabía qué decirle. Ambos se encontraban ante un desconocido.

De pronto, Marcin se acercó a León, dejando atrás a su abuelo. Komarnicki observaba expectante la reacción de su nieto.

Apenas un metro de distancia separaba sus rostros.

Una lágrima despertó en el ojo de León y lentamente se deslizó por la mejilla. El niño se dio cuenta de ello y acercó su dedo para limpiársela.

León sabía que cualquier cosa que dijera, se volvería en su contra.

De pronto el niño esbozó unas palabras en español.

—¿Eres mi padre? —dijo Marcin con acento, volviendo tensa su expresión. Komarnicki abrió los ojos al no entender nada—. Mamá me dijo que mi padre estaba muerto.

—No, no lo estoy —dijo León temblando ligeramente—. Tienes que ayudarme, Marcin.

Indefenso y furioso, Komarnicki cogió al niño por el hombro.

—¡Qué estás haciendo! —gritó a su nieto—. ¿Desde cuándo hablas ese maldito idioma? ¡Este hombre es un asesino, Marcin! ¡No le escuches!

—Lo siento, abuelo —respondió el niño como si fuera un soldado.

Se acercó a su padre y le escupió en la cara para contentar al abuelo.

Komarnicki soltó una fuerte carcajada.

—Así me gusta… —dijo el Primer Ministro dándole una palmada en el hombro. Después se dirigió al español—: Tal y como lo esperaba… Esta noche, cenarás con nosotros.