MANO VERDE

Al salir una tarde de su casa, Iván se encontró con su amigo Ríos.

—¿Vos te acordás de que en la escuela hayan mencionado el nombre de Madame Aracné, inventora de laberintos? —le preguntó Iván.

—No, no me acuerdo.

—¿Y que hayan hablado del Club Ariadna?

—Tampoco.

Iván estudiaba desde los 12 en Zyl, pero Ríos había hecho en la ciudad toda la primaria. En las clases se repasaban las vidas de todos los grandes inventores de juegos. Si Ríos nunca había oído hablar de Madame Aracné era porque los maestros preferían mantener ese nombre en secreto.

—Te acompaño a donde vayas —dijo Ríos.

—Voy a la biblioteca.

—Entonces no te acompaño.

Ríos evitaba a la bibliotecaria, la señora Palanti, desde los tiempos en que la máquina podadora de su padre había quedado sin control. La señora Palanti acusaba a su padre, el ingeniero Ríos, por la desaparición de su gato.

Iván siguió solo hasta la Biblioteca, que, como todas las cosas en Zyl, quedaba muy cerca. Era uno de los edificios más antiguos. Constaba de una construcción cuadrangular y de una torre pintada de blanco. La torre era un cilindro rematado con un techo cónico de tejas coloradas y tenía un aire a torre de cuento. El mismo Aab, el fundador de la ciudad, había puesto los primeros estantes en las paredes de la biblioteca. La parte central de la biblioteca era una gran sala, con tres mesas, y unas lámparas de bronce y tulipas verdes que echaban luz directamente sobre las páginas de los libros.

La señora Palanti era bibliotecaria desde hacía poco tiempo antes; había ocupado el puesto cuando la señora Domenech, antigua encargada del lugar, se había ido de la ciudad. Palanti no sentía ninguna afición especial por los libros, así que, cuando alguien preguntaba por un tema en particular, le respondía con una mezcla de escepticismo y desgano:

—¿Laberintos? ¿En serio te interesa ese tema tan limitado, Iván Dragó?

Si en lugar de eso hubiera preguntado por la Historia del Mundo desde el hombre de las cavernas hasta nuestros días, habría dicho más o menos lo mismo:

—¿La historia del mundo? ¿De veras te interesa ese tema tan limitado?

La señora Palanti consideraba que buscar libros en la biblioteca era tan inútil como buscar cosas en los libros.

—Hay tantas cosas por saber, que aprender una sola es como no aprender nada.

La señora Palanti detestaba que la biblioteca quedara desordenada, y eso era lo que pasaba cuando la gente leía libros. Ella pensaba que, si se quería una biblioteca verdaderamente ordenada, la lectura debería prohibirse. Pero de vez en cuando aparecía algún lector decidido a volver a su casa con un libro en las manos.

—Quiero saber algo de los laberintos de Sarima Scott —insistió Iván.

La señora Palanti consultó un fichero.

—A mí me gustaba mucho más mi trabajo anterior, en la calesita. Pero el médico me dijo: basta de trabajo al aire libre. Mucho calor en verano y mucho frío en invierno. Además, estar todo el tiempo en contacto con niños que gritan es insalubre. Si usted me hubiera visto en la calesita, con qué habilidad manejaba la sortija, pasando la pesada pera de madera apenas a milímetros de los cráneos infantiles. Siempre esquivaba esas cabecitas. —Un recuerdo ensombreció a la señora Palanti—. Bueno, casi siempre.

—Cuando vivía en la Capital, vine alguna vez a Zyl a visitar a mi abuelo. Y me acuerdo que me llevaron a la calesita. Usted vendía los boletos y manejaba la sortija. Y nunca pude sacarla.

—No me extraña. No tenés hermanos. Te voy a decir un secreto por si algún día te dedicás al negocio de las calesitas: la clave está en darle la sortija a uno de dos o de tres hermanos. Así gana una vuelta gratis, y el adulto que los acompaña se ve obligado a sacarles un boleto más a los otros. Y, si alguno vuelve a sacar la sortija, todo se repite… Eso multiplica las ganancias.

Iván admiró la capacidad comercial de la señora Palanti, aunque se sintió un poco decepcionado: la sortija, que había sido para él un emblema del azar, como los dados, ahora se revelaba como el instrumento de una calculada estrategia.

—No tuviste suerte con la sortija y ahora tampoco. Scott, Scott… No hay nada.

—¿No es posible que el libro esté en la sala de la torre?

La sala de la torre estaba siempre cerrada. Ahí estaba la biblioteca personal de Aab, los libros más antiguos sobre juegos que existían en la ciudad. Un único estante en espiral recorría la torre de abajo hacia arriba.

Como Iván insistió con la torre, la señora Palanti le dijo:

—Los libros de la torre también están catalogados aquí.

—Tal vez Sarima Scott figure como Madame Aracné.

Con un bufido la señora Palanti se puso a buscar en la A.

—Sí, aquí está. Tenemos un libro, sí —dijo con poco entusiasmo. Ahora iba a tener que llenarse las manos de polvo sacando el libro de quién sabe qué estante. Pero de pronto, la esperanza volvió a la señora Palanti—: No, lamentablemente tiene un sello rojo. Una gran cruz. Eso quiere decir que el libro fue retirado y nadie lo devolvió.

La señora Palanti suspiró con alivio. Siempre era un placer cuando alguien se iba con las manos vacías, sin desordenar nada, sin esas extrañas sortijas que son los libros.

—¿Quién lo retiró?

—El nombre no me suena como de alguien del pueblo… Elio Beltrán. Alguien que estaba de paso, seguramente.

Elio Beltrán. El ayudante que idolatraba a Sarima Scott. ¿Había robado el libro por adoración o para borrar las huellas de Madame Aracné?

Iván le agradeció a la señora Palanti y regresó a su casa.

Era la primera noche fresca en muchos días. El verano, después de días de calor, aceptaba la cercanía del otoño y dejaba que soplara un aire fresco entre los cipreses y tilos que rodeaban la laguna.

Mientras su abuelo terminaba de hacer un pedazo de carne a la parrilla en el jardín del fondo, Iván corrió a un costado las cosas que ocupaban la mesa (pomos de pintura, la paleta de madera sobre la que mezclaba los colores, los tarros de barniz) y cubrió la zona libre con un remendado mantel a cuadros blanco y azul. Luego puso una jarra blanca con forma de pingüino para el vino tinto, una botella de agua, los platos de loza, el pan.

Nicolás trató de hablar de una carrera de bicicletas que se estaba organizando para abril, de cómo habían empezado las clases y de algún otro tema, pero Iván lo interrumpió:

—Asunto Baldani, abuelo.

—¿Para qué querés saber esas historias viejas y aburridas? Hablemos del presente.

—Escondiste una invitación que era para mí y quiero terminar de entender por qué.

Nicolás empezó a cortar la carne.

—Baldani era un estudioso italiano que tenía fama de ser el gran especialista en laberintos del Renacimiento. Aseguraba haber memorizado la forma de mil doscientos laberintos, de manera que podía salir de cualquiera en la mitad del tiempo que le llevaría a un jugador entrenado. Para probar su familiaridad con el tema, aspiraba el humo de su pipa de cristal y dibujaba en el aire un laberinto.

—¿Un laberinto de humo? Eso es imposible —dijo Iván.

—Eso es lo que oí decir.

—Imposible.

—¿Para que pedís que te cuente una historia si no estás dispuesto a creer? La cosa es que, apenas Baldani llegó a la ciudad, anunció que iba a desafiar a Madame Aracné. Le sacaron fotos en los periódicos. Al italiano le encantaba salir en diarios y revistas con su bigote atusado. Y luego no se supo más de él… hasta un año después.

Nicolás Dragó hizo un largo silencio, hasta que Iván le pidió que continuara.

—Lo encontraron en una casa en medio del campo, gritando como loco mientras dibujaba diagramas en las paredes. Decía que estaba encerrado en un terrible laberinto que su enemiga había construido para él. El médico que lo atendía le explicó que estaba en medio de la llanura, que solo había algunos árboles a lo lejos, ninguna pared, pero él no quiso saber nada. «¿No ve las paredes, doctor? ¿No ve estos muros que me asfixian?». Y, cuando trataron de sacarlo de allí para llevarlo a un hospital psiquiátrico, sufrió un ataque al corazón, que lo mató. La policía buscó a Sarima Scott en el Club Ariadna, en el centro de la Capital. El lugar estaba vacío, clausurado. El Club Ariadna se había mudado al extranjero, y las huellas de Madame Aracné se perdieron. Oí decir que Sarima Scott nunca salió de la ciudad, que siguió viviendo en una gran casa bajo un nombre falso, pero nadie la encontró. A Baldani le encantaba salir en los diarios, pero a Madame Aracné no. A ella siempre le gustó el secreto.

Nicolás Dragó abrió la ventana. Se había puesto nervioso al recordar a Sarima Scott, y necesitaba aire. Iván le sirvió un vaso de agua.

—Agua no, necesito vino para hablar de esto. —El abuelo tiró el agua por la ventana y se sirvió del pingüino—. El caso Baldani marcó el final de la moda de los laberintos. Los millonarios ya no quisieron tener nada que ver con eso. Las ligustrinas que habían poblado los jardines geométricos se desmadraron, y al final les llegaron las tijeras podadoras y la hoz.

Se sirvió más carne y ensalada, y dijo con la boca llena:

—Y ahora, después de tanto tiempo, llega esta invitación. Todo lo que hay detrás del Club Ariadna es locura y terror. ¿Ves por qué te escondo la carta?

—Pero todo eso pasó hace mucho tiempo. A lo mejor las cosas cambiaron. A lo mejor los socios del club hacen laberintos de verdad, con una entrada y una salida.

—A lo mejor. Ni siquiera sé si este Club Ariadna tiene que ver con aquel, pero no quiero que sea mi único nieto el encargado de comprobar las semejanzas.

Iván no tenía intención de aceptar la invitación del Club Ariadna, pero sentía un poco de orgullo por haberla recibido. Si lo invitaban sólo a él, era porque lo consideraban especial, porque sabían que tenía habilidades con las que los demás no contaban. Era un modo de compensar la sensación de ser siempre el nuevo. Ríos y Lagos se la pasaban hablando de las cosas que habían hecho antes de que él llegara a la ciudad. La vez que el bote se hundió y llegaron nadando a la costa, en medio de una tormenta. La vez que los persiguieron las abejas. La vez que cruzaron solos el cementerio, de noche. La vez que…

—¿Te acordás, Lagos, de la vez que vimos el caballo muerto? —preguntó Ríos.

—Era un caballo negro. Estaba cubierto de escarcha.

Estaban los tres en la orilla de la laguna, tirando piedras al agua. Ríos e Iván eran más o menos de la misma altura, pero Ríos era más esmirriado, mientras que Iván era ligeramente más ancho de espaldas. Lagos, en cambio, era media cabeza más alto, rubio y corpulento. Ríos se llamaba Martín Ríos, pero lo llamaban Ríos a secas. De más chico acostumbraba a ir a todos lados con un parche en un ojo, pero ya no lo usaba. Lagos se llamaba Sebastián Lagos, pero también a él lo llamaban por el apellido. Cuando estaban juntos, la gente se refería a ellos como los acuáticos.

—¿Pueden recordar algo más reciente? —propuso Iván.

—Todas las cosas importantes pasaron hace mucho tiempo —dijo Ríos.

—Claro, desde que estoy yo nunca pasa nada.

Lagos se encogió de hombros.

Dejaron las piedras y caminaron hasta la plaza, donde había grandes piezas de ajedrez. Lagos levantó un caballo blanco que estaba caído. Pasaron por la zona de rayuelas, pintadas de brillantes colores. Les hubiera gustado subirse a las hamacas o a los toboganes, pero los ignoraron. Ya eran grandes.

—Algo más reciente… —dijo Lagos—. Ya sé: Hoy vi a un jardinero trabajando en el laberinto.

—Eso no es tan interesante como el caballo muerto —se quejó Ríos.

—A mí me interesa —dijo Iván. No le interesaba en lo más mínimo, pero era mejor que hablaran de eso que de los «viejos tiempos acuáticos».

—Seguro que es otro fracaso total —dijo Ríos.

—Parecía que se las arreglaba bastante bien. No como cuando tu padre inventó la máquina podadora del laberinto…

Ríos miró a Lagos con furia. Iván secretamente se alegró de que sus amigos se pelearan, aunque fuera por un segundo.

La máquina podadora del laberinto, inventada por el ingeniero Ríos, no había dejado marcas notables en el laberinto, excepto algunas ramas rotas y unas hojas caídas. En cambio había dejado en Zyl abundantes señales de su paso. Porque el señor Ríos se había caído de la cabina y la máquina había quedado fuera de control. Escapó del laberinto para atravesar Zyl, poniendo en peligro todo lo que encontraba en su camino. Había destruido un cantero, había acabado con las rosas de la plaza, había partido una fuente y había terminado por hundirse en la laguna. En algún momento de esa sucesión de catástrofes la señora Palanti perdió a su gato.

—Pero la máquina de papá no tuvo nada que ver con la desaparición del gato —dijo Ríos, anticipándose a cualquier posible comentario—. Los gatos siempre se van por ahí.

—Pero vuelven —dijo Lagos.

Los tres amigos eran aficionados a las novedades, por sencillas que estas fueran, así que caminaron hasta el laberinto para ver quién era el nuevo jardinero. En la entrada del laberinto estaba estacionado un pequeño camión de color verde. En letras azules decía:

MANO VERDE. SERVICIOS INTEGRALES DE JARDINERÍA.

El jardinero no estaba a la vista, pero se lo oía serruchar y también silbar.

Siguieron desde afuera los pasos del jardinero. No le veían la cara porque la tapaba la pared de plantas, pero el rastrillo y las grandes tijeras de podar se levantaban como títeres frenéticos por encima de la cerca. Cuando salió del laberinto vieron que era un hombre alto y de grandes bigotes. Tenía el sombrero inclinado hacia delante, y unos anteojos negros, de manera que era difícil adivinarle la edad. Llevaba en las manos unos guantes de cuero sucios de tierra. Vestía un traje verde cuya tela simulaba un tejido de hojas, algunas más verdes, otras más claras. La corbata amarilla estaba hecha de pétalos de girasol.

El jardinero se quedó inmóvil al descubrir a los tres amigos.

—¿Espiando? ¿Quieren robarme mis secretos?

—No, señor.

—Mejor así —dijo el jardinero, mientras cerraba y abría sus tijeras gigantes—. Porque la jardinería tiene sus secretos. Hay que saber cuándo cortar, dónde cortar. ¡Hay que saber diferenciar dedos de niños de tallos de plantas! Eso es algo que yo no aprendí del todo.

Los chicos retrocedieron un paso, asustados. Pero afortunadamente una vecina apareció de pronto. Ríos y Lagos la conocían, pero Iván no. Era la señora Máspero, maestra jubilada y viuda del jefe de estación. Tenía la cara redonda, las mejillas encendidas, y nunca salía a la calle sin maquillar. De joven había sido una maestra bastante severa, pero los años la habían suavizado. Ella tenía un jardín que cuidaba mucho. Salvo hacer las compras y encargarse de sus plantas, no tenía otra ocupación.

—¡Señor jardinero! Soy la vecina de la casa de al lado.

—Claro. La dueña de esas… plantas, por llamarlas de alguna manera. ¿Por qué no saca todo y pone unas flores de plástico? Se nota que usted no tiene mano verde.

—¿Mano verde?

—Es una manera de decir, mi querida señora. Los jardineros llamamos «mano verde» a aquellos que tienen una singular habilidad con las plantas.

—Una forma de decir.

—Algunos vamos más allá de la metáfora.

Se sacó el guante de la mano derecha y mostró que tenía una mano verde de verdad. Las uñas, blancas y afiladas, resaltaban como piezas de nácar contra el verde de la piel, como la garra de un lagarto.

La señora Máspero se quedó muy impresionada. El jardinero volvió a ponerse el guante.

—¿No podría venderme alguna semillita para mi jardín? —preguntó la mujer.

Mano Verde no dijo nada, pero fue hasta la parte de atrás de su camión y abrió la puerta. Iván, Ríos y Lagos se asomaron a ver qué había adentro. El interior del camioncito tenía estantes, y en cada estante había frascos de vidrio con semillas. Había semillas de todas clases y tamaños: algunas grandes como carozos de palta, otras pequeñas como las de la uva. Semillas negras y blancas, rojas, azules y amarillas. El jardinero fue tomando un poco de cada frasco y al final puso un puñado en la mano de la señora Máspero.

—¿Le puedo preguntar qué plantas son? —preguntó ella.

—No quiero aburrirla con nombres en latín. ¿Es usted profesora de latín?

—No, soy maestra de cuatro grado, jubilada.

—Entonces olvídese de esos nombres complicados que no le dirán nada.

—¿Y no tienen un nombre vulgar?

—Debemos rechazar siempre todo lo vulgar. Yo escucho la palabra jazmín y me deprimo. En cambio la expresión Jasminum officmale es una música en mis oídos. Y hablando de cosas vulgares… Ustedes tres, ¿qué miran? ¿Acaso necesitan semillas para una germinación?

—¡Germinaciones! —dijo Ríos—. Me había olvidado.

—Yo también —dijo Iván.

—Yo siempre me olvido de todo. Esperaba que ustedes dos me hicieran acordar —reprochó Lagos. De los tres, era el que sacaba siempre peores notas.

La educación de Zyl no tenía nada que ver con la del resto de las escuelas, pero solo en una cosa se parecía: también a sus alumnos se les pedían germinaciones. La que pedía las germinaciones era la profesora Daimino, de la materia Botánica Lúdica. Era una profesora bajita, de lentes, que tenía la misión de recordarles qué lugar importante ocupan las plantas en los juegos: así les explicaba por qué había tréboles en las cartas francesas, bastos en los naipes españoles, por qué el Juego de la oca abundaba en escenas campestres.

«Además, recuerden que en todo juego el bosque es el lugar de los peligros», decía la profesora.

Daimino había pedido las germinaciones hacía ya una semana, y tenían que entregarlas el lunes, pero se habían olvidado por completo. Se podía estudiar la madrugada antes de un examen, pero no se podía hacer crecer una planta de porotos a último minuto.

El jardinero no les dio tiempo a pensar y les llenó los bolsillos de semillas. Después abrió un frasco donde había una sola semilla y se la dio a Iván.

Mano Verde le susurró al oído:

—Que no se mezcle con las demás. Esta es especial.

Iván se quedó confundido. ¿El jardinero lo conocía? ¿Sabía algo de su historia? Ríos y Lagos, que no habían oído nada, le agradecieron. Mano Verde les sonrió con una sonrisa tan falsa que daba la impresión de que estaba pegada a su cara como una calcomanía.

—Plántenlas como saben hacerlo. El frasco de vidrio, el algodón, el papel secante. Y agua, sin exagerar.

—Pero… —empezó Lagos.

—No hagan preguntas. Para hacer una germinación no hace falta ser Einstein.

—Pero estamos en sábado. Y para el lunes no habrán germinado —dijo Ríos.

—Y nos van a poner un cero —exageró Lagos. En realidad en el colegio de Zyl nunca le ponían un cero a nadie.

—Si hacen todo con cuidado, mañana mismo tendrán un pequeño brote.

El jardinero empezó a guardar sus herramientas en el camioncito.

—¿Ya se va? —quiso saber la señora Máspero.

—Me voy a la plaza del pueblo, a vender mis semillas. Quiero que Zyl sea no solo famosa por sus juegos, sino también por sus jardines.

La señora Máspero lo detuvo para una última pregunta:

—¿Cree que hago bien en hablarles a mis plantas?

Mano Verde subió a su camión y le dijo desde la ventanilla:

—Depende de lo que les diga. No las canse con lugares comunes y nunca use un lenguaje inadecuado. He visto rosas blancas volverse rojas al oír una mala palabra.

—¡Pero yo nunca digo malas palabras! —se defendió la señora Máspero.

Pero el jardinero ya se iba rumbo al centro de Zyl.