10

Las fibras de alfombra procedentes de los restos en los que habían envuelto el cuerpo de Candace Lewis eran de polipropileno, un material utilizado en menos de una cuarta parte de las alfombras de los Estados Unidos.

Sara Sidle había localizado las diez tiendas de la zona donde vendían esta variedad de alfombra, ya que tenía que averiguar cuántas alfombras de ese tipo y con ese dibujo habían vendido.

—Con lo fea que es —le dijo Sara a Warrick Brown en el Tahoe, aparcado al otro lado de la residencia de Kyle Hamilton—, no pueden haber vendido muchas.

—Nunca lo sabrás —dijo Warrick con una sonrisa irónica, sentado detrás del volante—. Si subestimas el mal gusto de la gente, puedes tener problemas.

—No discutiré. De todos modos, seguiremos con esto cuando vuelva del laboratorio.

—¿Más horas extras?

—Bueno, no puedo llamar a las tiendas durante nuestro turno. Incluso en Las Vegas, las tiendas de alfombras abren con un horario fijo.

Este era uno de los problemas de trabajar en el turno de noche, agravado por la escasa relación que mantenían con el personal del turno de día de Conrad Ecklie: algunos contactos que necesitaban hacer no podían realizarse durante el turno de noche.

Los dos CSI estuvieron sentados en el Tahoe durante quince minutos; él sorbiendo café y ella tomándose un té. Faltaba poco para las seis de la mañana; Brass estaba de camino. A pesar de la hora que era, Brass había visitado a un juez para obtener la orden de registro del Monte Carlo blanco de Kyle Hamilton con la luz trasera rota.

Ellos habían relevado al coche patrulla del departamento de policía del norte de Las Vegas, que había estado vigilando su residencia en Cotton Gum Court. El policía había informado de la falta de actividad en la casa de estuco de dos pisos. Las posibilidades de que el coche estuviera en el garaje —situado frente a ellos, la puerta principal de la vivienda quedaba a su izquierda— eran pocas; pero, para empezar, debían entrar en el garaje. El sol ya se divisaba sobre el horizonte, pero la noche aún seguía cubriéndolo todo; el cielo era de un gris cobalto y los vecinos más madrugadores todavía necesitaban encender las luces para guiarse en la oscuridad.

Warrick se levantó y casi derramó el café.

—¿Esa luz ya estaba ahí antes?

—¿Qué luz?

—Arriba. En la segunda ventana. No la recuerdo.

Sara se encogió de hombros.

—Lo siento, pero no le he prestado atención. Sólo estoy aquí sentada, hecha polvo, esperando a Brass.

A su alrededor, todo el vecindario volvía a la vida. Las casas estaban construidas con el mismo patrón, pero los rituales matutinos variaban, al menos un poco. Un coche salió de un garaje y el conductor observó detenidamente al hombre negro y a la mujer blanca del Tahoe mientras salía lentamente de su palacio con su 4 x 4.

Más allá, un hombre con traje, de unos treinta años, salió y recogió el periódico, echó un rápido vistazo a la portada y volvió a entrar sin ver a los CSI. Y, mientras tanto, la casa de Hamilton seguía muerta.

Excepto por esa luz...

Con el ceño fruncido y muy alerta, Warrick observaba la casa mientras Brass se le acercaba por detrás. Cuando llegó a la altura del coche, el capitán se inclinó hacia la ventanilla de Warrick como si fuera un vendedor de un semáforo.

—Como habíamos supuesto, sólo podemos registrar el garaje —dijo Brass, agitando la orden—. No teníamos suficientes pruebas para justificar el registro de la casa.

—Creo que puede haber alguien en casa —dijo Warrick y apuntó a la luz del segundo piso.

Brass entornó los ojos y miró hacia la casa.

—¿Estás seguro de que no estaba cuando llegasteis?

—No lo estoy —admitió Warrick.

Por lo demás, la casa de Cotton Gum Court todavía parecía desierta —en el primer piso, las cortinas descorridas, las persianas de la planta baja bajadas, la puerta del garaje cerrada. No se oían perros ladrando y nadie había recogido el periódico de la mañana. Solamente esa luz, en el primer piso...

—Llamaré al timbre, como precaución —dijo Brass y miró la casa mientras esperaba que Sara y Warrick bajaran del Tahoe y cogieran sus maletas plateadas del capó.

Tan pronto como llegaron a la acera, otra luz se encendió en una pequeña ventana del primer piso. Aquella luz amarilla brillaba detrás de las blancas cortinas.

Avanzaron un paso y la luz se apagó. Sara tuvo la sensación de que, de algún modo, las luces eran activadas por sus movimientos. ¿Quizás era un sistema de seguridad?

Cuando estaban a punto de llegar a la casa, una luz se encendió en la planta baja. Su brillo atravesaba los ladrillos de cristal situados a ambos lados de la puerta principal, como si tuviera el propósito de interceptarles en la entrada.

Brass, con el ceño fruncido y gesto prudente, levantó un dedo para llamar al timbre, pero antes de que pudiera apretar el botón la puerta se abrió y un hombre blanco, alto, delgado y con gafas, vistiendo unos pantalones cortos y una camiseta Cowboy Bebop, saltó un paso hacia atrás, aullando como un perro guardián.

Después el hombre adoptó una postura de artes marciales y gritó algo en japonés. Sara no tuvo miedo, al contrario, se tapó la boca con una mano para esconder una carcajada.

Todavía en su postura de combate, el hombre, con una desaliñada barba de dos días, gritó con una voz nasal, en inglés:

—¿Quiénes demonios son ustedes?

—Relájate, Jackie Chan —dijo Brass y añadió—, Policía de Las Vegas —mientras cogía la insignia de su bolsillo.

El hombre sólo movió una mano para colocarse bien las gafas de pasta negra sobre su nariz.

—Saque esa placa despacio —exigió, con una voz que retumbaba.

Brass sacó su placa. Los CSI mostraron sus placas identificativas colgadas del cuello. Sara se dio cuenta de que su reacio anfitrión llevaba unas viejas bambas de hacer footing sin atar, por lo que en cualquier ataque de kárate habría caído sin remedio.

¿Este payaso era su asesino?

El hombre delgado, conteniéndose, abandonó su postura y miró detenidamente a cada CSI, comparando sus caras con las fotografías que aparecían en sus credenciales.

—Perdonen —dijo un poco tímidamente—. Hay que ser cuidadoso, estos días. Muchos psicóticos ahí fuera... Y ustedes me asustaron.

Brass le hizo una mueca.

—Creíamos que no había nadie en casa.

—Bueno, yo estoy en casa —dijo, inútilmente—. Tengo un mal resfriado. Llevo en cama con Frenadol desde ayer por la mañana, muerto para el mundo... un poco mejor ahora.

Esto explicaba por qué nadie había contestado al timbre cuando Warrick y Brass fueron por primera vez a la casa.

Brass finalmente le preguntó:

—¿Es usted Kyle E Hamilton?

El hombre asintió.

—Oigan, soy un gran partidario del cumplimiento de la ley. No pretendía asustarles.

Los labios de Warrick se movieron intentando disimular una sonrisa y Sara giró la cara y tosió para ocultar una carcajada.

—¿Cómo puedo ser de ayuda, agente?

Brass dijo:

—Su coche está involucrado en una investigación que estamos realizando. Es cuestión de rutina, pero nos gustaría hacerle algunas preguntas.

—¿Mi coche? No he salido de aquí desde ayer. Estaba haciendo una instalación en New York New York, pero este resfriado no me dejó continuar.

Hamilton, con su cara delgada, sus elevados pómulos y unos grandes ojos azules que se movían rápidamente de un lado a otro, tenía un gesto confundido, de victimismo. A Sara le recordaba a muchos otros tipos paranoicos y socialmente inadaptados que había conocido y que trabajaban en empresas de seguridad.

Brass intervino:

—Señor Hamilton, ¿podemos entrar? Sólo tardaremos un minuto o dos.

Hamilton dijo:

—Desde luego. —Y añadió dirigiéndose a Warrick—: ¿Podría recogerme el periódico? Por eso iba a salir.

—Sí, ningún problema —dijo Warrick con una sonrisa, y lo recogió; después entró en la casa con Brass y Sara les siguió.

La puerta principal daba paso a un modesto recibidor con una pequeña sala de estar a la derecha. El suelo de parqué estaba cubierto en el centro con una alfombra redonda con el símbolo del yin y el yang. Un futón blanco abrazaba la pared trasera y, junto a la pared frontal, encima de una mesita baja, había un pequeño televisor y, debajo, un DVD y un vídeo. Un póster de tela de Bruce Lee colgaba en la pared más alejada.

—¿Y en qué dicen que está involucrado mi coche? —preguntó Hamilton, cuyo rostro reflejaba las mil situaciones extremas que en aquel momento estaba imaginando su paranoica mente.

—Tenemos un informe en el que su vehículo podría haber estado en el escenario de un crimen a principios de semana. Para comprobarlo, nos gustaría echar un vistazo a su coche.

El tipo huesudo se lo pensó unos instantes, mientras acariciaba, inconscientemente, su desaliñado bigote.

—Por favor, no me malinterpreten. Yo les apoyo, pero conozco mis derechos. Soy muy maniático con los formalismos. Necesitan una orden.

Brass sacó la orden del bolsillo interior de su abrigo y se la mostró.

—Aquí la tiene.

Con los ojos desorbitados, horrorizado, Hamilton se echó hacia atrás, como si Brass le hubiese intentado dar una bofetada con los papeles.

—¡Yo no quería decir que realmente necesitaran una orden! No, no. Me alegra poder colaborar con ustedes. Sólo quería que supieran que estoy al tanto de mis derechos. Esa orden no es necesaria.

—¿Por qué no la coge? Léasela, por favor.

—De acuerdo —dijo sonriendo nerviosamente—. Sólo es que... bueno... es temprano. Lo siento. Aún tengo la cabeza que me retumba, ¡este resfriado me ha dejado KO! Bueno, creo que tienen un trabajo duro y estoy dispuesto a ayudarles. Pero es que me han cogido por sorpresa.

—Entiendo —dijo Brass.

Hamilton estudió el documento durante un rato y después se dirigió hacia la parte trasera de la casa y dijo:

—Síganme, por favor. ¿Por qué creen que es mi coche? El de la escena del crimen que investigan, quiero decir.

Warrick dijo:

—El coche visto en la escena tenía un piloto trasero roto.

Hamilton se detuvo de repente y los tres agentes casi tropezaron con él. Se volvió hacia ellos y, frunciendo el ceño, dijo:

—Bueno, entonces están perdiendo el tiempo.

Sara preguntó:

—¿Por qué, señor Hamilton?

Se encogió de hombros.

—Porque no tengo ningún piloto trasero roto.

—Debemos comprobarlo —dijo Brass—. Formalismos.

Asintiendo ligeramente, Hamilton volvió a dirigirse a la parte trasera de la casa.

—¿O sea, que son CSI? —le dijo Hamilton a Warrick.

—Eso es.

—Debe de ser un trabajo excitante.

—Hombre, tiene sus momentos.

Hamilton miró a Sara y le comentó:

—¡Se deben encontrar con auténticos tarados, supongo!

—Sí, de vez en cuando.

Cuando su anfitrión llegó a la cocina, giró a la izquierda y abrió una puerta que daba acceso a una habitación oscura. Abrió un armario con puerta de tela metálica y accionó un interruptor. El garaje de dos coches se iluminó.

El Monte Carlo del 98 estaba situado justo en medio. A un lado del coche había un pesado saco de boxeo colgado de una biga. Junto a él había un banco de hacer pesas, con un peso sujeto de la barra que Sara podría haber levantado sin dificultad.

Hamilton les llevó hasta la parte trasera del coche y miró los pilotos traseros.

—¡Qué demonios! —soltó Hamilton, inclinando la cabeza hacia un lado, como si intentara comprender cómo se había podido romper la luz del parachoques trasero del coche.

De hecho, el piloto estaba casi intacto, sólo faltaba un pequeño pedazo cerca de la base, como si algo hubiese chocado contra él y hubiese roto una pieza, quizás el cuerpo de Candace Lewis.

Warrick dejó su equipo de investigación de la escena del crimen en el suelo, lo abrió y cogió una bolsa de pruebas en la que había una pieza de plástico rojo.

—¿Qué es esto? —preguntó Hamilton con voz temblorosa mientras merodeaba alrededor de Warrick.

Sara dijo:

—El trozo de plástico que encontramos en nuestra escena del crimen. Debemos ver si encaja con lo que falta de su piloto.

Hamilton estaba pálido como la muerte y Sara pensó que no era por su enfermedad. El hombre se apartó como si todas las cosas malas de su pasado, reales o imaginarias, volvieran a su vida.

Warrick sacó la pieza de la bolsa y la encajó en el agujero del piloto del Monte.

Desde un rincón, Hamilton dijo:

—¡Encaja perfectamente!

—Sí —dijo Warrick con brusquedad.

—¿Esto qué significa?

Brass sonrió a su anfitrión y dijo:

—Significa, señor Hamilton, que va a tener que responder a muchas preguntas y que estos criminalistas van a inspeccionar su casa y su coche.

Hamilton pareció empequeñecer y Sara se preguntó si iba a ponerse a llorar.

De pronto el hombre se detuvo y dijo:

—Yo no he hecho nada. Pueden buscar todo lo que quieran, y no necesitan otra orden para mi casa o para cualquier otra cosa. Pero no van a encontrar nada.

Warrick se acercó al piloto roto.

—¿No recuerda haber hecho esto?

—No. A menos... —sus ojos se encendieron como si la paranoia los hubiese invadido—. ¡Quizás alguien intenta tenderme una trampa!

—¿Una trampa, por qué, señor Hamilton? —preguntó Brass amablemente—. ¿Por qué no dejamos que los CSI hagan su trabajo y usted y yo vamos a dar un paseo?

—De acuerdo. Yo estoy aquí para colaborar. Espero que haya quedado claro.

—Claro como el agua.

Sara y Warrick se cruzaron una mirada entornando los ojos y empezaron a trabajar: ella empezó con el coche y Warrick con el garaje. Después de una hora en el maletero, Sara salió fuera. No había encontrado nada, ni sangre, ni fibras, ni pelos, ni restos de cinta adhesiva. El sudor le había enmarañado el cabello en la frente y la nuca.

—Éste no es el coche, Warrick —dijo, con total naturalidad—. En este maletero nunca ha habido un cadáver.

—¿Estás segura? —preguntó Warrick, desde el banco de trabajo situado en la parte más alejada de donde ella estaba—. Este hombre es un fanático de las fuerzas del orden, conoce nuestros métodos. Quizá lo ha limpiado todo.

—¿Te parece lo bastante inteligente como para borrar todas y cada una de las pruebas? —preguntó Sara mirando al Monte Carlo—. Si el cuerpo de Candace Lewis estuvo en este maletero, habría alguna prueba de ello. Sangre, fibras en la alfombra, un cabello, algo. Pero sólo hay porquería. Y tú, ¿qué has encontrado?

—Mucho de nada —contestó Warrick.

Sara hizo un gesto con las dos manos.

—¿Quizás sea porque no haya nada que encontrar? Quiero decir, ¡por Dios!, encontramos más cosas en casa del alcalde. Por lo menos aquellos cabellos nos confirmaron que Candace había estado allí.

Warrick estuvo meditando durante un rato; acto seguido, moviendo la cabeza hacia la casa, dijo:

—Vamos a dar un paseo con Brass.

Guardaron sus cosas y las llevaron hasta la casa. Warrick hizo señas a Brass para encontrarse en el jardín. Poco después, Brass se reunió con ellos.

—¿Qué habéis encontrado? —preguntó.

Los dos CSI se encogieron de hombros.

Brass frunció el ceño.

—¿Eso qué significa?

Sara dijo:

—A menos que este tipo sea el Doctor No o el Profesor Moriarty de la limpieza de la escena del crimen, Candace Lewis nunca estuvo en su maletero.

—¿Estáis seguros? ¡Pero si la pieza del faro encajaba!

Ella asintió:

—Sí, a la perfección. Y ésta es una pieza importante del rompecabezas. Pero aparte de esto, no he encontrado nada más. ¿Qué dice Hamilton?

Brass suspiró.

—Dice que nunca había oído hablar de la chica hasta que apareció en la prensa.

—¿Le crees?

El detective se encogió de hombros con desgana.

—¿Tiene una coartada para esa noche? —preguntó Warrick.

—Sí, dice que estuvo en el casino All-American Jukebox, toda la noche.

—¿Jugando?

Brass negó con la cabeza.

—Instalando un nuevo sistema de seguridad.

—¿Pero no es un guarda de seguridad? —preguntó Warrick.

—No —contestó el detective—. Es un instalador. Trabaja para una compañía que se encarga de un montón de casinos.

Warrick frunció el ceño.

—Sistemas de seguridad. ¿Esto no te suena de algo?

La mente de Sara estaba en otro sitio.

—Entonces, es posible que aparezca en la grabación de vídeo del casino de la noche del asesinato, en algún lugar, en algún momento, ¿cierto?

—Puede ser —dijo Brass.

—Sería de gran ayuda para confirmar su coartada —dijo Warrick.

Hamilton echó un vistazo desde la puerta de entrada y salió; llevaba una taza de café.

—¿Va todo bien, chicos?

Los agentes se miraron, se encogieron de hombros y, finalmente, Brass asintió con la cabeza.

Hamilton se les acercó y, como si se tratara de algo confidencial, preguntó:

—Perdonad, pero ¿estáis autorizados a decirme quien vio mi coche en la escena del crimen?

Lentamente, Brass negó con la cabeza y dijo:

—Lo siento.

Hamilton tomó un sorbo de café y miró a Brass a los ojos, preguntándole:

—Sólo me estaba preguntando si... ¿quizás ha sido David Benson?

¡Su testigo presencial!

Y Benson también era instalador de sistemas de seguridad... Esta coincidencia era lo que le sonaba a Warrick y... ¡ninguno de los agentes había conseguido recordarlo!

Brass mantuvo la calma.

—¿Por qué lo pregunta, señor Hamilton?

—¡Oh!, perdonen, no quisiera ser maleducado. ¿Alguno de ustedes quiere un café?

—No, gracias, señor Hamilton —respondió Brass—. ¿Benson, ha dicho usted?

Con la voz helada, Hamilton dijo:

—Ese pequeño bastardo ha sido mi cruz desde hace dos años. Verá, yo trabajo para Spycoor, y Benson trabaja en Double-O Gadgets.

Warrick dijo:

—¿Son competencia?

—Algo así. Trabajamos en el mismo territorio, pero para diferentes empresas. Nos hemos peleado un par de veces por los clientes y ha intentado hacerme boicot empresarial, metiéndome en líos con la policía.

—¿Nos podría dar más detalles?

—Y tanto. Largo y tendido.

Sara se giró hacia Warrick y le susurró:

—El dogma de Grissom.

Con expresión de reproche, Warrick replicó:

—El primero en la escena es el primer sospechoso.

—O sea, ¿nos la han estado jugando?

Warrick se acercó a ella y le dijo en voz baja:

—Nos la han estado jugando.

Brass todavía estaba hablando con Hamilton.

—Gracias por su tiempo, señor. Voy a enviar a otro detective para que le dé usted los detalles sobre las otras... travesuras que le ha hecho Benson. Pero sepa usted que nos ha sido de gran ayuda.

Los ojos del escuálido hombre parecían bailar bajo las gafas.

—¿De veras? ¡Fantástico! No puedo imaginar nada mejor.

—¿Cómo dice?

—Sí, ayudarles a resolver un gran caso y, al mismo tiempo, ¡meterle a Benson un palo por el culo! Ya me entiende. ¡Me siento mucho mejor!

Los tres agentes salieron a la calle prácticamente zumbando y se dirigieron a la parte trasera del Tahoe, donde Sara y Warrick cargaron sus cosas. Entonces se alejaron de manera que el coche quedaba entre ellos y la casa de Hamilton.

—¿Qué opináis? —preguntó Brass.

Warrick contestó, aún hablando en voz baja:

—¿Quién investigó a Benson?

Los agentes se miraron los unos a los otros. Warrick refunfuñó.

Sara decidió coger su móvil y llamar a Grissom para informarle cuando, de pronto, éste sonó.

—Sara Sidle.

—Pasamos alguno por alto —dijo la voz de Grissom.

Sara miró a su alrededor, como si esperara encontrarle escondido en algún rincón, espiándoles.

—Estábamos pensando lo mismo.

—El coche de Kyle Hamilton podría ser una pérdida de tiempo —comentó Grissom— que nos ha preparado el asesino.

—Creo que sí. El plástico del piloto trasero encaja, pero su coche está más limpio que los chorros del oro. ¿Cómo lo supiste?

—Estaba hablando con Nick y Catherine sobre su caso, y sobre cómo habían pasado por alto un aspecto clave... y caí en la cuenta de que habíamos cometido el mismo error fundamental...

Y al unísono, Sara y Grissom dijeron:

—El primero en la escena es el primer sospechoso.

Sara dijo:

—Hamilton es un rival de Benson en el juego de las instalaciones de seguridad. Ahora ya sabemos por qué Benson era un testigo tan bueno. Volved aquí.

—Ahora mismo —dijo Sara, pero era tarde; Grissom ya había colgado.

En menos de una hora, los CSI estaban estudiando el caso desde diferentes ángulos, intentando averiguar más sobre David Benson. Warrick estaba investigando la trayectoria profesional de Benson, mientras Sara estudiaba su pasado, buscando una conexión entre Benson y Candace Lewis. Grissom se ocupaba de los laboratorios que se encargaban de las pruebas físicas que tenían.

Grissom era, de hecho, quien primero anunciaba cualquier progreso. Entró en la habitación donde Sara estaba trabajando y dijo:

—Mobley está limpio. Greg me ha notificado que el ADN del sheriff no coincide con ninguna de las muestras que tenemos.

—¿Qué hay de Ed Anthony?

—También está limpio. Él puede ser nuestro sospechoso favorito, pero no es el culpable.

—¡Qué lastima! ¿Cómo le va a Warrick?

—Nada del otro mundo. ¿Y tú?

Sara levantó la mirada del monitor y se encogió ligeramente de hombros.

—Sabemos que Candace era una adicta al trabajo y que pasaba muy poco tiempo con sus amigos o familiares. Y Benson es todo un misterio. Compró su casa hace dos años, paga sus facturas, parece un chico formal.

—Es posible que sea un chico formal cuyas aficiones incluyen la necrofilia e incriminar a la competencia en un asesinato. Seguid buscando, tiene que haber algo.

—Gil, es posible que nuestro testigo no sea el asesino. Puede que haya aprovechado esta oportunidad para buscarle problemas a su rival en los negocios.

—No lo creo. No me cuadra que le haya tendido una trampa a Kyle Hamilton si él no tuviera algo que ver con esto.

—¿Qué es esto, una corazonada? —preguntó Sara, inocentemente.

Grissom la miró inexpresiva y después sonrió.

—Sí, es una para ti. Te toca. Encuentra algo que relacione a Candace Lewis con David Benson.

Y se marchó.

Warrick Brown acabó de revisar la trayectoria profesional de Benson y no encontró nada; pero, en lugar de sentarse, fue a buscar a Grissom. Lo encontró en rastros, inclinado sobre una mesa de trabajo.

—¿Qué tienes, Gris?

—Si hemos aprendido una cosa en este caso es a no ignorar lo básico. Por eso he vuelto a lo primero que podría engañarnos.

—Las pruebas —dijo Warrick.

Mirando por encima del hombro de su jefe, Warrick vio un trozo de cinta adhesiva sobre la mesa.

—Ya he procesado la cara lisa y no hay nada —dijo Grissom—. Pero puede que tengamos más suerte por el lado del adhesivo.

—¿Violeta de Genciana?

Grissom movió la cabeza.

—Lo que hace que la cinta adhesiva sea fuerte son las fibras que la recorren. Estas fibras absorben la violeta de genciana, y si obtenemos una huella de la cinta, no podremos saber a quién pertenecía.

—Triste pero cierto.

—Bueno, recuerdo a un detective que conocí en una conferencia, hace años, del Medio Oeste, Jeff Swanson. Me comentó que habían estado experimentando con un reactivo en pequeñas partículas sobre la cinta adhesiva para obtener huellas. La verdad, no había tenido ocasión de probarlo hasta ahora.

Warrick conocía el SPR o bisulfuro de molibdeno. Era un proceso físico en el que minúsculas partículas negras se adherían a las sustancias grasientas que quedan en los residuos de una huella. Aunque funcionaba bien en muchas superficies distintas, cristal, metal, tarjetas de crédito, incluso papel, Warrick jamás había oído que se utilizara sobre cinta adhesiva.

—¿Y funciona?

—Sí. Fotografié la cinta al principio, luego le eché un poco de SPR que le dio un color gris oscuro. Luego lo lavé con un poco de agua corriente y esto hizo aparecer la huella como si flotara en el agua. El SPR ayudó a eliminar las fibras y otras interferencias.

Grissom cogió su Polaroid MP4 y tomó tres fotografías en sucesión rápida.

—¿Qué clase de película utilizas? —preguntó Warrick.

—Seis sesenta y cinco positivo-negativo.

En menos de un minuto ya tenían las fotografías. Warrick estuvo a punto de besar a Grissom. Sólo a punto.

El jefe siguió contándole:

—Swanson también nos comentó que, si utilizamos cinta para obtener huellas cuando no está saturada, sólo húmeda, podemos obtener la huella. He estado tentado de intentarlo varias veces.

Grissom estaba trastornado por la ciencia, y Warrick no podía hacer otra cosa que sonreír.

Cuando Sara Sidle encontró lo que necesitaba, era tan obvio que casi tropezó con ello.

Imprimió dos páginas y salió corriendo hacia el vestíbulo en busca de Grissom y Warrick. Los encontró en el despacho de Grissom. Los dos parecían agotados y esto no era habitual en el supervisor de los CSI. Grissom estaba sentado detrás de su mesa, encogido de hombros y con los brazos sobre el ordenador que estaba ante él. Warrick estaba apoyado sobre unos estantes, como si quisiera evitar deslizarse hacia el suelo y quedarse dormido allí mismo.

Era comprensible que incluso hombres tan resistentes como Grissom y Warrick mostraran la tensión de aquellos últimos días: en los últimos años había habido pocos casos que requirieran más horas extras y más dobles turnos que el de Candace Lewis. Pero Sara tenía intención de despertar a sus aletargados colegas...

—¿Se puede saber a qué se debe esta alegría? —le preguntó un adormilado Warrick.

—Lo tengo —dijo Sara, mostrándoles las hojas impresas.

Grissom se incorporó y recuperó la concentración al instante.

—Tienes la conexión.

—Eran vecinos —anunció Sara y le entregó las páginas a su jefe. Entonces ella se apoyó en la mesa de Grissom con ambas manos, sonriendo, orgullosa de sí misma.

—¿Quiénes eran vecinos? —preguntó Warrick, acercándose a Sara.

Ella contempló primero a Warrick y después a Grissom.

—Antes de que Candace se trasladara a su comunidad y Benson comprara su casa, eran vecinos en un complejo de apartamentos en Green Valley.

—¿Qué clase de vecinos? —preguntó de nuevo Warrick.

—Vivían en apartamentos contiguos —dijo Sara.

Con el tráfico que había a mediodía, tardaron un buen rato en llegar, a pesar de que Grissom le había dado a Warrick carta blanca al volante.

El complejo de apartamentos, una serie desperdigada de edificios de tres plantas cerca de la esquina de Green Valley Parkway con Pebble Road, había sido lo más chic de la ciudad, veinte años atrás. Ahora era un lugar desgastado por el tiempo para aquellos que no podían dar la paga y señal ni para una caravana.

El encargado, un hombre de mediana edad, en pantalón corto, con un collar y el pelo oscuro rasurado por encima de las orejas, parecía un ex militar. Sara supuso que probablemente estaba retirado y había aceptado dirigir ese lugar a cambio del alquiler. El hombre parecía estar contento de verles, debía suponer que eran posibles clientes, pero la alegría se esfumó tan pronto como Brass le mostró la placa.

La oficina era pequeña y estrecha. El aire olía a rancio, a pesar del aparato de aire acondicionado, que debía de tener más de diez años, colocado en la ventana. Encima de un escritorio de 40 dólares había una placa zarrapastrosa que anunciaba el nombre del encargado, Howard Thomas. El hombre se sentó, malhumorado, y tamborileó sus dedos sobre el pupitre.

—Terminemos pronto —comentó—. Verán, soy un hombre ocupado y algunos de mis inquilinos son alérgicos a la policía.

—Quizá van a tener que desarrollar cierta tolerancia —dijo Brass—, si pongo un coche patrulla parado aquí mismo, en una hora. Así se sentirán más seguros.

—Está bien, tampoco hace falta ser desagradable.

—Queremos hablar con usted de dos ex inquilinos.

Thomas se encogió de hombros.

—Si se refiere a Candace Lewis, era una inquilina modelo. Le caía bien a todo el mundo y se llevaba bien con todos.

Los agentes no se sorprendieron de que el encargado se refiriera directamente a Candace Lewis. La prensa había convertido el caso en un gran serial y, sin duda, el encargado ya había contestado a un buen montón de preguntas sobre la última asistente personal del alcalde.

Pero el encargado tenía ganas de explicarse:

—Ella es todo de lo que la policía quiere hablar. Ustedes, la televisión, los periódicos y el FBI. Sus chicos vienen por aquí a husmear, un día y otro. No hay manera de que venga un inquilino decente.

—Sí, ya sé que la vida es una mierda —le dijo Brass—. Bueno, entonces hablemos de otro de sus antiguos inquilinos, David Benson.

Thomas se encogió de hombros.

—Vaya, éste es nuevo. ¿Quién diablos es?

Sara dijo:

—Vivió aquí durante dos años. Se fue hace un par de años.

Grissom dijo:

—Eso son cuatro años, señor Thomas.

—Ya lo sé, demonios.

Brass le preguntó:

—Usted debe tener archivos, ¿no?

Thomas se dirigió hacia un archivador.

—No esperarán que pierda el tiempo hurgando entre todo esto, ¿verdad?

Sara empezaba a entender por qué Grissom prefería a los insectos antes que a la gente.

Un hombre larguirucho, de unos treinta años, entró en la habitación; llevaba unos vaqueros raídos y una camisa de trabajo de color marrón con el nombre bordado en el bolsillo frontal, «Kevin».

—Ya he terminado el 4B —dijo Kevin ignorando completamente a los agentes que estaban en el despacho.

—¿Qué hay de la mierda de lavadora del edificio seis?

—No empezaré hasta después de comer.

Thomas se despidió con la mano sin ningún interés y «Kevin» salió silenciosamente por la puerta. Después de que Grissom les mirara, Sara y Warrick fueron detrás del tipo.

El sol ya estaba alto y calentaba el día, pero una brisa procedente del oeste hacía que se estuviera más fresco fuera que dentro del despacho. Kevin fue hacia el aparcamiento; se subió en una furgoneta roja que tenía la caja trasera llena de placas de contrachapado, botellas de gaseosa y latas de cerveza vacías y algunas herramientas. No lo puso en marcha, sino que sacó algo de una bolsa marrón.

Mientras sacaba un bocadillo de lo que podría haber sido una bolsa de pruebas, Sara se subió en el lado del conductor y Warrick se dirigió hacia el lado del pasajero.

—¿Tú eres el ingeniero de mantenimiento? —preguntó Sara, que había buscado la palabra más formal para definirle. Le dedicó una bonita sonrisa.

El hombre acababa de dar un bocado al bocadillo y levantó la vista, dispuesto a enviar a la mierda a quien se atreviera a estropearle la comida. Pero lo que vio le gustó, incluida la sonrisa. Asintió lentamente, aún mascando y cerró la boca mientras masticaba para indicar que la caballerosidad no había muerto.

—¿Te importa si te llamo Kevin? —le preguntó Sara, mirando hacia el nombre grabado en su camisa.

Él tragó el bocado y sonrió.

—Llámame como quieras.

Entonces el encargado de mantenimiento se percató de la presencia de Warrick al otro lado del coche y le miró con el ceño fruncido. El CSI le saludó amigablemente.

El hombre le devolvió el saludo, cautelosamente, y se volvió de nuevo hacia Sara.

—¿Quiénes sois? Os vi hablando con Howard.

Ella le mostró la tarjeta identificativa que colgaba de su cuello.

—Soy Sara Sidle y él es Warrick Brown. ¿Te suena el laboratorio criminalístico? ¿Podemos hablar mientras comes?

Si hubiese sido Warrick quién le hacía la pregunta, el encargado del mantenimiento posiblemente le hubiese dicho que no; pero Kevin parecía dispuesto a contentar a Sara.

—Por supuesto, ¡si no van a estropear mi almuerzo con alguna mierda asquerosa de la morgue o algo así!

Kevin se rió de su propia ocurrencia y Sara esbozó una ligera sonrisa.

—¿De qué quieren hablar?

—De dos antiguos inquilinos, Candace Lewis y David Benson.

—Ella era una muñeca —respondió Kevin—. El un gilipollas. ¿Algo más?

Sara dijo:

—¿Vivían en apartamentos contiguos?

—Así es.

—¿Se llevaban bien?

Kevin se encogió de hombros.

—Ella me gustaba. ¡Diablos! Le gustaba a todo el mundo. Era una muñequita. Pero Benson la rondaba como un animal en celo. Le subía y le bajaba la ropa de la lavandería. Le subía la compra. Siempre pensé que incluso intentaba olerle las bragas, pero ella lo consideraba inofensivo.

Sara frunció el ceño.

—¿Cómo sabe todo esto?

Él se encogió de hombros y dijo:

—Se veía. Ya saben, a los gilipollas se les nota.

Warrick sonrió un poco, en beneficio de Sara.

Kevin siguió diciendo:

—Ese idiota estaba colado por ella, muy colado. Miren, le dije a Candace que debía de haber pedido una orden de alejamiento contra él, pero ella continuaba diciendo que era dulce.

Leyendo entre líneas, Sara dijo:

—¿Y ella debió pensar que tú estabas... celoso?

Kevin se enderezó en el asiento de la furgoneta.

—¡Eh!, entre nosotros no había nada. Pero hablábamos, porque yo soy el chico de mantenimiento y la había ayudado, le arreglaba las cosas.

—¿Y ella era una buena persona?

—Mucho. A ver, ella sabía que era una muñeca. Las muñecas saben cuando son muñecas, saben el efecto que producen en los hombres ingenuos. ¿Entienden?

Sara no supo qué contestar.

—Pero, por otro lado, ella parecía como si... no sé, algo ingenua. Como si no supiera que estaba jugando con fuego. Un tipo raro como Benson, dejándole seguir adelante, engatusándole, podía convertirse en un hombre peligroso.

Sara preguntó:

—¿Ha hablado de esto, en algún momento, con algún otro policía, o agente del FBI?

—¿Un tipo llamado Culpepper, quizá? —Él negó con la cabeza.

—Ninguno de ellos me ha preguntado jamás por Benson, ustedes son los primeros. —Sus ojos se tensaron—. ¿Creen que la prensa amarilla estaría interesada en esto?

—Es posible —dijo Sara—. Si lo desea puede llamarles, si no le importa que Benson le demande.

—¡No necesito esa mierda!

Warrick le preguntó:

—¿Sería posible ver el antiguo apartamento de Candace?

—Imposible. Hay gente viviendo allí. Deberían pedirles permiso, pero ahora no están.

Sara preguntó:

—¿Y el de Benson?

—Ese sí. El inquilino que hubo después de él se mudó la semana pasada.

El encargado del mantenimiento se terminó rápidamente el sándwich y Sara fue a echar un vistazo al despacho; pero Grissom y Brass todavía estaban allí, con el encargado.

Ella y Warrick siguieron a Kevin dos edificios más allá y subieron dos tramos de escaleras hasta un tercer piso. Kevin les condujo a un apartamento situado casi al final del rellano.

—Benson vivía aquí —dijo Kevin, señalando la puerta situada delante de ellos—, y ella vivía en el apartamento del fondo.

El encargado de mantenimiento abrió la puerta con su llave maestra. El apartamento estaba vacío, como les había contado. El suelo estaba enmoquetado de marrón, excepto en la cocina y el baño, donde había baldosas. Todas las paredes estaban pintadas de blanco: la cocina-comedor, la sala de estar, las dos habitaciones y el baño; todas pintadas en un blanco roto grabado que apenas se desgastaba con el paso del tiempo.

—No está tan mal —dijo Warrick.

Kevin se encogió de hombros.

—Ahora no. El chico que vivía aquí lo dejó impoluto. Incluso se le devolvió el depósito de seguridad.

Intentando sacar más información, Sara le preguntó:

—¿Qué hay de Benson? ¿No era tan limpio?

El hombre resopló.

—No saben la de tiempo que pasé en esta pocilga, ¡reparándola! Thomas le cargó al capullo el doble del depósito habitual.

—¿Por qué?

—¡El gilipollas había hecho agujeros en todas partes!

—¿Agujeros? ¿Para qué?

—Sus malditos estantes y el equipo de vídeo.

Warrick preguntó:

—¿Debía tener mucho material de vídeo?

—Sí, estaba muy metido en esto. Miren, él vendió la mierda y le salió a precio de coste. Hizo agujeros en las paredes para fijar estantes metálicos por todas partes.

Recorrió toda la pared y les mostró un par de sitios donde se habían hecho reparaciones.

Los dos CSI revisaron el apartamento y finalmente Warrick le pidió al encargado de mantenimiento que fuera a la pared más alejada del comedor, donde había una marca en la pared, casi en el techo; la reparación parecía más grande que el resto.

—Kevin, ¿Benson tenía estantes hasta esta altura? Está muy alto, parece difícil de alcanzar.

—No, tan altos no. Yo no sé qué diablos hacía taladrando agujeros tan arriba.

Sara sintió un nudo en el estómago.

—¿Tuvo que reparar agujeros en el apartamento de Candace cuando ella se mudó?

—Unos cuantos agujeros pequeños de algunos cuadros.

Warrick dijo de repente:

—Estos estantes... ¿Benson los utilizaba para poner los equipos? ¿o estaban llenos de cintas de vídeo?

—Cintas de vídeo.

—¿Grandes películas, o cintas caseras?

—Casi todas caseras. Viejos VHS en cajas negras... Había por todas partes, estantes llenos, cajas repletas.

Un escalofrío recorrió a Sara.

—¿Qué es lo que hay al otro lado de esta pared? —preguntó Warrick, indicándole un gran agujero que había sido taladrado.

—¿Al otro lado? —El hombre se quedó mirando la pared, como Superman cuando utilizaba su visión por rayos X—. Déjeme pensar... Corresponde al baño de Candace. Sí, es la pared de la ducha.