DREAM PARK

La casa de la profesora Daimino no estaba tan invadida de malezas como la de la señora Máspero. Ríos y Lagos golpearon a la puerta, que se abrió de inmediato.

—Buen día, profesora.

La profesora lanzó un sollozo.

—¿Tan triste se pone de vernos?

—Me recuerdan a mis germinaciones. ¡Por mi culpa, toda la ciudad será destruida! ¡Ninguna maestra en la historia ha hecho tanto daño!

¿Podemos pasar?

La profesora se hizo a un lado para que entraran. Había dos sillones amarillos junto a una mesa ratona con vanos libros abiertos. Las páginas mostraban complicados diagramas. Ríos, curioso de todo, les echó una mirada disimula.

—¿Y su marido?

—En la Capital. Por su trabajo, él va y viene. Sería bueno que estuviera aquí, pero no tiene cómo llegar. Las rutas están cortadas.

Volvió a sollozar, esta vez por las rutas cortadas. Después fue a la cocina y volvió con tres tazas de té.

—¿Se van a dedicar a los juegos cuando crezcan? —les preguntó. Parecía más calmada.

—Yo quisiera fabricar juegos de madera. Los dados se me dan bastante bien —dijo Lagos.

—En esa materia te sacaste un tres —le recordó Ríos.

—¿Quién dijo que los dados tienen que ser perfectos? ¿Por qué no pueden tener un número favorito?

—¿Y vos, Ríos?

—Cuando termine el colegio, espero irme de Zyl. Estoy cansado de los juegos.

La profesora suspiró. En su suspiró quería decir algo así como «Yo también sueño con ciudades lejanas». Pero Ríos y Lagos, temerosos de que se pusiera a llorar de nuevo (nunca se sabe dónde terminan los suspiros), se apuraron a hablar:

—Tenemos dos encargos de Iván Dragó —empezó Ríos.

—¿Y por qué no vino él en persona?

—Se fue de Zyl. Está en la Capital —dijo Lagos—. Primer encargo: tenemos que decirle que usted no tiene la culpa de lo que está pasando. La destrucción de Zyl es un modo de presionar a Iván para que entre en el concurso del Club Ariadna.

—¿El Club Ariadna? ¿El de los laberintos? Pensaba que ya no existía.

—Iván recibió una invitación. Y se fue rumbo a la ciudad, sin el permiso del abuelo, para tratar de salvar a Zyl.

—¿Así que no tengo la culpa?

—Las germinaciones no tuvieron nada que ver —dijo Ríos,

—Igual, por triste que la pongan las germinaciones, las notas que nos puso así quedan, ¿no?

—Sí. Las notas no se tocan.

—Las notas no son lo importante ahora, Lagos —dijo Ríos—. Pasemos al segundo encargo. Iván quería preguntarle lo siguiente, profesora: ¿qué sabe usted de los laberintos de Madame Aracné? Nunca los mencionó en clase.

—Esas no son cosas para conversar en la escuela.

—¿Por qué no?

—Porque se trata de juegos de pura maldad.

—Pero ahora vamos a tener que conversar de eso. Porque Iván está jugando en un laberinto hecho por Madame Aracné.

—Dios mío —dijo la profesora, llevándose la mano al corazón.

—E Iván quiere saber si tienen alguna forma especial…

—…algún secreto…

—…algún truco…

La profesora se quedó pensando. Respondió levantándose el dedo índice de la mano derecha, como si diera clase.

Madame Aracné era famosa por sus laberintos vegetales.

—Como el que nos invadió.

La profesora señaló el jardín.

No, esto no es propio de ella. Esto es un caos, simplemente un caos de plantas. Los de ella eran ordenados, geométricos, terribles. Después pasó a hacer experimentos de laboratorio… Cuando Baldani visitó nuestro país, Madame Aracné lo metió en un laberinto que lo llevó a la locura y a la muerte. Como la investigación policial la señalaba a ella, desapareció. Y no se volvió a saber de Aracné. Puede estar viva, puede estar muerta.

—Y esos laberintos vegetales, ¿tenían algún truco especial, algo que le puede servir a Iván para salir?

—No lo sé. Nunca quise meterme en esos temas tan oscuros.

La profesora empezó a caminar por la sala, nerviosa. Fue hasta la ventana, corrió la cortina para que entrara más luz, pero al ver que las plantas trepaban por el vidrio volvió a cerrar.

—Aab, el fundador de la Zyl, conoció personalmente a Madame Aracné. Y sé que escribió un artículo sobre los laberintos vegetales.

—¿Él mismo se lo contó?

—No, todo fue antes de que yo naciera. ¿Qué edad creen que tengo?

No hubieran sabido decirlo. La edad de la gente no era algo que les preocupara.

—¿Cómo sabe que Aab escribió eso?

—Un profesor me lo contó. Un profesor que murió hace diez años. A Aab le preocupaba mucho la maldad en los juegos. Estaba estudiando la forma en que muchos inventores se inclinaban sin motivo alguno hacia la maldad. Como ocurrió también con Morodian, que hizo de la vida de Iván Dragó su propio juego, y que invadió el país entero con sus Juegos Profundos.

Todos se quedaron un momento en silencio al recordar a Morodian. Los terribles juegos de Morodian habían llevado a Zyl a la ruina, y habían puesto a Iván Dragó al borde de la muerte. Por suerte la Compañía de los Juegos Profundos había cerrado, y las invenciones de Morodian habían desaparecido de las grandes jugueterías. De vez en cuando se encontraba alguno en el sótano de alguna pequeña juguetería de barrio o en manos de coleccionistas. La casa familiar de Morodian seguía en medio de Zyl, vacía, con las ventanas tapiadas.

—¿Dónde pueden estar esos papeles de Aab? ¿En la biblioteca? —preguntó Ríos con temor. No quería tener que ir a hablar con la bibliotecaria Palanti, que seguía acusando a su padre por la desaparición inexplicable de su gato.

—No. Creo que están en el Museo de Zyl. ¿Por qué no le preguntan a Zelmar Canobbio? Ahí está el teléfono. —Señaló una mesita donde estaban el teléfono, de baquelita negra, y una guía telefónica—. Ah, no, cierto que no funcionan.

—No importa. Vamos ahora mismo a verlo.

La profesora los acompañó hasta la puerta.

—Si Iván entró realmente en un laberinto tejido por Madame Aracné, entonces va a necesitar de toda la ayuda que sea posible.

Y se largó a sollozar.

—Para eso estamos los amigos —dijo Lagos—. Y, con tantas distracciones que tenemos estos días, no se vaya a olvidar del diez.

Iván y Anunciación recorrían la manzana en busca de alguna señal del toro.

¿No tenés hambre? —preguntó Iván—. Yo sí.

—¿Ya? Pero si acabás de desayunar.

—La hipnosis da hambre.

Iván miró, a través del cristal de la rotisería, cómo media docena de pollos giraban en el spiedo, sin pausa.

Anunciación se interpuso entre él y los pollos.

—Todavía están crudos. Hagamos una manzana más, y entonces comemos algo.

—Pero no vamos a poder volver a este lugar.

—Habrá otros sitios donde comer en la próxima manzana.

—Está bien —dijo sin ganas—. Hasta nunca, pollos.

Iván se sentó en el escalón de la entrada de un edificio y se puso a mirar las cosas en su mochila. Habían usado la linterna, la llave, el péndulo…

—Quedan muchas manzanas por recorrer, ya que hay unas cuantas cosas sin usar.

—A lo mejor encontramos una salida secreta del laberinto y no necesitamos nada más.

—¿Y este paraguas? ¿Para qué puede servir? No hay una nube en el cielo.

—El tiempo cambia. A lo mejor los que armaron el laberinto leyeron el pronóstico en el diario y anunciaba lluvia.

A los dos se les ocurrió otra posibilidad: que el laberinto durara muchos días, y que el paraguas les hubiera sido dado para una lluvia todavía lejana. Eso se lo dijeron con los ojos, porque ninguno se animó a pronunciar palabra.

Iván metió el paraguas adentro y cerró la mochila.

—Me acuerdo que te gustaba inventar juegos —le dijo su amiga.

—Sigo haciendo juegos. Hay en Zyl una fábrica pequeña de juegos de cartón. Yo inventé para ellos El viaje al polo, Pirámide y Mundo subterráneo. Mis amigos, Ríos y Lagos, me ayudaron.

—¿Qué hay que hacer para inventar un juego?

—Primero hay que elegir un escenario. Una selva, un desierto, un circo. Puede ser un escenario chico: por ejemplo un combate de hormigas negras y rojas en una hoja. O puede ser grande: el mundo entero. O más grande, el sistema solar. En los juegos, el universo entra en una cajita.

—¿Y después?

—Casi todos los juegos muestran viajes o guerras, así que para el que empieza es mejor que se decida por uno u otro. El ajedrez, las damas, el go y toda clase de juegos con fichas negras y blancas o azules y rojas son juegos de batallas. El Juego de la oca y todos en los que hay que recorrer un itinerario lleno de trampas son juegos de viajes.

—El laberinto es un viaje —dijo Anunciación.

—Sí. No sabemos adonde vamos, pero viajamos. Aunque no me di cuenta en ese momento, tuve un punto de partida, que fue cuando comí la manzana. Y hay en alguna parte un punto de llegada, una salida.

—Pero este laberinto es una batalla también.

—No. Es un viaje, nada más. Recorro un camino, trato de avanzar con dificultad de una casilla a otra.

A Anunciación no la convencían las respuestas fáciles:

—Alguien te encerró sin avisar. Alguien te empujó a esta trampa. Aunque el enemigo esté escondido, aunque no sepamos su nombre, estamos peleando una batalla.

Iván iba a responderle que no estaba de acuerdo cuando casi se chocaron con el toro. Era un toro mecánico gigantesco. La piel era negra y brillante, y los ojos estaban hechos con piedras amarillas. El toro miraba con una mezcla de furia y maldad. Los cuernos blancos apuntaban a lo alto. Estaba en la entrada de una sala donde había videojuegos, flippers y algunos juegos mecánicos. Un camión de bomberos, unas pequeñas naves espaciales que se levantaban a poca altura del suelo, un caballito, una calesita. Ni empleados ni niños a la vista.

—Esta vez a la señal no la dejaron escondida. Es imposible no verlo —dijo Anunciación.

—Pero este toro no señala a ninguna parte. No hay ningún túnel por recorrer. Y seguro que no me hipnotizará.

—Tal vez lo veas distinto una vez que te hayas subido. A lo mejor desde arriba se ve alguna señal, alguna pista que desde abajo no llegamos a ver.

Iván se sentía un poco ridículo.

—No creo que vea nada desde allí.

—Para encontrar las pistas se necesita siempre un cambio de perspectiva.

Iván, resignado, decidió subir. Mejor eso que discutir con su amiga. Puso el pie en un estribo que colgaba a los costados y con algún esfuerzo llegó hasta la grupa del animal. Desde arriba el toro parecía aún más alto que desde abajo. Era cierto que se veían más cosas, pero ninguna que sirviera para cruzar la calle.

Una mujer llevaba la bolsa de las compras llena de frutas. Una naranja rodó por la vereda: la mujer, en lugar de buscarla, hizo apenas un gesto con la mano, como si la despidiera.

Un hombre de traje tropezó con una baldosa floja. El agua escondida le salpicó el pantalón gris. La insultó. La baldosa, indiferente.

Un cartero sacó un sobre de su bolsa de lona y se quedó mirándolo maravillado, como si viera una estampilla por primera vez.

Una nena de guardapolvo blanco y almidonado esperaba que su madre saliera de la panadería. Mientras tanto, sacó de su bolsillo el papel metalizado de un chocolate, le quitó la capa transparente y luego frotó con ella el papel contra la pared, hasta que quedó liso y brillante. Con un lápiz escribió algo en el papel (tal vez el nombre de un chico que le gustaba o un deseo secreto) y lo guardó en el bolsillo.

Iván vio todo eso, pero no vio ningún puente que le permitiera cruzar la calle.

—¿Y? —preguntó Anunciación.

—Nada. —Le dio vergüenza decir que había estado prestando atención a las cosas raras que hacía la gente. Y al fin de cuentas nadie hacía cosas más raras que él.

—¿Ningún toro?

—Solamente este.

—A ver, dejame a mí.

Iván le tendió la mano. Y Anunciación, ayudada por Iván, también se subió al toro gigantesco. Estaba completamente convencida de que ella sí iba a ver algo, pero después de un rato tuvo que aceptar:

—No veo nada.

—Te lo dije. Bajemos.

Pero entonces descubrieron que venía hacia ellos un hombre de camisa naranja y corbata verde. Sobre la corbata llevaba escrito el nombre del parque: Dream Park. Y tenía cara de estar escandalizado porque alguien hubiera subido al toro sin permiso.

—Soy el gerente de marketing, publicidad y erre erre hache hache de Dream Park.

—¿Qué quiere decir erre erre hache hache?

—Recursos humanos.

—¿Recursos humanos? —Anunciación estaba extrañada ¿Qué recursos podía haber que no fueran humanos? ¿Exraterrestres?

—Recursos humanos quiere decir que, si hay que echar a alguien en la empresa, lo echo yo. No es que me haga feliz, pero… Bueno, en algunos casos sí me hace feliz. Y como gerente de comunicaciones, les comunico que no abrimos todavía. Vuelvan más tarde. Ah, y además está prohibido subir al toro. Esto último se los digo como gerente de seguridad.

Anunciación habló de inmediato:

—Mi amigo quería jugar una sola vez.

—En este toro jugar significa caer. Pero además es imposible. Está fuera de funcionamiento.

—¿Por qué?

—No sé. No soy el gerente técnico. El gerente técnico es un infeliz que gana un treinta por ciento menos que yo.

—Pero mi amigo ya se va de la ciudad. Es su última oportunidad.

Iván no estaba seguro de querer ver cómo el toro se ponía en funcionamiento.

—Ya les dije, ni siquiera está enchufado. Desde que trabajo aquí, nadie lo usó. Además el Dream Park está cerrado. Abrimos en media hora.

Anunciación sacó un billete y se lo tendió desde arriba.

—Con esto puedo comprar varios tickets.

—Ya les dije, no funciona. —A pesar de eso, el gerente de marketing y de muchas cosas más se guardó el billete en el bolsillo—. ¿Por qué pagar por algo que no funciona?

—Pero usted ya se guardó el billete…

—Solo para que tengan el privilegio de estar allí arriba, contemplando… bueno, lo que sea que contemplen. Y de sacarse una foto, si tienen cámara.

—No tenemos. Vamos, enchúfelo, por favor.

El hombre hizo un gesto de fastidio.

—Como quieran. El cliente siempre tiene la razón.

Fue hasta la pared con el cable en la mano y lo enchufó. Al hacerlo saltó una chispa.

—¿Vieron que ni funciona…? Lo único que van a conseguir es un corto circuito…

—Además de enchufarlo, tiene que ponerle una ficha.

El gerente de marketing, publicidad y recursos humanos se acercó a la máquina. Sacó una pequeña ficha de plástico verde de su bolsillo.

—Estas son las fichas que vendemos. Y como ven, no se adaptan al mecanismo del toro. Necesita unas fichas grandes que ya no tenemos.

—¡Nosotros sí! —dijo Anunciación. Y como estaba atrás de Iván, pudo buscar en su mochila sin problemas. Sacó la gran ficha de metal, con dos ranuras.

—¿Me haría el favor de ponerla en la máquina? Así no tengo que bajar.

—Como quieran —dijo el gerente. Y puso la ficha en el aparato—. Verán que ni con ficha funciona…

Pero, apenas cayó la ficha, hubo un ruido sordo en el interior de la bestia y el toro bajó suavemente la cabeza.

—Sentí algo —dijo Iván.

—Sí, me parece que un poquito se movió —dijo su amiga.

—Pura sugestión —dijo el gerente.

El toro bajó la cabeza lentamente, como si fuera una bestia tímida y sumisa. Pero la levantó de golpe. Los chicos, sorprendidos, dieron un grito. Anunciación se agarró con fuerza de la cintura de Iván. Iván, de los cuernos del toro. Los corcoveos del animal, al principio suaves, se hicieron más bruscos.

—¡Me quiero bajar! —gritó Anunciación.

Iván hubiera estado de acuerdo. Desde que sus padres lo habían llevado a un parque de diversiones cuando tenía siete años, siempre les había tenido miedo a los juegos mecánicos. Hasta la calesita le había parecido peligrosa aquella vez. Pero ni oyó lo que decía su amiga, porque desde alguna parte del interior del animal sonaba, estridente, una canción del Oeste que lo ensordeció.

Anunciación abrazaba con tanta fuerza a Iván que este sentía que no podía respirar. En uno de los corcoveos Anunciación se soltó de Iván y quedó colgada del flanco izquierdo del toro. Sus piernas se sacudían con cada movimiento. Bastó un sacudón más para que Anunciación se soltara de Iván y cayera sentada en el piso.

Iván ni se dio cuenta que Anunciación estaba abajo. Sus manos seguían firmes en los cuernos de la bestia, mientras su cuerpo, con cada golpe, saltaba. Ahora el toro, de tanto agitarse, avanzaba por la vereda.

—¡Ayúdeme a pararlo! —le gritó al gerente de marketing.

—Ayúdelo —pidió Anunciación, que seguía sentada en el suelo.

El gerente lo miraba con desaprobación.

—Ey, vuelva aquí de inmediato. ¡Está prohibido sacar los juegos de la sala! ¡Seguridad!

Pero, como no venía nadie de seguridad, fue a desenchufar la máquina. Apenas tocó el cable, un chisporroteo lo asustó. Decidió cambiar de táctica.

—¡Policía! ¡Se roban el toro!

El toro ya estaba cruzando la calle. Un auto se detuvo con una frenada. Una moto de reparto de pizzas cayó sobre el pavimento. Iván estaba a punto de soltarse y dejarse caer cuando se le ocurrió que el toro mecánico era la única posibilidad de cruzar. ¿Pero cómo lo haría? Si bien avanzaba, era evidente que el cable no sería tan largo como para que el animal llegara, con la fuerza de sus sacudones, a la vereda de enfrente.

El cable estaba tenso. Un instante más y se desenchufaría. Como si el toro supiera que el juego estaba a punto de terminar y que era hora de dar lo mejor de sí, hizo un último corcoveo, más fuerte que los anteriores. Ya era menos toro que catapulta. Las manos resbalaron por los cuernos e Iván fue lanzado hacia la vereda de enfrente por sobre los adoquines de la calle. Chocó de frente contra un poste de luz, que alcanzó a rodear con sus brazos. Aturdido, se deslizó hacia abajo y quedó sentado a los pies del poste.

Anunciación cruzó la calle corriendo y fue hacia él. Iván logró ponerse de pie. Sobre la ceja izquierda empezaba a formarse un moretón.

—Me duele la frente —dijo él.

—A mí me duele… —había caído sentada, así que prefirió no decir qué le dolía.

Miraron al toro, ya desenchufado, que de pronto había perdido las ganas de escapar.

—¡Socorro! —gritaba el gerente de marketing y de todo—. ¡Estos delincuentes quisieron robarse el toro! ¡Policía!

Pero la policía no llegaba y la gente no lo miraba: solo tenían ojos para el toro mecánico que ocupaba la calle. Un camión que transportaba muebles frenó de golpe, pero los neumáticos resbalaron y lo embistió. El toro se derrumbó contra los adoquines. La cabeza se desprendió del cuerpo y rodó sobre el asfalto hasta llegar a los pies de Iván.

Las piedras amarillas de sus ojos parecían mirarlo con furia.