7
Cada vez me era más difícil estudiar. No podía concentrarme. Me parecía que el estudio era algo pensado para personas reposadas, algo que se podía hacer, por ejemplo, después de los setenta años, pero que era insensato antes de los veinte.
Iba muy poco a la facultad. Tomaba una materia, la dejaba. Apenas conocía a otros estudiantes. La geografía que a mí me gustaba (y que era algo así como un ejercicio de exótica distracción) estaba cada vez más lejos.
Pensaba abandonar la carrera. Pero a punto de tomar la decisión imaginaba la cara de mi madre frente a la sintética frase «Voy a dejar la facultad». Eso me impulsaba a seguir.
Pasaba mucho tiempo deambulando por la ciudad. Cuando encontraba en el suelo cualquier pieza de metal oxidado, la guardaba en mi bolsillo para ubicarla en mi colección. «Alguna vez voy a hacer algo con toda esta chatarra», me decía. Entraba en las librerías de Avenida de Mayo y en las de Corrientes para revolver las mesas de oferta. Compraba muchos libros, aunque pocas veces los leía. «Para más adelante van a servir» me prometía. Había llenado el ropero de novelas baratas. Volví a leer a Julio Verne, como cuando tenía diez u once años. Compré todos los libros de Verne que encontré, como si mi infancia hubiera empezado de nuevo. También tenía en mi biblioteca las novelas de H. Rider Haggard, con sus aventuras en Oriente, personajes que se amaban a través de las reencarnaciones… A medida que leía había hecho una lista de lugares que quería conocer: El Cairo, el Himalaya, Machu Picchu, La Isla de Pascua, Roma, Atenas, Ulan Bator, Pekín, Bagdad…
Caminaba durante horas por las mismas calles, sin proponérmelo, como si en mi cabeza hubiera un plano que no pudiera traicionar. Me parecía que deambular me ayudaba a pensar. Pero mis ideas acerca de todo eran cada vez más embrolladas. Entraba en un bar, pedía un cortado, y me quedaba mirando a la gente, con la mente en blanco, o casi.
Me sentía un completo extraño en la ciudad. Y eso me gustaba.
Verónica golpeó a mi puerta.
—Tengo entradas para un recital —dijo—. Iba a ir con una amiga, pero no puede. ¿No querés acompañarme?
Abrí la puerta. Estaba casi lista. Maquillada y todo. Medias negras, una minifalda negra, una remera blanca pegada al cuerpo, un saco con arabescos.
Tenía las entradas en las manos. Le dije que sí, aunque los recitales nunca me entusiasmaron. Demasiada gente en lugares demasiado chicos. Y se suponía que había que bailar, saltar, o estar parado todo el tiempo.
Prefería los conciertos de música clásica. Gente sentada, cada uno en su butaca. Lástima que me aburrían horriblemente.
—Tenés que vestirte en diez minutos —me dijo ella.
—Voy así —dije. No tenía más ropa limpia que la puesta, que tampoco estaba demasiado limpia.
Fue una cita completa. Primero fuimos a cenar. Nunca habíamos comido juntos solos. Tomamos un colectivo que nos dejó frente a la discoteca donde tocaba el grupo. Leí en los carteles: «Los redonditos de ricota».
Verónica olía a perfume caro. Bueno, no sé mucho de perfumes, pero no era una colonia de las propagandas de la televisión. Yo pensaba: tendría que tener una novia así.
Fuimos a la popular. Hubo que esperar un poco hasta que empezaran a tocar.
—Me aburre esperar —le dije, mientras le convidaba una pastilla de menta.
—A mí no, me gusta mirar a la gente —dijo ella.
Se escuchaban cantitos, aplausos, silbidos. Las luces se apagaron y empezó el recital.
Todo el mundo estaba conmocionado a mi alrededor. Cantaban, bailaban, se empujaban. Verónica estaba totalmente desatada. Me gustaba verla así. Pronto empezó a transpirar y la pintura corrida le dibujó líneas en la cara.
No podía conectarme a todo eso. Podía escuchar, disfrutar de la música, pero no conectarme. Me sentía aislado, casi un intruso, en una fiesta ajena.
A mi alrededor los empujones se hacían cada vez más frecuentes. «Basta, pensé, voy a entrar también.»
Un poco forzadamente, me puse a saltar y a empujar.
Dos minutos después alcancé a reflexionar que había empujado a la persona equivocada.
Era un tipo con campera de cuero y anteojos oscuros, a pesar de que la luz no sobraba. Tenía el pelo cortado al rape y un aire así como de haber matado a su madre viuda. No le gustó que lo empujara.
Enseguida me encontré en el suelo. «¿Cómo llegué aquí?», me pregunté. Por el dolor en el pómulo izquierdo, deduje que había sido una trompada.
Fue bueno haberme caído, porque arriba todo el mundo pareció enloquecer y empezó a pegarse.
Tomé a Verónica de la mano, tratando de que nos fuéramos o, al menos, nos mudáramos a una zona más pacífica. Las cajas de vino volaban por el aire.
Media hora más tarde estábamos afuera. Caminamos por la 9 de Julio.
—¿Te duele el golpe?
—Un poco.
—Tenés hinchada la cara.
—Por suerte no fue el ojo.
Seguimos caminando, hasta llegar a La Giralda. Fui al baño y me miré en el espejo. Era la primera vez en mi vida que me habían dado una verdadera trompada. Lamenté que no hubiera sido en ninguna situación heroica.
Me lavé la cara y el agua fría me pareció casi un regalo.
Pedimos dos cervezas y las tomamos mientras hablábamos cada vez de cosas más íntimas. Sección «Recuerdos», sección «Momentos graves», sección «Novios/as», sección «Mi verdadera personalidad, más allá de las apariencias» y cosas por el estilo.
No estaba muy sobrio, por supuesto. Nunca tuve resistencia al alcohol.
La cabeza no me funcionaba demasiado bien. Conozco los síntomas. Es cuando pienso las cosas dos segundos más tarde de lo que las digo. Quiero decir, me oigo decir algo, y pienso: ¿cuándo se me ocurrió esto?
—Verónica —le dije, tomándole una mano—, estoy enamorado de vos.
—Es un disparate —dijo sin inmutarse. Era una chica realista.
Me detuve unos segundos a pensar.
—Sí, es un disparate. No sé por qué lo dije.
—Tomaste demasiado.
No se había inmutado. Evidentemente, yo había estado diciendo muchas pavadas como para que no la sorprendiera una declaración de amor.
Fuimos hacia el edificio. De noche daba un poco de pavor subir aquellos escalones casi a oscuras. Verónica me acompañó hasta el sexto, porque pensó que me iba a caer por las escaleras.
Abrió la puerta de mi cuarto y me empujó en la cama.
—Mañana no te vas a acordar de nada —me dijo.
Al día siguiente me preguntó si recordaba qué había pasado después del recital, y le dije que no.
No sé si me creyó.