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En mi primera mañana en el edificio golpeó a mi puerta un compañero de piso. Al principio no le vi la cara: a sus espaldas había un alto ventanal que, a pesar de que no lo limpiaban desde hacía años, llenaba el pasillo de luz. Me tendió la mano.

—Me llamo Marquitos. Bah, Marcos, pero todos me dicen…

—Max —dije.

—Ah, Maximiliano.

—Sí.

En realidad mi verdadero nombre era Máximo. Yo jamás comprendí cómo mis padres pudieron llegar a ponerme un nombre tan horrible. Sé que era su primer hijo, y yo entiendo los apuros, la preocupación de los padres primerizos en los momentos siguientes al nacimiento, pero aun así… ¿por qué Máximo? ¿Por qué habiendo más de tres mil nombres se les tenía que haber ocurrido justamente ése? Ni siquiera había algún abuelo que se llamara así. Había salido de sus propias cabezas.

Por eso me hacía llamar Max, y si alguien preguntaba mi nombre verdadero, decía: Maximiliano. En memoria del emperador de México.

Lo invité a pasar. Era alto y muy flaco; llevaba grandes anteojos de armazón metálico y un pulóver rojo con pocos agujeros para ser una red pero demasiados para seguir siendo un pulóver.

Como no sabíamos qué decirnos le pedí que me contara algo del edificio.

—Es todo un desastre. Las cañerías pierden agua, el ascensor no funciona. Cuando se rompe algo nadie lo arregla. Total, lo van a tirar abajo en poco tiempo.

—¿Hay alguien más además de nosotros?

—Hay una chica que se llama Verónica, que vive en el segundo, y un par de parejas que ya se están por ir. Mucha gente entra y sale, alquila por tres meses y se va. Yo hace ya tres años que vivo acá, y sé que todo el mundo se va, tarde o temprano. En cuanto empezás a hacerte amigo de alguien se hace humo a los pocos días sin avisar. Cuando llegué había mucha gente, talleres de pintura, grupos de teatro que alquilaban piezas baratas para ensayar, y hasta el ascensor funcionaba. Pero vino rápido la decadencia.

—¿Y cuándo van a tirar abajo el edificio?

—No se sabe, siempre postergan la fecha, por suerte. Un día vamos a sentir que todo se sacude y vamos a tener el tiempo justo para salir volando antes que las topadoras lo tiren abajo.

Había llegado a Buenos Aires para estudiar geografía. Al menos esa era la versión que le había dado a mis padres.

Estaba dispuesto a estudiar, sí, pero la verdadera razón de mi viaje era una chica que había conocido. Decir que la había conocido es demasiado, porque nunca había hablado con ella.

La vi y me enamoré. Sé que suena un poco ridículo. A mí también me suena así ahora. En aquel momento también me parecía profundamente ridículo. Pero yo sentía que me había enamorado y que tenía que ir a buscarla.

Se llamaba Teresa. Me gustaba el nombre, porque sonaba un poco anticuado, y me encantan las cosas que están fuera de época. Como los monopatines, en lugar de los skates, o los cines de barrio en lugar de los videos.

Yo sabía que ella había viajado a Buenos Aires. No tenía su dirección; solamente estaba seguro de que estudiaba arquitectura porque una amiga me había pasado el dato antes de que yo viajara.

Una tarde le conté a Marquitos mi historia, mientras tomábamos un poco de ginebra que él había comprado.

—¿Eran novios?

—No.

—¿Amigos?

—No.

—¿Entonces?

—Nunca cruzamos una palabra. Pero tengo que encontrarla. Ah, y es pelirroja. —No se animó a decirme nada. Me veía muy convencido.

Elegí geografía porque me gustaba mirar mapas. Supongo que habría que encontrar razones más fuertes para hacer las cosas, pero ese fue siempre mi problema. Es decir: lo que para mí era una buena razón, para los demás no era, generalmente, nada.

Si yo le hubiera planteado a mis padres que iba a Buenos Aires solamente para ver a una chica que conocía sólo de vista me habrían preguntado ¿por eso? en un tono sumamente extrañado.

No hubiera sabido qué contestarles.

Por eso, para hacer cualquier cosa conviene inventarse unas cuantas razones adecuadas a las circunstancias. Con tres o cuatro para cada caso es suficiente.

Marquitos a su vez me contó su historia.

—Mi viejo es médico, mi familia vive en Flores. Querían que estudiara Medicina. Fui un año a la facultad. Cuando entré a la morgue no me descompuse. Pero un día miré un libro con una lámina del cerebro y ahí sí sentí que me desmayaba.

—¿Por qué por una lámina y no por la morgue?

—No sé. A lo mejor me impresionan más las cosas dibujadas que las reales. Pero no volví a entrar en la facultad. Quería hacer música. Ahora tengo un grupo de rock y gano unos pesos como cadete.

—¿Qué tocan?

Heavy. El grupo se llama «Asesinatos masivos de ancianos a la luz de la luna». Un poco largo, pero impacta, ¿no?

—Sí —dije.

Me trajo un casete para que escuchara. Lo más agradable era el momento en que afinaban los instrumentos.

—A lo mejor tienen éxito —le dije, devolviéndole el casete.

Se lo decía sinceramente. Yo estaba seguro de que todas las cosas suficientemente horribles acaban por alcanzar el éxito.