EL MENSAJE COMPLETO

El día que terminó la tormenta, Iván se levantó a las siete para ir a la escuela. Su abuelo siempre lo esperaba en la cocina y desayunaba con él, pero ese día no estaba. Acababa de irse: de la tetera todavía subía un hilo de vapor. A lo mejor había ido al almacén de ramos generales a ver si le habían conseguido nuevas pinturas para sus rompecabezas.

Iván descubrió que la planta no estaba.

¿Qué podía decir el mensaje para que su abuelo hubiera tomado la decisión de arrancar la planta, prodigiosa como era? Su primer impulso fue ir a buscarlo, pero cambió de idea. Le costaría mucho sacarle a su abuelo una palabra.

Iván había observado que a veces, al escribir algo en un block, por más que se arranque la página escrita, la fuerza del lápiz deja sus huellas en la hoja de abajo y permite así que uno lea el mensaje. Con la planta había ocurrido algo parecido. El vapor del agua para el té que su abuelo se había preparado no había desaparecido del todo. El vidrio estaba todavía empañado, excepto en aquellos lugares donde la planta había extendido su mensaje. Su abuelo había arrancado el tallo, pero la delicada escritura continuaba en la página del cristal. Iván se apuró a leerla, antes de que el trazo desapareciera por completo. Decía:

Ivan a menos que aceptes la invitación Zyl se convertirá en laberinto para siempre.

Puso a calentar la leche en un jarro enlozado y se preparó una taza de chocolate. Después se guardó unas galletitas en el bolsillo, para el recreo de las diez, cuando siempre le daba hambre. Muchas ideas se arremolinaban en su cabeza, pero la mañana temprano no es buen momento para pensar.

Mientras iba para el colegio empezó a ver cómo Zyl había cambiado. En la plaza las malezas cubrían los juegos. Los caballos y unicornios de la calesita apenas asomaban por sobre el follaje. En los jardines, los vecinos luchaban con las plantas. Algunos usaban machetes y otros, cuchillos de cocina. El camión que se encargaba de llevar las cajas con yoyós a la Capital estaba con el capot abierto, y el encargado del transporte miraba perplejo el motor ahora cubierto por una red de tallos negros. De la boca de los dos buzones de correo que existían en Zyl colgaban unas plantas espinosas que habían perforado todas las cartas.

Iván encontró a Ríos en el camino. Su amigo le señaló las plantas que los rodeaban.

—Obra de nuestro amigo Mano Verde.

—Todo esto pasa por mi culpa. Si yo voy a ese concurso, esto acabará.

—¿Cómo sabés?

Iván le contó que había leído el mensaje completo.

—Son unas pocas plantas —dijo Ríos—. No le hacen mal a nadie. A la gente le viene bien hacer algo distinto. Es como un día feriado.

—No le veo nada de feriado. Todos están trabajando desde el amanecer.

—Pero cambia la rutina. La gente hace algo nuevo. En algunas ciudades nieva. Nosotros no tenemos nieve, no tenemos nada que nos saque de la rutina, excepto estas plantas salvajes.

—Estas plantas que van a destruir todo.

—Nada que no se pueda solucionar con un par de tijeras de podar.

Cuando pasaron por el almacén de ramos generales 111 Griego, uno de los negocios más antiguos de Zyl, vieron en la puerta, escrito en una pizarra:

No hay más tijeras de podar. NO INSISTA.

A los chicos de Zyl, como a los chicos de cualquier otro lado del mundo, les encantaba la alteración de la rutina, por cualquier motivo que fuese. Así que recibieron la invasión de las plantas como una fiesta. Cuando se reunieron en el patio, el director aplaudió tres veces para hacer silencio y explicó:

—Hoy no va a ser un día común.

Eso era algo bastante evidente, ya que mientras hablaba el director trataba de apartar una especie de liana que colgaba de una ventana del primer piso y que insistía en enroscarse alrededor de su cuello.

—Nos vamos a organizar en grupos. Cada equipo estará a cargo de un profesor. El que no haya traído tijera que arranque las malezas con las manos.

Los profesores organizaron grupos de diez o doce chicos de diferentes edades. Cada equipo se dedicó a un área distinta. Había que despejar el patio, el comedor, la terraza, y, lo más difícil, las malezas que ya crecían entre las tablas oscuras del piso.

A Iván, Ríos y Lagos, junto a sus otros compañeros de primer año, les tocó estar a las órdenes del profesor Alberti, de la materia Juegos de guerra, tan entusiasmado que parecía un general de un ejército. En las clases se concentraba tanto en mover soldaditos por planicies y montañas de papel maché que a menudo se olvidaba de sus alumnos:

«Yo me siento muy identificado con Napoleón Bonaparte», decía «Somos del mismo signo».

Ahora por fin se presentaba algo parecido a una batalla de verdad. Arreaba a los alumnos:

—Vamos, mis soldados. Defiendan esas baldosas. Saquen al enemigo de sus guaridas. Uno detectar, dos apresar, tres arrancar.

Durante un rato fue divertido, pero después empezaron a sentir cansancio y hambre. A las diez, con las manos sucias de tierra, comieron las galletitas y los sándwiches de la merienda. Cuando ocurre un hecho extraordinario, nadie se acuerda de lavarse las manos.

Al mediodía la tarea estaba casi concluida. La profesora Tremanti, una de las más antiguas y queridas del colegio, hizo un gran trabajo con el patio, en cuyas paredes las plantas trataban de levantar las baldosas rojas del piso. Especialista en mensajes secretos, miraba preocupada el avance de las plantas.

«Todo esto parece un mensaje secreto enviado por alguien», decía a quien quisiera escucharla.

El mismo director, Reinaldo Zenia, se dedicó a limpiar la terraza. A la que no se veía por ninguna parte era a la profesora de Botánica Lúdica.

—¿Y la profesora Daimino? —preguntó Iván al director.

—Está muy deprimida, la pobre. Se echa la culpa de todo. Cree que fueron sus germinaciones las que empezaron esto.

—¡Eso es ridículo!

—Hágaselo entender a ella. Yo no pude.

A la tarde en toda la escuela solamente quedaban algunos pocos manojos de plantas. El director los reunió a todos (a los de primaria y a los de la secundaria, que eran muy pocos) en el patio y dijo que la operación desmalezamiento había sido un éxito. Todos aplaudieron.

Ese día a las siete de la tarde, a la caída del sol, todos los habitantes de Zyl estaban agotados y sucios de tierra de la cabeza a los pies. Los vecinos habían logrado que la calesita, que había amanecido con el suelo perforado por gruesas raíces, volviera a funcionar. Con todas las luces encendidas, la calesita continuaría girando toda la noche. La plaza estaba intransitable, y las plantas cubrían por completo los juegos, pero los miembros de la Asociación Amigos de la Plaza aseguraron que al día siguiente se encargarían de despejar el tobogán y las hamacas.

Zelmar Canobbio había luchado con unas viejas tijeras de podar y una pala contra las enredaderas que querían entrar en el museo y desarmar el rompecabezas que representaba el plano de la ciudad. Terminado el trabajo, había caído dormido en uno de los sillones de la entrada. Allí siguió hasta bien entrada la mañana del día siguiente.

El señor Negro aseguraba a los gritos que las plantas que cubrían el frente de su negocio habían sido enviadas por el señor Blanco. Patricio Ocanto, el dueño de la fábrica de Juegos de la Oca, tuvo que ir a convencerlo de que a todos les pasaba lo mismo. Pero a pesar de las peleas y los inconvenientes todos sintieron que habían triunfado sobre una invasión de la que no quedaban más que las últimas malezas. Todos se bañaron, comieron algo y se fueron a dormir. Estaban tan agotados que nadie escuchó los despertadores ni los gallos (había tres gallos en Zyl, uno de ellos atrasaba media hora el anuncio del amanecer). Las madres no despertaron a sus hijos. Nicolás Dragó no despertó a su nieto. La parroquia del pueblo no hizo sonar las campanas, porque el sacristán se quedó dormido. Si hubieran tenido un sueño más liviano, habrían escuchado el ruido de las plantas al crecer. Era como un susurro, como un mueble que cruje de puro viejo, como el deslizarse de una serpiente.

Despertaron casi al mediodía, en medio de una selva.