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Flavio se trajo la bolsa de dormir, así que pasó la noche en mi casa, o en aquello a lo que aproximadamente podía llamar mi casa. Como era el huésped, le dejé la cama y yo dormí en el piso de madera. Me desperté con la espalda deshecha.

A la mañana nos despedimos. Él iba a pasar un día más en lo de un amigo y después regresaría a Córdoba.

Miré la ciudad por la ventana con forma de ojo de pez. Se la veía distinta. No es lo mismo una ciudad a la que uno viene a estudiar que un lugar en donde uno tiene que trabajar. Parecía más dura y más cerrada. Y se acercaba el otoño.

Las cosas no pasan prolijamente. Siempre están mezcladas. Para contarlas uno tiene que ordenar un poco. Pero conviene no olvidar que uno las vivió en confusión.

Le pedí a Marquitos, por esos mismos días, que me dijera en dónde podía trabajar. Los avisos del diario no me daban resultado. Llegaba tarde, había que hacer cola, se presentaban sesenta personas para un puesto de cadete. Por lo menos Marquitos tenía familiares en la ciudad. A lo mejor alguno necesitaba un empleado.

—¿Qué sabés hacer? —me preguntó.

Era una pregunta de las que me ponen en aprietos. Pensé en cuál de mis habilidades podría servir para trabajar. En toda mi vida había aprendido tres cosas: una de ellas era hacer barcos en el interior de botellas. Me había enseñado un amigo, durante unas vacaciones. Su padre era alcohólico, pero el hijo tenía una filosofía muy particular: hay que aprovechar hasta los infortunios. La segunda era jugar al ajedrez (era bueno en el ataque), y la tercera era la velocidad con que resolvía crucigramas y juegos de ingenio.

—¿Sabés escribir a máquina?

—Bueno, si practico un poco.

—¿Eléctrica?

—Creo que de cadete iría bien.

—¿Tenés el servicio militar?

—Número bajo.

—¿Y registro para manejar?

—Ah, no, le tengo terror a los autos.

Marquitos parecía decepcionado.

—Voy a ver qué puedo hacer —dijo.

Esa noche busqué un teléfono público. Después de recorrer media ciudad encontré uno que funcionaba. Llamé a la chica de la facultad. Me atendió la madre y me pasó con Silvia. Le pregunté por Teresa, pero ella desvió la conversación, y hablamos vaguedades. Después insistí.

—Vive con una amiga y no tiene teléfono. No te puedo decir la dirección porque no te conozco.

—Pero soy amigo. La conozco de Córdoba.

—Si fueras muy amigo tendrías la dirección.

—La perdí.

Seguimos hablando un rato. No podía sacarle ningún dato y se me estaba por terminar el tiempo. Acabé invitándola al cine. Era un paso arriesgado, pero mi investigación tenía que seguir de alguna manera.

Quedamos en encontrarnos en un bar. Ella me reconocería por mi libro de cabecera. Yo, porque ella iba a llevar un moño negro en la cabeza.

Fui al bar de Lavalle a la hora indicada. Estaba justo enfrente del cine. Ella había elegido una película romántica, Enamorados, o algo así. Rogaba que cambiara de idea. A mí siempre me gustaron las de terror.

Me puse a mirar si entraba alguna chica con un moño negro. Conté veinticinco. Justo estaba de moda. Había puesto el libro sobre la mesa en forma casi tan ostensible como si estuviera en venta.

Finalmente apareció. Era bonita, por suerte. Un poco más alta que yo y con algunos reflejos violetas. Parecía una punk indecisa. Yo era tan excesivamente formal para vestir que pensé que no congeniaríamos muy bien.

—Qué casualidad —dijo, mirando el libro. Mi familia vive en Wilde.

Yo tenía la página del diario con las películas.

—¿Vamos a ir a ver Enamorados? —pregunté, con tono poco entusiasmado.

—No, te dije eso para que no te asustaras. Prefiero ver Violación en el colegio de monjas.

—No creo que sea muy buena.

—Me gustan esas películas. Vamos.

Pasamos frente a varias salas enormes para llegar a un cine diminuto, que olía a humedad. Sacamos las entradas. El cine estaba casi vacío. Un borracho se nos sentó al lado y tuvimos que mudarnos. Quiso seguirnos, pero lo perdimos cuando apagaron la luz.

Había traído una caja de maní con chocolate. Ella sacó de su cartera una botella de cerveza.

—Me gusta este cine porque puedo ponerme cómoda —dijo.

La película tenía una trama un poco repetitiva. En un colegio de monjas se sucedían las violaciones a las alumnas. Eran 17 casos, más o menos. Eso no alteraba la continuación del ciclo lectivo.

A ella la película le parecía muy cómica. Estaba muerta de risa.

A la salida fuimos a un bar. Como al pasar, le pedí la dirección de Teresa.

—No quisiera pensar que me invitaste a salir solamente porque querías pedirme los datos de esa chica. Sería de pésimo gusto.

Había marcado la palabra «pésimo».

—No, solamente me acordé de repente.

—Ah —dijo, y pidió un cognac. Pedí otro para mí aunque nunca tomaba, excepto algunos tragos de la botella de Marquitos. Era hora de empezar.