EL CAMINO DEL FUEGO

Había algo en lo que el señor Ríos debería ponerse a trabajar algún día: el temblor que sacudía la máquina. Era una vibración tan fuerte que sentía cómo chirriaban los dientes. Las manos saltaban sobre el volante. Pero había una cosa más: faltaba el cinturón de seguridad. Lo había dejado para lo último (a los inventores de alma, las medidas de seguridad siempre les parecen lo más aburrido de inventar). Cuando la máquina, al embestir unas malezas, chocó contra algo duro, el señor Ríos se clavó el volante contra las costillas y luego cayó de la máquina.

Lo mismo había ocurrido en su primer intento, más de un año atrás, cuando se había ofrecido a podar el laberinto. Aquella vez el aparato había seguido sin control hasta la laguna. El ingeniero Ríos no estaba dispuesto a que ocurriera un accidente como aquel, que tanto había contribuido a que lo consideraran un inventor fracasado, un loco, un asesino de gatos. Así que apenas rodó por el pasto, se puso de pie para dar alcance a su invento.

La señora Palanti había salido para ver de cerca que el maligno milagro había vuelto a ocurrir. Cuando chocó contra el Pozo de las Piezas Perdidas, la máquina giró dos veces sobre sí misma, y las cuchillas insaciables quedaron apuntando a la señora Palanti. Sin conductor, la máquina infernal avanzó hacia ella, en medio de una lluvia de fibras vegetales.

—Esto no puede estar ocurriendo —se dijo la señora Palanti—. Debe ser un sueño. ¿Cómo es posible que con tanto ruido todavía no me haya despertado?

Mientras tanto, el señor Ríos corría tras la máquina, y los dos chicos corrían hacia el señor Ríos. Todos pensaban lo mismo:

—Que Palanti se corra, que se esconda, que desaparezca…

Pero la señora Palanti seguía firme y aturdida. Como si se hubiera dado cuenta del peligro, su propio sombrero voló de su cabeza.

El ingeniero Ríos iba de vez en cuando a correr alrededor de la laguna. Y gracias a eso estaba en buen estado físico. Así que consiguió ponerse a la par de la máquina y estiró la mano hasta alcanzar la llave. La máquina se detuvo a medio metro de la señora Palanti, que parecía convertida en una estatua. El señor Ríos se deshizo en disculpas, le ofreció acompañarla a la casa. Pero la señora Palanti no respondió. Ahora pertenecía al reino mineral. Su brazo inmóvil sostenía la pera de madera de la calesita.

El señor Ríos pensó que lo hacía en gesto de amistad. Tomó la sortija y con un leve tirón la arrancó. Tampoco esto sacó a la señora Palanti de su éxtasis.

—Me quedo con la sortija de recuerdo —dijo el señor Ríos, y volvió a su máquina.

Pero su hijo y Lagos ya no le prestaban atención ni a la máquina ni a la señora Palanti. Ahora que la máquina ya no los aturdía, se concentraron en unas voces.

—¡Socorro! —se oía desde abajo.

—El Pozo de las Piezas Perdidas —le dijo Martín Ríos a Lagos—. Contra eso chocó la máquina.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó su amigo, asomándose a la oscuridad.

—Somos Blanco y Negro. ¡Sáquennos, por favor!

El señor Ríos se había acercado con una linterna. Iluminó hacia abajo.

—¿Cómo llegaron hasta ahí?

—Cayendo. El método más rápido cuando uno quiere ir hacia abajo —dijo Negro.

—Nos atacó un tigre —aclaró Blanco.

—¿Un tigre? —preguntó Negro.

—Si decimos que fue un puma, vamos a quedar en ridículo —le dijo Blanco por lo bajo.

—¿De dónde puede haber salido un tigre? —quiso saber el señor Ríos.

—El zoológico provincial no está lejos. Leí en el diario que hubo una fuga de fieras el fin de semana. Y al menos una se refugió en la selva que es Zyl.

El ingeniero Ríos se asomó al pozo.

—Blanco, usted es un mentiroso, y además siempre se burló de mi máquina podadora. Pero gracias a mi máquina lo voy a sacar.

—¿Resucitó la máquina podadora? No, gracias, prefiero permanecer acá. Estoy haciendo el censo de las piezas perdidas.

Voy por la tres mil diecisiete. Además tengo a Negro que me hace compañía.

—Yo sí quiero salir —gritó Negro.

La máquina podadora contaba con un pequeño compartimiento trasero donde había guantes, una sierra, un traje de agua anaranjado, un martillo, la linterna que había servido para iluminar el pozo, y una larga y resistente cuerda. El señor Ríos ató la cuerda al chasis de la máquina podadora y arrojó el otro cabo a las profundidades.

—¡Uno por vez!

El ingeniero puso en marcha el motor. Avanzó con la máquina a la velocidad más baja posible y así empezó a izar al señor Negro. Como al subir se raspaba contra las paredes del pozo, Negro quedó un poco maltrecho, pero feliz de haber salido.

Después le llegó el turno a Blanco.

A diferencia de Negro, bajito y esmirriado, Blanco era alto y corpulento. Pesaba exactamente el doble que Negro. El motor de la máquina podadora ya no sonaba poderoso y triunfal: sonaba como alguien que pide primero paciencia, luego socorro y finalmente piedad. Al cabo, las manos del señor Blanco aparecieron en la superficie y se aferraron al borde del viejo aljibe. Entre Lagos y Ríos lo ayudaron a salir.

—Cuando todo vuelva a la normalidad, dígale a la gente del pueblo que lo salvó la máquina podadora de Ríos.

Blanco, agotado, tendido en el pasto boca arriba, contestó con un gemido.

—¿Quieren acompañarnos? —ofreció Lagos—. Vamos al laberinto.

Por primera vez, Negro y Blanco estuvieron de acuerdo en algo:

—Jóvenes, creo que no estamos en condiciones de ir a ninguna parte.

Ríos y Lagos se encolumnaron detrás de la podadora y partieron rumbo al laberinto. Blanco y Negro quedaron tirados sobre la hierba, oyendo cómo el rumor del motor se perdía a lo lejos.

—Mire —dijo Negro—. Es la señora Palanti.

Seguía de piedra, mirando hacia lo lejos.

—Es un consuelo: alguien que está peor que nosotros.

Le ofrecieron agua. Le ofrecieron acompañarla a su casa. La señora no respondió.

—Bueno, no quedará otro remedio que dejarla aquí —dijo el señor Negro, con un poco de lástima—. Espero que esta noche no llueva.

Le pusieron el sombrero y la dejaron ahí, con la pera de madera en la mano, como si tuviera frente a ella una calesita invisible. Y se alejaron del Pozo de las Piezas Perdidas.

Las ciudades cambian de noche, como si alguien hiciera un resumen y fuera tachando todo lo que no es imprescindible para ilustrar la palabra «ciudad»: las personas que caminan por la calle, los automóviles, los camiones con frutas o verduras, las letras de los carteles. Los edificios se convierten en altas torres de cuentos antiguos. Las estatuas, en las plazas vacías de niños, parecen a punto de dejar sus incómodos pedestales de mármol o granito, y echar a caminar o a cabalgar, por senderos de polvo de ladrillo. Los semáforos se quedan sin autos a quienes gobernar y disparan sus señales verdes, rojas y amarillas a la nada. Cuanto más oscura es la noche, más clara la geometría. Las sombras irregulares de las personas desaparecen, y quedan las líneas rectas de la arquitectura.

Iván y Anunciación caminaban por una calle vacía, esperando que el nuevo límite apareciera. Un semáforo verde brillaba a lo lejos, como un último caramelo de menta.

—¿Cómo son las noches en Zyl? —quiso saber Anunciación.

—Se oyen los grillos y las ranas. Tres veces por semana, a las doce en punto de la noche, pasa el tren, y todos los que lo oímos nos imaginamos viajando a ciudades lejanas. A veces voy con mis amigos a pescar a la laguna, desde el muelle. En primavera y verano nos atacan los mosquitos. En invierno llevamos un calentador que funciona a querosén, que sirve para iluminarnos y para que nos hagamos té. A veces pasamos por la calle del Caballo negro, donde vi a mis amigos por primera vez, y después seguimos hasta el laberinto. Nos internamos unos pocos metros, porque los senderos están cerrados por el follaje. Y conversamos, conversamos siempre.

—¿De qué?

—De estupideces, de qué va a ser.

—¿De chicas?

—Antes no. Pero desde hace un tiempo…

Costaba reconocer que hablaban de chicas.

—¿Las calles están iluminadas?

—Hay faroles de mercurio en las esquinas. También la plaza está iluminada. Cuando la Compañía de los Juegos de Profundos de Morodian se propuso destruir Zyl, aniquilando todos los juegos que se fabricaban en la ciudad, todo quedó oscuro. Pero ahora se ven luces en las casas, en la plaza, e el camino que lleva a la laguna. Solo están siempre a oscuras el laberinto y la casa donde vivía la familia Morodian. Nadie la volvió a habitar jamás. Mi abuelo, cuando tiene que pasar frente a ella, se cruza de vereda.

—¿Nunca supiste nada de Morodian en todos estos meses?

—No. El Parque Profundo quedó abandonado. Su Compañía de Juegos Profundos se acabó. Los ingenieros se fueron a trabajar a otra parte. Muchos se marcharon al extranjero. Muy de vez en cuando se ve alguno de sus productos en el fondo de alguna juguetería, pero la mayoría de sus juegos se rompió. Nada de lo que hacía duraba. Excepto los daños. Eso sí duró. Eso dura todavía.

—¿Nunca trataste de encontrarlo?

—No. Pero algún día, cuando sea más grande…

Iván había soñado muchas veces con Morodian. En el sueño su enemigo llevaba un parche en el ojo. Y siempre decía lo mismo: «Es hora de que mires tu obra».

Pero el sueño se interrumpía antes de que Morodian se quitara el parche, el diminuto telón que cubría su ojo.

Ahora avanzaban por una larga vereda, al costado de una fábrica con altas torres de ladrillo. Iván se quedó en silencio, como si todo su pasado también formara parte de aquel largo laberinto. Anunciación iba a preguntarle algo más, pero prefirió dejarlo tranquilo y sólo lo tomó de la mano.

El ingeniero Ríos llegó con la podadora al laberinto, que ya no parecía sino una masa informe y vegetal. Si se acercaba el oído, se escuchaba el rumor de las hojas, el susurro de los tallos al crecer, los crujidos de la corteza al desprenderse de los árboles. Era un bosque vivo y hambriento. Su hijo y Lagos llegaron agitados por la carrera.

—Es la hora de la verdad. Hagamos la cuenta regresiva.

—¡Esperá! —dijo su hijo—. ¿Cómo solucionaste aquel problema?

—¿Qué problema?

—Que la máquina quedara fuera de control.

—No lo solucioné, pero no importa. Esta vez necesitamos una máquina fuera de control.

El señor Ríos hizo girar una llave. El motor se encendió con más fuerza.

—Potencia máxima —explicó.

Luego llevó hacia delante una palanca. Y la podadora aceleró contra la pared que la esperaba. Ríos y Lagos se taparon los oídos, porque el chirrido de las cuchillas al cercenar las plantas era insoportable. Y vieron cómo la máquina horadaba la pared de árboles en medio de una lluvia de ramas rotas.

Se pusieron a caminar detrás de la máquina, con las máscaras de buceo y las palas en sus manos. Se habían cubierto la nariz y la boca con las mangas de los buzos, para no respirar las fibras vegetales. Después de caminar unos treinta metros por el interior del laberinto, la máquina se detuvo.

—Creo que es acá —dijo el señor Ríos.

Miraron el plano… pero el laberinto había cambiado tanto que no había forma de saberlo. Era muy difícil distinguir los senderos, ahora que todo era follaje.

Nicolás Dragó llegó junto a ellos, con la respiración agitada.

—Buenas noticias. Algunos teléfonos de la ciudad ya tienen línea.

—Pero no tenemos adonde llamar a Iván —dijo Ríos—. No queda otra que esperar que nos llame.

—Traté de llamar al Hotel del Manzano… —dijo Nicolás Dragó.

—¿Qué hotel?

—El hotel que figuraba en la invitación que recibió Iván. Pero sólo se oía una grabación que decía que la línea estaba desconectada por falta de pago.

Ríos y Lagos estaban abocados a un único pozo. Nicolás Dragó los interrumpió:

—Recuerdo que la cápsula la enterramos a baja profundidad… habrá que hacer unos pozos de prueba no muy hondos, tratando de cubrir la mayor superficie posible.

Empezaron a hacer pozos a unos treinta centímetros uno del otro. Habían cavado cinco cuando la pala de Lagos hizo un ruido seco.

—Encontré algo.

Pero al cabo de unos segundos extrajo una lata oxidada.

—Pronto será de noche para nosotros, y de noche para Iván —dijo el abuelo, desanimado.

La pala de Ríos hizo un ruido que sonó a hueco.

—¿Qué hay acá?

Empezó a cavar con entusiasmo. Lagos se puso a cavar con él. Apenas unos minutos después dejaron al descubierto la tapa de un cofre de hierro de sesenta centímetros de lado. Sobre la tapa decía, en letras repujadas: Cápsula del tiempo.

Ríos y Lagos empezaron a saltar y abrazarse.

—Después festejan, chicos —dijo el señor Ríos—. Ahora estamos apurados.

Pero el señor Ríos apenas contenía las ganas de saltar y cantar él también. En cambio Nicolás Dragó parecía desolado.

—No puedo ver esto. La cápsula del tiempo abierta antes de tiempo. Es como un sacrilegio.

Ríos le puso la mano en el hombro.

—Perdón, señor Dragó, pero nuestro amigo está en peligro. Y vamos a hacer cualquier cosa para salvar a Iván.

Para abrirla usaron un cortaplumas que el señor Ríos tenía en el bolsillo. Con él hicieron girar cinco grandes tornillos. Costó que la tapa cediera, después de tantos años bajo tierra. El ingeniero invitó a Nicolás Dragó a que fuera el primero en revisar la caja.

—Parece que todo se ha conservado bien. No hay señales de humedad. El diario está perfectamente seco.

El diario era un ejemplar de El Expreso de Zyl. En primera página se veía una fotografía de la cápsula del tiempo, abierta. El título decía: Hoy se enterrará la cápsula del tiempo.

Un pequeño recuadro agregaba:

Opinión del Cerebro Mágico

Un cronista de este diario se acercó a la casa del Cerebro Mágico, el famoso autómata de esta ciudad, para consultarle si la cápsula del tiempo sería abierta recién dentro de cien años, como se han propuesto los organizadores. El autómata respondió que no, decepcionando a todos. Consultado nuevamente sobre si en el futuro quien abra la caja tendrá una buena razón, la bola de cristal se iluminó una sola vez, dando una respuesta afirmativa.

Esperemos que el futuro dé la razón a nuestro amigo del turbante.

—El Cerebro Mágico no se equivocó —dijo Ríos.

Y fueron sacando boletos de tren, programas de cine, juegos, cartas… Había un texto escrito con máquina de escribir y colocado en una carpeta forrada con tela negra donde decía Los juegos y el mal.

Para entonces ya había oscurecido y tuvieron que usar una linterna para leer.

—¿Qué dice? —dijo Nicolás. Ríos se lo tendió—: No, no traje mis lentes. Leelo vos. ¿Hay alguna respuesta?

Los ojos de Ríos se deslizaron veloces por el papel, en busca de las palabras «laberinto» o «Aracné».

—Sí —dijo Ríos—. Aquí está.

Y les leyó el párrafo en cuestión.

—Espero que estemos a tiempo de avisarle a Iván —dijo Nicolás Dragó, mientras se agachaba a recoger una agenda que había pertenecido a Aab. Ahí estaban los nombres, las direcciones de los grandes inventores de juegos del mundo. Pero no estaban en orden, sino todos mezclados o ubicados de acuerdo con un orden difícil de adivinar.

—Vamos al museo —dijo Nicolás—. Allí podremos buscar con calma si hay algún teléfono que sirva.

—¿Algún teléfono de quién? —preguntó Lagos. Le parecía mentira que en esos papeles viejos pudiera haber algo que sirviera.

—De Sarima Scott.

Hacía rato que el laberinto mental no le había mostrado ningún obstáculo. Pero cuando se terminó el muro de la fábrica y la larga vereda de baldosas rotas y cruzaron la calle, Iván sintió la pared invisible. Era más débil que antes, como si el tóxico hubiera perdido fuerza.

Habían llegado frente a un terreno baldío rodeado por un muro de ladrillos. El baldío tenía una puerta de metal oxidada.

—Hasta acá llegué.

—No puede ser. ¿Un baldío?

—Además, ahí está la señal —dijo Iván.

—¿Dónde?

—Esa botella.

Sobre la pared, justo encima de la puerta de hierro, había una botella vacía de gaseosa. Iván, que era más alto, estiró la mano y alcanzó a tocarla. La botella se tambaleó y cayó, estrellándose contra el suelo. Miraron los pedazos: era una botella de agua tónica. Una Paso de los Toros.

—¿Te gusta el agua tónica? —preguntó ella.

—No.

—A mí tampoco. Papá dice que son las cosas que a uno solo le gustan de grande: el agua tónica, el vino tinto, el brócoli, el chocolate amargo, el jamón crudo…

Pero Iván no pensaba en esas cosas.

—Supongo que hay que entrar al baldío —dijo, sin fuerzas.

Anunciación asintió, en silencio. La noche, las afueras de la ciudad, el cansancio: Todo los desalentaba.

La puerta estaba sin llave y al abrirse crujió como si fuera a zafarse de sus goznes. Se asomaron a través del umbral. El baldío era tan grande que se perdía en la oscuridad. A un costado había unas ruinas: restos de paredes, unas maderas rotas, una silla, un tanque de agua volcado, una máquina de escribir. Todo el resto eran plantas, las especies que crecen fuera de todo cuidado: cardos, ortigas, margaritas salvajes, yuyos sin nombre. En el centro del baldío había una loma.

—¿Qué hago? —preguntó Iván—. ¿Adonde voy ahora?

—A dónde vamos, querrás decir.

—No, hasta acá llegamos juntos. Ahora me toca ir solo. Cuando todo haya terminado, te llamo por teléfono.

Entonces Anunciación le dio una patada, otra más. Esta vez eligió el muslo izquierdo.

—Ay —dijo Iván—. ¿Por qué me pegás cada vez que quiero ponerte a salvo?

—Para que no me salves más. Y busquemos lo último que queda en la caja.

Habían usado la llave, la linterna, el péndulo, la cuerda, la brújula… lo último era una cajita de fósforos marca Fragata, de color amarillo, con la imagen del barco en azul. En su interior, unos pocos fósforos de cabeza roja.

Iván encendió uno. Se apagó enseguida.

—No ilumina nada…

—¿Por qué te darían una caja de fósforos, si tenés una linterna?

—La linterna se rompió.

—Pero eso no podía saberlo Madame Aracné. Si te dieron los fósforos no es para iluminar. Es para quemar.

Iván tomó un listón de madera del suelo y le ató unos trapos.

—¿Qué hacés?

—La antorcha olímpica.

Después la encendió con uno de los fósforos. El trapo, enroscado alrededor de la madera, ardió.

—Ahora se ve mejor —dijo.

Anunciación aprovechó la luz para buscar a su alrededor algo que les indicara qué dirección tomar. Encontró una línea gris que se perdía entre las plantas.

—¿Qué es esto?

Iván se agachó, tomó un poco de la sustancia y la olió.

—Es el mismo olor de las cañitas voladoras y de los revólveres a cebita.

—¿Pólvora?

Por toda respuesta, Iván acercó la tea a la serpenteante línea gris. La pólvora se encendió con una llama azul, y la luz comenzó a recorrer un camino entre las plantas y los escombros que llenaban el baldío.

—Yo no sé si está bien incendiar baldíos… —dijo Anunciación.

—Esto es solamente para guiarnos. La pólvora dura poco y se apaga.

Por mirar la pólvora, Iván se distrajo de la tea. Los trapos habían encendido la madera, y se quemó la mano. Dio un grito y soltó la antorcha, que cayó sobre el pasto.

Los dos amigos corrieron entre la maleza para no perder de vista el resplandor azul. Se rasparon con las ortigas, tropezaron con las piedras sueltas, pasaron por encima de los escombros. A veces el reguero se alejaba, pero no lo perdían del todo de vista. Era una línea sinuosa que iba de aquí para allá, como si quisiera distraerlos y cansarlos.

Oyeron un ladrido lejano.

—Perros —dijo Iván.

—Deben estar lejos.

—¿Te gustan los perros? A mí no.

—A mí sí, pero no cuando estoy en un baldío, en la oscuridad.

El siguiente ladrido no sonó nada lejos.

—Vamos, rápido —dijo Iván.

Ya corrían tras la llama no para encontrar la salida, si no para escapar de los ladridos. No sabían si era un solo perro que cambiaba de lugar o una jauría escondida en la maleza. Los animales no se dejaban ver; pero sus ladridos, en el silencio de la noche, sonaban como voces salvajes, como si la ciudad se hubiera terminado y estuvieran en un reino distinto, donde existían los lobos escondidos en el bosque.

Las malezas altas se terminaron y corrieron entre pastos bajos. Iván se dio vuelta y entonces vio a sus perseguidores: un perro enorme, negro, seguido por dos flacos perros amarillos, a los que se les marcaban las costillas. Eran la imagen misma del hambre y por eso resultaban más temibles que el perro negro. Ahora ya podían ver el final del recorrido: el baldío terminaba en una pared de ladrillos. La llama los había guiado hasta una montaña de muebles rotos, diarios viejos y hojas secas.

La pared perimetral era alta. No se la podía trepar sin una escalera.

—Subamos a la montaña de escombros —dijo Iván.

Pero cuando se estaban acercando los perros los alcanzaron. Se habían separado como para cerrarles el camino. Anunciación se trepó a una silla, pero tenía una pata floja y se cayó. Iván agarró una madera para defenderse.

Los dos perros amarillos se acercaron primero, mostrando los dientes. El perro negro quedó unos pasos atrás, como si comandara el ataque.

—Yo los mantengo a distancia, vos apúrate a trepar la pared.

Anunciación empezó a empujar un ropero que estaba volcado. Si lo acercaba a la pared, podría trepar a lo alto del muro. Pero era muy pesado y apenas podía hacerlo avanzar unos centímetros. Los perros no le darían tiempo. Instintivamente dejó el ropero, tomó una piedra y se puso junto a Iván.

—No sé cómo te metí en esto. Tendría que haberte echado…

—Yo me metí sola. Vos te metiste solo. Pero vamos a salir juntos.

El perro negro se acercó por el frente, sereno, mientras que los otros dos se prepararon a atacar desde los costados. El ladrido se había convertido en un gruñido que los hacía temblar.

Iván blandía el palo. Podría pegarle a uno en la cabeza. ¿Pero qué haría cuando los otros lo atacaran?

Entonces la llama, que había recorrido el largo camino de pólvora, llegó hasta la montaña de escombros. Un diario con las páginas amarillentas ardió de pronto, y el fuego empezó a pasar las páginas y a leer veloz las noticias viejas. Se oyó una explosión y la noche se iluminó con un enjambre de luciérnagas despavoridas. Las llamas treparon con prisa a través de libros sin tapas, camisas desgarradas y sillas rotas, hasta la cima de la montaña. Iván sintió el calor sobre la cara. El humo negro los envolvió, protector y agresivo a la vez: Los escondía de los perros, pero les llenaba los ojos de lágrimas y les secaba la garganta. Los perros se habían quedado quietos, como si reconocieran el poder de algo más salvaje que ellos, y más hambriento también. Ya no ladraban.

Iván y Anunciación aprovecharon la tregua cedida por el fuego y se pusieron a empujar el ropero contra la pared. El miedo les dio una fuerza que no tenían. Aun volcado, el ropero era de altura suficiente como para ayudarlos a trepar el muro de ladrillos. Iván saltó sobre la madera y desde allí ayudó a su amiga a pasar. Después él mismo se encaramó a la pared. Estuvieron los dos sentados en lo alto, temerosos de saltar hacia la vereda. Iván le tendió la mano a Anunciación para que su caída fuera más suave. Después a él no le quedó otra que saltar desde lo alto.

Se habían quedado sin aire. Tenían las manos y la cara sucias de hollín. Miraron cómo el fuego se levantaba por encima de la pared. Los perros, después de un largo silencio, volvieron a ladrar, como si los despidieran.

Anunciación se puso a toser. Iván le tendió la cantimplora. Ella bebió hasta la última gota.

—Perdón, la terminé. Es que tenía la garganta seca.

Caminaron en silencio hacia la única casa que se veía. Era una casa señorial, de dos pisos. La luna iluminaba los techos de tejas, una alta chimenea, una veleta con la forma de un gallo.

Todo era oscuridad excepto, en el primer piso, una luz débil.

—Vamos a pedir que nos presten el teléfono —dijo Anunciación—. Mi papá está de viaje, pero que mi mamá nos venga a buscar… ya no podemos hacer esto solos.

A Iván no le gustaba la idea de pedir ayuda. Ningún adulto lo podría sacar de su propio laberinto: tenía que encontrar él mismo la salida. Pero estaba tan cansado que no tenía fuerzas para oponerse. Tenía la garganta seca, y lo que más deseaba en el mundo era un vaso de agua.

Se acercaron a la puerta. Era una sólida reja de hierro, de las que ya no se hacían. Un diseño la recorría: era el dibujo de una telaraña que era a la vez el diseño de un laberinto. En el centro se veía al hombre con cabeza de toro, empuñando una espada corta. Y había dos iniciales grabadas en el bronce: S. S.

—Sarima Scott —dijo Iván, casi sin voz.