21
El vampiro llevaba sus típicas gafas de sol negras, y sus labios estaban fruncidos en una mueca burlona.
—A tu servicio.
Elena comprendió que el tipo debía de haber abandonado Nueva York en cuanto llegó Dmitri.
—¿Los vampiros sufren el jet-lag?
Veneno se quitó las gafas para mostrarle sus impactantes ojos, con pupilas verticales como las de las serpientes. Aunque ya los había visto antes, Elena sintió un vuelco en el corazón, una respuesta visceral a la extraña inteligencia de esa mirada. Una parte de ella se preguntaba si sus ojos eran lo único en él que había cambiado con la Conversión. ¿Veneno pensaba como los humanos, o su intelecto era más bien de sangre fría?
—¿Te estás ofreciendo a aliviar mis dolores, cazadora? —inquirió el vampiro. Se pasó la lengua por uno de sus largos incisivos y sacó una gota dorada de veneno—. Me siento conmovido.
—Solo pretendía ser amable —dijo ella.
Las pupilas de Veneno se contrajeron en el instante en que volvió a ponerse las gafas.
Elena no pudo evitarlo.
—¿Por qué no tienes la lengua bífida?
—¿Por qué no puedes volar? —Una sonrisa desdeñosa—. Esas cosas que tienes en la espalda no están de adorno, ¿lo sabías?
Elena le mostró el dedo corazón a modo de respuesta, pero una parte de ella se alegraba de contar con su molesta presencia. Ese vampiro la mantendría en el presente, así que el pasado quedaría relegado a ese rincón de su memoria donde prefería mantenerlo la mayoría del tiempo.
—¿No se supone que debes actuar como mi guía?
Él hizo un gesto con la mano.
—Seguidme, milady.
A pesar de sus palabras, caminaron hombro con hombro hasta la oficina principal de Rafael, un lugar que ella ni siquiera sabía que existía.
—¿Qué tal están las cosas en Manhattan? —Había hablado con Sara y con Ransom al respecto, pero los vampiros, sobre todo los vampiros tan fuertes como Veneno, veían las cosas de un modo diferente a los humanos.
Como era de esperar, Veneno no le dio una respuesta directa.
—La gente empieza a pensar que los rumores de tu resurrección eran algo exagerados. La mayoría cree que estás muerta y enterrada en alguna parte. Una lástima.
Elena pasó por alto esa provocación deliberada.
—¿La verdad aún no ha salido a la luz? Sé que la gente de Rafael no contará nada, pero ¿y los otros? ¿Y Michaela?
—Está celosa. Rafael es el primer arcángel en la historia reciente que ha creado un ángel. —Una mirada de reojo tras esos cristales de espejo que no mostraban otra cosa que su propio reflejo flotando en la oscuridad—. Eres algo único, así que debes tener cuidado. Nadie querría que acabaras colgada en alguna pared.
Rafael estaba sentado tras un enorme escritorio negro cuando Elena entró después de que Veneno la acompañara hasta la puerta. La sensación de déjà vu la atacó con fuerza. También tenía un escritorio como ese en la Torre.
«Si te tumbara sobre mi escritorio e introdujera mis dedos dentro de ti en este mismo momento, creo que descubriría algo muy diferente.»
Rafael levantó la vista en ese instante, y sus ojos ardían con una inequívoca pasión sexual que demostraba que sabía muy bien lo que ella estaba pensando. Elena enfrentó esa mirada, cerró la puerta y se acercó a él con pasos lentos, decididos. En lugar de detenerse al llegar a la superficie de granito, se encaramó encima, apartó los papeles que estaban en su camino, bajó las piernas por el otro lado y las separó para encerrar al arcángel entre ellas.
Rafael colocó las manos sobre sus muslos.
—Otra vez vienes a verme con pesadillas en los ojos.
—Sí—dijo ella, que enredó las manos en su cabello—. He venido a verte. —Confiaba en él como en nadie más.
El arcángel le dio un apretón en los muslos y la acercó en un despliegue de fuerza que aceleró el corazón de Elena. El arcángel de Nueva York era peligroso ese día.
Cuando él alzó la cabeza, ella se inclinó hacia delante y lo besó. La posición dominante en la que se encontraba apenas duró un segundo. En un instante, él la tuvo sentada en su regazo, con las piernas a ambos lados de sus caderas. La cálida humedad que se había formado entre los muslos de Elena entró en contacto con la línea rígida de su erección.
La cazadora soltó un jadeo ante ese súbito y eléctrico contacto, y tardó un segundo en darse cuenta de que había extendido las alas sobre el escritorio.
—Estoy alborotando tus papeles —susurró contra esos labios que la incitaban a cometer los pecados más eróticos.
Rafael elevó la mano para cubrirle un pecho.
Una sensación impactante. Elena arqueó la espalda.
—Me cobraré tus faltas en carne. ¿Estás dispuesta a pagar? —Una pregunta cargada de crueldad sensual que hizo que sus instintos de supervivencia despertaran con un grito aterrado.
Sin embargo, decidió relajarse en lugar de luchar. Rafael, pensó, resultaba lo bastante aterrador como para hacer desaparecer la peor de las pesadillas.
Cuando el arcángel apretó los dientes sobre el pulso de su cuello, cuando desgarró su camiseta con las manos para dejar su torso al descubierto, Elena se aferró a sus hombros.
Y al instante, esos dientes fuertes y blancos comenzaron a descender.
Sintió un vuelco en el estómago, una mezcla adictiva de miedo y deseo.
—Rafael… —El arcángel tenía una mano en su espalda, y con la otra sujetaba el pecho para poder lamer el pezón con tanta meticulosidad que Elena se tensó a causa de la expectación—. ¿Piensas morderme? —Una pregunta ronca.
Quizá.
Al percibir el tono frío de la respuesta, Elena titubeó. Su cuerpo ansiaba el contacto masculino, pero aun así vaciló. ¿Era lo bastante fuerte como para soportar al arcángel de Nueva York cuando estaba de ese humor?
Eres mi compañera, Elena. No te queda otro remedio que aprender a hacerlo.
Estaba en su mente; se había colado en su cabeza cuando el deseo provocó un cortocircuito en sus defensas.
—¿Alguna vez comprenderás la necesidad de establecer ciertos límites? —Le mordió el labio. Estaba tan frustrada que actuó por instinto.
Los ojos de Rafael adquirieron el color de la medianoche, pero no dejó de acariciarle el pezón que había excitado.
—No.
—Lo siento. —Le rodeó el cuello con los brazos—. Pero conmigo no te servirán de nada esas respuestas despóticas. —Y no iba a permitir que la ira que la consumía creara una grieta entre ellos. Lo que los unía (esa emoción áspera y dolorosa) era algo por lo que merecía la pena luchar—. Y jamás aceptaré que me conviertan en una marioneta. No dejaré que lo haga Lijuan, y mucho menos el ser a quien considero mío.
Él no respondió. Se limitó a observarla con esa mirada distante. Tenía el mismo aspecto que el día que se conocieron. En aquel entonces, Elena temió por su vida. Ahora sabía que no la mataría, aunque podía hacerle daño de formas que solo un inmortal conocía. Debería haber cedido, pero nunca había sido de las que se rendían.
—¿Qué es —preguntó al tiempo que frotaba la nariz contra la de él en respuesta a su silencioso afecto, demostrando una confianza que él podría destrozar con un simple acto descuidado— lo que te ha puesto de tan mal humor?
La esencia del mar se intensificó hasta tal punto que a Elena le dio la sensación de que podía acariciar la espuma. La pausa, llena de palabras no pronunciadas, fue como una hoja de acero situada sobre sus cabezas. El sudor comenzó a empaparle la espalda, pero siguió aferrada a él, siguió luchando por una relación que había surgido de la nada para convertirse en lo más importante en su universo.
Elena.
Ella sintió una caricia en la mente antes de que Rafael apoyara la cabeza en la curva de su cuello.
Su corazón dio un suspiro de alivio al ver que el peligro había pasado. Comenzó a acariciarle el cabello, a frotar su cara contra la de él.
—Tú tienes tus propias pesadillas —le dijo. La idea surgió en su mente con la claridad que aparece tras la tormenta—. Y hoy han sido muy malas.
Rafael la abrazó con más fuerza. Ella se lo permitió, ya que necesitaba su calidez tanto como él la de ella. ¿No era extraño? ¿No era extraño que el arcángel de Nueva York la necesitara? A ella, a Elena Deveraux, cazadora del Gremio e hija repudiada.
Lo estrechó con ternura y apretó los labios contra su sien, contra su mejilla, contra todas las partes de su cuerpo que pudo alcanzar.
—Debe de ser algo que hay en el ambiente —dijo de pronto en una voz tan baja que apenas se oía—, porque yo no puedo dejar de pensar en mi madre, en mis hermanas. —Era la primera vez que hablaba de sus pesadillas en voz alta. Ni siquiera su mejor amiga conocía lo que había ocurrido en su infancia, la maldad que la acosaba hasta tal punto que algunos días apenas podía respirar.
—Dime sus nombres. —Un aliento cálido sobre la piel de su cuello. Unos brazos fuertes alrededor de su cintura.
—Ya sabes cómo se llaman.
—Para mí, son solo datos de un informe.
—Mi madre —dijo Elena mientras se aferraba a él con todas sus fuerzas— se llamaba Marguerite.
Elena.
Un beso mental. Su esencia la envolvía de una forma tan protectora como sus brazos.
Elena sintió que su labio inferior empezaba a temblar, así que se lo mordió para impedirlo.
—Había vivido en Estados Unidos desde que se casó con mi padre, pero aún tenía un ligero acento parisino. Había algo fascinante y adorable en su risa, en su forma de gesticular con las manos. Me encantaba sentarme en la cocina, o en su taller, para escucharla mientras trabajaba.
Marguerite confeccionaba edredones, piezas únicas y hermosas con las que había conseguido dinero suficiente como para ahorrar cierta cantidad. Nada comparable con la fortuna de su padre, por supuesto, pero esa herencia había pasado a sus hijas con amor, mientras que la de Jeffrey…
—Ese hombre sigue con vida solo porque sé que lo amas.
—No debería hacerlo, pero no puedo evitarlo. —Ese amor estaba arraigado a mucha profundidad, a tanta que ni siquiera los años de negligencia lo habían sofocado por completo—. Antes deseaba que hubiera muerto él y no mi madre, pero sé que mamá me habría odiado por pensar una cosa así.
—Tu madre te habría perdonado.
Elena deseaba tanto creer eso que casi le dolía.
—Ella era el corazón de nuestra familia. Después de su muerte, todo murió.
—Háblame de las hermanas que perdiste.
—Si mamá era el corazón de la familia, Ari y Belle eran la paz y la tormenta. —Todas habían dejado un hueco en la familia Deveraux cuando su sangre se derramó en el suelo.
El rostro apuesto de Slater. Sus labios teñidos de rojo brillante.
Se aferró a Rafael y descartó esa detestable imagen con todas sus fuerzas.
—Yo era la hija intermedia, y me gustaba serlo. Beth era la pequeña, pero Ari y Belle me permitían a veces hacer cosas con ellas. —Se había quedado sin palabras. Sentía una opresión tan intensa en el pecho que le faltaba el aire.
—Yo no tengo parientes.
Esas palabras la pillaron tan de sorpresa que aplacaron la angustia. Se dispuso a escuchar en la posición en la que estaba: enredada contra el cuerpo del arcángel como si fuera una rama de hiedra.
—Los nacimientos angelicales son muy raros, y mis padres ya tenían miles de años cuando yo nací. —Todos los nacimientos eran motivo de celebración, pero aquel se festejó particularmente—. Fui el primer hijo concebido por dos arcángeles en varios milenios.
Elena, su cazadora, confiaba en que él la mantuviera a salvo. Lo abrazaba en silencio, pero Rafael podía sentir su atención, y también la calidez de su palma a través del tejido de la camisa. Deslizó una de sus manos con mucha lentitud por la espalda femenina antes de seguir hablando sobre cosas que no había compartido con nadie en una eternidad.
—Sin embargo, hay quienes dijeron que yo no debería haber nacido jamás.
—¿Por qué? —Elena alzó la cabeza y se frotó los ojos con los nudillos—. ¿Por qué dijeron algo así?
—Porque Nadiel y Caliane eran demasiado viejos. —La estrechaba con tanta fuerza que los senos femeninos se aplastaban contra su pecho con cada respiración. Alzó las manos hasta la curva de su cintura, hasta su caja torácica, mientras saboreaba el contacto de su piel—. Corría el rumor de que habían empezado a degenerar.
Elena frunció el ceño.
—No lo entiendo. Los inmortales son inmortales.
—Pero evolucionamos —replicó él—. Y algunos de nosotros involucionamos.
—Lijuan… —susurró la cazadora—. ¿Ella ha involucionado?
—Eso creemos, pero ni siquiera la Cátedra sabe en qué se está convirtiendo. —En una pesadilla, eso seguro. Sin embargo, ¿sería una pesadilla privada o una que destruiría el mundo?
Elena no era ninguna estúpida. Lo comprendió en cuestión de segundos.
—Esa es la razón por la que tu madre ejecutó a tu padre.
—Sí. Él fue el primero.
—¿Les ocurrió a los dos? —Dolor… Una compasión por él que llenó sus expresivos ojos.
—Al principio no. —Vio los últimos momentos de vida de su padre con tanta claridad como si las imágenes estuvieran dibujadas en el iris de sus ojos—. La vida de mi padre acabó en llamas.
—Ese tapiz… —dijo Elena—. El que hay en el pasillo de nuestra ala, representa su muerte.
—Un recordatorio de lo que me espera.
Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Jamás. No permitiré que te ocurra eso.
Su humana, pensó Rafael. Su cazadora. Era muy joven, y sin embargo, había un núcleo de fuerza en ella que lo fascinaba, que seguiría fascinándolo con el paso de las eras. Elena ya había conseguido cambiarlo de muchas formas que ni siquiera él comprendía. Tal vez, se dijo, ella pudiera salvarlo de la locura de Nadiel.
—Incluso si fracasas —respondió el arcángel—, tengo la certeza de que encontrarás una forma de poner fin a mi vida antes de que mancille el mundo con mi maldad.
La rebelión brilló en los ojos femeninos.
—Moriremos —replicó Elena—. Moriremos juntos. Ese es el trato.
Rafael recordó lo que había pensado mientras caía con ella en Nueva York, con su cuerpo destrozado en los brazos. En aquel entonces, la voz de Elena no era más que un susurro en su mente. No había considerado, ni por un segundo, aferrarse a su eternidad; había decidido morir con ella, con su cazadora. Y ella elegiría hacer lo mismo. Apretó las manos hasta cerrarlas en puños.
—Moriremos —repitió él—. Moriremos juntos.
Un momento de silencio sepulcral en el que dio la sensación de que algo encajaba en su lugar.
Tras descartar aquel doloroso recuerdo, Rafael le dio un beso en el cuello.
—Tenemos que averiguar qué es lo que te ha enviado Lijuan.
Elena se estremeció.
—¿Podrías prestarme la camisa?
Rafael dejó que se apartara de su regazo; permitió que ese cuerpo hermoso, esbelto y… fuerte, se apartara de él. Evaluó su forma física con una mirada crítica mientras ella observaba algo que había sobre el escritorio, y luego tomó una decisión.
—Las lecciones de vuelo comenzarán mañana.
Elena se volvió a tal velocidad que estuvo a punto de tropezar con sus propias alas.
—¿En serio? —Una sonrisa enorme que partió su cara en dos—. ¿Me enseñarás tú?
—Por supuesto. —No le confiaría su vida a nadie más. Se quitó la camisa para entregársela.
Ella se la puso y enrolló las mangas. Le quedaba muy grande, por supuesto, pero no se la metió por dentro de los pantalones. Cuando Rafael dijo algo al respecto, sus mejillas se ruborizaron.
—Es más cómoda así, ¿vale? Venga, ¿dónde está ese estúpido regalo?