TODO TIENE UNA SALIDA
La luz de la mañana lo despertó. Eran las nueve. Le costó unos segundos darse cuenta de que no estaba en la casa de su abuelo, en Zyl, sino en un hotel. Caminó tambaleante hasta el baño. Después se puso la misma ropa del día anterior: un jean, una remera celeste, zapatillas blancas. También tenía una campera impermeable, de color rolo, por si llovía. Se miró en el espejo de la habitación y se pasó la mano por el pelo. El hotel seguía silencioso: no se oían pasos en el pasillo ni ruido en las habitaciones vecinas. Tampoco el rumor de las aspiradoras, tan habitual en los hoteles.
Buscó en la planta baja la sala del desayuno pero no la encontró. No se cruzó con nadie en los pasillos. El único ascensor estaba inmóvil. El hotel entero seguía tan desierto como la noche anterior. Tenía ganas de irse de ese hotel sin gente, sin ruidos, sin comida. Toda aquella invitación al concurso al final a lo mejor no era más que una broma: quizás algún antiguo miembro de la Compañía de los Juegos Profundos había decidido vengarse así. Lo que más le importaba ahora era encontrar un teléfono público desde donde llamar a Anunciación. Escuchar una voz amiga le devolvería el ánimo. Pero esperaría un rato más: no es justo llamar a alguien un sábado a las nueve de la mañana.
Probó con la puerta principal: ahora estaba abierta. Se sintió aliviado de escapar del Hotel del Manzano.
Había cenado sólo una manzana y quería una taza de café con leche y tres medialunas o, mejor, doce medialunas. Su estómago hacía el ruido inconfundible del hambre. En la cuadra había un bar pequeño, oscuro y deprimente. Se llamaba El Único. Iván se dijo con firmeza:
—Qué nombre tan exagerado y soberbio para un lugar tan insignificante. Bar El Único: el único bar donde no entraría jamás.
En cambio, justo enfrente del hotel había un café que parecía llevar allí muchos años. La barra era de estaño, las sillas de madera oscura y las mesas de mármol. Era luminoso y tranquilo. Iván vio a través de la ventana a un viejo mozo de guardapolvo gastado que llevaba una bandeja redonda de metal con dos grandes tazas blancas y un plato lleno de doradas medialunas. Y cedió ante el encanto de aquella imagen. A la distancia ya había elegido la mesa: una que estaba junto a la ventana y cerca también del mostrador. Esperó que pasara un colectivo, que se acercaba a buena velocidad, y cuando estuvo a punto de cruzar… no pudo.
—¿Qué es esto? ¿Un calambre?
Probó de nuevo. Apenas se acercó al cordón de la vereda sus piernas se negaron a seguir, como si fueran de plomo. Extrañado, dio unos pasos atrás: la sensación desapareció.
Sin poder creer lo que le estaba pasando, volvió a intentarlo. Esta vez el corazón le dio un salto y sintió náuseas. No podía ni siquiera poner el pie sobre el cordón de la vereda.
No tenía ninguna explicación para lo que pasaba, pero decidió cambiar de esquina. Buscó las líneas peatonales, que lucían recién pintadas, como invitando a cruzar. Ahora enfrente no había un bar sino una farmacia. Adelantó la pierna izquierda, pero cuando trató de mover la derecha esta se quedó atrás.
Siguió probando en distintos lugares, para ver si el extraño efecto cedía. Apenas quería salir de la manzana, su cuerpo se convertía en algo rígido y pesado, y un malestar indefinible se distribuía por su cuerpo. Se parecía al malestar de la fiebre, cuando todo el cuerpo duele pero no duele nada en especial. Después de unos minutos tuvo que aceptar que, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, había quedado atrapado en la manzana del Hotel del Manzano.
—Debe ser un problema mental. A lo mejor me volví loco de repente.
Pero no se sentía loco en absoluto. Revisó sus pensamientos, como quien revisa un cajón del escritorio, y no notó nada fuera de lo normal… excepto la convicción de que no podía cruzar la calle.
Siguió dando vueltas a la manzana, sin saber a quién acudir. Estaba tan nervioso que, cuando quiso atarse los cordones de las zapatillas, probó tres veces antes de que le saliera el nudo. Estuvo a punto de pedir ayuda a una señora que pasaba por la calle con una bolsa llena de espinacas y naranjas, pero no se atrevió. ¿Qué iba a pensar? Que le estaba haciendo una broma. Tal vez llamara a la policía o a los médicos, y vendría una ambulancia, y lo sacarían de esa manzana a la fuerza… y quien sabe qué podría ocurrir en su interior si eso pasaba. Baldani había terminado con un ataque al corazón por salir del encierro al que lo había condenado Madame Aracné. Lo que sentía no era solo que sus piernas le impedían cruzar, sino que una fuerza superior lo retenía; y si insistía, tal vez algo acabara por romperse en su interior.
Cabizbajo, como quien vuelve a una cárcel de la que acaba de escapar, trató de regresar al hotel. Ahora la puerta estaba cerrada y, aunque golpeó, nadie se acercó a abrir.
«De todos los hoteles a los que he ido en mi vida, este es el peor», pensó, aunque en realidad solo había estado una vez en un hotel, en una playa.
Siguió dando vueltas a la manzana, ya que era el único paseo que le estaba permitido. Fue a la tercera vuelta cuando descubrió el cartel, junto a la entrada de un edificio de tres pisos:
LABERINTISTAS ASOCIADOS
Y abajo estaba el lema de la asociación:
Todo tiene una salida.
Seguro que ahí estaban los organizadores del concurso. Le explicarían todo lo que le había pasado: el hotel vacío, el mensaje en la manzana, la imposibilidad de cruzar las calles. Subió por una escalera angosta hasta un primer piso. Era un antiguo edificio con pisos calcáreos, ascensor jaula y techos altos. La puerta de Laberintistas Asociados estaba entreabierta. Golpeó dos veces y después entró. Le dio la sensación de que había entrado en una biblioteca de barrio. En las paredes había estanterías llenas de libros a los que nadie había pasado el plumero en años. Estaban desordenados: la señora Palanti los hubiera mirado con horror.
De pronto oyó una voz que venía del fondo:
—¿Es el joven de la farmacia? ¿Me trajo los remedios?
Un hombre alto y encorvado, rodeado varias veces por una bufanda verde y roja, lo estaba llamando desde la sala del fondo. Iván atravesó dos habitaciones llenas de libros, maquetas y planos de laberintos para llegar hasta él.
—No, señor, no trabajo para la farmacia. Busco a alguien del Club Ariadna.
El hombre se tapó los oídos con las manos.
—¡Ni siquiera lo nombre! Ellos llevaron el amor por los laberintos a la oscuridad, a la locura, a la maldad misma…
—Los del club me invitaron a la ciudad, para participar de un concurso de laberintos. ¿No sabe dónde los puedo encontrar?
—¡No participe, muchacho! Olvídese por completo de esa gente.
—Es que creo que ya entré en el concurso, sin darme cuenta.
—¿Qué quiere decir? ¿Se anotó en el concurso mientras estaba dormido?
—No. Déjeme que me siente un poco y le explique.
Se sentaron en dos sillas enclenques pintadas de blanco. Iván explicó todo: la ocupación de Zyl por las plantas, su viaje, la noche en el Hotel del Manzano, la parálisis que lo acometía cuando trataba de cruzar la calle…
—Y ahora no puedo salir de esta manzana. Usted no me va a creer, pero no puedo cruzar la calle. Es como si alguna fuerza poderosa, allá afuera… como si un imán…
El hombre de la bufanda movió la cabeza.
—Le creo, claro que le creo.
—¡Pensé que nadie me creería!
El hombre le tendió la mano y se la apretó con fuerza:
—Abel Trino, especialista en laberintos. Y cuando alguien me dice que no encuentra la salida, le creo. El laberinto en el que ha entrado, señor…
—Iván Dragó…
—… señor Dragó, está aquí.
Y dio un golpe con la punta del dedo índice en la cabeza de Iván.
—¿Y cómo puede haber llegado el laberinto hasta mi cabeza?
—Tal vez le inyectaron algo…
—No…
—… o lo hipnotizaron…
—No vi a nadie.
—… O le dieron de beber o de comer alguna sustancia extraña.
—No, al contrario, si estuve pasando hambre.
Pero de pronto se acordó:
—¡La manzana!
—¿Comió una manzana?
Iván le contó que había arrancado el único fruto del árbol.
—Una manzana, claro —dijo Abel Trino—. Los aficionados a los laberintos son sensibles a los símbolos. ¿Qué mejor que una manzana para inocular el veneno?
—¿Veneno?
Pero el hombre estaba más preocupado por el símbolo que por el veneno mismo.
—La manzana del árbol de la ciencia, que mordió Eva, y que les costó a ella y a Adán la expulsión del paraíso. La manzana de Blancanieves, que la dejó fría e inmóvil, para que los enanos la adoraran en su ataúd de cristal. Usted no es Blancanieves, no quiero ofenderlo, pero tiene una bruja que no lo quiere bien.
—No conozco a ninguna bruja. Desde que llegué a la ciudad sólo lo vi a usted.
—Sí hay una bruja y se llama Sarima Scott, alias Madame Aracné. Veo por su cara que el nombre no le es desconocido.
—Mi abuelo me habló de ella.
—¿Su abuelo sabe de juegos?
—Es Nicolás Dragó.
—Ah, claro, Dragó. No había reparado en su apellido. Conozco bien la obra de su abuelo, el inventor de La torre de Babel y gran constructor de rompecabezas. Pero el mundo de los rompecabezas es más inocente que el de los laberintos. Y los laberintos invisibles fueron la obsesión de Madame Aracné, sobre todo en sus últimos años. ¿Le contó su abuelo la historia de Baldani?
Iván se acordaba bien del italiano, que aseguraba estar en el laberinto cuando estaba en una casa en medio del campo.
—Sí, mi abuelo me la contó. ¿Dónde puedo encontrar a Madame Aracné?
—Hace años que nadie sabe de ella. Después de la historia de Baldani, no volvió a aparecer. Problemas policiales, judiciales…
En ese momento sonaron unos golpes en la puerta.
—¿Quién puede ser a esta hora? Los socios siempre llegan a la hora del vermú, nunca a la mañana. —Abel Trino se puso en marcha rumbo a la puerta. Iván lo siguió.
Cuando Abel Trino abrió la puerta, no había nadie. En el umbral habían dejado una caja atada con piolín amarillo y con estampillas.
—El cartero —dijo Abel Trino. Se puso unos lentes y se esforzó por leer el nombre del destinatario—. No veo bien, pero me parece que el cartero se ha equivocado de dirección. Esta caja no es para Laberintistas Asociados ni para mí…
Pero Iván leyó su nombre:
—Es para mí…
El viejo dudaba si darle la caja o no.
—Bueno, si usted me asegura que la caja es suya…
—Tal vez ahí expliquen lo que tengo que hacer.
Abel Trino le dio la caja e Iván desgarró el papel madera que la envolvía. En el frente habían escrito:
INSTRUMENTOS PARA SALIR DEL LABERINTO.
Por un momento imaginó que habría un mapa, pero encontró una serie de objetos que no parecían tener gran utilidad:
- Una linterna.
- Una caja de fósforos.
- Una cuerda de cinco metros.
- Un paraguas negro, automático.
- Una tarjeta para viajar en subterráneo.
- Una brújula (esto sí parecía útil).
- Un péndulo.
- Una ficha plateada, grande, con dos ranuras.
- Una cantimplora de metal llena de agua.
- Una llave.
- Un fajo de billetes y varias monedas (¡esto también!).
—¿Qué se supone que tengo que hacer con esto?
—No lo sé.
—¿No es especialista en laberintos?
—Pero de los comunes. Los viejos laberintos. Hay una sola regla para salir: estirar la mano, tocar la pared izquierda, y caminar sin que los dedos de la mano abandonen la pared. Esa regla sirve para cualquier laberinto.
—Pero en este laberinto, si sigo la pared con la mano izquierda llego al mismo lugar del que salí… Tal vez me quede encerrado para siempre… Es terrible.
—No tanto. Es una linda manzana. Un barrio tranquilo. Puede venir a verme. Tal vez le consiga algún trabajo: limpiar los vidrios, hacer mandados… Bueno, mandados no, a menos que sean en la misma manzana.
—¿No hay antídoto?
—Quién sabe. Hace mucho que esta bruja, Madame Aracné, viene trabajando en esa clase de pociones. Los laberintos siempre han exigido enormes muros de ladrillos, de cemento, de ligustrina… Pero ella empezó a experimentar con laberintos interiores. ¿Ha observado que, caminemos por donde caminemos, nunca vagamos del todo sin rumbo? Siempre tomamos determinados caminos. Evitamos ciertos obstáculos. Un supersticioso evitará un gato negro. Alguien que tiene miedo a los perros cruzará de vereda frente a un ovejero alemán. Y a la vez nos agrada pasar por ciertos lugares. Una casa en la que vivía una chica que nos gustaba. Un jardín lleno de jazmines. Una librería de libros viejos o una juguetería. Todos en cierta manera caminamos por la ciudad como si recorriéramos un laberinto, como si tuviéramos que evitar paredes invisibles. Sarima experimentó con eso, pero yo creía que lo había abandonado después de sus problemas con la ley. Ahora veo que no. Descubrió el laberinto más pequeño que existe. Entra en una manzana.
—¿Sabe cómo salir?
—Hay dos clases de laberintos. Los tradicionales y los simbólicos. Estos que están aquí son laberintos tradicionales. —Señaló los grabados que colgaban en las paredes, con senderos que giraban sobre sí mismos o se veían bloqueados.
»Sarima Scott prefería los laberintos simbólicos.
—¿Y qué forma tienen?
—Pueden tener cualquier forma. Pero el secreto está en que hay señales escondidas que permiten llegar hasta la salida.
—¿Quiere decir que tengo que buscar señales? —El viejo asintió con la cabeza—. ¿Qué clase de señales?
—Dibujos, palabras, quién sabe. Algo que le llame la atención. Algo que se repita. En uno de sus laberintos había que encontrar la letra z. En otro, la silueta de un conejo. En otro dominaba la figura del agua: así que para pasar de un sector del laberinto a otro había que encontrar una canilla rota, una calle inundada, una bañadera llena o un vaso de agua.
—No vi nada en esta manzana que me llamara la atención. Todo me pareció tan común, tan igual a cualquier otra manzana…
—Tiene que estar atento a algo fuera de lugar, tiene que hacer asociaciones mentales. Hay que darle tiempo al ojo para que aprenda a ver.
Iván miró la caja sin saber si llevársela o no. Necesitaba un antídoto, una píldora que lo sacara de esa extraña parálisis que le impedía cruzar la calle. No necesitaba cajas de fósforos ni llaves…
—Tal vez algún médico me pueda ayudar.
—¿Un médico? No, por favor. No saben nada de esto. Querrán sacarlo de la manzana a la fuerza y eso puede ser desastroso para su organismo.
—¿Me puedo desmayar?
—Se puede morir. Los toxicólogos lo tratarían como si hubiera tomado veneno para las hormigas… No están preparados para los tóxicos de Sarima Scott.
Iván estudió cada uno de los objetos de la caja, con la esperanza de que hubiera algo diferente en ellos, pero eran cosas tan comunes como delataba su apariencia.
—¿Para qué pueden servirme estas cosas?
—No sé. Pero por algo las dejaron.
—Me voy a llevar sólo el dinero.
—¿Está seguro? Yo que usted…
—¿Para qué necesito una linterna, por ejemplo? Es de día…
—No será de día siempre.
Abel Trino tenía razón. Si ya resultaba preocupante estar en el laberinto invisible a plena luz del día, ¿qué ocurriría de noche? Ni siquiera tendría dónde dormir.