7

La beligerancia de Gary Randle no era razón suficiente para que Catherine Willows consiguiera una orden de registro del domicilio del sospechoso. Pero le proporcionó razones de peso para solicitar una orden judicial que le permitiera tomar las huellas dactilares del empleado de Newcombe-Gold, pero —la justicia es la justicia— no la tendría hasta el miércoles por la mañana. Mientras tanto, Catherine y Nick habían averiguado mucho sobre el publicista.

El martes por la tarde habían realizado unas cuantas llamadas que habían confirmado que Randle estuvo en las oficinas de la agencia durante el fin de semana. Janice Denard y varios empleados recordaban haberle visto, aunque ninguno podía asegurar si había estado trabajando en su mesa o en el cubículo de Ben Jackson. Y ninguno parecía saber cuál era el proyecto al que estaba dedicado.

Vista la eficiencia de Janice Denard, Catherine tuvo la impresión de que en Newcombe-Gold no había mucho control y de que era un barco a la deriva. Cuando aquella mañana llegó la orden, Nick había intentado convencer a Catherine para que no le acompañara a tomar las huellas de Randle.

—Realmente, Cath —dijo Nick—: no es necesario. ¿O es que hacen falta muchos CSI para cambiar una bombilla?

—A ver... ¿De corriente alterna o continua? ¿Fluorescente o incandescente?

Al fin, Catherine cedió a que Nick fuera solo a Newcombe-Gold.

Probablemente fue una buena idea. Ella todavía estaba muy enfadada con Randle por haber obstaculizado su trabajo y haber montado una escena el día anterior. El hombre estaba en su derecho, pero había algo en él que le ponía los pelos de punta. Si ella hubiese acompañado a Nick, una simple toma de huellas podría haberse convertido en una nueva escena...

Gracias al rápido tratamiento de imágenes hecho por Tomás Núñez y su equipo de profesionales, la agencia de publicidad pudo volver al trabajo aquella misma mañana. Aunque estaban utilizando copias de sus viejos discos, tenían toda la información y podían seguir con el negocio como un día cualquiera. Al menos, este problema ya estaba resuelto y quizás, ahora, Newcombe-Gold colaboraría aún más con el CSI cuando, hace sólo unos días, parecía realmente difícil.

Mientras esperaba a que Nick volviera, Catherine repasó por tercera vez (¿o era la cuarta?) todo lo que sabían sobre Randle, gracias a la investigación de O’Riley, que había hablado con los vecinos y con otros empleados de la agencia, y había visto las comprobaciones rutinarias del ordenador.

Estaba divorciado de una ex alcohólica llamada Elaine y tenía la custodia exclusiva de su hija de catorce años, Heather; ejercía de consejero voluntario de jóvenes en la iglesia presbiteriana de Scenic Peak, situada en el boulevard Del Webb, en Summerlin. Él y su hija vivían en una casa de dos plantas en Crown Vista Lane, no muy lejos de Fort Apache Road y de Prize Lake Drive.

En un primer momento, Randle había perdido la custodia de su hija en el divorcio, pero cuando Elaine fue acusada de conducir bajo los efectos del alcohol y de poner en peligro la vida de su hija, el padre recuperó la custodia de la niña sin problemas. Por otra parte, parecía que la ex mujer se mantenía alejada del alcohol desde su último arresto, hacía cinco años. Las actas judiciales mostraban que ella todavía estaba en contacto con su hija gracias a visitas supervisadas.

Con un cierto aire marinero, polo blanco a rayas y Dockers azul marino, Nick Stokes avanzaba confiado hacia Catherine, mostrando una tarjeta blanca en su mano.

—Basta de presiones; aquí tengo las huellas de tu amigo —dijo Nick.

—Cuando dices «amigo», ¿intentas hacerme sentir más joven? —preguntó Catherine, balanceándose sobre su silla—. Pues no funciona... Vamos a entrarlas en el ordenador.

—Ya las tienes.

Permanecieron en el pasillo unos segundos.

Nick dijo:

—Estoy diciendo «amigo» porque sólo... estoy diciendo «amigo».

Catherine se detuvo de golpe. Nick también, y se quedó mirando sus ojos abiertos mientras ella le tocaba la barbilla con su índice.

—Nicky, no lo olvides, son cosas mías.

Él sonrió.

—Vale, vale. Lo siento, a veces se me olvida.

Se pusieron de nuevo en marcha mientras Catherine decía:

—Quiero saber inmediatamente si hay coincidencia.

—Sería perfecto poder pillar a este tipo.

Catherine lo miró de reojo.

—¿Crees que es culpable?

—Yo no creo nada... sólo pienso... bueno... es un buen sospechoso.

—¡Es un gran sospechoso!

—Esto no lo convierte en culpable, Cath.

—No. Desde luego que no.

—Sólo las pruebas pueden hacerlo.

—Correcto, Nicky. Creo que estamos hechos el uno para el otro.

—No estarás pensando... por... tu hija... Mi pasado, y...

—¡Nick! Somos profesionales.

Ya habían introducido en el ordenador las huellas de todos los empleados. De las dos muestras de huellas del teclado de Ben Jackson, una pertenecía a Ben y la otra seguía siendo desconocida.

—O Randle es nuestro hombre —comentó Nick—, o...

—O tendremos que volver a empezar. Odio volver a estar como al principio.

Nick se encogió de hombros mientras giraban la esquina del corredor.

—Quizá no será necesario volver al principio. Ruben Gold se fue de la ciudad el viernes. ¡Ah! Todavía tenemos que investigarle y hablar con él... y, además, Roxanne Scott estuvo el sábado en la oficina.

Catherine sonrió a Nicky.

—¿Y si ninguno de ellos funciona?

De nuevo se encogió de hombros, pero con menos optimismo.

—Entonces sí que tendremos que volver al principio.

Catherine temía que tuviera que volver a empezar y quizás investigar a personas ajenas a la compañía. Newcombe-Gold tenía un grupo de policías de seguridad contratado y O’Riley lo estaba investigando; quizás algún guarda de seguridad habría...

Pero Catherine sabía que estaba adelantando acontecimientos. Lo primero era lo primero.

Mientras Nick se ocupaba de las huellas, Catherine fue a ver a Núñez. El experto informático había devuelto los equipos a la agencia, pero todavía estaba examinando minuciosamente las copias que había hecho.

Ella encontró al desgarbado tecnoadicto en el garaje, donde él y su equipo se habían situado primero. Los otros se habían ido y Núñez se enfrentaba a la gigantesca montaña de información.

—¿Qué hay de nuevo? —le preguntó Catherine, sonriéndole.

Alzó la vista desde detrás de la pantalla de su ordenador y replicó:

—¿No lo sabes? —Catherine frunció el ceño.

—Si sé qué.

—¡Oh! Te cuento, pero, por favor, no mates al mensajero.

—Vale, nada de muertes. ¿Qué tienes, Tomás?

—Mobley me ha apartado de tu caso... ¡Temporalmente! Sólo temporalmente...

Catherine sintió que un fuego crecía en su interior, pero se controló ante Núñez.

—¿Y por qué el estimado sheriff Mobley haría una cosa así?

Él la miró y se encogió de hombros.

—Lo siento, pero se ve que un estúpido gilipollas pirateó en un banco ayer por la noche y el sheriff me ha metido en esto. Volveré a trabajar en lo tuyo tan pronto como pueda, pero tengo a Mobley encima para que encuentre a ese maldito hacker.

—Supongo que este banco debe de tener un presidente o un director que puede, potencialmente, contribuir a la campaña para la alcaldía de Mobley o algo así...

—Lo siento, ¡no hablo de política!

Catherine acercó sus manos y empezó a apretar una contra la otra hasta que sus nudillos se volvieron blancos.

—Vamos, Cath. No todo son malas noticias.

—¿No?, pues alégrame el día. Rápido.

Núñez se esforzó al máximo:

—Hemos volcado las imágenes y procesado los treinta discos duros utilizando Encase, versión cuatro.

Catherine asintió. Ella había oído hablar de los productos de Guidance Software, aunque nunca los había utilizado. Sabía que permitían copiar, bit a bit, discos duros, discos comprimidos, dispositivos USB, incluso Palm Pilots.

—Entonces —Núñez prosiguió—, verificamos las copias mediante un algoritmo MD5 Hash.

—Sí, desde luego —susurró Catherine, intentando mostrarse de buen humor, aunque ambos sabían que ella no tenía ni idea de qué diablos era un MD5 Hash.

—Es como una huella digital —dijo Núñez—. La probabilidad de que dos archivos tengan el mismo valor hash o de troceo y no sean idénticos es de dos elevado a 128, es decir, 340 millones de millones a uno.

Ella agitó la cabeza:

—No encontrarás una mejor apuesta ganadora en todo Las Vegas.

—No, a menos que seas la banca. Cath, es lo mismo que ganar la Loto cuatro veces seguidas.

—Entonces, estamos seguros de que lo tienes todo.

—Asquerosamente seguro —replicó—. Y no son solamente los archivos, son los archivos borrados, el archivo auxiliar y el espacio disponible. Si alguna vez ha habido pornografía infantil en estas máquinas, la encontraré.

—Son buenas noticias, pero ¿cuándo?

—Cuando pille al hacker del banco o cuando Mobley decida que vuelva a tu investigación.

—Antes de que la dejaras, ¿habías encontrado algo?

Núñez asintió.

—El disco duro del ordenador de Ruben Gold estaba limpio de imágenes de pornografía infantil.

—Bueno, es un buen principio.

—Tampoco encontré ninguna imagen en ninguno de los ordenadores cliente.

—¿Ordenadores cliente? —preguntó Catherine.

—Las otras máquinas de la red.

—Entonces, ¿cómo llegaron allí nuestras imágenes?

Se encogió de hombros y dijo:

—Hay muchas formas, pero todavía no sé cuál.

Aunque no le gustaba lo que estaba oyendo, Catherine quería asegurarse de sacar toda la información posible de Núñez y le preguntó:

—Entonces, ¿no hay pornografía en ninguno de los ordenadores?

—No. Ni siquiera una imagen fortuita en un portal para adultos. Y para asegurarme ejecuté un E-Script para comprobar todos los jpg de todos los discos duros, y ninguno de ellos se parecía a los de la impresora.

Ella sabía lo que eran los jpg —los archivos jpg—, el formato de fotografía habitual que utilizaban los que se dedicaban a la pornografía.

—¿Pero la orden de imprimir procedió de la estación de trabajo dieciocho, o no?

A la CSI la respuesta de Núñez no le pareció una respuesta:

—Busqué en los discos duros del servidor de la red.

Catherine intentaba mostrarse paciente y asintió como si comprendiera lo que Núñez le había dicho. La verdad es que, probablemente, su hija Lindsey supiera más que ella de cómo funcionaban aquellas máquinas. Para una científica como ella, no entender nada de aquello la enfurecía. Sin embargo, Núñez murmuró:

—He encontrado archivos de impresora que indican que las imágenes de la angel1.jpg a la angel12.jpg se enviaron al ordenador de Ruben Gold.

—¿De dónde procedían?

—He estado comprobando los registros de la red y he encontrado que las imágenes procedían de un ordenador cliente que utiliza una dirección IP 1.160.10.240.

—Perfecto. No puedo fingir. Me he perdido...

—Una dirección IP es un identificador para un ordenador o un dispositivo en una red TCP/IP. Estas redes guían los mensajes basándose en la dirección IP del destinatario.

—El destinatario —preguntó Cath—, ¿no el remitente?

Núñez asintió.

—No te preocupes todavía, tengo más información. La fecha y la hora grabadas en el archivo de impresión me mostraron que se creó el sábado por la mañana temprano. Entonces, la dirección IP encontrada en el registro del servidor indica que procedía del ordenador cliente número dieciocho.

Se sintió aliviada.

—Por tanto, estamos en lo cierto; y todo lo que has hecho lo fundamenta.

—Debo decirte un gran sí.

—Pero, por otro lado, no podemos ir más allá.

Núñez bajó un poco la cabeza:

—No, creo que no... mientras Mobley me tenga buscando al hacker bancario, estamos estancados.

—Si pudieras dedicarme un poco de tu tiempo...

—Lo haré. Sabes que lo haré.

—Gracias, Tomás.

Catherine se marchó, un poco fuera de quicio.

Se encontró con Nick agachado frente al ordenador AFIS.

Antes de que él pudiera levantar la vista y, mucho menos informarle, ella le lanzó su diatriba:

—¡Mobley ha sacado a Tomás de nuestro caso para que encuentre a un hacker bancario!

Nick se encogió de hombros.

—Supongo que un gran robo tiene prioridad sobre la pornografía infantil.

—¿Prioridad sobre la pornografía infantil? ¿Lo dices en serio? —contestó Catherine, echando chispas.

Nick la miró de reojo y después se volvió hacia ella.

—No, claro que no.

Pero ella estaba fuera de sí y no había vuelta atrás:

—Sólo porque no es un asesinato o un crimen relacionado con el dinero, ¡Mobley quiere dejar a esos niños víctimas de abusos tirados en la cuneta! Puedes estar seguro, como existe el cielo, que yo no lo haré.

Nick aguantó el chaparrón hasta se quedó callada.

—¿Por qué, crees que yo los he abandonado?

—No, pero...

Aunque Nick estaba siendo razonable, Catherine no podía ahogar la ira que le recorría el cuerpo. Tenía ganas de destrozar el laboratorio. Se puso a temblar y luchó para mantener el control. Se dejó caer en la silla junto a Nick y notó como él ponía su mano sobre su hombro.

Su frustración era palpable, estaba cansada, su cuerpo le parecía muy pesado, la rabia devoraba su cerebro y su boca estaba seca. Notó como las lágrimas brotaban en sus ojos.

—¡Mierda! ¡Mierdamierdamierda!... Si le cuentas a Grissom que he perdido los estribos, te...

—¡Eh, vamos! —dijo Nick amablemente—. Tu secreto está a salvo conmigo.

Ella sonrió ligeramente, aunque todavía lloraba, y Nick le acercó un pañuelo. Ella siguió:

—Es... sólo... que me gustaría encontrarme a ese bastardo de Mobley e insultarle sin parar hasta quedarme a gusto.

—Lo entiendo.

—Nicky, esas niñas de las fotos, ¡no son mucho mayores que Lindsey!

—Lo sé.

—Y parece como si al departamento no le importara.

—También lo sé.

Ella se dejó caer en sus brazos aunque seguían sentados en sus sillas. Catherine le acarició la espalda, como si fuera Nick el que estaba llorando. Él la apartó suavemente, le sonrió y le ofreció más pañuelos. Se guardó uno para él, aunque su voz sonaba fuerte cuando le dijo:

—Vamos a resolver esto. Vamos a resolverlo, ¿de acuerdo? Y ahora, ¿tienes buenas noticias?

Catherine aún temblaba.

—Sí, sí, tengo algunas buenas noticias... Tal vez puedan servir; sí, servirán...

La sonrisa de Nick parecía la de un diablillo.

—Hay coincidencia con las huellas de Gary Randle.

—¡Oh! Nicky. ¡Esto es fantástico! Ya te dije que era un buen sospechoso.

—No, dijiste que era un ¡gran sospechoso!

Catherine respiró profundamente; se sentía como si hubiese estado bajo el agua durante mucho tiempo y ahora, por fin, saliera a la superficie.

Nick dijo:

—Estas eran sus huellas en el teclado del cubículo de Ben Jackson.

—Y, ¿qué hay del AFIS? —preguntó Catherine refiriéndose al banco de datos nacional de huellas dactilares.

—Entré sus huellas —contestó Nick—, pero no había antecedentes.

—Esto es suficiente para conseguir una orden de registro. ¡Podemos entrar en su casa ahora mismo!

—Sí, podemos hacerlo —dijo Nick, asintiendo—. Haz esa llamada, Cath. Y yo pondré a O’Riley al día.

Una hora más tarde, los CSI estaban de vuelta en Newcombe-Gold e iban en fila india por el corredor hacia la oficina de Randle. Nick iba al frente, aguantando un fajo de papeles en una mano y su maleta de CSI en la otra.

Catherine le seguía y también llevaba su maleta y más papeles. Detrás de ella iba O’Riley. Cuando estaban llegando a la sala de conferencias, Janice Denard se interpuso en su camino.

—¿Han encontrado algo? —les preguntó.

—Todavía estamos investigando —contestó Nick, la saludó con la cabeza y siguió caminando.

La jefa de administración fue junto a Catherine, quien dijo:

—Estamos más cerca —y le dio una copia de la nueva orden de registro.

Denard se retiró para leer el documento, mientras los demás seguían avanzando. Randle estaba trabajando en su escritorio de caoba, pero advirtió la llegada de los CSI porque los vio a través de la pared medio acristalada de su oficina. Se levantó de la silla antes de que llegaran a su puerta.

—¡Maldita sea!, esto es acoso —decía moviéndose alrededor de la mesa mientras hablaba—. ¿No tienen ya sus malditas huellas dactilares?

Nick se quedó parado y le miró.

—Y yo le agradezco su colaboración, hace un rato; no tiene por qué contestar a nuestras preguntas sobre si estuvo o no aquí este fin de semana. Ya sabemos que estuvo.

O’Riley se acercó y tomó una posición arbitral, como si los dos hombres fueran a proseguir su tensa conversación.

—¡Naturalmente que estuve aquí! ¡Maldita sea, trabajo aquí!

El publicista vestía un caro traje gris marengo, una camisa blanca y una corbata a rayas rojas y azules, en bandas en diagonal.

—Ya sabe —le dijo Catherine, situada a un lado, en un tono que pretendía ser agradable—, sería mejor que suavizara su actitud... no le resulta favorable.

Randle la miró con odio.

—¿De qué está hablando?

Fue Nick quien le contestó:

—No se trata sólo de donde estuvo este fin de semana, señor Randle, sino de que también utilizó la estación de trabajo de Ben Jackson. —El CSI levantó el fajo de papeles—. Sus huellas concuerdan.

La ira de Randle desapareció y empezó a reír con fuerza, como si tomara medidas, como si reevaluara, no sólo la situación sino también a aquellos agentes de la ley.

—Me está tomando el pelo, ¿verdad? ¿De esto es de lo que se trata?

¿De que he estado utilizando un estúpido ordenador mientras todo el mundo en la ciudad estaba fuera durante el fin de semana? ¿Son medidas drásticas instigadas por Gold o Newcombe?

Catherine avanzó.

—Sí, es cierto. Este asunto es porque ha utilizado un estúpido ordenador durante el fin de semana. Y es un asunto de la policía.

Ella le mostró una de las fotografías pornográficas, a unos centímetros de su cara.

Secamente dijo:

—Concretamente, el tema es que usted utilizó el ordenador de Ben Jackson para imprimir esto, y una docena más... ¿Por qué, señor Randle?... ¿Ya no se ríe?

Randle ya no reía. La risa se había ahogado en su garganta tan pronto como vio la fotografía. Tragó con dificultad y tropezó al moverse hacia atrás, hasta que chocó con su mesa.

—Usted... ¿usted cree que yo he hecho esto?

El hombre se recobró rápidamente, su ira creció de nuevo y avanzó con los ojos encendidos.

—¿Creen que imprimí esta porquería? Y que lo hice con, con... morbosidad, ¿una mierda como ésta? Tengo una hija, ¿saben? ¡Una jovencita! Ustedes sí que están enfermos. Honestamente, no pueden estar pensando esto...

El hombre apartó los ojos de la fotografía y miró a Catherine; con la mirada, ella se esforzó por decirle que eso era exactamente lo que pensaba. Y él comprendió el mensaje.

Se apoyó en la esquina de la mesa, visiblemente trastornado.

Nick se avanzó.

—¿Podría decirnos qué es lo que imprimió el sábado, si no eran estas fotografías?

Los ojos de Randle, menos confiados, buscaron la cara glacial de Nick.

—No pueden creer que yo... —Él movió la cabeza—. Todo lo que yo pueda decirles es perder el tiempo. Ustedes ya han emitido su veredicto.

Nick frunció el ceño.

—Señor Randle...

—No voy a decir nada si no es en presencia de mi abogado.

O’Riley, con su postura de árbitro, dijo:

—Está usted en su derecho, señor —pero sus palabras sonaron heladas, como los fríos ojos del detective.

Catherine prosiguió:

—Dale la orden al señor Randle, Nicky.

Nick lo hizo y dijo:

—Como propietarios de esta oficina, la representante de Newcombe-Gold, Janice Denard, ya ha recibido la orden; pero por consideración a sus derechos, ésta es una copia para usted.

—Muchas gracias —dijo Randle con rebosante sarcasmo cuando cogía el documento; su voz mostraba ahora cierta ansiedad.

Entonces Nick le acercó una segunda orden.

—Ésta es una orden de registro de su casa.

Randle no aceptó esta orden, al principio, y se quedó mirando el papel como si Nick le estuviera ofreciendo un vaso de veneno. Aún sentado en el borde de la mesa, el publicista guardó un incómodo silencio. Nick sostenía el papel y Randle le observaba. Ni Nick ni Randle cruzaron una palabra.

Pasaron unos segundos que parecieron eternos. Al fin, Randle cogió el papel de mala gana y dijo:

—Debo llamar a mi abogado. ¿Alguna objeción?

—Desde luego que no —respondió Nick.

El hombre sacó el móvil del bolsillo de su abrigo.

Con un rápido movimiento, Catherine le arrebató el aparato de las manos.

—¡Pero no con este aparato!

—¡Qué demonios ocurre! —Randle explotó. Se había puesto de pie mirando a Catherine con los ojos fuera de las órbitas—. ¿Se han vuelto locos? ¡No pueden impedir que llame a mi abogado!

—¡Ni en sueños! —dijo ella dulcemente—. Pero nosotros haremos la llamada.

Se quedó desconcertado.

—Pero... ¿por qué?

Catherine arqueó las cejas.

—Pues quizá porque no nacimos ayer. Sabemos que es posible configurar un ordenador para que se pueda borrar el disco duro con sólo una llamada telefónica.

Los ojos de Randle se quedaron en blanco.

—Están enfermos. ¿Por qué diablos querría destruir mi propio ordenador? ¿Por qué tendría que haber configurado mi ordenador para eso... con una llamada telefónica?

—Señor Randle, si usted es un traficante de pornografía infantil —expuso Catherine suavemente—, sabrá la repuesta. Si no, le sugiero que nos deje hacer nuestro trabajo y, no se preocupe, si es inocente, quedará libre de sospecha.

—¡Oh, ya veo que están de mi lado!

Nick se acercó.

—El nombre de su abogado, ¿señor Randle?

—Jonathan Austin.

—¿Tiene una guía telefónica?

—En el cajón de abajo a la derecha, en mi mesa.

—¿Podría cogerla usted, por favor?

Randle agitó la cabeza y suspiró:

—Dios, ¡me sé el número de memoria!

La voz de Nick se volvió más contundente.

—La guía, señor Randle.

Randle fue hasta la mesa y la rodeó, con O’Riley siguiéndole y observándole con detalle. El publicista sacó el grueso libro de páginas amarillas del cajón y se la entregó en mano. Nick hojeó hasta encontrar ABOGADOS y buscó en la lista a Jonathan Austin. Utilizó el teléfono del escritorio de Randle y marcó el número, esperó el tono y le pasó el auricular a Randle.

El publicista esperó unos segundos y después dijo:

—Con el señor Austin, por favor.

Escuchó durante unos instantes.

—Sí, Gary Randle.

Esperó un momento.

—¿Jonathan? Soy Gary Randle. —Le expuso la situación y después escuchó a su interlocutor—. ¿No puedo evitarlo? Bien, bien, entendido, pero por favor, ven tan pronto puedas. Estos agentes son de todo menos simpáticos... Estoy en la oficina. —Colgó el teléfono y comentó—: Mi abogado estará aquí en quince minutos.

Catherine estaba cerrando una bolsa de pruebas en la que había introducido el móvil de Randle.

Randle la miró rápidamente.

—¿Se va a quedar mi teléfono?

Ella asintió.

—Mientras forme parte del caso, sí.

El publicista le lanzó una mirada fulminante, pero no dijo nada.

—Señor Randle, ¿por qué no vamos al vestíbulo? —sugirió O’Riley.

Randle negó con la cabeza mientras decía:

—No, prefiero esperar aquí.

—Sería mejor —contestó O’Riley y le tendió una mano con un gesto de «acompáñeme»—. Debemos dejar que los investigadores de la escena del crimen hagan su trabajo.

—¡Es mi oficina! No es la escena de un crimen...

Catherine esbozó una sonrisa, aunque no tenía ningún motivo para ello.

—Se lo haremos saber.

Randle movió la cabeza con amargura y siguió al detective hasta el vestíbulo, donde los dos hombres se quedaron mirando, a través del cristal, cómo los CSI trabajaban. Catherine podía sentir muchos ojos observándolos, desde los otros cubículos y las otras oficinas, quizá más discretos —nunca llegó a pillar a nadie mirando directamente—, pero había muchos más.

Catherine echó una mirada general a la oficina de Randle mientras Nick y ella se ponían los guantes de látex. Era un poco más pequeña de las de Newcombe-Gold, pero tenía una austeridad característica. En la pared frontal acristalada había una cortina que ahora estaba descorrida; pero en las otras tres paredes no había ventanas ni ningún cuadro. En la pared de la derecha había estantes, mientras que la trasera estaba casi vacía, solamente unas estanterías con galardones. Cerca de la pared de la izquierda había una gran mesa inclinada de dibujo con una cómoda silla de ruedas. Detrás de esto, cerca de la pared frontal, había un pie con una televisión y un DVD/VCR.

—Es extraño que una persona que trabajaba en publicidad visual tuviera una oficina tan espartana —pensó Catherine; quizá prefería mantener la mente libre de las imágenes de otras personas para crear las suyas propias. Por otro lado, Catherine no estaba segura de querer saber qué clase de imágenes podría encontrar en la mente de ese hombre...

Ella observó la alfombra que iba de pared a pared y pensó que quizás Nick debería pasar la aspiradora en las zonas de más tráfico, ya que sacar huellas aquí sería inútil, sobre todo después de que ellos hubieran dejado sus pisadas sobre todas las demás.

Delante de la mesa de caoba había dos sillas de orejas y, detrás de ellas, apoyado contra la pared frontal, había un sofá de piel verde. Encima del escritorio había varios archivadores abiertos, un teléfono, una lámpara de banquero y un marco de fotos.

Catherine dio la vuelta a la mesa y se acercó para ver la foto donde aparecía una niña rubia con el pelo rizado; debía tener unos doce años y aparecía radiante al lado de Randle que la rodeaba con un brazo. Su hija, supuso. Decidió confirmarlo, teniendo en cuenta la naturaleza del caso. Tomó la foto y se giró hacia la ventana que daba al corredor; allí estaban Randle y O’Riley. La puerta estaba abierta y les llegó claramente su pregunta:

—¿Su hija?

Randle asintió.

—Heather.

Catherine volvió a poner la foto sobre la mesa y preguntó a su compañero:

—¿Qué prefieres, el escritorio o los estantes?

Nick dio un vistazo a los estantes llenos de libros y revistas, la única muestra de desorden en toda la estancia, y contestó:

—¿Te importa si me quedo con el escritorio?

—Nicky, estás hecho un endeble —dijo Catherine con toda naturalidad.

—Cuándo dices «endeble» —prosiguió Nick con total inocencia—, ¿intentas hacerme sentir viejo?

Se intercambiaron unas leves sonrisas y siguieron con su trabajo. Los cinco estantes parecían de caoba y estaban colocados a diferentes alturas. En los dos superiores había libros con títulos como Error-Free Writing (Escritura sin errores) y Strunk and White’s Elements of Style (Elementos de estilo por Strunk y White), además de un diccionario, incluyendo uno de sinónimos, atlas y varios libros de arte, algunos de ellos bastante voluminosos y pesados. Ella tomó uno y empezó a hojear sus páginas. Una fotografía —un desnudo— le llamó la atención. En un primer momento pensó que podría ser una prueba, pero cuando se fijó bien se dio cuenta de que era una imagen que podría estar en su propia casa: uno de los cuadros sobre Helga del artista Andrew Wyeth.

Devolvió el libro a su lugar y prosiguió con el resto de volúmenes metódicamente; descendió hasta el tercer estante y empezó a mirar siete carpetas llenas de dibujos y obras de arte de diferentes campañas publicitarias; reconoció algunas de ellas. No se podía negar que el hombre tenía talento. Cuando se preparaba para revisar las revistas en tres montones, colocadas en cada uno de los dos estantes inferiores, sintió algo, se giró y vio a Randle en el corredor, mirando con el ceño fruncido.

Nick la interrumpió.

—¿Has tenido suerte, Cath?

Ella miró a Nick y le vio inclinado sobre la zona de dibujo de la mesa de Randle.

—Nada por ahora, ¿y tú?

Él negó con la cabeza.

—Nada.

Volvió la mirada hacia Randle y le dijo a Nick:

—Vigílale, tengo la sensación de que nos observa sólo para ver lo que encontramos.

—Es normal, Cath.

—Quizá, pero vigílale.

Cuando todavía estaba mirando a Randle, apareció un caballero alto con el pelo plateado que dio la mano al publicista y le puso la otra sobre el hombro. Era el abogado, sin duda. Catherine intentó concentrarse en el trabajo que aún le quedaba por hacer y volvió a los estantes.

Estaba hojeando el segundo montón del cuarto estante cuando quedó helada...

En medio de las copias de Advertising Age, Mediaweek y Brandweek, la CSI alcanzó a ver algo gris entre dos páginas de una copia de Adweek.

—Nick.

—¿Qué?

—Coge la cámara; haz una foto de esto.

En pocos segundos ya estaba junto a ella con la treinta y cinco milímetros a punto.

—¿Qué has encontrado?

Catherine dejó que la revista cayera abierta y, metido allí, entre un montón de fotografías de una mujer sosteniendo una botella de cerveza y una historia de la agencia de publicidad que creaba la campaña, había un disco zip de color cobalto sin etiqueta. Catherine se apartó y Nick tomó varias fotos del disco y de la revista.

Entonces Randle apareció detrás de ellos con los ojos desorbitados.

—¡Esto no es mío! —Su voz sonaba tan fuerte como enfadada, y tan enfadada como defensiva—. ¡No sé lo qué es esto ni cómo ha llegado hasta aquí!

Su abogado se acercó rápidamente y se situó tras él. Era un hombre de unos sesenta años, impecable y distinguido, que rápidamente intervino:

—Gary, no digas nada. Ni una palabra.

Randle se giró hacia el abogado e ignoró su consejo.

—Jonathan, no sé cómo ha llegado hasta aquí. No lo había visto antes.

El abogado era un hombre de rasgos agradables, marcados por una estrecha nariz y unos finos labios; sus ojos, de un azul pálido, brillaban de inteligencia.

Austin apretó los dientes y, con palabras frías y mesuradas, dijo:

—En otras palabras, puede que este disco no sea nada.

Aunque no lograba entender qué es lo que pretendía su abogado, Randle asintió:

—Supongo, pero...

Austin le interrumpió con un gesto cortante y dijo.

—Si no es nada, no tenemos de qué preocuparnos, ¿verdad, Gary?

Cuando al final lo comprendió, Gary calló y dejó que Austin le acompañara hacia el vestíbulo, donde estuvo hablándole en susurros. Después de que se fueran entró O’Riley.

El detective preguntó:

—¿Pero este disco es algo?

—Nuestro chico se ha comportado como si lo fuera —dijo Catherine—. Pero hasta que no lo tenga Tomás en el laboratorio, no sabremos... Bueno, si es que Tomás puede trabajar para nosotros dentro del ocupado programa del sheriff.

O’Riley hizo una mueca.

—Este tipo nos hará sufrir —refiriéndose a Mobley.

Catherine y Nick estuvieron buscando durante veinte minutos más, revisando cada centímetro cuadrado de la oficina, incluso trajeron escaleras e inspeccionaron los falsos techos; pero, aparte del misterioso disco zip, no encontraron nada especial.

—¿Hemos terminado? —preguntó Nick.

Catherine dio una última mirada y dijo:

—Sí, vámonos a casa de Randle.

—Estás dedicándole demasiado tiempo a Tomás...

En el pasillo informaron de sus intenciones a Austin y Randle; cargaron los bártulos y una pequeña caravana se encaminó hacia Crown Vista Drive: el Tahoe de los CSI delante, después Randle y Austin en el Jaguar del abogado y, finalmente, el Taurus de O’Riley. Nick tomó la Beltway, la siguió hacia Flamingo y salió en Fort Apache Drive. A partir de allí, las reviradas calles de la zona de los Lagos descendieron, hasta que el Tahoe se detuvo enfrente del 9407 de Crown Vista Drive.

Nick aparcó. El Jaguar de Austin se detuvo en el camino que conducía a un garaje de tres coches, de unas dimensiones mayores que las casas estándar de Las Vegas. O’Riley aparcó en la calle, justo detrás del Jaguar: si Austin quería salir antes de que terminaran la inspección, debería hacerlo por encima del césped de su cliente.

La enorme casa de dos plantas era impresionante pero, por otro lado, era típica de la ciudad del desierto, de estuco color crema con las tejas rojas. No era lo que Catherine esperaba; era igual que todas las demás casas, sobre todo en la zona de los Lagos. Un artista como Randle debería vivir en una residencia con más estilo y personalidad.

En el jardín delantero, muy verde y bien cuidado, había un olmo chino con un círculo de piedras que lo rodeaban. Dos columnas sostenían el segundo piso que sobresalía por encima de la entrada, y dejaban la puerta principal y las dos estrechas ventanas en perpetua sombra. En un lado de la casa, justo a la derecha de la entrada, se había construido una terraza.

O’Riley siguió al abogado y a su cliente hasta la puerta, mientras Catherine y Nick descargaban su equipo del maletero del Tahoe. Cuando llegaron los CSI, encontraron a Austin, O’Riley y Randle en un lado del gran porche. El publicista estaba encendiendo nerviosamente un cigarrillo.

O’Riley gesticuló como si les recibiera.

—Adelante, todo vuestro.

Catherine preguntó:

—¿No entras, Sarge?

—Creo que me quedaré con el abogado y su cliente.

Austin dijo:

—He aconsejado al señor Randle que les deje vía libre. Si necesitan saber dónde está algo o ayuda de cualquier clase... sólo tienen que decírnoslo.

—Gracias —respondió Catherine mientras estiraba sus guantes de látex. Nick ya los llevaba puestos. La puerta de acero de la entrada daba a un vestíbulo que, a la derecha, conducía a una ventilada terraza llena de muebles de roatán; a la izquierda, unas escaleras pegadas a la pared llevaban al segundo piso. Más allá de la terraza, una puerta daba acceso a un aseo y, enfrente, había otra puerta que Nick descubrió que conducía al gran garaje.

Gran parte de las estancias del primer piso estaban situadas detrás del garaje. Catherine entró en una cocina office con una barra para desayunar y que daba acceso a una gran sala con un mullido sofá, dos cómodas sillas, un televisor de treinta y seis pulgadas, y un conjunto de estantes negros que sostenían un estéreo enorme. A través de las grandes ventanas de la pared trasera se veía una piscina exterior.

—Merece la pena hacer anuncios —dijo Nick.

—Eso parece —respondió Catherine—. La gente paga para anunciarse.

Un vestíbulo conducía a una gran habitación que, a juzgar por el estilo masculino de la estancia y por la zona de trabajo con una mesa de dibujo situada en la esquina derecha, debía ser la de Randle.

—¿El segundo piso o la primera planta? —preguntó Catherine.

Nick se encogió de hombres y añadió:

—Primera planta.

Catherine empezó examinando la zona de trabajo de la habitación. En un gran pupitre que parecía prefabricado había un ordenador, una impresora, un escáner y un disco zip. Este último era particularmente interesante; Randle podría haber descargado imágenes de pornografía infantil en casa y habérselas llevado a la oficina en el disco que habían encontrado.

Siguió el mismo método de Tomás en la agencia y fotografió todos los equipos y el cableado, y después desconectó, una por una, las diversas piezas.

Dos horas más tarde, en la terraza, había un montón de pruebas que los CSI querían llevarse: el ordenador del dormitorio y los periféricos asociados; un ordenador portátil que Catherine había encontrado en una esquina, junto al sofá, en la gran sala; otra torre de PC de un ordenador que Nick había localizado en el primer piso; y dos cajas que Catherine había descubierto en el armario de Randle.

Una caja estaba llena de revistas de porno duro, así como de álbumes de fotos de Randle con más de una docena de personas en diversas prácticas sexuales. La otra caja estaba llena de DVD triple X y cintas de vídeo. En un primer paso, las revistas, divididas en revistas de quioscos, como Hustler y Penthouse, y en material más duro accesible sólo en librerías para «adultos» o en la red, parecía que sólo contenían fotos e historias que pertenecían a adultos.

De igual modo, los álbumes de fotos sólo mostraban a adultos practicando sexo en fiestas libertinas. Catherine sabía que el hecho de que en este material no aparecieran niños ni adolescentes no significaba que fuera inocente, ya que las revistas y los álbumes reflejaban un gran interés de Randle por el material sexual. Pero, desde luego, no lo convertían en un pederasta o en un consumidor de pornografía infantil.

Después de media hora de registro, Nick había invitado a Randle y a su abogado y, por supuesto, a O’Riley, a entrar y a sentarse en la cocina, donde tenían café y podían ver la CNN.

Al ver cómo Catherine y Nick se preparaban para cargar las pruebas, Randle fue consciente de ello y se les acercó con su abogado siguiéndole detrás (y O’Riley deambulando por allí).

Los ojos de Randle se abrieron de par en par cuando vio el montón de material en el suelo de la terraza.

—No les parece un poco excesivo... Vamos, pero ¿el ordenador de mi hija también?

—Todos los ordenadores de la casa —dijo Catherine—. Sin excepciones.

—Pero, ¡ella lo necesita! ¿Cómo se supone que hará sus deberes?

Nick prosiguió:

—Intentaremos devolverle el ordenador pronto, señor Randle... pero en un caso como éste, debemos comprobar todos los ordenadores con los que haya podido tener contacto.

Catherine comentó:

—Casi tiene toda una colección... —y señaló las cajas con material para adultos.

—¿Qué quiere decir? No es ilegal.

—No es ilegal. ¡Claro que no!, pero quizás algo dañino cuando te están investigando por un crimen sexual.

El abogado se acercó a Catherine y le preguntó:

—Señorita Willows, ¿no es así? ¿Ha encontrado pornografía infantil entre el material?

—No que hayamos podido ver por ahora —contestó Catherine.

Nick dijo:

—No hemos podido verlo todo. Su cliente es un auténtico coleccionista.

Visiblemente frustrado e irritado, Randle añadió:

—Pueden ahorrarse este paso porque no van a encontrar pornografía infantil ¡ya que no la hay!

Catherine le preguntó:

—¿Le importaría explicarme lo de los álbumes de fotos? La pornografía es una cosa, pero es evidente que usted demuestra... un interés muy activo.

El abogado tocó el brazo de Randle y le comentó:

—No tienes que explicar nada, Gary. Ya lo discutiremos.

Pero Randle contestó:

—Jonathan, no tengo nada que ocultar.

—Ya sé que no, pero...

Randle miró a Catherine a la cara:

—Entiéndalo, mi ex mujer.

—Elaine.

Sus ojos se turbaron cuando vio que Catherine sabía el nombre de su ex mujer, pero prosiguió:

—Sí, Elaine... Elaine y yo, durante un tiempo, seguimos... ¿cómo se lo diría?...un cierto estilo de vida.

—Estimulación —dijo Catherine—. ¿Intercambio de parejas? ¿Sexo en grupo?

Bajó la mirada al suelo y asintió.

—No me siento orgulloso de ello. Era parte de una fase experimental por la que pasamos los dos. Los dos habíamos tenido aventuras, pero habíamos vuelto juntos, y pensamos que quizá... no sé. Queríamos salvar nuestro matrimonio de algún modo con esta... sinceridad. De todos modos, fue un error. De hecho, en el fondo, creo que esta... actividad... fue lo que condujo a Elaine a que la bebida se le fuera de las manos.

—¿Y esa fase está superada?

Randle hizo un gesto de menosprecio.

—Hace mucho. Cortamos el libertinaje, pero... creo que ya era tarde para salvar nuestro matrimonio.

Nick señaló:

—Si sólo fue una fase, ¿por qué guardó los álbumes?

—No lo sé. Lo hice. No creo que sea asunto suyo, de todos modos. He sido franco, ¿eso no cuenta para ustedes?

—Usted ya no está implicado en aquel escándalo.

—¡No! ¡No tengo nada que ocultar!

—No en estas fotos —dijo Nick.

El abogado le inquirió:

—¡Señor Stokes!

Catherine le preguntó:

—Su ex mujer tiene derecho a visitas, ¿no es así?

—Supervisadas —respondió Randle—, por un agente tribunal. Un trabajador social, en nuestro caso.

—Por tanto, ¿Elaine no tiene la custodia de su hija los fines de semana?

—Por mucho que lo odie, no. Su alcoholismo la llevó a situaciones extremas. Conducía borracha cuando tuvo el accidente ¡y Heather iba con ella!

Catherine pensó que ninguno de los dos sería un buen candidato a padres del año y le acercó un papel.

—Esto es una lista detallada de las pertenencias que nos llevamos. Todo lo que no sean pruebas le será devuelto, en su debido momento.

Randle revisó lentamente la lista; levantó la vista, sorprendido.

—¿Qué significa esto del portátil?

—El que estaba junto al sofá —dijo Catherine—, en la sala de estar.

—No.

—¿No?

—Señorita, ese portátil no es mío.

—Vaya, esto es nuevo, señor Randle. He oído «Esa pistola no es mía», y han llegado a decirme «Ese no es mi césped»... pero...

—Enséñenme ese portátil. ¡Vamos, enséñenmelo!

Ellos lo hicieron.

—No es mío —dijo Randle, moviendo la cabeza categóricamente—. Y tampoco es de Heather.

Nick preguntó:

—Entonces, ¿cómo llegó a su sala de estar?

Randle tenía la piel tan tensa que los ojos se le salían de las órbitas; una vena sobresalía en su frente.

Catherine dijo amablemente:

—Bien, ¿señor Randle?

Por primera vez, Randle no parecía ni molesto, ni frustrado ni irritado: estaba asustado. Mejor dicho, completamente atemorizado, pero logró responder:

—¿Cómo puedo explicarlo? Ustedes deberían decírmelo, ¡son los detectives!

El abogado agarró fuertemente a su cliente por el brazo.

—El señor Randle no tiene nada más que añadir sobre este asunto. ¿Van a inculparle? ¿Le interrogarán como un testigo material?

Catherine no dijo nada; Nick se mantuvo en silencio y O’Riley también.

—Entonces, por favor, llévense lo que su orden de registro les autorice —dijo Austin—, y abandonen la casa de mi cliente.

Catherine miró directamente a Randle, aunque sus palabras iban dirigidas al abogado:

—Su cliente no debe abandonar la ciudad. Es posible que piense que no tiene nada más que decirnos, pero puede que nosotros tengamos mucho que decirle a él, una vez que hayamos llevado este material al laboratorio.

La sonrisa de Nick casi parecía sincera:

—Pronto le diremos algo, señor Randle. Gracias por su colaboración.

Randle y su abogado se dirigieron hacia la cocina y O’Riley ayudó a los CSI a cargar las pruebas potenciales en el Tahoe.

En el cuartel general, Núñez se encargaba de los ordenadores mientras Catherine y Nick se repartían el resto. Antes de empezar con su trabajo, Catherine comentó:

—Oye, antes de ponernos a mirar a gente en cueros, Nicky... ¿no te parece que primero deberíamos hablar con alguien?

—¿Un cura, quizá? —respondió Nick, irónicamente.

—No me refiero eso... Su mujer. Con un ex marido, estoy segura de que ella querrá contárnoslo todo sobre...

En media hora, Catherine y Nick, con O’Riley acompañándolos, estaban frente al porche de una casa en el tranquilo barrio de Gunderson Boulevard.

La vieja casa, con su camino blanco y gris y algunos árboles brotando del cuidado césped, no podía compararse con la residencia de Randle en los Lagos, pero era tranquila y agradable. Junto al garaje había un Lincoln Continental negro. Aquel coche tan caro parecía bastante incongruente junto a aquella modesta, aunque cuidada, casa.

O’Riley llamó al timbre y, como si ella les estuviera esperando, apareció una mujer.

—¿Puedo ayudarles? —preguntó con una dulce y armoniosa voz, casi de azúcar.

O’Riley dijo:

—¿Elaine Randle?

Ella asintió.

—¿Ocurre algo? Ustedes parecen... agentes oficiales.

Catherine se preguntó si los vestigios de acento sureño no los estaría escondiendo en alguna parte.

El detective mostró su placa a la mujer y se presentó a sí mismo y a los CSI.

La sonrisa desapareció de la cara de la mujer.

—¿Es Heather? ¿Está bien? ¡Por favor, díganme si está bien!

—Sí, ella está bien —dijo Catherine, dando cierto calor a sus palabras.

—Gracias a Dios —respondió Elaine y su sonrisa volvió, aunque algo indecisa.

—Perdone que la hayamos asustado —continuó Catherine—. Yo también soy madre. Señora Randle, hemos venido porque queremos hablar con usted de su ex marido.

Su sonrisa desapareció de nuevo, pero abrió la puerta.

—Por favor, entren. ¿Algo va mal? ¿Gary está bien?

Los CSI entraron y Catherine respondió:

—Su esposo está bien. Si algo va mal... francamente, aún no lo sabemos. Quisiéramos hacerle algunas preguntas.

Nick dijo:

—Usted nos puede ayudar a determinar si existe algún problema.

—No estoy segura de entenderles, pero me alegro de hablar con ustedes. ¿Les apetece tomar algo? —Ellos rechazaron la invitación y su anfitriona les condujo a una pequeña y cuidada sala de estar con una decoración moderna. Un sofá se apoyaba en la pared y un par de sillas estaban apostadas en los ángulos, una al final del sofá y la otra al otro lado de la estrecha habitación. Un televisor de veintiuna pulgadas se apoyaba en una mesilla en una esquina y una mesa auxiliar separaba el sofá de la silla más próxima.

—No creo que haya una forma educada de decir esto —dijo Catherine. Un avergonzado O’Riley le había pedido antes si le importaba llevar la iniciativa con la esposa, y Catherine había accedido—. Pero debemos hablar con usted de las inclinaciones sexuales del señor Randle.

Rápidamente se puso una mano en la boca y se estremeció; sus ojos dieron un salto.

—Santo cielo... pensé que estaba detrás de mí. ¿Qué ha hecho? ¿Qué ha hecho Gary?

Catherine se sorprendió de lo rápido que habían llegado a este punto y quedó atónita cuando oyó de sus propios labios defender al sospechoso del caso, aunque fuera vagamente—: No estamos seguros de que Gary haya hecho nada, señora Randle.

—¡Oh! Bien. Espero que tenga razón...

—¿Por qué pensó que él había hecho algo?

Elaine Randle se encogió de hombros y suspiró.

—Los apetitos sexuales de Gary siempre iban en aumento. Cuando estábamos casados, él quería más... más de... bueno, de todo.

—Cuando estaba con él, ¿ese estilo de vida le gustaba?

—No. Intenté que me gustara, por Gary. Por nuestro matrimonio.

—Esa presión, ese estrés, ¿tuvieron algo que ver con sus problemas con la bebida?

La mujer se acercó a Catherine y casi le susurró:

—¿Podríamos hablar usted y yo en privado? Lo siento, pero esto es... —miró a Nick y a O’Riley—. Esto es algo embarazoso.

—No puede ser —dijo Catherine—. El detective O’Riley y el CSI Stokes son profesionales y deben oír lo que usted nos tiene que decir.

—Bueno... pero esto es...

—Nosotros recogemos pruebas —dijo Catherine de un modo decidido, pero amable—. No juzgamos a nadie.

Elaine Randle respiró profundamente, suspiró y continuó hablando:

—Nuestro estilo de vida implicaba... bueno... no hay otro modo de decirlo: los pervertidos gustos de Gary. Siempre deseaba verme con otros hombres, otras mujeres y, por último, en grupos. Todo aquello se estaba yendo de las manos. Era humillante, despreciable y, como usted ha adivinado, sí, empecé a beber para sobrellevarlo y también se me fue de las manos.

Catherine ladeó la cabeza y estudió a la mujer.

—¿Gary estuvo alguna vez interesado en compañeras jóvenes?

Con una risa burlona la mujer respondió.

—Sí, una vez, cuando yo tenía treinta, tuvo una aventura con una chica de apenas veinte años. Y más tarde, por lo que pude ver... lo que le entona... Por lo que respecta a Gary, cuanto más joven sea la pareja, mejor.

—¿Es eso cierto?

Elaine soltó una carcajada.

—Es como si estuviera obsesionado con la juventud; juventud y sexo. Siempre estaba buscando llamar la atención de las mujeres más jóvenes. No sé si esto es raro.

—¿Qué quiere decir, señora Randle?

—Bueno, creo recordar que él ya había cumplido los treinta y las mujeres jóvenes, las jovencitas, eran su forma de probarse a sí mismo que no había perdido nada con los años, que no estaba envejeciendo.

—¿Qué edad tenían estas jovencitas? —preguntó Nick.

Elaine Randle se ruborizó ligeramente. Ella respondió a la pregunta de Nick, pero miró a Catherine, y en voz baja dijo:

—Una noche, poco antes de que termináramos definitivamente, le dejé que hiciéramos un trío... no me siento orgullosa de esto... con la niñera de nuestra hija.

Catherine se movió hacia delante en su silla y le preguntó:

—¿Alguna vez Gary mostró deseos de estar con una mujer aún más joven?

Ella frunció el ceño.

—¿Cuánto más joven? ¿Quiere decir adolescentes? ¿De la edad de nuestra hija...?

Tan pronto como salieron estas palabras de la boca de Elaine, ella se horrorizó.

—De la edad de su hija —dijo Catherine suavemente—. O más jóvenes.

Elaine Randle se movió hacia delante y sujetó a Catherine por la muñeca; la cara de la mujer estaba tensa de preocupación.

—Dios mío, ¿Mi hija está segura? ¿Pueden confirmarme que Heather está segura con él? ¿Dónde está? Ella está...

—Heather está bien —dijo Catherine con firmeza—. Estamos investigando un crimen cometido en el trabajo del señor Randle.

La furia envolvió la cara de la mujer. Se puso en pie como un rayo.

—¡Este maldito hijo de puta! ¡El gran pervertido hijo de...!

Catherine se levantó y miró a la mujer y la cogió por el antebrazo.

—A ver... vayamos despacio, señora Randle. Todavía no sabemos nada, puede que su marido sólo sea un testigo inocente. Hay docenas de personas en su agencia y él es uno más de los que estamos investigando.

—Si, puede ser... ¡pero es el único que tiene acceso a mi hija!

—¿Elaine? —preguntó Catherine, mirando a la señora Randle—. Le dije que yo también soy madre, ¿entiende?

Elaine Randle asintió mientras tragaba saliva.

—Yo me sentiría igual si fuera mi hija —dijo Catherine—. Conozco bien ese impulso maternal de protección... y, de una madre a otra, le digo que no se preocupe.

—Cómo no voy a preocuparme...

Catherine apoyó una mano en el hombro de Elaine Randle.

—No dejaremos que le suceda nada a Heather. Estará a salvo.