15
La voz era tan rara que pensé que me estaban haciendo una broma o que me había comunicado con la agencia de doblajes.
Era el tío de Teresa, Rodolfo Carmine.
—No le puedo decir dónde vive porque no lo sé —dijo con una voz más parecida al sonido de una trompeta que a otra voz cualquiera—. Ella es una chica muy especial, hay que sacarle las palabras con tirabuzón. Viene todos los miércoles a verme, para buscar noticias y la plata que le manda mi hermana; que si no fuera por eso, no me visitaría ni una vez en el año. Así que lo que puedo proponerle, si usted es amigo, es que venga a casa el miércoles a las seis.
Estuvo hablando como media hora más. Temí que personalmente fuera peor que por teléfono.
Me asustaba un poco la idea de un encuentro directo, de improviso, y con el tío delante. Quedaría en claro que yo no era tan amigo como había dicho por teléfono porque ella, probablemente, no se acordaría de mí.
Yo era ése que estuvo en la fiesta de tal, y que te miraba con ojos desorbitados; tendría que decirle algo por el estilo para que me ubicara.
Había algo así como un amigo común, al que pensaba usar, si llegaba la ocasión.
No importa en qué situación uno esté: uno nombra gente, y se arreglan las cosas. Todos nos conocemos de alguna parte, todos tenemos algún familiar o amigo en común, todos descendemos de Adán y Eva.
Lo que más temor me daba era que ella estaba en la categoría «mujer de mis sueños». Y es bueno que las mujeres de los sueños se queden allí, en los sueños. Cuando uno las convoca a la realidad, las cosas no salen como estaban planeadas.
De todas maneras me decidí. Hay algo en mí muy parecido a la valentía.
La inconsciencia.
La casa estaba en una esquina. Había sido, décadas atrás, una casa simple pero hermosa y, por desorden o vanguardismo del arquitecto, estaba llena de ángulos imprevistos, ventanas romboidales, paredes que se abrían en 45 grados. Ahora estaba con el frente derruido, la puerta sin barniz, algún caño a la vista entre el revoque carcomido.
Un hombre vestido con ropas anticuadas me abrió la puerta. Tenía unos cuarenta y cinco años, pero la ropa lo avejentaba. «Rodolfo Carmine», dijo, tendiéndome la mano. Me hizo pasar a una sala en donde había una mesa y un jarrón con jazmines marchitos, que llenaban la habitación de un olor pesado y dulzón, y paredes cubiertas de estantes con libros. En un viejo winco se oía un tango de donde, entre guitarras metálicas, emergía una voz para mí desconocida, a pesar de que a mi padre le gustaba el tango y tenía todos los discos de cantantes de antes del 50 que uno pudiera imaginar.
Me sirvió un café casi transparente. Los dos pocillos eran desiguales: el mío tenía unos dibujos chinos: un dragón dorado sobre negro.
—Así que usted quiere encontrarse con Teresa. Amigos de Córdoba, seguramente. Yo me vine de la docta casi de pibe, atraído por las bellas letras.
Encendió una pipa. El olor a tabaco desplazó a los jazmines.
—¿A qué se dedica?, si no es indiscreción —preguntó— Déjeme adivinar, que tengo dotes para la intuición. ¿Medicina, tal vez? Le veo cara de futuro galeno. Lo imagino con bisturí y barbijo.
—No, estudio geografía.
—Apasionante. Los ríos torrentosos, la aridez de los desiertos, la geometría apabullante de los paralelos y meridianos que se obstina en cortar el mundo como una naranja.
Siguió hablando durante treinta minutos. Yo miraba impaciente la hora en la pared. Era un cucú. Carmine advirtió mi atención.
—Hermosa máquina, ¿no es cierto? Orgullo de los suizos, como los chocolates. Aunque es un artefacto mecánico, no pierde la calidez de la madera, y añade la sorpresa del pajarito. Patrimonio de familia.
Cuando llevó los pocillos a la cocina, me acerqué a la biblioteca porque algo me había llamado la atención: todos los libros (y serían unos seiscientos) eran iguales. Leí en el lomo el título repetido: El arpa de alambre de púa, por Rodolfo Carmine.
Algunos estaban nuevos, otros amarillentos, quemados por el sol, o hinchados por la humedad, o sin tapas, o con el lomo roto.
—Veo que le extraña mi colección —dijo al entrar—. Le voy a regalar uno.
Tomó un libro de la biblioteca y destapó una lapicera.
—¿Su nombre?
—Max. Maximiliano.
«Al geógrafo y cartografista Max, de su amigo, Rodolfo Carmine», escribió con tinta roja.
—Tenga, guárdelo. Lo publiqué hace años. Pero un día encontré uno de mis libros en una mesa de oferta. Estaba dedicado a un amigo, que lo había vendido, el muy traidor. Me pareció que tenía como un aire de tristeza el libro, ahí abandonado, mendigando lectores entre obritas pornográficas y manuales de cuarto grado. Entonces lo compré y ahí nomás se me desató una especie de compulsión. Cada vez que encontraba un ejemplar de El arpa… lo compraba. Si eran veinte, me traía los veinte a casa, con el voluptuoso interés del coleccionista. ¿Qué le parece?
Su mano señaló los anaqueles de lomos idénticos.
—Es una especie de alegoría sobre la literatura y el arte en general. ¿No lo conmueve la imagen del artista tañendo el arpa y lastimándose los dedos mientras toca? Y sin embargo no deja de tocar. Un joven como usted sería el lector ideal. —Su voz ya no se parecía a una trompeta, sino a la de las siete del Apocalipsis.
Me miraba expectante para que yo dijera algo. Me salvó el timbre.
Era Teresa.
Había estado meses buscándola y ahora venía hacia mí.
Saludó a su tío y me miró sin reconocerme, por supuesto. Mencioné a aquel amigo común, y entonces aceptó que se acordaba de mí.
Era hermosa. Era lo único que me acordaba de ella y la memoria no me había mentido.
—Me encanta que mi sobrina estudie arquitectura —dijo Carmine—. ¿Sabe lo que dijo el gran Le Corbusier cuando vino a Buenos Aires y le preguntaron qué se necesitaba para reformar la ciudad? Él respondió: dinamita.
Aproveché la mención para inventar una excusa.
—Sabía que estudiabas y quería pedirte algunos datos antes de entrar en la facultad.
—Cómo, ¿usted no estudiaba geografía?
—Quiero cambiarme de facultad —alcancé a inventar.
—Será una pérdida para la geografía —dijo el tío.
—Está bien —dijo ella—, pero vayamos a otra parte.
Saludé a Carmine. Él me alcanzó el libro que me había regalado cuando ya nos estábamos yendo.
Me di cuenta entonces de que estaba caminando solo con Teresa (nada nos interrumpía, no había ningún obstáculo) y que no sabía qué decirle.
Pensé en contarle la verdad, que la había buscado durante meses y todo eso, pero no lo hice. Mantuve mi excusa increíble. Yo ya había dicho la verdad una vez, y se la había dicho a Daniela, y ahora no podía volver a hacerlo. La verdad le pertenecía a Daniela.
Ahora me tocaba mentir.
Quedamos en vernos al día siguiente.
Nos encontramos en una confitería de la avenida Santa Fe, porque a ella le gustaba esa zona. Fue puntual. Tomamos un café y me habló durante una hora de la arquitectura, de los profesores, de los horarios, de los paros que le impedían estudiar.
Como había mantenido esa excusa para verla, no me quedaba más remedio que escuchar.
Era muy raro el contraste entre su cara, tan hermosa, y todo el aburrimiento que emanaba de su persona. No podían coincidir en un mismo cuerpo.
—¿Tenés auto o moto? —me preguntó mientras mirábamos vidrieras.
—Ni auto ni moto.
—Lástima. Una vez tuve un novio que no tenía nada. Era terrible ir en colectivo a todas partes. Por suerte nos peleamos.
Cada tanto volvía preocupada a la forma en que yo había llegado hasta ella, pero yo desviaba la conversación.
Hablé poco, y siempre para darle la razón en todo. Cuanto más estaba con ella, más quería que volviera Daniela. En el fondo me gustaba estar con Teresa porque si tenía vuelta la cara a un lado, y yo no le miraba más que el pelo, era como estar con Daniela.
Caminamos por Santa Fe, miramos vidrieras, entramos en largas galerías. Me hizo algunas preguntas sobre mí, pero cuando empezaba a contestar, ella me hablaba de otra cosa.
—Nos podemos encontrar algún día de éstos —me dijo al despedirnos.
—A lo mejor nos vemos en la facultad —dije.
Un beso en la mejilla, un papel con una dirección que tiré a los pocos minutos; así terminó mi investigación.
De todas las cosas que había emprendido, aquella búsqueda parecía haber sido la más estúpida, la más absurda, la más insensata.
Pero no lo fue: porque en el camino me había encontrado con Daniela.