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Estuve todo un mes saliendo con Silvia. No nos entendíamos demasiado bien, pero eso hacía que estuviéramos juntos. Nos veíamos dos veces por semana. Ella se quedaba a dormir en mi cuarto. Éramos como dos personas que hablaran diferentes idiomas. El día que nos entendimos a la perfección, todo terminó. Dicen que el problema de las parejas es la falta de comunicación. Yo creo todo lo contrario.

Como soy un poco débil de carácter frente a las mujeres, me dejé guiar por ella a los peores cines de Buenos Aires para ver las películas más espantosas. Antes de conocerla no me gustaba la ciudad. Después aprendí que podía ser todavía peor.

Silvia estudiaba danza, y se movía entre gente que necesariamente hacía teatro o bailaba, o hacía mimo y todo ese tipo de cosas. Un domingo horrible fuimos a ver una obra en donde trabajaba una amiga de ella. Había cinco personas en las butacas y siete sobre el escenario. Me parecía una desproporción.

—¿Estás segura de que la obra no pasa acá, en las butacas? —le pregunté.

—No, callate.

Era una versión de Frankenstein. Pero Frankenstein era una especie de vedette venida a menos.

—¿Esa es tu amiga?

—Sí.

—Actúa realmente mal.

—Callate. No es el Frankenstein tradicional. Es una relectura.

La bella que hacía de la bestia tenía un affaire con el doctor Frankenstein. Terminaban viviendo juntos.

La obra terminó. Pensé que dada la escasa concurrencia, el aplauso sería reemplazado por un apretón de manos, que siempre es más íntimo, pero no fue así.

Esa misma noche dejamos de vernos. Fue un corte poco dramático. Ella me dijo que le parecía que no teníamos mucho en común. Yo opiné que estaba de acuerdo. Era bueno coincidir en algo.

Como no tenía nada que perder, le pedí la dirección de Teresa.

—¿Quién es?

—¿Cómo quién es? La chica por la que te llamé aquella vez. Se supone que es tu amiga.

—Ah, no la conocía. Pero me había gustado tu voz por teléfono y por eso te seguí la conversación. Después de todo, la pasamos bastante bien, ¿no?

Le dije que sí. La vi salir de mi cuarto. Me saludó desde la escalera.

Las despedidas siempre me ponían mal, y además, mi investigación había vuelto al principio.

Fui a la habitación de Marquitos. Le conté lo que me había pasado la noche anterior. Solíamos conversar todos los días de lo que le pasaba a cada uno, mientras tomábamos mate.

—Te conseguí trabajo —dijo él entusiasmado, como para darme ánimos.

—¡Oh, no! Ahora no puedo. No estoy con ánimos.

—Pero si no saliste más que un mes con Silvia…

—Bueno, pero siempre una ruptura…

En realidad era la idea de trabajar lo que me deprimía.

—Mañana a las siete tenés una cita.

—¿De la tarde?

—No. Te presto una corbata. ¿Tenés saco?

—Sí. Prestame hilo y aguja.

—¿Un pantalón decente?

—Elijo el menos sucio. Si sabía me hubiera preparado. Esto me toma totalmente por sorpresa.