EL UNIFORME DE GORZ

Cuando Ríos y Lagos fueron a buscar a Iván, este salió con la mochila que llevaba al colegio todos los días. Era una mochila fuerte, de lona verde.

—Hoy no hay escuela —dijo Ríos—. Es feriado.

—¿Por las plantas?

—Por las plantas… y el fin del mundo.

—Si estas plantas hacen que no vayamos a la escuela, no pueden ser tan malas —dijo Lagos.

—Esta mochila no es para la escuela —dijo enigmáticamente Iván—. Vengan conmigo.

Decidido, empezó a caminar rumbo a la estación.

—¿Adonde vas? —preguntó Lagos—. ¿Al laberinto?

—A otro laberinto. Me voy a la ciudad.

—¿Y qué dice tu abuelo?

—No sabe nada.

Ríos y Lagos eran muy audaces, pero irse de Zyl sin permiso superaba todas sus hazañas.

—¿Estás seguro? —preguntó Ríos—. ¿No es mejor que tu abuelo vaya con vos?

—Mi abuelo nunca me dejaría ir. Vamos, si quieren acompañarme hasta la estación, apúrense.

Los amigos intentaron pasos más veloces. No era fácil: tropezaban con las raíces y las ramas les arañaban la cara.

—¿Por qué tanto apuro? —dijo Lagos, al que no le gustaba apurarse y menos con obstáculos—. Hay un tren ahora y otro en un rato.

Pero Iván no compartía esa idea:

—Este tren será el último por mucho tiempo. Miren las vías.

Entre los durmientes crecían plantas oscuras que trepaban hasta el andén. El piso estaba alfombrado de hojas. Una enredadera se trenzaba y destrenzaba alrededor del cartel de Zyl (al que le faltaba la Z) como si quisiera reemplazar con hojas la letra ausente.

El andén estaba desierto, pero al ver a los amigos, el señor Gorz salió de su oficina. Gorz era el jefe de la estación desde hacía cinco años, cuando murió el marido de la señora Máspero. Aunque era joven, estaba educado a la vieja usanza, y era famoso por conservar su uniforme impecable. Sus zapatos de charol lucían siempre recién lustrados. Jamás había aparecido en la estación sin afeitar o sin peinar. Los trenes se retrasaban, los viajes se cancelaban, los vagones lucían destartalados, pero él se esforzaba en conservar en buen estado su uniforme, como si su aspecto pudiera poner un poco de orden en un sistema de transportes que empeoraba día a día. Pero hoy no tenía el mismo aspecto de siempre…

—¿Qué le pasó, señor Gorz? —preguntó Iván—. ¿Se siente bien?

El señor Gorz se pasó la mano por la cara sin afeitar.

—No pude afeitarme. ¡Es que una planta negra me tapó el espejo!

—Y su uniforme… —dijo Ríos.

Gorz miró desconsolado su ropa. Había desgarrones aquí y allá. Conservaba solo uno de los botones dorados.

—Voy a zurcirlo cuando tenga un minuto libre. Pero antes voy a acabar con esas malditas plantas. Los que vivimos cerca del laberinto estamos en serios problemas. Espero que en el centro de Zyl no pase nada de esto.

—En todas partes pasa lo mismo —dijo Lagos.

—¿En el colegio también? ¿Es por eso que no están en clase?

Empezaron a explicarle, pero en eso sonó la chicharra que anunciaba la cercanía del tren. El señor Gorz fue al puesto de controles. Iván se dirigió a sus amigos:

—Necesito que hagan algo por mí. Tienen que buscar a la profesora Daimino y convencerla de que ella no tuvo la culpa, de que esto ha sido hecho por…

—Por Mano Verde…

—Por Mano Verde o por un poder desconocido que está detrás del jardinero. Pero tienen que pedirle algo para mí: que me explique cómo son los laberintos vegetales, especialmente los laberintos que preparaba Madame Aracné. Ella debe haberlos estudiado. Necesito saber si había un patrón, una táctica secreta, un truco… algo que me permita salir.

—Ahora mismo vamos a la biblioteca.

—La biblioteca no. Ya probé y no hay nada. El único libro que hablaba de ella se lo robaron hace años. Vayan con Daimino.

—Tal vez la profesora pueda hacernos un plano o explicarnos la salida —dijo Ríos—. ¿Pero cómo vamos a hacértelo llegar? No hay teléfonos. No hay correo. Tampoco sabemos dónde vas a estar.

—Ustedes busquen. Yo los llamo. O busquen en la guía de teléfonos el Hotel del Manzano. Se supone que voy a estar allí.

—Estamos sin línea. Los postes de teléfono se cayeron.

—La tormenta ya pasó. A lo mejor hoy mismo reparan los teléfonos —dijo Iván, pero no estaba muy convencido. La última vez que se habían quedado sin teléfono, habían tardado tres meses en arreglarlo.

El tren llegó a la estación con un ruido a metales viejos. Las ruedas cortaron los tallos de las plantas que crecían en las vías. Iván subió de un salto. El vagón estaba vacío. Desde la ventanilla saludó a sus amigos, que lo miraban serios.

«A lo mejor me esperan peligros y aventuras. Pero no tendré a nadie con quien recordar esas cosas. En cambio ellos están juntos, y van a volver a decir: ¿Te acordás cuando las plantas invadieron la ciudad? ¿Te acordás de todo lo que hicimos, mientras Iván no estaba?».

Iván se sentía un poco triste. ¿Por qué tenía que irse justo cuando empezaba la aventura? Pero habló con firmeza, no quería que sus amigos se dieran cuenta de cómo se sentía:

—Averigüen todo lo que puedan de Madame Aracné.

En el Museo de Zyl se habían reunido los profesores del colegio, los señores Negro y Blanco, la bibliotecaria Palanti, el dueño de la fábrica de yoyós, algunos miembros de los Amigos de la Plaza, la comisión directiva del Club Atlético Zyl… Zelmar Canobbio estaba contento de poder anotar tantos visitantes en su cuaderno de visitas.

—Al que no veo es al señor Ríos —dijo Reinaldo Zenia, el director del colegio.

—Es que no le hemos avisado —dijo Canobbio.

—Lástima. El tiene un gran invento que…

—Justo por eso no le avisamos. Temíamos que se le ocurriera algo para solucionar el problema.

—Hay remedios que son peores que la enfermedad —se oyó la voz del alto señor Blanco, desde el fondo.

Nicolás Dragó empezó a defender al inventor, pero entonces lo interrumpió la bibliotecaria:

—Mi gato desapareció el día que puso en funcionamiento su máquina podadora…

Hubo un murmullo. Todos se acordaron del episodio, pero prefirieron cambiar de tema.

—La profesora Daimino se culpa de este desastre, porque pidió unas germinaciones… —dijo Reinaldo Zenia.

Zelmar Canobbio elevó las manos al cielo, como implorando perdón. Y dijo, dramáticamente:

—Si alguien tiene la culpa, soy yo. Yo dejé que este jardinero se ocupara del laberinto. Y ahora todo es laberinto.

Nicolás Dragó puso una mano en el hombro de su amigo.

—No, Zelmar, ninguno de nosotros tiene la culpa. Alguien ha atacado nuestra ciudad con un fin preciso: hacer que mi nieto participe en un concurso de laberintos.

Hubo un murmullo de extrañeza.

—¿Y va a ir? —preguntó el director del colegio.

—No. Yo… lo engañé. Destruí el mensaje. No quiero que se entere de que todo esto es por él. Ustedes saben cómo es. Si supiera, iría corriendo a la Capital, a enfrentar quién sabe qué peligros.

—Debería mandarlo —dijo el señor Blanco—. Tal vez nos salve.

—¿Quiere que mande a un niño de trece años a un peligro así? —se escandalizó Nicolás Dragó—. La invitación la hizo el Club Ariadna. Y usted ha trabajado siempre en juegos y sabe bien lo que eso significa.

—¿El Club Ariadna? —preguntó Blanco, como si oyera el nombre por primera vez.

—El Club de Madame Aracné —aclaró Nicolás Dragó.

Hubo un murmullo de temor entre los mayores. Los más jóvenes, en cambio, nunca habían oído hablar de la constructora de laberintos.

—¿Qué monstruo sería capaz de proponer semejante estupidez, que mandemos a un niño a las garras de Aracné? —preguntó el señor Negro. Exageraba su indignación sólo por hacer quedar mal a Blanco.

Nicolás Dragó habló con tanta gravedad que todos hicieron silencio:

—En la leyenda del laberinto de Creta se dice que todos los años se entregaban jóvenes al Minotauro, para salvar la ciudad. Pero yo no voy a entregar a mi nieto al laberinto, y quiero que todos lo sepan desde ya. Estos días lo tendré muy vigilado. Vamos a solucionar este problema de las plantas nosotros mismos.

Zelmar Canobbio lo apoyó:

—Tuvimos años en los que parecía que nada quedaría de Zyl. Los negocios cerraban. La escuela casi no tenía alumnos. En cada calle se veían casas abandonadas. El viento levantaba polvo en las calles vacías. Pudimos con eso. Vamos a poder con las plantas ahora.

Y todos aplaudieron sus palabras. Pero los aplausos se interrumpieron de pronto, porque en ese momento había entrado en el museo el señor Gorz, jefe de estación. Hubo un momento de silencio: todos tenían los ojos clavados en el estropicio que era su uniforme. Si hubiera entrado disfrazado de torero, no habría provocado un efecto mayor.

Gorz era el emblema de la puntualidad, de la pulcritud. Si él estaba en ese estado, ¿qué podía esperarse del resto de los mortales?

—¿Me perdí de algo? —preguntó el recién llegado.

—¿No debería estar en la estación? —preguntó el director del museo—. ¿Qué pasa si justo llega un tren…?

—No hace falta. No habrá ningún otro tren por hoy ni tampoco mañana. —Se sacó la gorra. Su cabello, siempre corto y engominado, hoy parecía terreno propicio para que anidaran gorriones—. El último tren acaba de partir. El ramal Zyl acaba de ser cancelado por abundancia de plantas en las vías.

—Eso no nos afecta —dijo la señora Palanti—. Tal como están las cosas, nadie va a querer venir a Zyl.

—Ni nadie va a querer irse —dijo el Griego, dueño del almacén de ramos generales—. Es un peligro dejar la casa en estas circunstancias.

—En el último tren que salió rumbo a la Capital había un solo pasajero. —La mano de Gorz se levantó en el aire y fue buscando a quién señalar. Hubo un momento de suspenso. El dedo índice se detuvo en Nicolás Dragó—. Su nieto, Iván.

Nicolás Dragó se agarró la cabeza y se sentó abatido en una silla. Todos empezaron a ofrecerse para ir al rescate, pero la ruta estaba cortada y el tren cancelado. Iván estaba librado a su suerte.

—Pudo con Morodian —dijo Reinaldo Zenia—. Seguro que puede con Madame Aracné.

El señor Blanco y el señor Negro se habían puesto a discutir entre ellos y ahora empezaban a empujarse.

Canobbio alzó la voz:

—Al menos ustedes, en la escuela, le habrán enseñado con qué se tiene que enfrentar. Lo habrán entrenado en las técnicas de Sarima Scott.

—En realidad no —dijo Zenia—. Madame Aracné es un tema prohibido en la escuela. Les enseñamos los juegos del día, no los de la noche.

En todos los países, en todas las sociedades, la gente protesta por el estado de la educación. Zyl no era la excepción: se oyeron voces en contra del plan de estudios de la ciudad. Mientras tanto, el alto señor Blanco perseguía al pequeño señor Negro por el fondo de la sala.

El director del museo trató de calmar los ánimos:

—Voy a preparar café y té. ¿Alguien lo quiere de hierbas?

—¡Nooo! —respondieron todos a la vez.