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Mientras iba para mi cita de trabajo con la corbata tristemente anudada en el cuello, apretándome la garganta, me preguntaba por qué Marquitos no sería un amigo un poco menos considerado. ¿Por qué no se olvidó del pedido de trabajo? ¿Por qué se le había ocurrido hacer justamente esa clase de favor? Uno dice las cosas al pasar. No es para que todo el mundo se lo tome en serio.

Era un edificio de oficinas. Con esto quiero decir: era un edificio de lúgubres, grises, espantosas oficinas. No recuerdo cómo se llamaba la empresa (que, dicho sea de paso, era tan próspera como una firma que se dedicara a vender ascensores en el campo). Fabricaban cosas de metal. Piezas, quién sabe para qué. Tuve que llenar algunos formularios. Lo hacía con tanta lentitud que me pareció que me iban a echar antes de haber entrado. Los formularios eran conmovedores, porque demostraban un interés obsesivo en cosas de las que ni siquiera yo me acordaba.

Una secretaria que parecía sacada de los avisos de las escuelas de secretarias de los años 50 me recibió el formulario. Debí hacer algunas correcciones. Después me dijo «Vamos». Y fuimos.

«Al segundo subsuelo», le dijo ella al ascensorista. Trabajar en el primer subsuelo no debía ser muy excitante, pero en el segundo ya me parecía un abuso de profundidad.

La secretaria me explicó, mientras bajábamos, que mi trabajo consistiría en reemplazar a un empleado que habían echado. Pero él estaba todavía allí abajo.

Me lo presentó. «Merino», dijo. Me tendió la mano: tenía cerca de treinta y cinco años. Saco gris, camisa blanca, corbata azul, todo un poco gastado. Además, parecía haberse resignado a la pérdida de la juventud como un mal menor.

Yo esperaba gestos verdaderamente antipáticos, dada la incómoda situación. Pero no parecía ser así.

La oficina era amplia: un archivo lleno de carpetas polvorientas con legajos amarillos en su interior. El polvo me hacía toser.

—¿Alérgico?

—Un poco.

—¿Al polvo?

Empecé a enumerar las cosas a las que era alérgico. El polvo ocupaba el lugar trigésimo noveno.

Merino comenzó a explicarme qué parte correspondía a cada sección. Me costaba prestar atención. Todo me parecía igual.

Extendió toda una serie de papeles sobre el escritorio de madera. Parecía orgulloso de su trabajo. Era el abanderado de la Escuela de los Archivistas Olvidados.

—Como verás, no hay mucho por hacer acá abajo.

—¿Cuánto hace que está acá?

—Tres años.

—¿Tanto?

—Un abrir y cerrar de ojos. Los de arriba están convencidos de que acá el trabajo es terrible. Yo mientras tanto la paso bien. Lo único que hay que hacer es mantener ordenadas las cosas.

Hablaba como si estuviera en Hawai rodeado de odaliscas. Bueno, no de odaliscas, quiero decir: mujeres con flores, contoneándose, como en las estúpidas películas de Elvis Presley.

—¿Por qué lo echaron?

—Un día vino un tipo de arriba, Chinawsky, a hacerme lío por un expediente. Ya lo vas a conocer. Le tiré cinco carpetas en la cara. Trató de pegarme, pero me escondí detrás de aquel armario y aparecí con un matafuegos.

Como si yo no pudiera entender algo tan sencillo, fue hasta el matafuegos y lo puso en funcionamiento. Salió un chorro de espuma gris.

—Le dije que si volvía iba a matarlo. Salió corriendo y pidió mi despido.

—Todo un cobarde —dije, tratando de ganarme la confianza del peligroso Merino. Me pregunté si me habían dejado encerrado con un loco, a doce metros de profundidad.

Merino, aunque despedido, siguió trabajando unos días más. Era un despido extraño. Él me daba cosas para hacer, para que no me aburriera. Almorzábamos juntos en media hora y volvíamos al subsuelo. No había nada interesante ahí abajo. Facturas, viejos catálogos, cuentas de clientes muertos, perdidos, fugados, kilos de polvo almacenado para el porvenir.

Mientras estaba en el archivo me parecía que la vida estaba arriba, reservada para los otros, y yo abajo, sin gozar de nada, alejado de todo lo que valía la pena, escuchando las conspiraciones de un loco.

Yo lo veía trabajar con dedicación. Clasificaba papeles, llevaba carpetas de un estante a otro, repasaba planillas apolilladas.

—¿Para qué trabaja tanto, si ya lo despidieron? —le pregunté. Su cabeza asomó detrás de un armario de metal.

—No estoy trabajando. Desde que me enteré que me iban a despedir estoy desordenando todo. Pero todo, hasta el último papel. Voy a arruinar el trabajo de años. Para esta empresa el archivo es fundamental, aunque no lo sepan. Cuando estallen los problemas por mi culpa, entonces se van a acordar de mí, vas a ver.

Se acercó a mí. Sonreía con complicidad. Debía de tener muchas ganas de contarle a alguien su secreto.

—Lo único que te pido es que simules que acá no hay nada fuera de lugar, si no puedo tener problemas para cobrar mi indemnización. ¿Me vas a hacer el favor?

Dije que sí.

—Me estuvieron ignorando durante muchos años. Ahora van a saber quién soy. ¿Vos no harías lo mismo? ¿O te parece demasiado?

Le dije que no me parecía demasiado. Que estaba bien. Pensé: Merino y su discreta venganza.

Pude enterarme de varias cosas sobre su vida. Era soltero y vivía con su madre en un caserón, en Barracas. La casa tenía malvones en el patio, carpetitas sobre los muebles, caramelos en cajas de vidrio. Los juguetes, los cuadernos escolares, la ropa infantil de Merino guardados casi como en un museo.

No era una vida muy apasionante.

No le había hablado a nadie de su venganza. Ni a su madre. Estaba enamorado de su único acto de prolija, obsesiva e inútil rebeldía.

Felizmente se fue pronto. Me había cansado con sus conjeturas sobre las reacciones que tendrían los directivos de la empresa, a los que yo no conocía.

Cuando se fue, me dio un apretón de manos, prometió que volvería, y dijo «Te dejo esto», como si yo fuera el incómodo heredero de su conspiración.