EL POZO DE LAS PIEZAS PERDIDAS

El señor Negro había entrado por la ventana en la fábrica de Blanco. Quería avisarle que había recibido otra visita: un puma.

—¿Qué hago acá? ¿En serio voy a salvar a Blanco? Al menos voy a aprovechar para robarle algunos secretos.

Miró las mesas de trabajo, donde se cortaba la madera, los tornos donde se daba forma a las piezas, los estantes donde se ponían las piezas ya pintadas. En un rincón estaban los proyectos de Blanco.

—Ah, las cosas que se tenía guardadas.

Había un ajedrez pequeño que entraba en un bolsillo, y unos llaveros hechos con alfiles, seguramente preparados para aprovechar un excedente de piezas.

—Qué manera de desvirtuar el noble arte del ajedrez, usar los alfiles como llaveros. Pero ahora que pienso, yo tengo unos caballos que me sobran…

Entonces oyó un grito de Blanco.

—¿Blanco? ¿Estás arriba? Es un puma, no es para tanto. —Pero después lo pensó mejor—. ¿Y si nos come a los dos? Qué horror, morir en la fábrica de Blanco.

Miró a su alrededor para ver si había algo para defenderse. Habían guardado todas las herramientas. ¡Qué ordenado era Blanco! ¡Cómo odiaba ese orden! En una vitrina vio una serie de trofeos. Entre ellos un gran alfil de plata, que había ganado en un concurso de fabricantes de ajedrez.

Lo tomó con placer. Tenía un buen peso.

—Ah, si se rompe en la lucha con el puma, Blanco no va a poder decir nada.

Los gritos de auxilio se repitieron, y Negro se dio cuenta de que no venían de arriba, sino del patio trasero de la fábrica.

Salió por la puerta de atrás. No había rastros de Blanco ni del puma. Solo se veían malezas.

—¿Blanco?

—¡Negro! Estoy en el pozo.

Negro comprendió de inmediato. Blanco había ido a parar al Pozo de las Piezas Perdidas.

El primer aljibe de Zyl se había secado mucho tiempo atrás, y casi de inmediato se había convertido en el pozo de los deseos de Zyl. Roma tiene su Fontana de Trevi, Zyl tenía su Pozo de las Piezas Perdidas. Nadie sabía cómo había empezado la creencia, pero habían tomado la costumbre de arrojar una pieza con la mano derecha por sobre el hombro izquierdo antes de fabricar un nuevo juego, hacer un viaje o casarse.

—Vine a salvarlo —dijo Negro, asomándose.

Desde abajo, Blanco vio que Negro sostenía el alfil de plata.

—¿Y cómo me va a salvar? ¿Robándose mis premios?

—No. Es solo por defensa. El puma debe seguir por aquí.

En eso Negro oyó un gruñido a sus espaldas. Era el puma. El enorme gato se quedó quieto, como si fuera consciente de su belleza y se dejara admirar. Negro lo amenazó con el trofeo. El animal, como si aceptara la invitación a un juego, dio un salto en dirección a Negro. Le tiró el alfil de plata, pero falló por completo. Y, al ver la furia del animal, el fabricante de ajedrez se arrojó a sí mismo en al Pozo de las Piezas Perdidas.

El pozo de un aljibe suele ser muy profundo: lo suficiente como para alcanzar una napa de agua. Pero como este pozo había ido recibiendo a lo largo de los años miles Je piezas, el fondo ya no estaba tan lejos de la superficie. Negro recibió un golpe, pero nada más.

—¿Usted está loco? ¿Cómo se le ocurre saltar al pozo? —le preguntó Blanco.

—Vine para salvarlo y se queja. Además, el primero en saltar fue usted.

—Ahora los dos estamos perdidos. ¿Cómo vamos a salir de aquí? No hay modo de escalar estas paredes.

—Alguien vendrá a rescatarnos antes que anochezca.

—Qué optimista. ¿Quién va a venir? Con estas plantas la gente no encuentra ni la puerta de su casa. ¿Nos van a encontrar a nosotros?

—Si yo me enteré que usted estaba en peligro, alguien mas puede enterarse.

—Usted se enteró porque espía mi fábrica con su telescopio.

Negro no supo qué responder. Y se quedaron sentados en el fondo, en silencio.

Cuando llegaron a un teléfono público, Anunciación se detuvo.

—Esperá. Voy a llamar a mi casa. —Puso la moneda en el teléfono—. ¿Mamá? Estoy en la casa de Martina.

—Sí, me llevan a casa después de la cena.

—Atchís (esto sí lo escuchó Iván).

—¿Seguís con ese resfrío?

Pasó un colectivo.

—No, te estoy llamando de la calle porque salimos a comprar helado. Antes de las doce estoy en casa, sí. Besos.

Cortó.

—Está todo bien. Mi papá está de viaje y ella va a ir ahora a la casa de una amiga. Espero que para la noche esto esté resuelto, si no, me voy a meter en problemas… ¿Iván?

Iván se había alejado de ella unos pasos. Estaba frente a una casa que tenía unas rejas negras.

—¿Qué te pasa? ¿Estás hipnotizado de nuevo? Sabía que iba a tener efectos secundarios…

Pero Iván no estaba hipnotizado, solo perplejo. Estaba mirando un cartel con forma de hoja de árbol.

Anunciación leyó el cartel, pero no le dio importancia

—Sigamos. Seguro que ahí no hay ningún toro.

Pero Iván seguía quieto frente a la casa.

—¿No me escuchaste?

El cartel decía:

VIVERO MANO VERDE.

SERVICIOS INTEGRALES DE JARDINERÍA.

Y abajo había una mano verde que se prendía y apagaba.