16
Primero se fue Verónica. La encontré frente a mi puerta; había dejado los bultos abajo.
—Me voy a la casa de una amiga —dijo—. Apurate, que quedan pocos días.
—Estoy en eso —mentí.
—¿Adónde te vas a ir?
—Ando buscando. Quedan unos días todavía; no hay tanto apuro. Si uno aprovecha bien el tiempo…
Me dio un beso en la mejilla.
—Es un poco triste irse de acá. Es un buen lugar, aunque los caños estén rotos, ¿no? —me preguntó.
Le contesté que sí con la cabeza. Era algo más que un buen lugar para mí: era el único.
Prometimos volver a encontrarnos. Uno siempre queda en volver a verse con una cantidad de gente a la que después no ve jamás.
Después se fue Marquitos.
—¿Qué estás haciendo con todas las cosas sin guardar? —me preguntó—. En tres días tiran abajo el edificio.
Yo no había empacado nada. Es más, había ordenado la pieza por primera vez en meses. Era algo así como hacer una limpieza general de la casa cinco minutos antes de Pompeya.
—¿Qué vas a hacer? —Marquitos miraba mi actitud serena, casi oriental, con la que tomaba el asunto.
—Mañana voy a buscar una pensión.
—Yo voy a estar en lo de mis viejos un tiempo, mientras busco dónde vivir.
Me anotó en un papel la dirección.
—Si no tenés dónde estar, vení. No es muy cómodo y además mi madre es insoportable, limpia el lugar donde estás sentado, te obliga a andar con patines, pero es mejor que nada.
Se sentó en la cama.
—¿Dejaste de ir a la facultad?
—Sí, no aguanté más —dije—. Me levanté en medio de una clase, y al salir del aula me di cuenta de que no iba a volver.
—Lástima.
—¿Por qué?
Marquitos se encogió de hombros.
—Ahora no tengo nada que hacer en la ciudad.
—¿Vas a volver a Córdoba?
—No. No tengo la menor idea de lo que quiero hacer. Es mejor que piense un poco. Por lo menos, tengo que decidir qué es lo que no quiero hacer.
Me dio un abrazo.
—Estoy seguro de que no vas a conseguir nada antes de que tengas que irte, así que te espero en casa —dijo, y bajó corriendo las escaleras.
Al día siguiente empaqué mis cosas, pero no me decidí a buscar una pensión.
El edificio había quedado solo para mí. Recorrí los pisos, como si fuera el nuevo dueño de una casa lujosa. Había dos departamentos que tenían la cerradura rota, y los investigué como si buscara algo.
Disfruté mucho de esa expedición por el edificio vacío. Tenía algo de barco hundido.
El último día llevé todas mis cosas a la planta baja.
Resolví dejar mi colección de piezas de metal, porque eran demasiado pesadas como para transportarlas. No importaba; en cualquier momento podría empezar a juntar de nuevo.
Después fui a los baños, y tapé con trapos las vías de desagüe de los lavatorios y las bañaderas. Abrí las canillas y dejé correr el agua.
El agua desbordó las viejas bañaderas de losa, atravesó el piso del baño y anegó las maderas oscuras del parquet, para filtrar hacia los departamentos inferiores. Varios chorros comenzaron a caer sobre el techo de hierro del ascensor.
Ríos que venían de los diferentes pisos se encontraron en la escalera de mármol, para llegar hasta la planta baja, hasta mis pies.
El edificio era como una gran máquina hidráulica que hubiera comenzado a funcionar mal, a dejarse arrastrar hacia el caos.
Quise cerrar la puerta, pero al hacerlo vi que había una carta detrás de la placa dorada. Miré el destinatario: yo.
Era una carta de Daniela.
Llevé mis cosas hasta un bar y me puse a leer. La carta tenía un tono publicitario. Hablaba de las maravillas de aquella ciudad del sur. Parecía un manifiesto hippie.
Me decía que fuera, que intentáramos algo, que total no había nada que perder.
Bueno, me convenció.
La frase «No hay nada que perder» siempre me tienta, aunque sea invariablemente falsa.
Fui a la casa de Marquitos. Le dije que estaría solamente un par de días. Los padres lo trataban como a un hijo pródigo: la madre preparaba comidas complicadas, tratando de evocar gustos de infancia; le hacía postres, lo dejaba dormir hasta tarde. Marquitos se veía terriblemente incómodo, como si lo hubieran confundido con otra persona y no supiera cómo aclarar el error.
No hay nada peor que convertirse en hijo pródigo. Por eso yo no quería volver a Córdoba. No se puede volver diciendo: bueno, perdí, las cosas no me fueron bien, hagamos de cuenta que nada pasó. Sigo siendo el de antes: el desayuno, por favor.
Saqué el pasaje para un miércoles a la noche.
Antes de partir pasé frente al edificio. Había dos volquetes junto a la puerta. Varios obreros lo estaban desmantelando; arrancaban las cosas que tenían algún valor: canillas, radiadores, puertas, ventanas, bronces.
Miré hacia mi ventana. Un obrero sacó de cuajo el ojo de pez. Después, con una maza, hizo volar las tejas grises en pedazos, que cayeron sobre la calle.
Crucé a la otra vereda, levanté una teja rota y la guardé.
Con mi equipaje al hombro caminé hasta la estación. Faltaban algunas cuadras para llegar cuando empezó a llover. En un quiosco compré una revista de historietas y busqué mi tren. Me senté en el vagón, aunque todavía faltaba media hora para partir. Leí toda la revista. Me sentía raro, como enfermo: a mi alrededor la fuerza de gravedad desaparecía, me quitaba peso, me ahuecaba el cuerpo. Era alguna clase de felicidad.
Pensé en Daniela. No sabía si me esperaba o no. O si se había arrepentido de invitarme.
Me alejaba de los viejos errores, o lo que fueran, e iba hacia los nuevos. Y saber eso era todo lo que necesitaba.
El tren se puso en marcha.