3
El genio de la informática, Tomás Núñez, estaba sentado en el escritorio del despacho de Janice Denard, mientras la propia asistente y Catherine Willows ocupaban dos sillas pegadas a la pared. Nick Stokes estaba de pie, mirando por encima del hombro de Núñez, que hablaba por el móvil.
—Nos llevamos todo el equipo —dijo Núñez al teléfono—. Sí, Webster y Wolf también... Todo el mundo, menos Bill Gates. Esta va a ser grande, hermano. Venga, te indico cómo llegar... El tiempo es oro.
Volviendo a escuchar, Núñez se dio la vuelta hacia Nick y pareció dedicarle su ceño fruncido, pero no era para él, sino para el del otro extremo de la línea.
—¡Ni hablar! —exclamó el experto informático, en tono alto y agudo—. No puede ser. Os necesitaba a todos aquí hace una hora. Dos palabras: pornografía infantil.
Esta vez, la respuesta pareció complacer a Núñez y casi sonrió.
—Ya sabía que te las arreglarías. —Terminó con la conversación y sonrió a Nick—. Calvary está de camino... Y, ¿dónde está ese detective vuestro?
—O’Riley está en el pasillo, con el señor Newcombe —respondió Catherine.
Hacía unos minutos que el detective e Ian Newcombe habían ido a la sala de espera para que el copropietario de la compañía pudiera explicar a su plantilla la situación lo más detalladamente posible. Janice Denard se había quedado atrás y todavía parecía conmocionada. Catherine alargó el brazo y le dio una palmadita en la mano.
—Ya sé que se siente ultrajada —dijo Catherine—. Hasta invadida. Pero es parte del problema al que nos enfrentamos: alguien ha violado la confianza de esta agencia. Alguien que trabaja en este edificio ha usado los ordenadores de la empresa para hacer algo que no tiene nada que ver con la publicidad.
—Lo sé —dijo Denard, pero sus palabras no sonaron demasiado convencidas.
De todos los CSI que le podían haber tocado para atender aquella llamada, Nick se alegraba de que hubiera sido Catherine Willows. Cuando se trataba de delitos contra menores, Catherine era absolutamente implacable... Como la mayoría de polis, para ser sinceros... Pero Nick sabía que, pensando en su hija Lindsey, Catherine afinaría sus habilidades, talento y energía para encontrar al culpable.
Y Nick, también. Los abusos que había sufrido de pequeño le habían marcado. Sabía que la experiencia había tenido mucho peso a la hora de escoger el cumplimiento de la ley como profesión, y sabía también que deseaba, que necesitaba incluso, que la justicia se excediera. Pero, ante todo, se consideraba un profesional y trataba de no trasladar a su trabajo el síndrome de víctima de abusos.
Era muy consciente, y a veces incluso disfrutaba de la opinión de muchos de sus compañeros que decían que, por todas esas circunstancias, era un entrometido y un adicto al trabajo. Pero Nick también sabía, lo supieran o no sus compañeros, que podía ser justo y objetivo.
Sin embargo, no podía cuestionarse que su historial hiciera que se tomara esos casos como algo más personal que los demás delitos porque aumentaban su sed de justicia, convirtiendo la investigación en cruzada. El que estuviera tras esas terribles fotos no quedaría impune. Ni hablar.
—¿Y ahora qué? —preguntó Nick—. Nunca he trabajado en algo de esta magnitud con ordenadores.
—Uy, pues te va a encantar —dijo Núñez, pasándole la mano por la cara. Estaba medio de pie, medio sentado, en el borde del escritorio, y empezó a considerar la pregunta de Nick. Miró entonces a Denard y ella se apresuró a sonreírle. Nick pensó que no era muy convincente. De hecho, fue bastante artificial.
—A pesar de lo que le hemos dicho a su jefe —dijo Núñez a la mujer—, haremos lo posible por no cerrarles el negocio más de lo estrictamente necesario. Por eso he llamado a mis tropas. Cuantas más manos tenga, mejor para ustedes.
—Se lo agradezco —dijo Denard, ávidamente.
—Bueno —dijo Núñez con un suspiro—, lo primero que tenemos que hacer es cargar todo el equipo, volver al laboratorio y empezar a duplicar lo más rápido posible.
Denard frunció el ceño.
—¿Duplicar?
—Es la palabra que utilizamos los informáticos para decir copiar —aclaró Núñez—. Copiaremos todos los discos duros y todos los demás soportes del edificio: disquetes, CD, DVD, unidades extraíbles, todo. ¿Utilizan cintas para las copias de seguridad?
—Sí.
—Pues también las necesitaremos.
—Nos está... desnudando.
A Nick, la elección de la frase le pareció acertada e inapropiada a la vez.
—Sí, señora —replicó Núñez—. Lo duplicaremos todo lo más rápido posible y también les daremos copia, para que puedan reemprender la actividad.
—¿Y cómo vamos a hacerlo sin ordenadores?
—Pueden alquilar unos cuantos, porque será cosa de unos días. Eso ya es una decisión estrictamente empresarial.
—¡Yo no soy la jefa!
—Ni yo, pero soy el jefe de todos los ordenadores y material de soporte de este edificio. Es mi trabajo y es la ley. No es nada personal y, sin duda, no disfruto causando problemas a su negocio. ¿Entiende?
Toda sombra de color parecía haber abandonado el rostro de Denard, y Nick pensó que se iba a desmayar.
—Ha dicho que nos dará copia... ¿Y los originales?
Núñez dobló los brazos.
—Se quedarán en la sala de pruebas de la policía hasta que se resuelva el asunto. Cuando me ponga a husmear en su equipo para encontrar la fuente del material ilegal, también estaré trabajando con copias. Los originales estarán a salvo. A parte de las copias, el material de su propiedad no sufrirá ninguna otra manipulación y no le pasará nada. Estará perfectamente guardado en nuestra sala de pruebas.
Denard sacudía la cabeza, desconsolada de nuevo, tal como la habían encontrado al llegar. Catherine intentó calmarla con unas palabras de apoyo, pero no tuvo demasiada suerte y abandonó en seguida.
—Vale —dijo Núñez, levantándose, mientras pasaba la mirada de Denard a Nick. Y, dando una palmada, añadió—: Vamos a empezar a cargar este equipo. ¿El camión está listo?
—Voy a comprobarlo —dijo Nick, avanzando hacia la puerta del despacho.
Sorteó el laberinto de cubículos y atravesó la sala de conferencias para llegar al largo pasillo que desembocaba en el vestíbulo. Era curioso: cuando llegaron estaba todo vacío, luego estaba lleno de empleados dispuestos a empezar su jornada y, ahora, no mucho más tarde, volvía a estar desierto. Había algo de misterioso en aquello, como si el CSI tuviera el poder de...
Pero a Nick se le congeló el pensamiento.
No era el CSI el que tenía el poder de detener el ritmo del mundo, ni siquiera la policía... Era la delincuencia. Los delincuentes. El trabajo de la policía, y del CSI, era enfrentarse al delito como si su reino fuera efímero...
A medio pasillo, empezó a escuchar la voz de Ian Newcombe llegando desde la sala de espera, desde donde el socio de la agencia seguía dando instrucciones a su personal.
—Ya sé que es irritante —estaba diciendo—, y frustrante, pero estos policías y criminalistas tienen que hacer su trabajo, y nosotros tenemos que dejarles... Y hacer todo lo que podamos por ayudarles.
—¿Estamos en peligro? —preguntó una mujer.
—¿En peligro físico? No. En absoluto.
—Señor Newcombe, ¿me permite una pregunta? —dijo una mujer de aspecto muy profesional que tenía delante.
—Por supuesto —respondió el ejecutivo.
—¿Nos van a seguir pagando?
Siguió un murmullo sofocado de risillas nerviosas, aunque las caras estaban de lo más serio.
—Sí —respondió Newcombe, y casi se palpó la ola de alivio, que duró bien poco, porque el ejecutivo continuó diciendo—: al menos, de momento. No sabemos cuánto se va a alargar esto... No sabemos cuánto van a tardar las autoridades en resolver el tema. Nuestros ordenadores han sido confiscados. Y también todo el software.
Una ola de descontento substituyó al alivio.
Newcombe levantó la mano y todos se callaron.
—Aún no sabemos cuál será el alcance, pero, por ahora, a corto plazo, sí. Y, por favor, entiendan que a mí me interesa mucho que el mejor equipo publicitario de Las Vegas siga cobrando.
Alivio de nuevo. Nick no envidió el remolino de emociones de aquellos empleados.
—Ya les haremos saber cuándo empezamos a funcionar de nuevo —concluyó Newcombe, a modo de resumen, y girándose hacia O’Riley, le colocó en el punto de mira—. Detective, ¿tiene alguna idea de cuánto tiempo puede llevarles?
O’Riley se encogió de hombros: era un buen tipo, pero no tenía las dotes de Nick para las relaciones públicas.
—Hablaré con los expertos para hacernos una idea. Pero ahora mismo no les puedo decir nada.
Otro giro negativo en el torbellino de emociones, que a Nick ya le parecía excesivo. Se dirigió a la puerta principal y sacó la cabeza; vio que el camión de Ryder estaba aparcando al lado del Tahoe.
Una vez aparcado, vio que el conductor saltaba de su vehículo y se iba a la parte de atrás para abrir la puerta trasera. Justo en ese momento, entró en el aparcamiento una furgoneta Dodge azul cielo, que aparcó en el otro extremo. Salieron cuatro hombres, que cruzaron el aparcamiento a toda prisa y que Nick asumió que venían en respuesta a la llamada de Núñez. Uno de los cinco, el conductor del Ryder, era un oficial uniformado que Nick reconoció del turno de noche: un muchacho alto y rubio que se llamaba Giles. Otro, uno de los pasajeros de la furgoneta, era un investigador informático afroamericano del FBI. De repente, Nick recordó que aquel tipo se llamaba Carroll. Habían trabajado juntos en su primer año en el CSI de Las Vegas, aunque fue durante poco tiempo.
Carroll llevaba unos vaqueros y una camiseta azul marino con unas enormes letras amarillas en el pecho: FBI. A los otros tres no los conocía, pero todos iban vestidos igual. Sin embargo, al reconocer a los dos primeros, se imaginó que Núñez había tenido que pedir favores para poder duplicarlo todo lo antes posible... significara una semana o un año, porque él no tenía ni idea de lo que podía tardarse.
—¿Eres el CSI que lleva esto? —le preguntó Giles, capitaneando el grupo.
—Nick Stokes —dijo él, asintiendo. Todos se pararon y se estrecharon las manos. En ese momento, Nick no llevaba los guantes puestos—. Somos dos, en seguida conoceréis a Catherine Willows. Es más guapa que yo.
—No es muy difícil —replicó Giles, de buen humor—. ¿Dónde está nuestro Núñez?
—Os llevaré con él. Tendremos que pasar en medio de unos cuantos campistas disgustados.
A ninguno le sorprendió.
Los empleados todavía rondaban por la sala de espera, y muchos se giraron para ver entrar a Nick con el escuadrón de investigadores informáticos. O’Riley llamó a Nick, y el equipo técnico se quedó a las puertas del pasillo mientras se reunían el CSI y el detective.
—Voy a pedir refuerzos para que me ayuden a interrogar a estos empleados —comentó O’Riley—. Si no, me pasaré todo el día aquí, y parece que ya se están empezando a amotinar.
Nick pensó que O’Riley debía de parecerles un frankenstein a aquellos molestos ciudadanos. Sin embargo, tenía que desalentar, aunque sólo fuera un poco, la iniciativa de O’Riley.
—Es una buena idea —dijo Nick—, pero tenemos que tomarles las huellas antes de que se marchen. Y sólo estamos Catherine y yo.
O’Riley asintió.
—De todos modos, ¿desde cuándo estás de turno? ¿Desde la semana pasada?
—Me parece que vamos a doblar turno.
—Con tantas horas extra —comentó O’Riley—, ya sé a quién le voy a pedir un préstamo. Mobley estará encantado contigo.
O’Riley se refería al sheriff Mobley, cuyo hobby era cargarse las horas extra. La policía y, por supuesto, el CSI estaban bajo la jurisdicción del sheriff de Las Vegas.
Al poco rato, Nick había llevado a los manitas de los ordenadores al despacho de Janice Denard. Cuando los vio a todos en la puerta, Núñez levantó la cabeza y sonrió.
—¡Eh, info-pelotón!
Entraron todos y Nick se fue junto a Catherine, que tenía los ojos como platos; no se esperaba a tanta gente.
—¿Ya os conocéis? —preguntó Núñez, levantándose de la mesa de Janice.
—Yo conozco a Giles y a Carroll —dijo Nick.
—Los conocerás a todos en un periquete. Más de lo que te hubiera gustado.
El experto informático hizo las presentaciones, empezando por Webster, un agente de la policía del Estado, alto y delgado, que parecía incapaz de mantenerse en pie. Los otros dos, según le dijo Núñez, eran colegas suyos que trabajaban como autónomos: Wolf, un tipo bajo y musculoso, cuyo nombre le encajaba como anillo al dedo; y Moes, un hombre de mediana edad, alegre y con un ligero sobrepeso, que, de entre todos, era el que mejor cumplía con el estereotipo del genio informático.
Nick y Catherine se limitaron a mirar y a escuchar mientras Núñez exponía la situación a su equipo de voluntarios. Ninguno de los dos hizo ninguna corrección o adición, impresionados con el resumen de Núñez, que les había observado en la escena del crimen.
—Es lunes —acabó diciendo—. En el mejor de los casos, quiero que esta agencia vuelva a estar funcionando el miércoles.
—¿Y cuál sería el peor de los casos? —preguntó Wolf.
—El jueves... No podemos castigar a estos empresarios por la perversidad de uno de sus empleados. Eso significa que tenemos mucho trabajo por hacer y poco tiempo, así que empecemos ya.
Catherine se avanzó y dibujó una sonrisa profesional.
—Quiero daros las gracias por vuestra ayuda. Mientras os ponéis, Nick y yo empezaremos a tomar las huellas a los empleados.
Prácticamente olvidada en su silla pegada a la pared, Janice Denard decidió intervenir con la voz cargada de ofensa y resignación.
—¿Pueden hacerlo?
Nick se volvió hacia ella y le dijo, con amabilidad:
—Ahora mismo, es algo voluntario, pero es una buena forma de quedar directamente excluido.
—Me parece que no le sigo.
Nick se encogió de hombros.
—Tarde o temprano encontraremos el teclado desde el que se mandó la orden a la impresora de su jefe. Cuando aislemos la estación de trabajo, rociaremos el teclado para obtener las huellas. Y tendremos que contrastarlas con las de alguien, a ser posible, con las de alguien que tenga acceso a esa impresora... Y, entonces, estaremos mucho más cerca de saber quién es culpable y quién es inocente.
—Bueno —dijo Denard—, podrían concederme el honor de ser la primera voluntaria.
—Es un gesto muy amable —dijo Catherine—. Se lo agradecemos. Cualquier cosa que pueda hacer para que la gente se calme, será de gran utilidad.
—Lo intentaré —dijo Denard, asintiendo con determinación.
Mientras Nick y Catherine montaban la parada de huellas, Tomás Núñez supervisaba el desmantelamiento de Newcombe-Gold. Eso era lo que más tiempo y esfuerzo requería, y, a pesar de la ayuda extra, tardarían horas. Núñez ya había ordenado a Leary que empezara a fotografiar todos los ordenadores, y todos los periféricos y cableados posteriores, pero, incluso así, al agente todavía le quedaban muchas fotos por hacer cuando llegó el equipo.
Carroll y el agente estatal Webster se pusieron a ayudar a Leary. El plan consistía en que, cuando estuvieran hechas todas las fotos, Núñez desconectaría personalmente todos los periféricos, los etiquetaría y se los pasaría a un miembro de su equipo para que se los llevara al camión, donde Giles los catalogaría y cargaría uno a uno. Cuando O’Riley irrumpió en la sala, Catherine acababa de tomar las huellas a Janice Denard y le estaba dando un pañuelo de papel para limpiarse las manos.
—Tengo a tres muchachos ayudándome —comentó O’Riley—. Vamos más o menos por la mitad de las entrevistas preliminares.
—¿Vuestras preguntas les han insinuado de qué va todo esto? —preguntó Catherine.
—No. Por supuesto, a estas alturas, todos saben que tiene algo que ver con los ordenadores y, seguramente, se imaginan que no estamos intentando descubrir quién juega al solitario en horario laboral. Además, es una cosa que difícilmente se mantendrá en secreto.
—Hombre, ¡yo no pienso ir contándolo por ahí! —exclamó Denard.
Catherine le sonrió.
—Estoy segura de que no lo hará. Pero el detective O’Riley tiene razón. Es difícil que podamos mantenerlo en secreto. —Y se giró hacia el detective—. ¿Puedes empezar a enviarlos hacia aquí para tomarles las huellas?
—Me alegro de oírte decir eso —dijo O’Riley, dejándose caer en una silla y suspirando, claramente extenuado—. Cuanto antes se largue de aquí esta gente tan cabreada, mejor para mí. Pero cuando les diga que se tienen que esperar un poco más para que les toméis las huellas, no nos van a coger más simpatía. ¿Por qué no les da la alegre noticia uno de vosotros?
—Yo lo haré —dijo Catherine, soltando una carcajada seca. Y dando una palmadita en el hombro del detective, añadió—: Tú me cubrirás. Por si alguien intenta matarme...
O’Riley la miró de reojo.
—Esto no es un simple trabajo, sargento... Es una aventura.
El detective se levantó esforzadamente y la siguió sacudiendo la cabeza.
Mientras Catherine se dirigía a la sala de espera, Nick le pidió a Janice Denard una lista de empleados.
—Tenemos que controlar con quién hemos hablado y con quién no —aclaró Nick.
Denard se puso en pie y arqueó las cejas.
—Sin el ordenador, tardaré un rato.
—Ya me lo supongo —dijo Nick, ofreciéndole la comprensión que la mujer buscaba.
En la sala de espera, Catherine se enfrentó a la inquieta multitud, mientras tres detectives hacían una pausa en sus entrevistas. Después de presentarse, les dijo:
—Como ya deben haber adivinado, estamos buscando al sospechoso de un grave delito.
—¿Qué delito? —gritó una voz, que resonó en la sala.
Con una sonrisa tensa y una negación con la cabeza, Catherine respondió:
—Lo siento, pero no puedo hablarles de eso. El tema está en que, para eliminar al máximo número de sospechosos en el menor tiempo posible, nos gustaría que se ofrecieran voluntariamente a proporcionarnos sus huellas dactilares.
—¿Y si decimos que no? —preguntó un hombre con la cara roja que estaba delante.
Desde atrás, otro hombre sugirió:
—¿Y qué tal si decimos que un cuerno?
Catherine se encogió de hombros y siguió indiferente, casi sin elevar la voz.
—Es una opción. Podemos pedir una orden judicial para cada uno de ustedes, lo que nos llevaría algún tiempo, teniendo en cuenta cuántos son. Pero podemos esperar a que lleguen las órdenes. Otra opción es que se vayan ahora y vayan viniendo al laboratorio para que se las tomemos. Igual les apetece hacer una excursión interesante.
—No es necesario que sea tan sarcástica —protestó una mujer—. Nosotros sólo intentamos trabajar.
—Sé lo que siente —replicó Catherine.
Eso pareció sensibilizarlos.
—Voy a pedirles que levanten la mano —siguió Catherine—. ¿Quién está dispuesto a darnos las huellas sin orden judicial?
Lentamente, todos los empleados fueron levantando la mano, como si se rindieran a regañadientes.
Y en esa postura los encontró Nick cuando entró con el equipo para tomar huellas y la lista que le había hecho la señorita Denard.
—No los vamos a llevar a la escena del crimen —musitó Nick a Catherine.
Catherine, asintiendo para dar a entender que era una buena idea, le señaló el mostrador de la recepcionista y él también asintió. Siguiendo la lista, tomaron las huellas a veintidós empleados, mientras O’Riley y los otros tres detectives completaban las entrevistas preliminares. Durante todo ese rato, los CSI y los empleados vieron salir a los chicos de Núñez, que se llevaban las entrañas del negocio al camión.
Cuando Nick y Catherine terminaron con las huellas, volvieron a acorralar a Janice Denard en su despacho. Ni Catherine ni Nick le reprocharon que no hubiera ayudado a calmar a los empleados con el tema de las huellas, pero la asistente personal vio claramente la disconformidad en sus rostros.
—¿Qué ocurre? —les preguntó Denard.
—Creía que nos había dicho que había veintisiete personas con acceso a los ordenadores —dijo Catherine.
—Y así es.
—Pues tenemos veintidós huellas.
—El señor Gold está fuera de la ciudad, pero ¿dónde están los otros cuatro? —preguntó Nick.
—¿Quiénes son? —preguntó Denard—. Deben de tener sus nombres, los iban marcando...
Asintiendo, Nick le leyó los nombres de la lista:
—Jermaine Allred, Ben Jackson, Gary Randle y Roxanne Scott.
—Bueno —dijo, encogiéndose de hombros—, para empezar, Roxanne Scott es mi homologa.
—¿Su homologa? —preguntó Catherine.
—La señorita Scott es asistente personal del señor Newcombe y ayudante de dirección. Ha empezado hoy sus vacaciones.
Catherine tenía el ceño fruncido, algo confusa.
—¿El señor Gold no está y Roxanne tampoco? ¿Un socio y la asistente personal del otro socio? ¿Y eso es normal? ¿No hace ir mal la empresa?
—No tanto como que nos quiten los ordenadores —protestó Denard, con cierta acritud. Y, recomponiéndose, les explicó con más clama—: Cada socio tiene unas responsabilidades distintas, cosa que me parece normal, y para nada extraña.
—Siga.
—El señor Gold trabaja con los clientes y el señor Newcombe se dedica a la parte fiduciaria. Con esta distribución, no hace falta que los dos estén siempre aquí, si bien ambos saben qué está haciendo el otro, lo que resulta esencial, puesto que las grandes decisiones sobre la agencia todavía se toman conjuntamente.
—Pero ¿Roxanne estuvo aquí el sábado? —preguntó Catherine.
—Sí... Empezó las vacaciones cuando terminó ese día.
—¿Sabe dónde está?
Denard sonrió y pareció torcer el gesto. Nick se preguntó si no habría algo de envidia en aquella media sonrisa.
—Roxanne y su prometido han ido a pasar la semana a Tahití —dijo Denard, con cierta malicia—. Francamente, ya me gustaría a mí...
—De acuerdo —dijo Catherine, procesando la información mientras suspiraba—. ¿Y los otros tres?
—Déme unos minutos para comprobar qué ocurre con ellos, ¿quiere? Sin el ordenador...
—Claro —dijo Catherine, algo cortante—. Será difícil.
—Pues sí.
Y Janice Denard salió precipitadamente del despacho.
A Nick se le pasó por la cabeza soltar un maullido, pero se lo pensó dos veces.
Mientras los dos CSI esperaban a que Denard rastreara a los tres empleados ausentes, recogieron su equipo y cruzaron las oficinas vacías. Era como una enorme casa encantada, sin espíritus, pues todos los empleados se habían ido marchando a casa tras cumplir con su compromiso de darles las huellas.
A Nick le recordó una de esas películas sobre el fin del mundo, en las que hay vampiros, zombis o mutantes, esperando al protagonista tras las esquinas. Como las calles vacías de esas películas beta de su adolescencia, las oficinas Newcombe-Gold, desprovistas de su equipo informático, parecían perfectamente normales y raras a la vez, como si la raza humana hubiera desaparecido de la faz de la tierra durante la noche. Por supuesto, Nick estaba relativamente seguro de que no se le aparecería ningún zombi a la vuelta de la esquina.
Pero entonces dio la vuelta a la esquina y casi tropieza con O’Riley. Nick dio un salto y el sorprendido detective lo miró inquisitivamente.
—¿Qué pasa? —preguntó O’Riley.
Catherine miraba a Nick con aire divertido.
—Lo siento, sargento, me has asustado —dijo Nick.
—A veces produce ese efecto entre la gente —apuntó Catherine, maliciosamente.
O’Riley le hizo una mueca (las réplicas agudas no eran su fuerte) y, uniéndose a ellos, los tres se dirigieron a la entrada principal, donde Tomás Núñez observaba cómo cargaban el último equipo informático en el camión. Veintinueve ordenadores, treinta contando el portátil de Newcombe, y todas las unidades extraíbles, CD, disquetes y cintas de copias de seguridad que Núñez había podido encontrar. El cargamento casi llenaba el camión de alquiler.
—¿Qué tal va? —preguntó Nick.
—Está todo cargado —dijo Núñez, y soltó un enorme suspiro. Se habían escuchado muchos suspiros esa mañana—. Ahora nos queda la peor parte: llevar todo esto al laboratorio y empezar a hurgar. Esté donde esté el material del pervertido, lo encontraremos.
—Me alegra escucharlo —dijo Catherine, con el agotamiento tiñendo su voz.
Janice Denard salió para reunirse con ellos en el aparcamiento.
—Tengo la información que me han pedido.
—¿Sí? —se interesó Catherine.
—Ben Jackson salió el viernes de la ciudad y se ha tomado el día de vacaciones para regresar hoy en avión.
Entrecerrando los ojos para no deslumbrarse con el sol, Catherine le preguntó:
—¿Sabe dónde ha ido?
Denard levantó las manos abiertas.
—Creo que dijo algo de Idaho, porque él es de allí...
—¿Y los demás?
—Jermaine Allred ha llamado esta mañana para decir que estaba enfermo.
—¿No ha hablado con usted?
La mujer sacudió la cabeza.
—Cuando ha llamado, yo estaba con ustedes. Ha atendido la llamada nuestra recepcionista, Debbie Westin. Jermaine le ha dicho a Debbie que tenía la gripe, pero que esperaba poder venir mañana —siguió diciendo.
Catherine asintió.
—¿Y el último?
—Gary Randle —dijo Denard—. Tenía una reunión con un cliente esta mañana.
—¿Y aún no ha regresado? —dijo Nick, mirándose el reloj—. Son más de las tres.
Denard se encogió de hombros.
—Puede que la reunión se haya alargado... Es muy normal en el mundo de la publicidad. Puede que haya ido a comer tarde con el cliente, o solo, o quizá esté volviendo.
—¿No tiene que fichar?
De nuevo Denard se encogió de hombros.
—El señor Randle lleva mucho tiempo en la firma y es uno de los de arriba. Tiene mucha libertad, casi como el señor Newcombe o el señor Gold.
—¿Es socio? —preguntó Catherine.
—No, pero ha sido una fuente de ingresos regular para la firma durante muchos años. Nadie cuestiona el horario de alguien tan rentable.
—Ya veo.
—Si quieren, pueden esperarle —dijo Janice—. Estoy segura de que vendrá en algún momento de la tarde.
Nick y Catherine se miraron. Ambos se estaban esforzando por terminar su doble turno y tenían que volver al trabajo por la noche. En esos momentos, lo único que quería Nick era conseguir un bocadillo y dormir un poco, y esperaba que Catherine quisiera lo mismo.
Por su cara, supo que sí.
—Creo que no le esperaremos —dijo Catherine.
Nick soltó un suspiro de alivio, esperando pasar desapercibido.
—¿Van a dejar un agente aquí? —preguntó Denard.
Eso era cosa de O’Riley, así que respondió:
—No. Ya nos hemos llevado todas las pruebas. Pueden continuar con su trabajo.
Denard lo miró fijamente, y luego dijo:
—Nos quedaremos con un mínimo de la plantilla. Hasta el señor Newcombe se ha marchado... Yo me quedaré por aquí, y también algunos bedeles.
—¿Puede darnos la dirección y número de teléfono de estos tres últimos empleados, por favor? —preguntó Catherine—. Ahora terminamos el turno, pero les llamaremos cuando podamos.
Denard le dio a Catherine un papelito. Mirando por encima de su hombro, Nick vio las señas de los tres empleados que no estaban.
—Perfecto —le dijo—. ¿Tiene poderes?
—Aprendes a anticiparte —dijo ella, sonriendo—. Va con el trabajo.
—Gracias —dijo Catherine—. Ha sido un día muy duro para todos... Le prometo que nos pondremos con el tema tan pronto como podamos.
La sonrisa de la rubia se desvaneció y Nick se sorprendió al ver que se le estaban llenando los ojos de lágrimas.
—Es un buen lugar para trabajar: buena gente, una buena empresa... ¿Cómo ha podido suceder esto?
A Nick le hubiera gustado saber qué decirle, pero no lo sabía.
—Puede pasar en cualquier parte —le dijo, con una sensación de helada confianza recorriéndole la piel—. Pero quien haya hecho esto, no volverá a hacerlo... Al menos aquí no.
Catherine le ofreció la mano, Denard se la encajó y los dos CSI se fueron hacia el Tahoe.
—He cambiado de idea —dijo Catherine.
—¿Sobre qué? —preguntó Nick.
—Quiero desayunar. ¿Aún estás dispuesto a invitarme?
—Claro. Sin límites. ¿Al Denny’s?