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Pasó solamente una semana antes de que mi padre viajara a Buenos Aires. Por suerte estaba sobre aviso y me había preparado mentalmente para ese encuentro. Había imaginado los diálogos que podríamos tener unas ciento cincuenta veces. Diálogo 1: padre en actitud irónica. Diálogo 2: padre en actitud sobreprotectora. Diálogo 3: padre en actitud de expectativa y desconcierto, etcétera. Los cálculos fallaron. El encuentro fue una mezcla de todos los diálogos que había imaginado, pero en desorden y, a menudo, con los papeles cambiados.

Encontré un papel pegado al portero eléctrico (que funcionaba como receptoría de mensajes, porque había perdido sus posibilidades eléctricas desde mucho antes de mi llegada). No se había animado a subir, aunque la puerta de calle estaba siempre abierta.

Me citaba en una confitería a la que yo nunca había ido, no muy lejos de allí. Una de esas confiterías para citas de trabajo y parejas tontas adonde la gente va a mentirse en asuntos de dinero o de amor. Faltaban todavía tres horas para el encuentro.

Traté de ser puntual. Había ido a ver una película de vampiros a un cine minúsculo y vacío, y al salir, las calles ya estaban oscuras. Cuando me acerqué a Corrientes, me di cuenta de que había un corte de luz en casi toda la avenida. Los semáforos tampoco funcionaban y en cada esquina se oían bocinazos y gritos. Ya era casi la hora y me apuré, caminando del lado del cordón, para ir más rápido, pasando por detrás de los quioscos de diarios. Llegué a la confitería donde nos habíamos citado. Estaba a oscuras, pero habían puesto velas en las mesas.

Al entrar busqué a mi padre con la vista, pero no lo encontré porque no había luz suficiente. Caminé hasta el fondo. Ahí estaba, cerca de un teléfono público, con los anteojos puestos para poder reconocerme. Le di un abrazo.

—Salgamos de acá —le dije, tirándolo del brazo.

—No terminé el whisky. Ahora salimos. Pedite algo.

Pedí una coca. Le pregunté por su trabajo y extendió sobre la mesa los planos de una grúa en la que estaba trabajando. No había luz suficiente para ver nada. Siempre me habían gustado las grúas: en la calle me paraba a ver, en las obras en construcción, las máquinas que sostenían bloques de cemento de varias toneladas a decenas de metros del suelo mientras un hombre solo las comandaba. Me gustaba que mi padre estuviera trabajando en algo así.

—¿Qué tal tus cosas? ¿Tenés trabajo?

—Por ahora no, pero estoy buscando. Es difícil conseguir.

—Te traje algo de plata. ¿Y la carrera?

—Bien.

—Podrías haber seguido algo más útil. Abogacía, por ejemplo.

—¿Por qué abogacía? ¿Por qué querés que todos seamos abogados?

—Conviene tener un abogado en la familia.

—¿Por qué no estudiaste vos abogacía?

—¿Yo? Estás loco. Es muy aburrido.

—¿Y por qué tenemos que seguir nosotros?

—Mirá, vos y tu hermano se aburren de cualquier cosa, así que ya que se van a aburrir de todas maneras, por lo menos pueden seguir una carrera útil.

Salimos del bar. Entonces pude verle la cara. Parecía más flaco, descansado y bronceado.

—Aproveché para jugar al tenis ahora que estuve sin trabajo. Pierdo siempre, pero me hace bien igual. Lástima que recupero el agua que transpiro con cerveza. Me viene bien estar una temporadita sin trabajo por año. ¿No vas a volver a Córdoba?

—No, por ahora no. Tengo cosas que hacer.

—Ah sí, la agenda completa, seguramente. Un fin de semana, aunque sea. Es más fácil que te muevas vos a que nos movamos todos.

—Un poco más adelante.

—Quisiera que estuvieras allá para hablar con tu hermano. Yo ya no sé qué decirle. No sos mucho más lúcido que él pero igual algún consejo podrías darle. Tiene 16 años y lo único que hace es estudiar parapsicología y jugar con la scalextric. ¡A los 16 años, te das cuenta! Todos mis amigos tienen más o menos los mismos problemas con sus hijos: o que los pescaron con drogas, o que vuelven a las cinco de la mañana o que le tiraron a la madre una silla en la cabeza. Yo no puedo abrir la boca. Imaginate, cómo voy a decir: el problema de mi hijo es que estudia parapsicología y juega con la scalextric. Creo que me echarían de la empresa. Lo último que se le ocurrió es investigar quién fue en su vida anterior.

—Eso no me lo había dicho.

—Empezó hace tres días. Se va a hacer hipnotizar para remontarse a sus vidas anteriores. Además, el otro día hizo ese juego de la copita en el que se supone que hablan los espíritus. La hizo participar a tu madre. La copita empezó a moverse y apareció el nombre de tu abuelo. A tu madre le agarró un ataque de pánico. Tuve que darle un calmante. Uno tendría que tener quince, o treinta y cinco hijos, como los patriarcas de la Biblia, a ver si así la pega con alguno.

—De quince hijos, alguno puede salir abogado.

—Igual me quedan tus hermanas para insistir.

—No las veo.

—No creas. Florencia promete. Lee muchas novelas de Perry Mason. El otro día fue a ver una película de esas de juicios y salió muy entusiasmada. Lástima que tiene ese novio idiota. Si no perdiera tanto tiempo con él podría ser una buena estudiante.

Me llevó a comer a un buen restaurante y pude pedir dos platos, vino, postre y café. Me contó cómo le iba en su nuevo trabajo.

—El único problema es que me pusieron una secretaria que es una belleza y tu madre está convencida de que es mi amante. Yo le digo para tranquilizarla: «Ojalá fuera mi amante. Estaría bailando cancán en la cornisa». El otro día me tiró un plato. Yo creía que esas cosas pasaban solamente en las películas. Antes solamente había llegado a tirarme un libro. Pero todo se vuelve más peligroso con los años.

Al día siguiente lo acompañé hasta el aeropuerto. Me había tenido que levantar a las siete de la mañana y esperaba que mi padre hubiera notado ese terrible sacrificio, pero a él no le llamó la atención. Durante toda la mañana me estuvo hablando de sus errores como padre y de lo que hubiera tenido que hacer.

—Cuando vos eras chico tu madre me traía los libros de Piaget y trataba de que yo entendiera algo. Ahora le digo que tendría que haber sido un poco más duro. Un poquito, nada más. El otro día, después de discutir con tu hermano, busqué en la biblioteca los libros de Piaget que decían que no había que ser un padre autoritario y todo eso, y los tiré por la ventana.

Bueno, pensaba yo, faltan por lo menos tres meses para que tenga que volver a escucharlo.

Llamaron a embarcar a los pasajeros del vuelo a Córdoba.

—¿Te sobra alguna fotocopia de la grúa?

Abrió el maletín de cuero negro y sacó una hoja. Miré el dibujo. Era hermoso. Me maravillaba que pudiera manejarse con claridad en esos planos, en aquel enjambre de líneas y vectores e índices de resistencia del material o cualquier cosa que fueran aquellas cifras, mientras que cualquier obstáculo real lo ponía en un estado de absoluto desconcierto.

—¿Cuándo nos volvemos a ver? —preguntó, mientras buscaba en sus bolsillos la tarjeta de embarco.

—Para las fiestas voy.

—Como Papá Noel. Sólo para las fiestas.

Me dio un abrazo y un beso y se alejó.

Sentí un gusto amargo en la boca. Me acerqué a un quiosco para comprar un paquete de pastillas de menta. Al meter la mano en el bolsillo de la campera encontré un papel. Era la dirección del tío de Teresa. Hacía varios días que creía, aliviado, que lo había perdido. Había buscado en todas partes (no quería encontrarlo, pero buscaba exhaustivamente igual) menos ahí.

Compré un paquete de pastillas de menta y veinte cospeles de teléfono.