[1] habían llenado aquel lugar hasta los topes con las carreras de la copa Busch and Winston. Pero, ahora, la ciudad fantasma estaba habitada por una tripulación que no debería haber subido a bordo hasta por lo menos cinco horas más tarde.

Desde aquella parte de la carretera, mirando casi de pleno al este, se divisaba la prisión federal unida a la base aérea de Nellis gracias a su perímetro iluminado, con las luces serpenteando arriba y abajo por las faldas de las colinas, casi a dos kilómetros de donde estaba Grissom. Al sur de la cárcel, la base aérea dormía o, por lo menos, no mostraba ningún signo de que nadie se hubiera percatado del desfile policial que estaba produciéndose justo ante su patio trasero.

Eso no significaba que Fibbies no fuera a meter las narices en una muerte tan cercana a su puerta, pero, por ahora, Grissom y su equipo tenían la escena del crimen para ellos solos.

Del asiento trasero, saltó con piernas temblorosas una pálida Sara Sidle, que miró a Grissom a través de la oscuridad. Aunque se suponía que era primavera, el frío hacía que sacara vapor por la boca. Sin decir una palabra, Sara se dirigió al maletero, donde llevaban el equipo.

—¿Preparada para conducir de regreso? —preguntó Grissom, para darle conversación.

—Pues claro —dijo ella, levantando los ojos al cielo.

Bloqueaban la carretera dos coches patrulla a cada lado de la escena del crimen. Los CSI habían dejado atrás otro coche patrulla en Craig Road, el primer gran cruce que se encontraba al sur, desde donde un agente desviaba el tráfico que iba en dirección norte hacia el oeste. Grissom sabía que habría otro agente en el norte en el desvío de la interestatal 15, cuya misión sería desviar a los pocos coches que se dirigían a Las Vegas para que volvieran a la autovía y salieran a Craig Road por el sur.

Además de los coches de patrulla cruzados, había otros dos coches en el arcén (Warrick había aparcado justo tras ellos). Inmediatamente delante del Tahoe del CSI, descansaba el viejo Taurus del capitán Jim Brass, delante del cual había un Toyota Corolla oscuro, que, por culpa de tanto lucerío, Grissom no pudo determinar bien, mientras se ponía los guantes. Bañado en luz púrpura, Brass, un agente uniformado y otro hombre permanecían de pie en medio de la carretera, cerca del morro del Corolla. Grissom se dirigió hacia ellos, mientras Sara y Warrick, con el equipo de procesamiento en mano, le seguían.

El detective asentía a un ciudadano que estaba de espaldas a Grissom. Aparentemente, el conductor del Corolla. Grissom todavía estaba lejos para oír lo que decía cuando empezó a hablar de nuevo y Brass volvía a guardar silencio para escucharle, aunque con sus tristes ojos lo decía todo.

Cuando el CSI rompió el círculo, intercambiando un pequeño gesto de cabeza con el agente uniformado, el detective estaba anotando algo en su libreta.

Cuando Brass volvió a levantar la vista y vio al jefe del CSI, dijo:

—Señor Benson, éste es el supervisor del laboratorio criminalístico, Grissom. Gil, éste es David Benson.

El hombre le ofreció la mano, pero Grissom ya se había puesto los guantes de goma y sacudió la cabeza mientras levantaba las manos, como si se estuviera rindiendo.

El testigo parecía bastante inofensivo: alto y delgado, y con el pelo rubio rojizo cortado de punta, estaba nervioso, pero no angustiado. Tenía las orejas algo separadas del cráneo, dejando un buen espacio para las patillas de sus gafas de pasta negras, cuyas lentes eran finas y seguramente llevaban un ligero tinte, aunque a Grissom se le hacía muy difícil de adivinar por culpa de las luces de los coches.

Grissom dibujó la sonrisa preliminar que ofrecía a los testigos y que, generalmente, era todo lo que hacía para congraciarse con ellos, y dijo:

—Señor Benson, ¿podría decirme qué ha ocurrido?

Benson, con una expresión que decía que se lo acababa de contar a Brass, miró al detective para que le librara de la repetición. Pero Brass se limitó a decir:

—Cuéntele al Dr. Grissom lo que me ha contado a mí.

—¿Todo?

Grissom forzó otra sonrisa, algo impaciente.

—Los grandes rasgos no bastarán, señor Benson. Todo, por favor.

Suspirando, Benson se quedó mirando la carretera un instante, buscó fuerzas y, finalmente, sus ojos se fijaron en los de Grissom, bajo el remolino de luces de los vehículos. Señaló un poco más arriba con la mano algo temblorosa.

—Todo empezó cuando me fijé en un coche que había ahí.

Grissom guardó silencio, pero asintió para animarle.

—Dígale qué coche era —intervino Brass.

Benson frunció el ceño, algo confuso e irritado.

—Bueno, ya se lo he dicho. ¿No se lo podía haber dicho usted, en lugar de preguntármelo a mí de nuevo?

Brass suspiró profiriendo una pequeña nube de vapor y le dijo:

—Pero es que yo no soy el testigo, señor Benson. El testigo es usted.

—Ah, ya... Lo siento. Es que... Nunca me había pasado nada parecido.

—A la víctima tampoco le había pasado nunca nada parecido —dijo Grissom, con una sonrisa artificial—. ¿Podemos seguir?

—Era un Chevy blanco... Monte Carlo, creo.

—¿Y qué hacía el coche?

—¿Que qué hacía?

—¿Qué estaba haciendo para que captara su atención? Hacía eses, corría demasiado, iba demasiado despacio...

—¡Demasiado despacio! Ya se lo he dicho al capitán Brass, no me hubiera fijado en él si el tipo no hubiera ido pisando huevos... Pensé que quizá tenía algún problema con el coche y que igual podía ayudarle. Pero debía de ir mirando otra cosa... Un desvío o algo del otro lado de la carretera.

—¿Iba siempre igual de lento?

—No le entiendo...

—Si iba despacio, después aceleraba y luego volvía a ir despacio otra vez o...

—¡Sí! Eso es lo que hacia. Y, al final, se paró del todo y salió del coche.

—¿Y usted iba justo tras él?

—¡No! Él iba más adelante, porque yo había aminorado la marcha mientras intentaba dilucidar si necesitaría ayuda... Pero mantuve la distancia, pensando que sería mejor mantenerla un rato... Ya sabe, hay un montón de gente rara por ahí. Te puede parecer que alguien está en apuros y, entonces, te paras y te roban o te matan o algo así. Vivimos en un mundo peligroso para andar de buenos samaritanos, ¿no le parece?

—Me parece —asintió Grissom—. Y cuando se detuvo, ¿qué hizo usted?

—Pues también me detuve. Apagué las luces y... No sé cómo explicarlo, pero tuve una sensación... escalofriante. Como si algo fuera mal. Intentaba entender lo que estaba ocurriendo, ¿sabe?

—Sí.

—Bueno, como le decía, también me detuve, apagué las luces y me quedé allí, donde no pudiera verme. Le vi salir, abrió el maletero y sacó esa... esa cosa.

Temblando, el testigo volvió a señalar a la carretera, esta vez apuntando a algo que yacía en el arcén: aparentemente, un cuerpo envuelto en algo oscuro, cerca del que Warrick y Sara ya estaban trabajando. Sara estaba sacando fotos y el flash iluminaba la noche, como pequeños relámpagos. Un poco más allá de los coches, casi oculto, estaba Warrick agachado, probablemente buscando huellas. El lema de Warrick era «todo se reduce a huellas de zapato», y Grissom estaba completamente de acuerdo con él.

—¿Y luego? —insistió Brass.

Benson se metió las manos temblorosas en los bolsillos.

—Entonces le vi tirar el... paquete. Le vi tirarlo al arcén y supe en seguida que era un cuerpo. Me parece que nunca me he asustado tanto... Fue como si se me helara la sangre.

—¿Qué le hizo creer que era un cuerpo? —se preguntó Grissom.

—No fue el paquete en sí... Aunque la forma ya era bastante sugerente... Fue por cómo actuaba él. Al volver al coche, se movía como... raro, ¿sabe? Como si estuviera intentando borrar sus huellas o algo así... con el lateral del zapato. El tipo cerró la puerta del maletero, corrió al coche y se largó. ¡Y no iba precisamente despacio!

—¿Y dónde estaba usted mientras todo esto ocurría? —le preguntó Grissom.

Benson se volvió y señaló al otro lado de la carretera.

—¿Sabe dónde está el desvío de Hollywood Boulevard?

—Sí.

—Yo venía de la interestatal.

—Pensaba que ese acceso estaba cortado por la noche —dijo Grissom—. Cerrado.

El CSI sabía que Hollywood Boulevard era una calle metropolitana y que, al llegar a la autovía de Las Vegas, la cortaban con unas vallas metálicas, cerrándola. El personal de tráfico lo hacía cada noche, o al menos eso es lo que tenía entendido Grissom.

Brass respondió la pregunta del CSI.

—Algunos días sí, pero algunos no... La mayoría no.

Volviéndose hacia Benson, Grissom le preguntó:

—Si no le importa que se lo pregunte, ¿qué estaba haciendo usted aquí en plena noche?

—¿Es un problema? ¿Soy sospechoso de algo?

Grissom hizo lo posible para que su sonrisa fuera amable.

—Señor Benson, el primer testimonio es siempre el primer sospechoso. Por eso tenemos que hacerle tantas preguntas.

—Pero es algo rutinario —dijo Brass, mirando a Grissom.

—Pues lo que pasa es —comentó Benson— que no puedo dormir.

—¿Sólo esta noche? —le preguntó Grissom—. O ¿tiene un problema de insomnio?

—Tengo un problema. Me medico, pero no funciona y no me atrevo a tomar más dosis por si me hace daño. A veces me doy un paseo en coche para relajarme. Normalmente, suele estar todo muy tranquilo. Y, en cierto modo, es hasta... bonito. Es como si estuvieras en otro planeta. Es como... No encuentro la palabra...

—¿Austero? —sugirió Grissom.

—No conocía la palabra, pero suena bien.

—¿Dónde vive usted, señor Benson?

—En el 46-42 de Roby Grey Way.

Grissom conocía el barrio. Eran casas de dos plantas, de clase media, no muy lejos de allí, por Craig.

—Si pensaba que el otro conductor podía tener problemas con el coche —le preguntó el CSI—, ¿por qué se quedó atrás al ver que se paraba?

—Por lo que le he dicho antes. Sé que en esta ciudad no todo es lo que parece. Y, dedicándome a lo que me dedico, le aseguro que lo sé muy bien.

—¿Y a qué se dedica?

—Vendo equipos de videovigilancia y sé las cosas que la gente llega a hacer. Por eso tengo una manera de ver las cosas bastante orientada hacia la seguridad. Recuerdo haber leído que una banda simulaba que se les había estropeado el coche y, cuando paraba alguien a ayudar, lo asaltaban y le robaban. No quiero que me pase algo parecido.

—Nadie quiere —dijo Grissom—. ¿Puede describir al hombre?

El testimonio miró a Brass, porque, de nuevo, era un tema que ya habían hablado.

—No pasa nada por repetir unas cuantas veces estos detalles, señor Benson —le dijo Brass—. Le escucharé atentamente y anotaré cualquier dato nuevo que recuerde.

Benson asintió, suspiró profundamente y empezó:

—Era alto, probablemente más alto que nosotros. Y era caucásico. Ya sabe... Blanco.

Grissom, considerando la puntualización, se limitó a seguir mirando las gafas de Benson, que siguió diciendo:

—Era bastante delgado, quizá de unos cincuenta y cinco o sesenta quilos.

—¿Y la ropa? —preguntó Grissom.

Benson sacudió la cabeza.

—En una noche como ésta, lo único que puedo decirle es que era... oscura. Eso es todo lo que puedo decirle desde esa distancia.

—¿Llevaba abrigo o chaqueta?

—No, iba sin abrigo.

—¿Era una camiseta con mangas o sin mangas?

—No sabría decírselo.

—¿Y el color del pelo?

—Oscuro, supongo —dijo Benson, encogiéndose de hombros—. Es que desde la distancia...

Grissom asintió.

—Me acerqué cuando volvió a meterse en el coche —dijo Benson—, pero sólo pude ver una parte de la matrícula. ¿Les servirá de algo?

Grissom cambió la mirada de Benson a Brass, que sostenía la libreta para mostrarle que ya lo tenía, y luego la volvió a fijar en el testimonio.

—Buen trabajo, señor Benson.

—Ah, y también tenía el piloto trasero derecho roto.

—Bien. ¿Algún otro detalle del coche?

—No. La verdad es que no. Ojalá pudiera ayudarles más.

—Nos ha ayudado mucho —dijo Grissom, sinceramente—. Tenemos suerte de haber encontrado un testigo tan puesto en seguridad.

Benson sonrió.

—Bueno, pues gracias.

Brass acompañó al hombre al Corolla.

Grissom se quedó sacudiendo la cabeza, mientras observaba cómo se alejaban. ¿Cómo era aquel dicho? «Un buen hombre es difícil de encontrar.» Y también una buena mujer, ya que estamos...

Pero un buen testigo... Es infinitamente más difícil. Sin embargo, por una vez, parecía que Grissom se encontraba entre los pocos afortunados de Las Vegas. A pesar de sus comprensibles nervios, Benson parecía seguro de lo que había visto y podría resultar muy útil ante el tribunal.

Sin embargo, lo que sería aún más útil serían las pruebas, porque, hasta un testigo ocular fiable era, al fin y al cabo, un ser humano, y Gil Grissom prefería no tener que fiarse de los seres humanos.

Subió por la carretera para ver qué estaban haciendo Sara y Warrick. Ambos estaban de pie, al lado del fardo de la cuneta. Mientras iba a reunirse con sus colegas, le llamó la atención el ruido de un motor y se giró para ver cómo el Corolla de Benson giraba en redondo para dirigirse a Las Vegas Boulevard.

Al acercarse, el criminalista reconoció el dulce y nauseabundo hedor de la muerte, de la putrefacción. Pero, a pesar de la acritud, la brisa no lo hacía tan sobrecogedor como hubiera esperado.

Grissom miró a Sara y a Warrick, pero no encontró ninguna pista en sus rostros profesionales.

—¿Y bien? ¿Qué tenemos? —preguntó, poniéndose las gafas de montura metálica.

—Bueno, definitivamente se trata de un cuerpo —dijo Sara, enfocando con la linterna un trozo de alfombra de unos dos metros de largo, enrollado tres o cuatro veces sobre algo. El paquete se había cerrado con una vuelta de cinta adhesiva por el centro y los dos extremos.

Sara ofreció a Grissom un paseo por el cuerpo, enfocando con la linterna como si fuera el acomodador de un cine. El CSI pudo ver el pelo oscuro de una cabeza humana en uno de los extremos de aquella especie de rollito y unos pies blancos y desnudos en el otro.

—El olor es ínfimo —dijo Sara— porque el paquete está muy bien cerrado, pero no es el aroma de alguien que haya muerto hace pocas horas.

—Eso parece —corroboró Warrick, arqueando las cejas.

—Seguramente una mujer —aventuró Grissom.

—Por el tamaño de los pies —dijo Sara—, yo también lo diría. Podría ser un niño, pero no muy pequeño... Este cuerpo debe de medir un metro y medio.

Grissom asintió, aprobando su valoración y dijo:

—Muy bien. ¿Qué más tenemos?

—Hemos fotografiado todos los ángulos —dijo Sara.

—Tengo algunas huellas —añadió Warrick—. Las contrastaré cuando terminemos con esto. —Y señaló algo que Grissom miró—. Un trozo de plástico rojo en la carretera.

—¿Podría ser de un piloto?

Warrick asintió.

—Podría ser.

Grissom volvió a asentir, satisfecho.

—Podría ser un gran hallazgo. Nuestro testigo ha mencionado que el vehículo tenía un piloto roto.

—¿El tipo lo rompió al intentar descargar el cuerpo? —se preguntó Sara en voz alta.

—Es posible.

Warrick frunció el ceño.

—¿Lo crees, Gris?

—Creo que hay una posibilidad.

Un Chevrolet Monte Carlo blanco se detiene en la calzada dirección norte de Las Vegas Boulevard. Es oscuro y no parece haber nadie. Un conductor con ropa oscura baja de su coche, mira a su alrededor, no ve nada, corre al maletero, se pelea con un fardo enrollado y, finalmente, consigue descargarlo. Al hacerlo, el paquete golpea el extremo del piloto, rompiendo un pedacito de plástico que cae al suelo sin que el conductor lo vea.

También, sin que el conductor lo vea, un Toyota Corolla permanece algo más arriba, en la oscuridad, con el vendedor de cámaras de videovigilancia observando los movimientos del hombre.

El conductor lleva la alfombra y el cuerpo a la cuneta, se mete un poco más adentro, deja las huellas claramente marcadas en la arena y tira el cuerpo al suelo. Al volver al coche, ve el rastro y borra las huellas, pero, como está oscuro, no las borra todas.

Entonces cierra el maletero, vuelve a mirar rápidamente a su alrededor, no ve nada, se sube al coche y se marcha.

—¿Ibais a desenvolverlo? —preguntó Grissom, volviendo a mirar el cuerpo empaquetado.

—Pues, sí —dijo Sara. Pero miraba a su jefe con el ceño fruncido porque había detectado algo en su voz—. ¿No deberíamos?

—Lo haremos en el laboratorio.

—¿Estás seguro, Gris? —preguntó Warrick—. Cuando nos lo hayamos llevado de la escena del crimen, nosotros...

—Tenemos las fotos, ¿no?

Los dos agentes se miraron, se encogieron de hombros y asintieron.

—Muy bien. —Grissom dedicó una sonrisa a los dos jóvenes, para que supieran que no estaba enfadado—. Prefiero abrir este paquete en un entrono lo más limpio posible, y eso es... el laboratorio.

—Y no la cuneta de una carretera —dijo Warrick, asintiendo, algo irritado por no llegar él mismo a esa conclusión.

Sara parecía no haber caído en la cuenta porque insistió:

—¿Seguro de que no quieres echarle un vistazo ahora?

Grissom sacudió la cabeza.

—Me apuesto lo que quieras a que nunca fuiste capaz de esperar a la mañana de Navidad. Lo haremos en el laboratorio.

Sara asintió. Unos instantes más tarde, llegó el personal sanitario: dos hombres, uno bajo y delgado, otro alto y delgado, vestidos con su uniforme azul. Tomaron posición en el borde de la carretera y la impaciencia hizo mella en ellos como el calor en el asfalto.

Al cabo de un rato, el más bajo preguntó:

—¿Cuánto vais a tardar, chicos?

Grissom se volvió, miró al hombre con una expresión fulminante que la misma Medusa hubiera envidiado y le dijo:

—Mirad, los «chicos» y yo, o sea, los criminalistas, estaremos aquí hasta que sea necesario.

El bajito le devolvió una mirada dura, pero tragó saliva nerviosamente y se calló.

—Pero, ya que estáis aquí —dijo Grissom, con repentina alegría—, podéis ayudarnos.

—¿Cómo? —preguntó el alto.

—Traednos una sábana limpia. La más grande que tengáis. Y una bolsa para cadáveres nueva.

—¿La camilla no? —preguntó el bajo.

—Aún no —respondió Grissom, y levantó un dedo—. Una sábana. —Y levantó otro—. Y una bolsa para cadáveres nueva. Nueva.

Ambos se metieron en la ambulancia y un par de minutos más tarde aparecieron con una enorme sábana blanca y, sobre una camilla, una bolsa para cadáveres.

—Muy bien, señores —dijo Grissom—. Vamos a extender la sábana y, luego, con mucho cuidado, vamos a poner nuestro paquete encima.

—¿Nos lo llevamos todo? —preguntó el bajo, con el ceño fruncido.

—Sí. Lo cargaremos y nos lo llevaremos al laboratorio.

—¿Con alfombra incluida?

La expresión de Grissom era una sonrisa, pero sólo técnicamente.

—Si decimos «todo», querrá decir que sí, que la alfombra incluida. ¿Algún problema?

—Eso podría ensuciarnos la... —Y dejando la frase a medias, el bajito miró la bolsa para cadáveres.

Grissom frunció el ceño.

—No es nueva, ¿verdad?

—Bueno, es la más nueva que hemos encontrado —respondió el alto.

A pesar de lo que la gente cree, las bolsas para cadáveres no son artículos de usar y tirar. La verdad es que son muy caras. Pero Grissom había pedido una prístina porque no quería tener que preocuparse de la contaminación de las pruebas.

Si bien era cierto que las bolsas se limpiaban a conciencia después de cada trágico uso, Grissom sabía que, para que sus pruebas fueran válidas en un juicio, la bolsa tenía que ser nueva.

—Warrick —dijo, finalmente.

—¿Papi necesita una bolsa nueva?

—No me importa lo que diga la gente —dijo Grissom, dibujando una sonrisilla a Warrick—. Eres el mejor actor de este teatro... Y me lo vas a demostrar yendo a Nellis a pedirle lo que necesitamos.

—Lo que necesitamos es una bolsa para cadáveres nueva.

—Eso es.

Las Fuerzas Aéreas tendrían bolsas nuevas. Les daban poco uso, pero las tenían a mano, por si acaso.

Sara dedicó a Warrick una brillante sonrisa cargada de sarcasmo.

—¿Lo ves? Siempre te tocan los trabajos más divertidos.

—Genial —gruñó Warrick, como un tigre tristón—. No he estado en un basurero desde que dejé la academia.

—Pues tendrás que ir —insistió Grissom—. Nosotros estaremos aquí, procesando la escena.

Warrick gruñó de nuevo y corrió hacia el Tahoe.

Una hora más tarde, con los de la ambulancia paseándose por allí, sin alejarse demasiado de Grissom, el pedacito de plástico del piloto estaba embolsado, el cemento dental se estaba secando sobre las huellas, y Warrick regresaba con una bolsa negra bajo el brazo.

El color púrpura de las luces rojas y azules había dado paso, por fin, a un púrpura rosado que teñía el horizonte, por cortesía del sol, rompiendo la oscuridad.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Grissom.

—Eh, imagínate la cancioncita que me he tenido que inventar para venderles la moto —se defendió Warrick—. Empezando por el guardia de la entrada, después el supervisor, después la policía militar y después el oficial del día, y el oficial de la guardia y Dios sabe cuántos más... He perdido la cuenta. He tenido suerte de no acabar en el calabozo o de vuelta al Medio Este.

—Pero, ¿es una bolsa nueva? —preguntó Grissom, impaciente.

—Nueva y reluciente. No hace falta mucho para complacerte, ¿eh, Gris?

—Soy un alma simple —comentó Grissom, cogiendo la bolsa con las manos cubiertas por los guantes de látex, mientras Warrick y Sara se miraban con los ojos como platos tras escuchar aquella increíble afirmación.

Con la ayuda de los de la ambulancia, los CSI dejaron el paquete cuidadosamente sobre la sábana, lo envolvieron lo mejor que pudieron y, luego, lo metieron todo en la bolsa para cadáveres. Los de la ambulancia subieron la bolsa a la camilla y se la llevaron. Una vez cargado el bulto, se marcharon con las sirenas puestas. No tenían la necesidad de correr por aquel paciente.

Mientras Warrick acababa de sacar los moldes de las huellas parciales, Sara hizo más fotografías; esta vez del terreno sobre el que había estado el cuerpo empaquetado. Grissom se dedicó a examinar la zona, buscando cualquier cosa que hubiera podido quedar a la vista mientras movían el cuerpo. No encontró nada, pero eso no le preocupaba. Tenía pruebas, montones de ellas, esperándole en el laboratorio... Y, por una vez, el asesino había sido tan amable de empaquetarlas...

El Dr. Al Robbins les estaba esperando en el depósito. A una temperatura entre tres y seis grados menos que el resto de laboratorios, el depósito siempre producía en Grissom una sensación de calma y motivación. Algo en el cambio de temperatura hacía que la sala le pareciera más tranquila, y el aire frío era inherentemente tranquilizador. El ambiente era... científico. Allí, el Dr. Gil Grissom se sentía aislado del caos al que le sometían sus «pacientes»: las víctimas que le necesitaban. En aquel lugar veía a muchas víctimas, por lo que también encontraba una profunda motivación. Para Grissom, un depósito era una especie de iglesia, y la mesa de autopsias, una especie de altar. Pero a las víctimas no había que adorarlas, ni tampoco sacrificarlas. Habían llegado allí, sin duda, contra su voluntad, y le pedían que hiciera lo correcto por ellas.

Que hiciera justicia por ellas.

Y por sus asesinos.

La camilla con la bolsa que contenía el cuerpo envuelto en alfombra estaba al lado de la mesa de metal sobre la que el doctor Robbins pasaba casi todo su tiempo. Grissom, Warrick y Sara se habían puesto las batas azules del laboratorio y unos guantes de látex. Robbins estaba inclinado sobre la mesa, con sus habituales herramientas quirúrgicas y su muleta metálica apoyada en una esquina.

—¿Qué me habéis traído hoy? —preguntó el forense, con los ojos clavados en la bolsa.

Sin la menor gota de humor en sus palabras, Grissom le preguntó:

—¿Por qué lo dices? ¿No has mirado dentro?

Robbins sonrió.

—No. He acabado unos informes y he llegado ahora mismo. Me he encontrado esto esperando y he pensado que no tardarías mucho en llegar.

—Nosotros tampoco sabemos muy bien lo que es —admitió Grissom—. Bueno, aparte de que es el cuerpo de alguien que no ha muerto hoy. —Y siguió contándole todos los detalles a Robbins.

—O sea que me habéis traído la escena del crimen, para variar un poco —comentó Robbins, abriendo los ojos como platos.

—Buena parte —dijo Grissom.

—Tengo que admitir que me resulta algo... excitante.

—¿Por qué?

—¿Por qué crees que a Greg, nuestra rata de laboratorio, le gusta tanto ir al campo? Para descubrir cosas. Para formar parte del proceso desde el principio. Para tener la oportunidad de ser Holmes, y no el doctor Watson. Para tener la sensación que tenéis vosotros, los CSI, cuando halláis una prueba crucial en la escena del crimen.

Grissom se encogió de hombros.

—Tú encuentras muy a menudo la prueba crucial, aquí, sobre el cuerpo. O en su interior.

—Cierto, pero la escena del crimen tiene algo inherentemente más excitante que el laboratorio.

—No estoy de acuerdo. A mí me parecen igualmente estimulantes.

Ni Grissom ni Robbins se dieron cuenta de que Warrick y Sara se cruzaban la mirada y miraban al techo ante aquella conversación.

—Bueno —dijo Robbins—. Vamos a echarle un vistazo.

Grissom se acercó a la bolsa y la abrió. Lo único que se veía era la sábana blanca. Abrió bien la bolsa y Warrick se acercó para ayudarle a quitarla del todo. Acto seguido, y con mucho cuidado, Grissom levantó la sábana, dejando la alfombra al descubierto. El paquete seguía sellado con la cinta adhesiva.

—Supongo que no encontraremos a Cleopatra —dijo Robbins.

—Ahora lo veremos —replicó Grissom.