11

Cinco días después de que Rafael la amara hasta hacerle perder el sentido, Elena estaba sentada en un tranquilo jardín iluminado por la luz del sol. Las pesadillas no se habían repetido desde esa noche, pero podía sentirlas en el horizonte, como una tormenta que no estaba preparada para enfrentar. De no haber contado con la implacable disciplina de los entrenamientos de Dmitri para mantenerse ocupada, su mente se habría hecho papilla en un intento por escapar de esa presión constante. Sin embargo, por extraño que pareciera, el Refugio también se había quedado tranquilo, ya que el ataque a Noel le había parecido una aberración a todo el mundo.

No obstante, la ira de Rafael no se había aplacado ni lo más mínimo.

—Nazarach niega cualquier tipo de relación con ese incidente —le había dicho la noche anterior mientras jugueteaba con los dedos sobre los músculos de su abdomen—. Podría introducirme en su mente, pero si está diciendo la verdad, tendría que matarlo, y perdería a uno de los ángeles más fuertes de mi territorio.

Elena había tragado saliva al ver la tranquilidad con la que hablaba de destrozar la mente de un ángel. Un ángel al que otra cazadora lo había descrito una vez como «un monstruo que probablemente se partiría de risa mientras te mata a polvos».

—¿Nazarach se volvería contra ti?

—Tú también lo harías si yo te hiciera algo así, Elena. —Había deslizado la mano sobre el borde superior de sus braguitas—. Debo tener pruebas… o me arriesgaré no solo a perder su lealtad, sino también la de otros ángeles fuertes que están de mi lado.

Elena sujetó su muñeca y le dio un apretón. Siempre que él daba, su cuerpo deseaba tomar. Sin embargo, había una advertencia en su mirada, una pasión oscura para la que ella no estaba preparada, para la que no estaba lo bastante fuerte. Todavía no.

—¿Lo necesitas para mantener el poder?

Rafael extendió la mano sobre su abdomen y agachó la cabeza para besarla con una languidez que hizo que a Elena se le doblaran los dedos de los pies bajo las sábanas, que ambos quedaran atrapados en las afiladas garras de la pasión.

—No.

Elena tardó un par de segundos en reunir el aliento necesario para responder.

—¿Y entonces?

—Los humanos lo necesitan, Elena. —Un sutil recordatorio.

Elena vio la pesadilla que él intentaba evitarle.

—La única razón por la que no hay más vampiros que se entreguen a la sed de sangre es que siempre hay un ángel que los mantiene a raya.

—Y ni siquiera un arcángel puede controlar a todos los vampiros que hay dentro de sus fronteras. Tendría que asesinarlos a todos si se entregaran a la sangre. —Enarcó una ceja—. Hay sombras en tus ojos… ¿Qué sabes de Nazarach?

—Otra cazadora lo siguió durante algún tiempo. —Ashwini se había negado en rotundo a regresar a Atlanta cuando surgió un trabajo que no estaba relacionado—. Me dijo que su casa estaba llena de gritos, llena de un dolor que podría hacer que una persona cuerda acabara en el mismo infierno. Al parecer, se llevó a dos vampiras a la cama sin otro motivo que castigar a sus parejas.

—Los vampiros eligen su eternidad cuando deciden ser Convertidos. —Una respuesta aterciopelada.

Una que ella no podía discutir.

Incluso su hermana Beth había intentado convertirse en candidata, a pesar de que había sido testigo del brutal castigo que recibió su esposo a manos del arcángel al que él llamaba amo.

—¿Crees a Nazarach?

—Miente sin inmutarse, pero no es lo bastante arrogante como para pensar que puede convertirse en arcángel.

—¿Quién más está en el Refugio, o lo estaba en esas fechas? —Ambos estaban de acuerdo en que el instigador debía de haber estado lo bastante cerca como para presenciar (y disfrutar) los resultados de sus órdenes—. ¿Dahariel? —La mirada carente de emociones de ese ángel, muy similar a la del ave cuyas alas eran iguales a las suyas, había hablado de una mente gélida y racional, capaz de justificar cualquier acto si este conllevaba el resultado deseado.

Un gesto de asentimiento.

—Y también Anoushka, la hija de Neha, que lleva aquí varias semanas.

Neha, la Reina de los Venenos y de las Serpientes.

Elena se estremeció al pensar en lo que la hija de Neha sería capaz de hacer y cogió uno de los libros que le había prestado Jessamy a fin de volver a concentrar su mente en el presente, en la hermosura de todo lo que la rodeaba. Nunca habría encontrado ese jardín secreto sin la ayuda del ángel de alas azules que estaba tumbado a su lado.

Las flores silvestres habían brotado con salvaje abandono y formaban un alegre círculo en torno al cenador de mármol en el que estaban sentados. El cenador era una estructura sencilla, aunque de diseño elegante: cuatro columnas sostenían un tejado que había sido labrado en una fiel reproducción de las sedosas tiendas de las tierras árabes.

—Hace demasiado frío para que salgan estas flores. —Elena acarició los alegres pétalos naranjas de una que le rozaba el muslo, ya que estaba sentada con las piernas colgando del borde.

—Las flores empezaron a salir sin previo aviso hará cosa de un mes. —Illium encogió los hombros—. A nosotros nos gustan… ¿Por qué cuestionarse un regalo así?

—Entiendo lo quieres decir. —Elena abrió el libro y extendió las alas sobre el mármol frío. Sus músculos ganaban fuerza día a día, y las alas ya no le parecían una carga adicional, sino una extensión natural de sí misma—. Aquí dice que las Guerras de los Arcángeles se iniciaron por una disputa territorial.

Illium se incorporó un poco, con lo que el cabello cayó sobre uno de sus ojos.

—Esa es la versión suave que elegimos para nuestros niños —dijo al tiempo que se apartaba el pelo de la frente—. Lo cierto es que, como siempre, el motivo fue algo mucho más humano. Todo comenzó por una mujer.

—Venga ya… ¿en serio? —Elena no intentó disimular su escepticismo.

Illium esbozó una sonrisa maliciosa.

—Tengo ganas de volar. Llámame si me necesitas.

Elena observó cómo se acercaba al saliente de un precipicio rocoso para lanzarse al vacío como una exquisita ráfaga de color azul plateado. Luego frunció el ceño y pensó: Rafael.

La respuesta llegó en una fracción de segundo.

, dijo él, las guerras comenzaron por una mujer.

Elena estuvo a punto de romper la página que tenía en la mano.

¿Cuánto tiempo llevas escuchando?

No había vuelto a obligarla a actuar contra su voluntad desde el acuerdo tácito que establecieron cuando sobrevolaban el Refugio, pero aquella… violación de sus pensamientos, de sus secretos… estaba mal. Quizá incluso peor. Porque había confiado en él su dolor, había decidido exponer una parte de sí misma que mantenía firmemente oculta.

Somos uno, Elena.

—Yo creo que no. —Si la cosa fuera en ambos sentidos, podría aceptarlo. Pero no era así. Y había luchado demasiado por su derecho a ser quien era como para ceder en esa situación. Respiró hondo y lo empujó mentalmente con todas sus fuerzas.

Elena, ¿qué estás hac… ?

Un silencio súbito.

¿Rafael?

Nada. En su mente no había esencia de lluvia. Una esencia en la que no se había fijado hasta que desapareció. No le dolió la cabeza, al menos no de inmediato, aunque comenzó a sentir cierta tensión una hora después de empezar a leer sobre las guerras. El libro decía que Titus se había puesto del lado de Neha y Nadiel, mientras que Charisemnon había luchado junto a Antonicus. Lijuan había permanecido neutral.

—Nadiel, Antonicus… —murmuró por lo bajo. Jamás había escuchado esos nombres con anterioridad.

Alzó la mano para frotarse la sien y pasó otra página. La encantadora y detallada imagen que vio la dejó sin aliento. El rostro de aquella criatura era un paradigma de pureza; sus ojos eran de ese azul imposible que Elena tan solo había visto en otro ser; su cabello era negro como la noche… tan oscuro como el de Rafael…

—Caliane —leyó—. Arcángel de Sumeria.

Sintió un dolor espantoso en el cuello y supo que había llegado el momento de abandonar el escudo mental. Lo había mantenido durante mucho más tiempo que cuando era mortal, pero no lo suficiente… Tendría que reservarlo para ocultar esos secretos que no podía permitirse que el mundo conociera, esos secretos que ni siquiera ella podía soportar.

Las esencias del viento y de la lluvia no reaparecieron de inmediato. Pero sí otro aroma.

Un aroma almizcleño exótico y sensual, matizado con el delicado toque de las más raras orquídeas.

Pero esa esencia no estaba en su mente, comprendió Elena casi al instante. Estaba en el aire.

Tras notar la descarga de adrenalina, Elena dejó el libro a un lado y se puso en pie justo en el momento en que Michaela aterrizaba delante de ella. El impacto visual fue sobrecogedor. Por más que le desagradara esa criatura, tenía que admitir la verdad. Las alas de Michaela tenían un magnífico color bronce, su cuerpo era un paisaje de curvas y valles equilibrado a la perfección. Y su rostro… no había otro tan extraordinario en todo el mundo.

—Vaya… —Sus labios exuberantes se curvaron en una sonrisa que hizo que Elena se alegrara de llevar la pistola consigo—, así que he desenterrado al ratoncillo que Rafael ha estado escondiendo. —La arcángel se adentró en el cenador, y sus alas adquirieron el color del ámbar gracias a los rayos de un sol que empezaba a ponerse. Ese día llevaba puestos unos elegantes pantalones de color arena, y su «camiseta» consistía en una única tira blanca y suave que se enrollaba en su cuello antes de cruzarse sobre sus pechos para acabar atada en un lazo bajo sus alas. Un atuendo refinado, sugestivo e incitante.

Elena sabía a la perfección a quién pretendía incitar. Apretó las manos hasta cerrarlas en puños. El sentido común se hizo trizas y estalló en llamas a causa de la furia posesiva que se atascó en su garganta.

—No sabía que me encontraras tan fascinante.

Michaela entrecerró los párpados.

—Ahora eres un ángel, cazadora. Y yo soy tu superior.

—No lo creo.

La arcángel clavó la vista en el libro.

—Esa es la compañía que deberías frecuentar. Esa maestrucha lisiada encaja mucho mejor con tu posición.

Escuchar esa descripción denigrante de Jessamy (una criatura amable, inteligente y sabia) hizo que Elena lo viera todo rojo.

—Ella es diez veces más fémina de lo que tú lo serás jamás.

Michaela hizo un gesto con la mano, como si esa idea fuera tan ridícula que ni siquiera mereciera consideración.

—Tiene trescientos años, y se pasa los días encerrada con libros polvorientos que a nadie salvo a un tullido podrían parecerle interesantes.

—Según parece, Galen la encuentra algo más que interesante. —Un disparo a ciegas.

Pero dio en el blanco.

—Galen es un cachorro que todavía no ha aprendido a elegir a sus enemigos.

—¿Él también te rechazó? —inquirió la cazadora, aunque sabía que era una provocación—. Pues claro… seguro que sigue el ejemplo de su sire. —Elena salió disparada por los aires, y se quedó sin aliento cuando acabó estampada contra la columna de mármol que había al otro lado del cenador. Sentía un dolor de mil demonios, pero le dio la impresión de que no tenía nada roto.

Fue entonces cuando la sintió, cuando sintió la gélida puñalada del miedo.

—¿Dónde está Illium?

—Ocupado con otros asuntos. —La arcángel esbozó una sonrisa burlona mientras se acercaba. Todos sus movimientos tenían una cualidad sensual inherente—. Estás sangrando, cazadora. Qué torpeza por mi parte…

Elena saboreó la sangre del corte que tenía en el labio, pero no dejó de vigilar a Michaela. Era muy consciente de que esa zorra estaba jugando con ella, de que había ido a verla por una razón muy específica.

—Si le has hecho daño, Rafael te dará caza.

—¿Y si te hago daño a ti?

—Acabará contigo. —Lanzó una patada que estampó su pie derecho contra la rodilla de Michaela.

Para su asombro, la arcángel cayó. Pero lo más sorprendente de todo, ya que Michaela estaba en pie un segundo después, fue que sus ojos empezaron a brillar desde el interior.

—Creo —dijo la arcángel en un tono que a Elena le recordó la escalofriante vena sádica de Uram— que estoy más que dispuesta a averiguar lo que le haría Rafael a quien se atreviera a hacer daño a su pequeña mascota.

Elena apretó el gatillo de la pistola que había conseguido sacar un instante después de que Michaela cayera al suelo. Pero no ocurrió nada. Un segundo más tarde, sus dedos se aflojaron uno a uno y dejaron caer el arma al suelo. Sintió que algo golpeaba su pecho en ese mismo momento, pero cuando bajó la vista, no vio nada. Su corazón se desbocó a causa del pánico. Un instante después, notó unos dedos esqueléticos (duros y coronados de uñas afiladísimas) que se cerraban alrededor de ese órgano aterrado y lo apretaban hasta que la sangre le llenó la boca y empezó a correr por su barbilla.

Michaela tenía una expresión casi divertida.

—Adiós, cazadora.

Elena vio un centelleo azul a su derecha y atisbó a Illium, rodeado de alas y cubierto de sangre. Recuperó la sensación en los dedos en ese preciso momento.

—Zorra… —Fue un susurro casi inaudible destinado a distraer a la arcángel mientras cogía la daga oculta en el bolsillo lateral de sus pantalones. La sujetó con toda la fuerza de su determinación y se la arrojó, pasando por alto el dolor, pasando por alto la sangre que manaba de su boca.

Michaela soltó un alarido y bajó la mano cuando la hoja se clavó en su ojo. Un fuego abrasador arrasó el cenador al secundo siguiente, pero fue Michaela quien acabó inconsciente contra la columna de atrás, no ella. Elena intentó ver algo a través de las lágrimas provocadas por la neblina de poder y, al final, divisó a Rafael, cuyas manos estaban envueltas por el resplandor letal del fuego de ángel.

Escupió la sangre que le llenaba la boca.

—No… —Un graznido que nadie habría podido escuchar.

Rafael, no lo hagas. Ella no merece la pena. Había matado a Uram porque era necesario hacerlo, pero algo en su interior había muerto cuando le arrebató la vida al otro arcángel. Elena percibía esa cicatriz, aunque no sabía cómo. Yo la provoqué.

Eso da igual. Vino aquí para matarte.

Cuando alzó la mano, el fuego azul se extendió por sus brazos, y Elena supo que Michaela estaba a punto de morir. Se deslizó hasta el suelo y dijo algo que jamás le había dicho a otro hombre: Te necesito.

La cabeza de Rafael se volvió hacia ella en una fracción de segundo. Sus ojos resultaban de lo más extraños a causa de su luminiscencia. El tiempo se congeló. Y un instante más tarde, estaba arrodillado a su lado. El fuego azul regresó al interior de su cuerpo con un violento chasquido.

—Elena… —Cuando él le acarició la mejilla, la cazadora notó una inexplicable oleada de calor en todo el cuerpo, una calidez que aliviaba su magullado corazón. Un segundo después, los latidos se aplacaron.

Alzó los brazos y lo atrajo con fuerza para acurrucar su cabeza mientras le susurraba al oído:

—No permitas que Michaela te convierta en un ser como ella. No dejes que gane.

—Vino a dañar lo que es mío. No puedo permitir que eso quede sin castigo.

La posesión era un muro de llamas negras en el interior de sus ojos, pero Elena sabía que todo aquello no se debía tan solo al instinto posesivo.

—Es una cuestión de poder, ¿no es cierto?

Un gesto de asentimiento que hizo que los sedosos mechones azabache cayeran sobre sus manos. Su arcángel estaba dispuesto a entrar en razón. Al menos por el momento.

—Está inconsciente, con mi daga clavada en el ojo. Déjala en algún lugar donde todo el mundo pueda verlo.

—Esa es una idea sanguinaria… —Apoyó la boca contra la suya. Al parecer, ya controlaba su ira—. La humillación será peor que cualquier posible tormento físico.

—Esa zorra no solo vino a por mí, también le hizo daño a Illium. ¿Él está…?

—Es uno de mis Siete —dijo Rafael—. Vivirá… aunque no puedo decir lo mismo de los de Michaela.

—Pobre Campanilla… —replicó ella, que se asomó para ver cómo Illium acababa con el último de los ángeles que luchaba contra él—. Parece que siempre acaba herido por mi c… —Se le cerró la garganta al ver cómo Illium le cortaba las alas al ángel caído con una espada que había sacado literalmente de la nada—. Rafael…

—Es un castigo justo. —Se puso en pie para acercarse a Michaela. La arcángel dejó escapar un gemido cuando él la cogió en brazos, pero no recuperó la consciencia—. Quédate aquí, Elena. Regresaré a buscarte.

La cazadora observó cómo remontaba el vuelo. No estaba segura de si la arcángel sobreviviría a la furia glacial que había convertido el rostro de Rafael en esa máscara indiferente, una máscara que ella no había vuelto a ver desde que se convirtieron en amantes. Apoyó la mano en la columna que tenía detrás e intentó ponerse en pie. Justo en ese instante, Illium se adentró en el cenador. Tenía el rostro, el cabello y la espada cubiertos de sangre.

—¿De dónde salió esa espada? —le preguntó cuando se situó frente a ella, como un centinela. Le habían desgarrado la camisa, así que su espalda estaba al descubierto. Illium extendió las alas para ocultarla, y el mundo de Elena quedó reducido a un muro de músculos masculinos ensangrentados y plumas de color azul plateado empapadas en un fluido que se oxidaba con rapidez.

—Te he fallado otra vez —fue la tensa respuesta.

Elena tomó unas cuantas bocanadas de aire y se apoyó la mano sobre el corazón, ya que todavía sentía esos dedos fantasmales que la aferraban.

—Illium, has acabado con cinco ángeles. Y les has cortado las alas. —Con gélida y serena eficiencia.

Él volvió la cabeza para enfrentar su mirada.

—¿Sientes lástima por ellos? —inquirió con un levísimo matiz de acento británico.

—Yo solo… —Elena sacudió la cabeza mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas—. Cuando me sentaba en mi apartamento para contemplar a los ángeles que aterrizaban en el tejado de la Torre, envidiaba su capacidad de volar. Las alas son algo muy especial.

—Crecerán de nuevo —dijo Illium—. Con el tiempo.

La frialdad de su voz resultaba sorprendente. Y él debió de darse cuenta, porque de pronto esbozó una sonrisa helada.

—Tu mascota tiene colmillos, Elena. Y eso te desagrada.

Era la bofetada que necesitaba para despejar la neblina que enturbiaba su mente.

—Te considero mi amigo. Y la mayoría de mis amigos podrían acabar con un ángel remilgado cuando les diera la gana.

Illium parpadeó. Una vez. Dos. La familiar sonrisa maliciosa se abrió paso en su rostro.

—Ransom tiene un cabello muy largo y hermoso. ¿Quieres que le presente a Relámpago?

Como era de esperar, Illium le había puesto nombre a su espada.

—Inténtalo si quieres, pero te apuesto lo que sea a que cuando vuelvas tendrás unas cuantas plumas menos.

El ángel de alas azules alzó la enorme espada de doble filo como si fuera a enfundársela a la espalda. Elena estaba a punto de advertirle que ya no llevaba puesto el arnés… pero la espada desapareció.

—Todos tenemos nuestros talentos, Ellie. —Una sonrisa tímida—. El mío es de lo más útil. No tengo glamour, pero puedo hacer que los objetos pequeños que están cerca de mi cuerpo desaparezcan.

Elena se preguntó si eso significaba que un día se Convertiría en arcángel.

—¿Has llevado una espada encima desde el momento en que nos conocimos?

Un encogimiento de hombros.

—Una espada, una pistola… a veces una cimitarra. Las cimitarras son un arma excelente para las decapitaciones.

Elena hizo un gesto negativo después de escuchar ese sanguinario recital, pero se detuvo al notar que la cabeza empezaba a dar vueltas.

—Ve a lavarte esa sangre, Campanilla.

—Cuando regrese Rafael.

Elena dio unos cuantos pasos por el cenador después de empujar a Illium para que se apartara.

—Puedo caminar hasta casa. —Sentía los cardenales que empezaban a aparecer en su cuerpo, pero no había salido tan mal parada después de todo… en especial su corazón. Se frotó la zona con la palma de la mano. La notaba un poco dolorida, pero por lo demás estaba bien—. Y, como no soy una suicida, permitiré que me acompañes.

—El sire te ha pedido que te quedes aquí.

En realidad, pensó Elena, había sido más bien una orden… que esperaba ser obedecida sin rechistar.

—Illium, hay algo que deberías saber si quieres que esta amistad prospere. Es muy poco probable que obedezca todas y cada una de las órdenes de Rafael.

El rostro de Illium se llenó de censura.

—Él tiene razón, Ellie. Aquí no estás segura.

—Soy una cazadora nata —le dijo con voz ronca—. Jamás he estado a salvo.

«Ay, mi pequeña cazadora… Mi dulce y deliciosa cazadora…»

Elena desechó ese recuerdo como si se tratara de un abrigo innecesario, pero sabía que volvería para acosarla una y otra vez. Empezó a caminar. Illium trató de impedírselo poniéndose delante, pero Elena tenía ventaja: sabía que él no le pondría un dedo encima.

Casi había olvidado a los ángeles que él había dejado en los jardines.

Parecían pájaros heridos, y su sangre salpicaba el suelo, convirtiendo el prado de flores en un matadero.