13

Cuando se fue Daniela, volví a mi investigación: algún paseo por la facultad, un par de llamadas telefónicas, todo sin resultado. Ya no buscaba a Teresa, era la inercia lo que me arrastraba. Creo que no habría seguido si no hubiera sido por una noticia que me dio Flavio y que puso a Teresa ahí, al alcance de mi mano. Y cuando no queda otra cosa, todavía queda la curiosidad.

Mi hermano me había escrito una carta. Era muy raro que me escribiera; nunca lo hacía. La carta decía pocas cosas, pero lo esencial era que Flavio había conseguido las llaves de un departamento que mi familia tenía en Mar del Plata y que después del despido de mi padre estaban por vender. Nunca antes le habían dado la llave; en la carta no me contaba cómo la había conseguido. Me parecía poco probable que mis padres creyeran que Flavio había llegado a algún grado de adultez. Eran optimistas: explicaban todos sus dislates a través de la edad; yo me preguntaba qué pasaría cuando los años pasaran.

En la carta, Flavio me invitaba a que fuera el fin de semana a Mar del Plata, si tenía plata para el viaje, porque pensaba que ir solo y fuera de temporada podía ser algo muy deprimente.

Tomé el tren con la esperanza de que no se hubiera arrepentido u olvidado de su invitación, porque apenas tenía plata para el pasaje de vuelta. Hacía cuatro años que no iba a Mar del Plata. Llegué el viernes a la madrugada, desayuné en la estación y después tomé un colectivo para el centro. La casa no estaba lejos del casino.

Crucé los dedos al tocar el timbre. Por suerte atendió; entre sueños, pero atendió. Entré al departamento. Las persianas estaban bajas y apenas distinguí, en la penumbra, la forma de los muebles. Se había dormido sin ventilarlo y el departamento olía a meses de encierro.

Levanté la persiana. Flavio había murmurado algo, un saludo quizás, y se había ido a la cama de nuevo. Revolví un poco los placares para ver si todo estaba como lo recordaba. Había juguetes viejos, que como de chicos no los habíamos usado más que por cortas temporadas, habían sobrevivido a años de juegos, a cuatro infancias.

Me acosté en el sillón y dormí hasta las once. Cuando me desperté, mi hermano se había lavado la cara y parecía un poco más humano.

—Vamos a desayunar —dijo.

—Ya desayuné.

—Eso fue hace mucho. Desayuná de vuelta.

Caminamos un par de cuadras hasta llegar a un bar. Pedimos café con leche y medialunas, y mientras comíamos, nos pusimos a recordar viejos programas.

—Qué suerte que hayas podido venir. No estaba muy seguro. Pensé que a lo mejor podías estar ocupado.

—¿Ocupado? ¿En qué? —Siempre olvidaba que Flavio se había impuesto, ya de chico, la difícil tarea de idealizarme—. Tenía muchas ganas de venir. Es mejor encontrarnos acá que en Buenos Aires. Es una pena que haya que vender este departamento.

—¿Te gusta?

—No, es horrible, pero igual me da pena. Es la decadencia total de la familia. Y de nosotros no se puede esperar que alguna vez ganemos algo.

—No lo van a vender. Las cosas están mucho mejor. Papá está en otra constructora, así que vas a tener de nuevo tu cuota mensual.

Sentí un coro de ángeles a mi espalda. Todas las cosas se volvieron brillantes. Flavio había enunciado eso que yo sentía como mi salvación con la expresividad de un contestador automático.

—Es fantástico, porque estoy sin trabajo.

—¿Qué te pasó?

—No viene al caso, pero la verdad es que para los trabajos de porquería que hay lo mejor es no hacer nada.

Flavio me dio la razón. Había que reconocerlo: era tan vago como yo y se plegaba sin resistencia a esa clase de convicciones.

A la tarde fuimos a la playa. Hacía frío, pero yo me había empeñado. Me había disfrazado de bañista, con un short hawaiano y unas ojotas fosforescentes. Las pocas personas que había en la playa estaban con pulóver y campera. Yo temblaba, pero igual quise meter los pies en el agua. No sé por qué me obstinaba en sufrir de esa manera, pero eran costumbres.

Mi hermano buscaba caracoles en la orilla, y yo desechos, alguna pieza de metal para mi colección, trabajada por el mar. Encontré una placa de hierro gruesa, cubierta de óxido.

—A lo mejor es de un barco hundido en alta mar —dije.

—Si fuera de un barco hundido en alta mar, estaría en el fondo del mar. El hierro no flota.

Le di la razón. Flavio era realista para las cuestiones inútiles.

—Ponete contento —me dijo mientras yo esperaba que se me secaran los pies, en lo posible, antes de su congelamiento—. Encontré un dato de tu amor imposible. Tiene un tío que vive en Palermo. Tengo el número de teléfono y la dirección. La familia se comunica con ella a través de él. El tío está un poco loco, según me dijeron. Te tendría que cobrar por este dato.

Se decepcionó al ver que la noticia no me entusiasmaba demasiado. Pero no tuve que pensar mucho para darme cuenta que, de todos modos, iría a buscarla.

Es como uno de esos sábados a la noche en que uno no tiene ganas de hacer nada ni arregló nada, pero sale igual, sin ningún entusiasmo; total, no hay nada que hacer.

Esa noche comimos en el departamento porque ninguno de los dos tenía plata para cenar afuera. Al menos eso me había dicho mi hermano. Pero cuando terminamos sacó varios billetes del bolsillo y los puso sobre la mesa.

—¿Y esa plata?

—Estuve ahorrando.

—¿Para qué?

—Para el casino. Necesito pagar mis clases de parapsicología.

Le dije que no lo iban a dejar entrar porque era menor de edad pero se empeñó en ir. Traté de convencerlo de que iba a perder sus ahorros en minutos, pero estaba convencido de que era su día de suerte. Hablaba como un iluminado.

—Tengo una cábala. No la inventé yo, me la pasaron. Acá está, anotada en un papelito.

—¿Quién te la dio?

—¿Te acordás de Sergio, que era compañero de secundaria? Bueno, me la dio el tío.

—¿El que tuvo que hipotecar la casa?

—Sí, ése. Hay que apostar a números impares menores de quince en las primeras jugadas…

Estuvo media hora explicándome en qué consistía la cábala. Llegué a entender el esquema del juego, pero no el paso (mágico) por el cual esa suma de jugadas se convertía en seguro triunfo. Flavio me acusó de derrotista, pero no se dejó intimidar por mis consejos («Asociate al club de madres», me dijo) y partimos rumbo al casino.

Yo tenía la esperanza de que le pidieran los documentos en la entrada, o de que no nos dejaran entrar por nuestra vestimenta (teníamos jeans y remeras y yo imaginaba que la gente iba al casino de smoking o algo parecido), pero no hubo caso. Flavio compró las entradas y atravesó el hall como si nada, mientras que a mí sí me detuvieron y me pidieron documentos. Flavio estaban tan obsesionado con su cábala que ni siquiera se distrajo en burlarse.

—Que tengas suerte —le dije.

—Más que suerte, intuición y disciplina.

Yo no había entrado nunca antes al casino: me parecía estar en medio de una película berreta. Flavio se movía como si hubiera nacido allí. Compró las fichas, de color rojo, y fue a una de las mesas. Ya me había advertido que el color rojo tenía algún significado especial.

—No elijo la mesa al azar. Tengo como un presentimiento —me sonrió con complicidad.

Consultó por última vez su papelito, a escondidas, porque sospechaba que el cuerpo de seguridad se arrojaría sobre él, y se lanzó a apostar. Eligió el 5 y perdió. Apostó al 7 y salió el 36; después puso fichas en varios casilleros juntos y también perdió. Le quedaban pocas fichas.

—Guardá algunas, que no vas a tener plata para volver —le dije.

—Todavía no terminé. Ya va a salir. Está ahí, puedo olerlo.

Preferí no ver el final y fui a dar una vuelta. Caminé entre las mesas, miré a la gente, calculando: «Bueno, ahora le quedan siete fichas, ahora cuatro, ahora juega la última». Cuando pasé a buscarlo ya había terminado de jugar. Me alegró ver que no parecía demasiado amargado.

—Prefiero no ser ambicioso y parar acá. Para saber jugar hay que saber cuándo detenerse —sentenció. La frase debía ser de algún manual barato del tipo: «Cómo hacer saltar la banca».

—¿Perdiste todo?

Se sorprendió de que esa posibilidad pudiera ser enunciada. Me mostró los bolsillos de su campera de jean llenos de fichas.

—El triple de lo que aposté. Ahora tengo para mis clases. Si desarrollo mi intuición un poco más creo que podría ganar una fortuna.

Esa noche nos quedamos hablando hasta las tres de la mañana. Lo que a mí me parecía un milagro, para él era lo más natural del mundo.

—No es suerte. Un poco de matemáticas y otro poco de presentimiento. Eso es todo.

Le pedí que no me hablara como un gurú de televisión y se ofendió.

—Dejé el colegio —me dijo después—. Me aburría demasiado. A lo mejor retomo el año que viene.

El año que viene era un territorio lo suficientemente borroso como para que entraran allí todas las cosas que había por hacer. Yo también tenía el año que viene ya completo de tareas que nunca llevaría a cabo y que, confinadas allí, al menos no me molestaban.

Seguimos hablando del colegio. No estaba muy convencido de volver alguna vez. Bastaba que mencionara el tema para que yo recordara el aburrimiento y ese perfecto, acabado, sentimiento de inutilidad que era lo que me había quedado. Me contó también que se peleaba todos los días con papá, porque él quería que siguiera estudiando para que entrara en Derecho.

En mi familia siempre estuvieron obsesionados con la universidad.

—Estaba tan seguro de que yo tenía que ser abogado y servía para eso que hasta me hizo hacer un test vocacional en un instituto. No es para convencerme a mí sino a vos, me decía. Ya vas a ver cuál es el resultado: abogado. ¿Y qué salió, después de tantas preguntas, entrevistas y dibujitos? Nada. La licenciada me dijo: «Hicimos ya 15.900 tests vocacionales en este instituto y es la primera vez que sale uno sin ninguna inclinación hacia ninguna carrera o trabajo». Estaba maravillada. No me sacaba los ojos de encima. «O bien hay algún error», me dijo «o bien es un milagro». Me propuso que me dedicara a eso, a poner en prueba la efectividad de los tests vocacionales de todo el mundo. Así me llenaría de plata.

Flavio siguió hablando mientras tomábamos mate. Me contaba todo como si esperara alguna clase de respuesta. Yo pensaba, y no decía nada, que era la versión dos años después de los mismos problemas.

—En cambio vos —dijo— estás en Buenos Aires, estudiando. No tenés trabajo pero ya vas a conseguir. Sabés lo que querés hacer. Está bien, estás un poco desequilibrado con ese asunto de la chica pelirroja, pero ya se te va a pasar. Tenés la vida resuelta.

No quise decepcionarlo y no abrí la boca.

—Lo que me gusta —dijo de pronto, y abrió los ojos y pude ver lo que le faltaba cuando hablaba de cualquier otro tema: el entusiasmo— es el curso de parapsicología que estoy haciendo. No es para reírse. No lo dicta un chanta sino un hombre serio, el licenciado Maguncia. En poco tiempo más seguro que voy a poder mover las cosas con la mente.

Supuse, en ese momento, que tenía que darle buenos consejos. Que volviera al colegio. O que trabajara. Que no hiciera más cursos de parapsicología. Que pusiera los pies sobre la tierra porque cualquier levitación dura un tiempo muy corto y después hay que volver a acatar la ley de gravedad.

Pero él no podría creer en ninguno de mis buenos consejos, porque yo no estaba para eso. Porque yo no tenía la vida resuelta. Porque a mí me parecía algo terrible tener la vida resuelta.

Si yo hubiera dicho algo así como «Te conviene seguir estudiando, sentar cabeza, ya sos grande…», él hubiera pensado: está mintiendo.

Traté de ser lo más sincero posible. Le dije que a veces uno pasa por momentos de caos. Meses, un año, en que todo tambalea.

—¿Querés decir que yo estoy pasando por uno de esos momentos de caos?

—Sí.

—¿Cuánto dura?

Me encogí de hombros. En realidad creía que había un gran caos y pequeños momentos de estabilidad. Por eso preferí no seguir hablando. No tenía ninguna prueba al respecto. Y, después de todo, yo era su hermano mayor.

Me adelanto un poco: mi hermano nunca logró mover cosas con la mente, aunque insistió, aunque se convirtió en el alumno aventajado del profesor Maguncia. Yo hubiera dado cualquier cosa para que los objetos que él se empecinaba en desplazar, asistido por el licenciado (primero botellas, vasos, después un pedazo de telgopor, y elementos cada vez más leves: una hoja, una pluma, un mosquito muerto) se movieran. Pero el mundo era, para Flavio, un lugar lleno de cosas inmóviles y pesadas, impermeables a las discretas energías de su mente, y que no servían más que para impedirle el paso.

Antes de despedirnos me mostró algunas fotos de la familia, ordenadas en un álbum de plástico de tapas negras. Eran del cumpleaños de una de mis hermanas.

Como todas las fotos de reuniones nocturnas, el flash le ponía a todas las caras ojos rojos, dándoles un aspecto de invasores interplanetarios.

Mis hermanas tenían vestidos nuevos y parecían más grandes. (Me di cuenta de que cuando pensaba en ellas las imaginaba en una edad neutra, una especie de resumen de lo que habían sido de más chicas: caras de los 11, de los 13, de los 15 años superpuestas.) Florencia, que tenía en ese momento 17 años, arrastraba en todas las fotos a un tipo disfrazado de detective de División Miami, que era una especie de novio, según me dijo Flavio. Tenía una cara tan común que era parecido a casi todo el mundo. Marcela, la más chica, posaba como para un desfile de modelos.

En una de las fotos había una grúa armada con un mecano que mi padre me había regalado cuando cumplí doce años, y que alguna vez me prestó para que jugara. El juguete tenía cerca de un metro y medio de altura.

—Papá hizo esa grúa cuando estaba sin trabajo. Se pasaba horas ensamblando las piezas. Primero armaba, después desarmaba. Mamá le decía que estaba loco, y que lo iba a echar de la casa. Ahora está haciendo una grúa de verdad, y por eso tiene que ir por unos días a Buenos Aires. Te va a visitar. ¿Vos no pensás ir a Córdoba?

—No, por ahora no.

—Puedo prestarte plata, ahora que gané.

—No es por eso.

Iba a decir algo más pero no sabía qué. Era un poco difícil dar explicaciones. Habíamos empezado a caminar por la costa, alejándonos del centro, mientras el viento soplaba más y más fuerte. Ya era hora de dar la vuelta, prepararnos para el viaje de regreso.

—Fui a Buenos Aires a buscar a una chica que no encontré, a estudiar una carrera que ahora me aburre y a buscar trabajo, que no tengo. No es un buen balance.

—Esas son razones para irte de Buenos Aires, no para no volver a Córdoba.

—¿Sí?

Me quedé un momento pensando en lo que acababa de decirme.

—Creo que son buenas razones para no volver a Córdoba.

—No nos entendemos en esto —dijo él.

—No, creo que no. Sea como fuere, no voy a volver por ahora.

Fuimos al departamento a buscar las cosas. Cerramos las ventanas y le devolvimos ese aspecto lóbrego de casa abandonada. Lo acompañé hasta la estación de micros.

—Mandales saludos a todos —dije.

—Podrías escribir unas líneas. Tengo cinco minutos.

—Es difícil escribir cartas, y más así, apurado.

En ese momento me miró con alguna especie de desconfianza. Pero no por lo que yo acababa de decir, sino por algo que le pasó por la cabeza en ese instante. En ese momento supe, aunque el gesto no duró un segundo, que él también me reprochaba que yo me hubiera ido. Los demás lo habían hecho notar con claridad, pero él no. De él no lo había sabido hasta ese instante. Se había descuidado al despedirnos y eso bastó para que yo supiera la verdad.

Me apuré a saludarlo porque necesitaba escapar de él. Sentí un poco de alivio cuando subió al micro y los vidrios opacos desdibujaron su cara, mezclándola con las caras de los demás pasajeros.