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Sin embargo, una semana después de su conversación con Sara, Elena había dejado de pensar en la muerte para concentrarse en la venganza.
—Sabía que te gustaba el dolor, pero no imaginaba que fueras un sádico —le dijo a la espalda de Dmitri mientras sus músculos se deshacían en la deliciosa calidez de las aguas termales. El maldito vampiro casi la había arrastrado hasta allí… después de estar a punto de destrozarla con una sesión de entrenamiento destinada a fortalecer sus músculos.
Dmitri se dio la vuelta y concentró el inmenso poder de sus ojos oscuros en ella…, unos ojos que podrían arrastrar al pecado a un inocente… y llevar a un pecador hasta el mismo infierno.
—¿Cuándo… —murmuró él en un tono de voz que hablaba de puertas cerradas y tabúes rotos—… te he dado razones para dudarlo?
Elena sintió el roce suave de las pieles en los labios, entre las piernas, a lo largo de la espalda.
Se tensó en respuesta a la potencia de su esencia, una esencia que era como un afrodisíaco para un cazador nato. Sin embargo, no se rindió, porque sabía que al vampiro le habría encantado apuntarse ese tanto.
—¿Por qué estás aquí? ¿No deberías estar en Nueva York? —Era el líder de los Siete, un grupo formado por vampiros y ángeles que se encargaban de proteger a Rafael… incluso de las amenazas que él no percibía.
Elena estaba segura de que Dmitri la ejecutaría con gélida precisión si llegara a considerarla una grieta peligrosa en la armadura de Rafael. Quizá el arcángel lo matara después a él, pero tal y como Dmitri le había dicho una vez: para entonces, ella ya estaría muerta.
—Seguro que alguna pequeña admiradora está llorando tu ausencia. —No pudo evitar recordar la noche que vio al vampiro en una de las alas de la Torre: Dmitri tenía la cabeza enterrada en el suculento cuello de una rubia voluptuosa cuyo placer había impregnado el ambiente de un perfume sensual.
—Me rompes el corazón. —Una sonrisa falsa, el gesto divertido de un vampiro tan antiguo que Elena sentía el peso de su longevidad en los huesos—. Si no tienes cuidado, empezaré a pensar que no te caigo bien. —Se quitó la camisa de lino sin parpadear (¡y allí arriba el suelo estaba lleno de nieve, por el amor de Dios!) antes de poner las manos sobre el botón de los pantalones.
—¿Quieres morir hoy? —le preguntó Elena con tono indiferente. Porque si se atrevía a tocarla, Rafael le arrancaría el corazón. Aunque, por supuesto, al arcángel le resultaría difícil hacerlo… porque ella ya se lo habría atravesado. Puede que Dmitri fuera capaz de provocarle una intensa necesidad con esa esencia suya, pero Elena no pensaba dejarse seducir. No por ese vampiro. Ni por la criatura a la que llamaba «sire».
—Es un estanque bastante grande. —Se quitó los pantalones.
Elena atisbo un costado esbelto y musculoso antes de cerrar los ojos. Bueno, se dijo, consciente del calor abrasador que teñía sus mejillas, al menos eso aclaraba las dudas sobre el color de la piel del vampiro: Dmitri no estaba bronceado. El exótico color miel de su piel era congénito… y perfecto.
El ruido del agua anunció su entrada en el estanque.
—Ahora ya puedes mirar, cazadora. —Su voz era pura burla.
—¿Por qué iba a querer hacerlo? —Abrió los ojos y clavó la vista en la asombrosa montaña. Los cazadores no solían ser mojigatos, pero Elena elegía a sus amigos con mucho cuidado. Y la lista de las personas con las que se sentía cómoda estando desnuda… y vulnerable… era incluso más corta. Y, desde luego, Dmitri no figuraba en esa lista.
Lo vigiló con el rabillo del ojo mientras observaba las cumbres nevadas que había a lo lejos. Lo más probable era que no sobreviviera si el vampiro decidía atacarla, no en su estado físico actual, pero esa no era razón para convertirse en un objetivo fácil.
Piel y diamantes, sexo y placer.
Las esencias la envolvieron como un millar de cuerdas de seda, pero no eran demasiado intensas. En ese momento, lo que más la preocupaba era la mirada de Dmitri: la mirada de un depredador que ha avistado a su presa.
Pasó casi un minuto antes de que el vampiro encogiera los hombros, echara la cabeza hacia atrás y apoyara los brazos sobre el reborde de roca del estanque natural. Elena le echó un vistazo y se vio obligada a admitir que el tipo era tentador como el más pecaminoso de los vicios. Ojos negros, pelo oscuro… y una boca que prometía dolor y placer a partes iguales. Sin embargo, ella no sentía nada por él salvo esa renuente apreciación femenina. El azul era su adicción y su salvación.
Una ráfaga del más puro de los chocolates inundó sus sentidos.
Rico. Seductor. Muy, muy intenso.
Elena resopló.
—Deja de hacer eso. —Su cuerpo se puso tenso. Sus pechos se hincharon con una necesidad tan apremiante como indeseada.
—Me estoy relajando. —Irritación mezclada con arrogancia masculina…, algo que no resultaba del todo extraño si se tenía en cuenta quién era el ser al que Dmitri llamaba «sire»—. No podría hacerlo si controlara por completo mi cuerpo.
Antes de que Elena pudiera responder a esa afirmación (que no sabía si creerse o no), una pluma de un azul celestial, ribeteada en plateado, cayó al agua justo delante de ella. Eso le recordó otro día, otra pluma, una ocasión en la que Rafael abrió la mano para dejar caer un polvillo azul plateado sobre el suelo con un brillo posesivo en los ojos. Utilizó ese recuerdo para luchar contra el impacto sensual de la esencia de Dmitri y se concentró en el sonido de las alas que había detrás de ella.
—Hola, Illium.
El ángel se acercó al reborde cubierto de nieve que había a su derecha y se sentó para hundir las piernas en el agua, con los vaqueros y todo. De hecho, como muchos de los ángeles masculinos del Refugio, esa prenda era la única que llevaba, así que su musculoso torso estaba expuesto a los rayos del sol.
—Elena. —Miró a Dmitri con sus impresionantes e inhumanos ojos dorados—. ¿Me he perdido algo?
—He amenazado con matarlo un millón de veces —le dijo Elena, que cerró la mano en torno a una de las rocas del borde. Los cantos afilados se le clavaron en la palma mientras luchaba contra el irrefrenable deseo de acercarse a Dmitri, de lamer su esencia hasta que el resto del universo se desvaneciera. El vampiro se burló de ella con la mirada en un desafío sin palabras. La tensión sexual carecía de importancia; aquello no tenía nada que ver con el sexo, sino con su derecho a estar al lado de Rafael—. Y él ha estado a punto de hacerme papilla —concluyó con una voz firme que no revelaba la excitación que la consumía.
—En algunos círculos —murmuró Illium, cuyo cabello negro de puntas azules se agitaba al compás de la brisa—, eso sería considerado uno de los jueguecitos preliminares del sexo.
Dmitri sonrió.
—A Elena no le interesan mis jugosos preliminares. —Recuerdos de sangre y acero en sus ojos—. Aunque le interesaron en cierto momento…
El aroma del mar. Una tormenta salvaje y turbulenta en su mente.
Elena, ¿por qué está Dmitri desnudo?
La superficie del agua empezó a helarse.
—¡No, Rafael! —exclamó Elena en voz alta—. ¡No quiero darle el placer de ver cómo me congelo hasta la muerte!
Jamás permitiría algo así. El hielo comenzó a retroceder. Según parece, debo mantener una conversación con Dmitri.
Elena se obligó a pensar, aunque le resultaba mucho más fácil hablar. Su corazón y su alma todavía eran humanos.
No es necesario. Lo tengo todo bajo control.
¿De veras? No olvides nunca que él ha tenido siglos para desarrollar su poder. Una sutil advertencia. Si lo presionas demasiado, uno de vosotros morirá.
Elena no malinterpretó sus palabras.
Como ya te he dicho, arcángel, no quiero que mates a nadie por mí.
La respuesta fue una brisa fría, el sello de una posesión inmortal.
Es el líder de mis Siete. Es leal.
Elena ya había adivinado lo que Rafael no había dicho: que la lealtad de Dmitri podría llevarlo a matarla.
Quiero librar mis propias batallas. Así era ella. Su sentido del ego estaba intrínsecamente ligado a su habilidad para valerse por sí misma.
¿Incluso cuando no tengas posibilidades de vencer?
Como ya te dije una vez, preferiría morir como Elena que vivir como una sombra. Puso fin a la conversación con ese comentario, una verdad que jamás cambiaría, por más inmortal que fuera, y volvió a concentrarse en Dmitri.
—¿Olvidaste decirle algo a Rafael?
El vampiro se encogió de hombros y clavó la vista en el ángel que había a su lado.
—Si estuviera en tu lugar, me preocuparía mucho más por su pellejo azul.
—Creo que Illium puede cuidar de sí mismo.
—No si sigue coqueteando contigo. —Una ráfaga de calor delicada, casi elegante. Champán y rayos de sol. Pura decadencia—. Rafael no es de los que comparten sus posesiones.
Elena lo fulminó con la mirada mientras intentaba contener la serpenteante calidez que se extendía por su vientre. Una calidez que el vampiro estaba provocando de manera deliberada.
—Me parece que solo estás celoso.
Illium soltó una risotada incrédula, pero Dmitri entrecerró los ojos.
—Prefiero follarme a mujeres que no están cubiertas de espinas.
—¿En serio? Me partes el corazón.
Illium empezó a reírse con tantas ganas que estuvo a punto de caerse al agua.
—Ha llegado Nazarach —consiguió decirle por fin a Dmitri… mientras enredaba el cabello de Elena entre sus dedos—. Quiere hablar contigo sobre la extensión de un contrato como castigo por un conato de fuga.
El rostro de Dmitri no reveló nada mientras salía del agua con una elegancia innata y sensual. En esa ocasión, Elena mantuvo los ojos abiertos, ya que se negaba a perder esa silenciosa batalla de voluntades. El cuerpo de Dmitri era una extensión de piel suave besada por el sol y situada sobre puro músculo… Unos músculos que se flexionaron y mostraron su inmenso poder cuando el líder de los Siete se agachó para ponerse los pantalones.
Dmitri la miró a los ojos mientras se subía la cremallera. Los diamantes, las pieles y la inconfundible esencia del sexo se enrollaron alrededor de su garganta como si fueran un collar… o el nudo de la horca.
—Hasta la próxima. —La esencia se desvaneció—. Vámonos. —Se dirigía a Illium, y su tono era el de una orden.
Elena no se sorprendió ni lo más mínimo cuando Illium se puso en pie y se marchó con un simple adiós. El ángel de alas azules bromeaba con Dmitri, pero estaba claro que, al igual que el resto de los Siete (o al menos los miembros que ella conocía), lo obedecería sin rechistar. Y todos ellos entregarían su vida por Rafael sin pensárselo dos veces.
El agua empezó a agitarse a causa del viento originado por el aterrizaje de un ángel.
Las esencias del mar y de la lluvia, limpias y frescas sobre su lengua.
Elena sintió que se le tensaba la piel, como si de repente su cuerpo fuera demasiado pequeño para contener la fiebre que lo inundaba.
—¿Vienes a provocarme, arcángel? —Su esencia siempre había alterado sus sentidos de cazadora, antes incluso de que se convirtieran en amantes. Pero ahora…
—Por supuesto.
Sin embargo, cuando Elena volvió la cabeza para enfrentar su mirada mientras él se acercaba al borde, lo que vio la dejó sin aliento.
—¿Qué pasa?
Rafael estiró la mano para quitarle los sencillos aros de plata que llevaba en las orejas.
—Esos pendientes se han convertido en una mentira. —Cerró la mano, y cuando la abrió de nuevo, un polvo plateado comenzó a caer sobre el agua.
—Ah… —La plata sin adornos era para las personas que no estaban comprometidas, hombres o mujeres—. Espero que tengas unos sustitutos —le dijo al tiempo que se volvía (con las alas empapadas de agua) para poder sujetarse al borde con las manos y mirarlo de frente—. Esos los compré en un mercado de Marrakech.
Rafael abrió la otra mano para mostrar un brillante par de aros nuevos. Igual de pequeños, igual de prácticos para una cazadora, pero tallados en ámbar. Una preciosidad.
—Ahora… —dijo mientras se los colocaba en las orejas—… estás formalmente comprometida.
Elena contempló el anillo de Rafael y sintió un estallido de posesión.
—¿Y dónde llevas tú el ámbar?
—Todavía no me has hecho un regalo que lo tenga.
—Pues ponte algo que lo lleve hasta que consiga alguna cosa. —Porque él ya no estaba libre, no era una invitación disponible para todas aquellas que desearan acostarse con un ángel. Esa criatura le pertenecía a una cazadora, a ella—. No quiero manchar la alfombra de sangre matando a todas esas estúpidas rameras que persiguen a los vampiros.
—Qué romántica, Elena… —Su tono sonaba despreocupado y su expresión no había cambiado, pero era evidente que se estaba riendo de ella.
Así que lo salpicó. O intentó hacerlo. El agua se congeló entre ellos, como una escultura de gotas iridiscentes. Fue un regalo inesperado, un atisbo del corazón del niño que Rafael había sido una vez. Elena extendió la mano para tocar el agua congelada… y descubrió que no estaba congelada. Se quedó maravillada.
—¿Cómo consigues mantenerla así?
—Es un truco de niños. —La brisa agitó su cabello mientras el agua se aquietaba—. Podrás controlar estas cosillas cuando seas un poco mayor.
—¿Qué significa «mayor» en el idioma de los ángeles?
—Bueno, aquellos de los nuestros que tienen veintinueve años son considerados infantes.
Elena levantó la mano y deslizó los dedos sobre la línea firme de su muslo. Tenía un nudo de expectación en el estómago.
—No creo que tú me consideres una niña.
—Eso es cierto. —Su voz sonaba más ronca, y su pene estaba duro como una piedra bajo el tejido negro de los pantalones—. Pero sí considero que aún no te has recuperado.
Elena alzó la mirada. Sentía el cuerpo húmedo por dentro.
—El sexo es relajante.
—No el tipo de sexo que yo quiero. —Palabras calmadas y relámpagos en sus ojos, un recordatorio de que era al arcángel de Nueva York a quien intentaba seducir.
Sin embargo, no había sido rindiéndose como logró sobrevivir a él el día que lo conoció.
—Ven conmigo.
Rafael se puso en pie y rodeó el estanque para situarse a su espalda.
—Si me miras, Elena, romperé las promesas que he hecho por el bien de ambos. —Ella se habría dado la vuelta de todas formas, ya que era incapaz de resistir la tentación de contemplar la belleza arrebatadora de ese cuerpo masculino, pero Rafael añadió—: Te haría daño sin darme cuenta.
Por primera vez, la cazadora comprendió que no era la única que se enfrentaba a algo nuevo, a algo inesperado. Permaneció inmóvil y oyó el ruido sordo que hicieron las botas al caer sobre la nieve, el susurro íntimo de las ropas al deslizarse sobre su cuerpo. Al imaginar la fuerza fibrosa de esos hombros, de esos brazos, sintió un hormigueo en los dedos, que deseaban acariciar los planos rígidos de su abdomen, la musculosa longitud de sus muslos.
Sus propios muslos se tensaron cuando el agua se agitó a su alrededor, alterada por un cuerpo mucho más grande y fuerte que el suyo. Contuvo el aliento cuando Rafael se acercó a ella, hasta que colocó las manos en el reborde de roca y la dejó encerrada. Extendió las alas para que el arcángel pudiera apretarse contra su espalda, e inspiró con fuerza.
—Rafael, esto no me ayuda en nada.
Notó la presión de su pene como un hierro al rojo vivo contra la piel, y el contacto de las alas le provocaba punzadas cálidas en el vientre. Un instante después, los labios masculinos le rozaron la oreja.
—Me torturas, Elena. —Los dientes se cerraron sobre su carne en un mordisco no demasiado suave.
Elena gritó, y el sonido resultó estridente, desconcertado.
—¿A qué ha venido eso?
—He guardado celibato durante un año, cazadora del Gremio. —Una mano enorme de dedos fuertes y masculinos le cubrió el pecho—. La necesidad me agria el carácter.
—Vaya, ¿no me digas que no has enterrado la polla en una de esas preciosas vampiras mientras yo no estaba disponible?
Rafael le pellizcó el pezón lo bastante fuerte como para hacerle saber que se había pasado de la raya.
—¿Tan poco valoras mi honor? —El hielo inundó el aire.
—Estoy celosa y frustrada —replicó ella, que extendió la mano hacia atrás para colocar la palma sobre su mejilla—. Y sé que tengo un aspecto horrible. —Sin embargo, las vampiras que superaban las primeras décadas tenían un aspecto arrebatador, con esa piel inmaculada y esos cuerpos esbeltos. Muy pocos humanos tenían la oportunidad de acostarse con un ángel, ya que había quien los superaba con creces en belleza.
Rafael deslizó la mano por uno de sus costados.
—Es cierto que has perdido un poco de peso, pero eso impide que me muera por penetrarte hasta hacerte perder el sentido.