LA LAGUNA DE LOS SARGAZOS
Antes de que Ríos y Lagos llegaran al museo se cruzaron en la esquina de la plaza central con la madre de Lagos, que estaba hecha una furia. Zamarreó a su hijo.
—¿Dónde te habías metido?
—¡Acordate del diez! —gritó Lagos. Era como un escualo protector.
La madre recordó el milagro y se tranquilizó de inmediato:
—Un diez. El primer diez en… cuántos años… —En seguida volvió a la realidad—. Tu hermana no aparece. Ayudame a buscarla.
Lagos dijo que la buscaría en las casas de las amigas. Le dijo a Ríos:
—Mi madre me reclama. Andá solo al museo. Yo tengo que buscar a Federica.
—No, vamos juntos.
Y empezaron a caminar por entre las calles infestadas de plantas.
—Buscar a mi hermana. Qué fastidio, ¿no?
—Sí, te entiendo, qué fastidio —pero su voz sonó apagada, sin convencimiento—. ¿Y dónde la buscamos primero?
—En la casa de su mejor amiga, Paula, la chica alta. La casa está junto a la plaza.
Después Lagos dijo, como al pasar:
—Oí decir que te gusta Federica.
—¿A mí? —Ríos se mostró indignado—. ¿Quién dijo eso?
—¿No será cierto, no?
—No, cómo me va gustar. Ella es… es… tu hermana.
—Menos mal, porque a ella tampoco le gustás. Siempre habla mal de vos…
Ríos se había quedado inmóvil.
—¿Qué dice? —preguntó sin voz. No era una pregunta: era el fantasma de una pregunta.
—Era una broma… si hasta me dijo que te quería invitar a remar a la laguna. —Los ojos se abrieron de golpe—. ¡La laguna! Ahí debe estar. En los últimos tiempos es lo que más le gusta hacer. Se lleva un libro y se va a remar. Cuando salía de casa me dijo algo de un remo roto, pero no le presté atención. ¿Quién les presta atención a las hermanas?
—No sé. Yo no tengo hermanas.
Ríos solo tenía un hermano mayor.
Atravesaron la plaza, que estaba irreconocible por las malezas que la cubrían, y llegaron a la orilla. La superficie de la laguna estaba completamente cubierta de plantas acuáticas. Las plantas tenían unos bulbos amarillos que les permitían flotar y unos largos hilos verde claro. A lo lejos se veía un bote de madera, atrapado entre las plantas. Desde el bote Federica los saludó.
Ríos y Lagos caminaron por el muelle, para estar lo más cerca posible del bote varado. El muelle era una endeble construcción de madera que entraba diez metros en la laguna.
—¡Vamos a rescatarte! —le gritó su hermano. Y por lo bajo le dijo a Ríos—: Pero no sé cómo. A ella mejor le escondo que no tenemos ningún plan, porque puede entrar en pánico.
Federica no parecía a punto de entrar en pánico, sino feliz de que hubieran llegado a rescatarla. Se miró en un espejito de plata que llevaba en la cartera y se arregló el pelo, como si estuviera a punto de salir rumbo a una fiesta.
—Trata de distraerse con lo que puede para no largarse a llorar —dijo su hermano.
Amarrados al muelle había varios botes de madera. Subieron a uno de los botes, pusieron los remos en sus toletes y soltaron la amarra. Pero no sirvió de nada: los botes estaban atrapados por las plantas.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Lagos—. Si Federica no vuelve en un buen rato, mi madre me va a echar la culpa a mí.
—¿Por qué? Esta vez no hiciste nada.
—Pero mi madre me reta por las dudas. Cuando alguien hizo algo malo y no sabe quién fue, me echa la culpa a mí. Dice que las estadísticas le dan la razón.
Ríos metió la mano en el agua, comprobando que las plantas solo estaban en la superficie. Después dijo, mientras se sacaba las zapatillas:
—Bajo la capa de plantas, no hay nada. Por abajo se puede avanzar.
—Estamos casi en otoño. El agua ya está fría.
—No se me ocurre otra cosa para hacer.
Se sacó la camisa y luego se ató a la cintura una larga soga deshilachada que encontró en el muelle.
—Cuando llegue al bote, le atamos la soga y vos te ocupás de tirar. O llamás a tu viejo para que nos saque con el auto.
—Perfecto —dijo Lagos, convencido de que era un plan imposible.
Y Ríos saltó al agua.
—¿Cómo está? —preguntó Lagos.
—Al principio parece fría. Pero después de un rato ya está helada.
Nadó apenas un par de metros sobre la superficie, porque las plantas le trababan los brazos. Los bucles verdes de las plantas se enredaban en sus tobillos como pálidas serpientes marinas. Se sumergió medio metro, hasta llegar al nivel que estaba libre de las plantas. De tanto en tanto buscaba un hueco para sacar la cabeza y tomar aire.
—¿Todo bien? —preguntaba Lagos.
Cuando sacaba la cabeza, Ríos apenas levantaba el pulgar en señal de aprobación: no quería gastar oxígeno hablando.
Cerca del bote sintió que unos filamentos se le habían enredado con firmeza en los pies. Salió a la superficie en medio de un nido de plantas. Los bulbos amarillos brillaban como si tuvieran una vela encendida en su interior. El bote estaba a cinco metros y Federica miraba al nadador cubierto de plantas con más miedo que esperanza.
—¿Te atraparon, Martín? —preguntó.
Al tener los tobillos enredados, Ríos necesitaba mantenerse a flote solo con las manos. No era un gran nadador, y pronto sintió que le faltaba el aire.
Federica se dio cuenta de que algo iba mal, y empezó a dar furiosas paladas para acercar el bote al nadador. Cuando estuvo a solo dos metros, se inclinó por la proa y le tendió el remo. Ríos alcanzó a tocar la pala con la punta de los dedos. Hizo un último esfuerzo y aferró con las dos manos el remo. Descansó un instante, ahora sin necesidad de moverse para flotar. Estaba con la respiración agitada y sentía los músculos entumecidos por el frío.
—Hola, Federica —le dijo, con un resto de voz.
Ella hizo una sonrisa gigante y le tendió los brazos para ayudarlo a subir. El bote se había inclinado peligrosamente a estribor.
—Mejor sentate, así hacés contrapeso —dijo él. Federica obedeció y él pudo subir sin dificultad.
—¿Y ahora? —preguntó ella.
Ríos le mostró que había traído consigo un cabo atado a la cintura.
—El otro extremo lo tiene tu hermano. Ahora, con ayuda de una polea o del auto de tu papá, Lagos va a tirar para sacar el bote del agua… No pongas esa cara, es un plan perfecto.
—¿Dejaste algo tan importante como el otro extremo de la soga en manos del tarado de mi hermano?
—Sí…
Federica señaló hacia la orilla. En algún momento Lagos había soltado el cabo y ahora se agarraba la cabeza.
—¿Ves?
—Bueno, parecía un plan perfecto.
—Si un plan tiene a mi hermano como parte importante, no es un plan perfecto.
Empezaba a anochecer, y un viento frío venía del Sur. Ríos, mojado, trató de no temblar. Siempre le había gustado Federica, pero nunca la había invitado a la plaza del Caballo negro, ni a tomar un helado, porque ella era más alta y eso lo intimidaba un poco. Y, ahora que por fin estaban juntos, se había puesto a temblar y le tiritaban los dientes.
—La única solución es que tratemos de remar hacia el otro extremo de la laguna.
—Nos vamos a alejar mucho del muelle.
—Pero el camino al muelle está bloqueado. Y hacia el otro lado hay menos plantas.
—Si nos quedamos solos en medio de la laguna, lejos de cualquier punto de la orilla, ¿cómo nos van a sacar?
—Tengamos confianza —dijo él, sin confianza.
Muerto de frío, se puso a remar. Las palas de los remos golpeaban los bulbos amarillos.
Lo ponía nervioso estar con Federica. Solo por darle conversación dijo:
—Leí el otro día que en una zona del Caribe hay bancos de algas que se llaman sargazos. Son tan compactos que, cuando atrapan un barco, este se queda ahí, encallado para siempre.
—Qué lindo saber eso en este momento. ¿No conocés alguna anécdota sobre gente que se quedó atrapada en botes y terminó ahogada o comida por cocodrilos?
Ríos pensó.
—No, exactamente así no. Pero me acuerdo de haber leído en el diario… —Pero se interrumpió. Lagos, desde el muelle, saltaba y gritaba.
—¡Están locos! ¡Vuelvan!
—Mi hermano piensa que el muelle va a poder aguantar sus saltos mucho tiempo. Le gustan demasiado los panqueques con dulce de leche. Yo en su lugar no confiaría tanto en esas maderas podridas.
Pero Lagos seguía saltando, pidiéndoles que regresaran, mientras Ríos remaba con todas sus fuerzas para alejarse del muelle.
Iván y Anunciación entraron en una pizzería y se sentaron junto a la ventana.
—Una pizza chica de muzzarella y hielo, por favor —le pidió ella al mozo.
—¿Para la bebida? —preguntó Iván.
—Para tu cabeza.
Tenía la frente hinchada.
Antes de llegar a los baños había un teléfono público. Iván puso una moneda en la máquina. Pero bastaba con marcar el prefijo de Zyl para oír un zumbido.
—¿Y? —preguntó Anunciación.
—Nada. Zyl sigue incomunicada. Los postes del teléfono deben haberse caído con la tormenta. Entre los rayos, los vientos y las plantas, nada queda en pie.
—Bueno, se van a salvar de tener clases.
—Igual me gusta ir a la escuela. No es lo mismo que el colegio Possum.
—¿Te va bien en las materias?
—En algunas sí… Diseño de Juegos, Dados y perinolas, Botánica Lúdica… Bueno, en Botánica Lúdica saqué diez, pero gracias a esas plantas malditas. En Instructología o Redacción de reglamentos no me va tan bien. La materia la da el profesor Darco, que se ocupa además de imprimir todos los manuales de instrucciones de la ciudad. Yo siempre me olvido de alguna regla… y los reglamentos tienen que contemplar todas las posibilidades.
Y en este juego, en este laberinto, ¿vos creés que hay un reglamento?
No sé. El laberinto es un juego tan antiguo que no tiene reglas escritas. En el Juego de la oca no podés avanzar si no tirás antes el dado, porque una regla te lo impide. Pero en el laberinto ese impedimento es físico. Si hay un reglamento, consta de una sola línea: Estás atrapado. Salí como puedas. Eso es todo. Las paredes son el reglamento.
Después de comer la pizza, empezaron a dar vueltas a la manzana. Pero no lo hacían con el paso rápido de antes, sino lentamente, con más ánimo de siesta que de exploración.
—Ojalá no hubiera comido tanto.
—Encontré algo —dijo Anunciación, pero lo que había tomado por un toro era la foto de un ciervo, en un afiche de turismo—. Ya veo toros en cualquier parte.
Llegaron a la entrada del subterráneo.
—Entre las cosas que te dieron, ¿no había una tarjeta de subte?
—Pero no hay ningún toro dibujado que nos indique que hay que bajar.
—Es cierto —dijo Anunciación.
Buscaron alrededor de la entrada del subte. Nada. Un hombre de traje y corbata subió a los saltos las escaleras. A pocos pasos lo seguía una mujer vestida de gris, que trataba de mirarse en el espejito que había sacado de la cartera.
—¿Cómo es posible que no arreglen ese caño roto? —decía el hombre—. El agua cae a baldazos en medio de la estación.
—No sé para qué fui a la peluquería —dijo la mujer—. Te aviso: con estos pelos a la cena de hoy no voy ni loca.
—Tenés que ir. Me lo prometiste. Si no vamos, mi jefe no me lo perdona.
—Te digo que no voy. Tengo agua y revoque en el pelo, Hubiéramos ido en taxi en vez de tomar el subte…
—¡No podemos tomar taxis todos los días!
—Tacaño…
—Además, tenés el pelo perfecto. —Le sacó un pedazo de revoque de detrás de la oreja—. Así está mejor.
Iván y Anunciación los vieron marcharse. Al llegar a la esquina ya se habían amigado y el hombre tomaba a su esposa de la cintura. Anunciación abrió la mochila de Iván dando un fuerte tirón.
—Podrías pedir permiso alguna vez.
Anunciación no le hizo caso y sacó el paraguas.
—Dijeron que caía agua de la estación. Para eso tenemos el paraguas.
—Pero la señal sigue sin aparecer.
Anunciación abrió el paraguas negro y lo levantó contra la luz del sol. En el paraguas se dibujaron siete puntos de luz.
—Agujeros de polillas —dijo Iván.
—No, no es eso. Estos agujeros están hechos a propósito.
—¿Para que nos mojemos?
De pronto Iván recordó una lámina que había en la biblioteca del colegio, con los dibujos de las constelaciones.
—La constelación de Tauro.
Iván recorrió los puntos con el dedo, tratando de dibujar un triángulo que sirviera de cabeza y los dos cuernos.
—Si hay algo que no se les puede reprochar a los astrólogos de la Antigüedad es la falta de imaginación —dijo su amiga.