EL OTOÑO EN ZYL
La madre de Anunciación se asustó cuando los vio llegar. Estaban sucios de hollín, lastimados, con las ropas desgarradas, los ojos todavía irritados por el humo y el polvo, los pantalones mordidos por los perros. Iván tenía una herida en la cara. La madre de Anunciación lo había visto a Iván alguna vez, pero no lo reconoció hasta que su hija le dijo quién era.
—¿Qué pasó? ¿No estabas en la casa de tu amiga? ¿Dónde estuvieron?
—Pasaron muchas cosas —dijo Anunciación. Nada es más fastidioso que dar explicaciones.
—Voy a llamar a un médico.
—No, no. Todo sale con agua y jabón.
Mientras Iván se daba un baño, Anunciación le explicó todo a su madre.
—¿Cómo pudiste mentirme? Yo te hubiera ayudado.
—No me hubieras creído.
Ya vestido, Iván la defendió:
—Sin ella nunca hubiera podido salir del laberinto.
—Iván Dragó. Me acuerdo que te vi el día en que el colegio Possum se hundió. Y ahora esto. Cada vez que te veo, se hunde un colegio o aparece un laberinto.
Lo dijo en tono tranquilo, no de queja, sino como advirtiendo que no tenía mucho sentido simular que era un chico como los demás, que hacía las travesuras de los otros. Lo dijo como si Iván fuera el representante de todo lo que la vida tiene de inesperado e incomprensible.
La madre le dio a Iván una bolsa de dormir, para que se acostara en el sillón del living.
Recién el martes por la mañana volvió a correr el tren que iba a Zyl. Se levantaron temprano, y en el desayuno hablaron como si pudieran verse todos los días: los dos disimulaban que se estaban despidiendo. Después Anunciación lo acompañó hasta la estación. La terminal estaba llena de gente que corría en todas direcciones. Caminaron hasta el último andén, de donde salía el tren que iba para Zyl. Se dieron un abrazo. Estuvieron un rato unidos, prometiéndose cosas al oído. Después Iván entró en el destartalado vagón y tomó su mano desde la ventanilla. Anunciación tenía lágrimas en los ojos y, a causa de las lágrimas, que son como lentes de aumento, veía todas las cosas gigantescas. La bocina del tren de Zyl sonó dos veces, inaudible en medio del fragor de las locomotoras y las voces de la gente.
—¿Me vas a llamar? —preguntó ella—. ¿Me vas a escribir?
—Voy a venir en las vacaciones de invierno. O tal vez te dejen visitar Zyl.
—Me gustó que le dijeras a mamá que pudiste salir del laberinto gracias a mí…
—Bueno. Solo habría podido salir igual.
Anunciación se puso seria un instante.
—Mentira —dijo Iván—. Sin vos, todavía seguiría perdido, encerrado en alguna manzana. O hipnotizado. O preso por romper payasos y elefantes de cristal.
Anunciación vio cómo el trencito se perdía entre los grandes trenes plateados, como un juguete entre cosas de verdad.
Iván llegó a Zyl con el otoño. A medida que el tren se acercaba a la estación, veía que las plantas feroces que habían asediado la ciudad se apagaban y quebraban. Los tallos de las hiedras hacían dibujos de polvo antes de desaparecer. El viento esparcía sin ganas las hojas secas, como si no quisiera limpiar los restos de la plaga. Los pumas, los perros salvajes y las aves de rapiña habían abandonado la ciudad, que ya no servía de guarida.
Ríos y Lagos habían ido a esperarlo a la estación. Su abuelo estaba con ellos. También se veía a Zelmar Canobbio. Y estaban la profesora Daimino y otros chicos del colegio, y la hermana de Lagos. Todos lo abrazaron y le hablaban a la vez. Le hacían preguntas pero no lo dejaban responder.
Caminaron juntos hacia el centro. Iván contemplaba los destrozos que lo rodeaban.
—Hay mucho trabajo que hacer —dijo Nicolás—. Las veredas están rotas. Las tejas partidas. Tendremos entretenimiento para todo el otoño.
Iván se dio cuenta de que Ríos iba de la mano de Federica.
—¿Y eso? —preguntó.
Lagos se encogió de hombros, como si el asunto no tuviera la menor importancia.
La comitiva que había recibido a Iván tomó por la calle principal, el boulevard Aab. Los vecinos llevaban en carretillas los troncos secos para quemarlos en las afueras del pueblo. El señor Blanco y el señor Negro trabajaban juntos liberando la calle de malezas, para que los automóviles y los carros tirados por caballos pudieran pasar.
Iván se sorprendió al ver pasar por la calle a la máquina podadora del señor Ríos.
—¿Funciona todavía? ¡Qué dirá la señora Palanti!
Pero, cuando la máquina pasó a su lado, vio que era la señora Palanti quien la tripulaba.
—Me parece increíble que haya podido convencerla de que la máquina no es un peligro mortal —le dijo al señor Ríos.
El ingeniero respondió:
—Me temo que con ella al volante la máquina sí es un peligro mortal.
A la noche, después de comer con su abuelo, Iván salió a caminar con sus amigos. Habían estado trabajando en la calle, liberando las veredas de raíces muertas y ramas secas, y el cansancio los llevaba a dar pasos cada vez más cortos y lentos. Pasaron frente a la casa del Cerebro Mágico. Cruzaron la plaza del Caballo negro. Saludaron a la señora Máspero, que aprovechaba hasta la última luz de la tarde para tratar de arreglar los destrozos de su jardín. Cuando llegaron al laberinto, ya arrastraban los pies. El cartel colgaba de cadenas oxidadas, que crujían con el viento. En el interior, las plantas extrañas se habían secado, y quedaba el follaje de siempre. Dieron unos pasos en la espesura, por senderos que pronto se cerraban. Iván se sintió incómodo, como si todo lo que lo rodeaba supiera que él estaba allí. Había estado en un laberinto más feroz, ¿cómo podía asustarlo el pequeño laberinto de Zyl? Y sin embargo, no tenía ganas de seguir. Sus amigos tampoco.
—Volvamos —dijo Ríos—. Estoy cansado.
—No puedo mover los pies —dijo Lagos—. Ahora que tu padre arregló la máquina, tendría que borrar el laberinto de la faz de la tierra.
Ríos, contento porque se le reconocieran méritos a su padre, dijo que tenía razón. Pero entonces se oyó a Iván:
—¿Cómo vamos a querer que desaparezca el laberinto? Es viejo como Zyl. Nos recuerda que hay juegos terribles, que podemos perdernos. Qué haríamos si todos los juegos fueran claros. Qué haríamos si lo único que existiera fuera el tatetí y el juego de la oca. Necesitamos laberintos. Necesitamos jugar a los peligros del mundo.
—Pero esto ni siquiera es un laberinto —dijo Lagos—. Esto es… cualquier cosa.
—¿Estás seguro de que no es un laberinto? —preguntó Iván.
—No.
—¿Darías unos pasos más?
—No. Un paso y me pierdo.
—Entonces sí es un laberinto. Además, si pude salir del otro laberinto fue porque en este, escondida bajo tierra, encerrada en la cápsula del tiempo, estaba la clave.
Una rama crujió, se oyó el aleteo furioso de un pájaro entre el follaje, el viento movió las hojas una por una Parecía que el laberinto respondía, que susurraba que Iván tenía razón, que entre tantos juegos que había en la ciudad no podía faltar el juego sin dados ni tableros, sin fichas ni naipes: el juego de perderse.
Volvieron con cuidado sobre sus pasos y echaron a caminar hacia Zyl, en medio del humo de las fogatas.