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El sentimiento de frustración casi nunca influía en el radar personal de Catherine Willows. A aquellas alturas, las situaciones frustrantes se habían convertido en parte del entramado de su vida y, si hubiera dejado que la afectaran, ya haría mucho que se habría vuelto loca. Sin embargo, empezaba a experimentar aquella sensación, y cada vez se sentía más molesta.

El turno estaba a punto de finalizar, y ella y su compañero de criminalística de Las Vegas, Nick Stokes, al volante del Tahoe, se dirigían a atender un 404 (disturbios indeterminados) en un comercio al sur del Strip. «Disturbios indeterminados» podía significar cualquier cosa, desde un simple robo a un homicidio múltiple.

Pero lo que sin duda significaba era que, otro lunes, la señora Goodwin, la canguro, tendría que levantar y llevar a Lindsey al colegio. La propia Catherine se había pasado la niñez esperando que su madre llegara a casa, y siempre había querido hacerlo mejor con su hija. Pero era una mujer con muchas responsabilidades. De nuevo, tendría que mantenerse firme y luchar en silencio.

La agencia de publicidad Newcombe-Gold, su destino, ocupaba las dos plantas de un edificio acristalado de West Robindale, justo al final de Las Vegas Boulevard, un par de kilómetros al sur de Mandalay Bay y del límite extraoficial del Strip.

La Newcombe-Gold se había subido al carro de la fiebre constructora que afectaba a esa parte de la ciudad y, aunque la agencia era un referente en el ámbito publicitario desde la década de 1970, el edificio representaba una nueva aportación al creciente paisaje urbano. Los cristales tintados de las ventanas conferían al inmueble una negrura inusual bajo el sol matutino, infundiendo en Catherine muy malas vibraciones al pasar, con su compañero, por el letrero gris y blanco pintado en el asfalto, que les daba la bienvenida al aparcamiento y que se extendía ante la fachada negra del edificio.

El pequeño aparcamiento podía albergar unos veinte o treinta coches, pero, aparte de un Taurus azul marino (que Catherine reconoció como el vehículo de incógnito de un detective de la policía de Las Vegas), dos coches patrulla y su Tahoe del CSI, sólo había aparcados tres coches más.

Nick Stokes aparcó el Tahoe en una plaza para visitantes, cerca de la entrada, y Catherine se dejó caer del coche mientras su compañero bajaba de un salto. Catherine pensó que su compañero aún era lo bastante joven como para no acusar la larga noche que habían tenido.

Su pañuelo de seda marrón y beige (que Lindsey le había regalado el Día de la Madre) le acarició la cara, como si la brisa no pudiera resistirse a provocarle otro ataque de culpabilidad. Su media melena rubia ondeaba al viento, y Catherine hizo una mueca, deseando estar en casa. Se quedó a un lado mientras Nick abría las puertas traseras del Tahoe.

Alto y musculoso, como el buen deportista que fue, Nick Stokes le sonrió por encima del hombro sin motivo aparente. Su corto pelo negro apenas se agitaba con el viento, y la impaciencia de su rostro le hacía parecer un alegre cachorrillo. A veces, Catherine se planteaba si a Nick le gustaba demasiado su trabajo.

—¿Demasiado pronto para los publicistas? —preguntó Catherine, echando un vistazo al aparcamiento prácticamente vacío.

—No son ni las ocho —respondió Nick, mirando su reloj—. Los peces gordos tardarán, al menos, una hora más, y el resto irá viniendo poco a poco.

—¿De qué disturbio se tratará? —dijo Catherine, suspirando.

—Indeterminado —replicó Nick, con ojos risueños.

—No me toques la moral al final del turno.

—Yo nunca te tocaría la moral, Catherine. Te tengo demasiado respeto.

—Bésame... —empezó Catherine, pero se le escapaba la risa—. Maldita sea...

Con esto, cogió la maleta de acero inoxidable que contenía su equipo de procesamiento de la escena del crimen y se dirigió a la entrada. Un agente exageradamente joven, cuya placa lo identificaba como McDonald, le abrió la puerta. El agente uniformado era alto y de espaldas anchas, y se olía en él la esencia de la reciente graduación como se huele en un coche nuevo. Llevaba el pelo corto y hacia atrás y su sonrisa parecía también algo exagerada, teniendo en cuenta la hora que era.

—Buenos días, chicos —dijo, con una familiaridad que no consiguió enmascarar el hecho de que ninguno de los dos CSI le conocía de nada.

—Gracias —dijo ella al pasar, dibujando una sonrisa lo bastante agradable, aunque sin esforzarse demasiado.

—¿Qué le pasa a éste? —preguntó a Nick cuando se hubieron alejado de él.

—Vamos, alegra esa cara, Cath. Está contento, nada más. Ya sabes cómo son estos chavales. Aún no les ha dado tiempo de aprender a ser cínicos.

«Ni a ti», pensó Catherine, y dijo:

—Bueno, pues a ver cuánto tarda en dejar de abrir puertas a los CSI.

—A los CSI con tu aspecto, seguramente nunca... Seguro que te lo ganas de algún modo, ya lo verás.

—¿Qué? —La incongruencia captó toda su atención.

Nick se encogió de hombros y sonrió afectadamente.

—A Lindsey. Es guay. Te las apañarás. Y, venga, vamos a hacer nuestro trabajo... Igual luego te invito a desayunar.

Catherine se rindió y le devolvió la sonrisa.

—Igual hasta te dejo.

Se encontraban en un espacioso vestíbulo y, a pesar de que los cristales estaban ahumados, el sol lo invadía todo. Cuatro sillas, tres sofás y dos mesas, llenas de periódicos y revistas, poblaban la zona alargada y estrecha del otro lado de la puerta. Al fondo, un pequeño mostrador empotrado sostenía varias torres de vasos de poliestireno y una cafetera que llenaba la sala con la fragancia de café colombiano recién preparado. Catherine supo que aquél, y no el aguachirle de sus oficinas, sería su primer café del día.

Otro mostrador, parecido al de la recepción de los hoteles, recorría la pared de enfrente. La alta silla de la recepcionista estaba vacía, y sobre la mesa descansaban una agenda y una centralita que parecía capaz de lanzar hasta misiles. Detrás, la pared estaba cubierta de premios de la Asociación Publicitaria de Nevada y de la Coalición Publicitaria del Suroeste, y dos premios más que Catherine identificó como los Oscar del mundo de la publicidad: los Cleo.

A la izquierda del mostrador de la recepción, aunque bastante alejado, otro agente uniformado montaba guardia ante el pasillo que conducía a la maraña de oficinas.

En el aire había algo más que aquella mezcla colombiana.

La amabilidad del agente uniformado de la puerta principal quedó reemplazada por una frialdad que nada tenía que ver con el aire acondicionado. Catherine se preguntó si Nick también lo habría notado, y lo miró. Su compañero también había fruncido el ceño.

Atravesaron el vestíbulo sin tocar nada. Era cierto que les habían enviado al lugar de los hechos, pero también lo era que el motivo de la llamada se había ocultado tras un «disturbios indeterminados». A veces el término significa justamente eso: que la naturaleza del crimen era indeterminada, posiblemente porque la persona que dio el aviso se había mostrado ambigua, pero había insistido lo bastante como para que mandaran a alguien.

Otras veces, el oficial que llegaba a la escena consideraba que el crimen era demasiado delicado y decidía no revelar su naturaleza por radio.

¿A cuál de las dos opciones se enfrentaban?

En cualquier caso, mientras se acercaban al segundo agente uniformado hicieron todo lo posible por no contaminar nada que después pudiera servirles de prueba.

Lo que hubiera dado Catherine por una taza de ese café...

—El detective O’Riley está en la sala de reuniones, al final del pasillo —les informó el agente uniformado. El tal Leary, según decía su placa, debía de ser unos cinco años mayor que el de fuera y, en lugar de alegre como McDonald, éste parecía obstinado. Quizás bastaba con cinco años de servicio...

Catherine le dio las gracias y recorrieron el pasillo largo y ancho, poblado de anuncios enmarcados. Al final de todo, se abrían unas puertas dobles.

En las paredes, el arte enmarcado representaba algunas de las campañas más exitosas de la compañía. A Catherine le sonaban todas. Al llegar a lo que parecía la sala de reuniones, vieron que había otro pasillo a mano derecha.

Tras las puertas abiertas de la sala de reuniones, Catherine pudo ver una enorme mesa de ébano que ocupaba casi todo el espacio, rodeada de unas sillas de respaldo alto, color carbón. Nada indicaba que fuera la escena del crimen, así que ninguno de los dos CSI se puso los guantes. Al meterse en la sala, con Nick pisándole los talones, Catherine vio al detective O’Riley inclinado sobre una mujer rubia que, sentada al fondo de la sala con la cabeza gacha, se frotaba la frente con los dedos de la mano izquierda.

—Señorita Denard —dijo O’Riley, en su malhumorado tono de tenor. A nadie le quedó muy claro si lo había dicho para informar a los CSI o para llamar la atención de la mujer.

En cualquier caso, la mujer se sobresaltó, miró a O’Riley y se concentró en Catherine y Nick, que avanzaban hacia O’Riley por el lateral de la inmensa mesa.

—No pasa nada, señorita Denard —dijo O’Riley, poniéndole una mano en el hombro—. Han venido a ayudar.

La mujer pareció relajarse, gracias a la mano y a la afirmación de O’Riley.

Con los años, Catherine había cambiado su forma de ver a O’Riley. En una ocasión, le oyó referirse despectivamente a los CSI como «la brigada de los ineptos». Sin embargo, aquellos días de enfrentamientos habían quedado muy atrás.

Como siempre, parecía que el detective hubiera bajado de un avión completamente desnudo y se hubiera metido en una tienda de ropa para salir vestido con lo primero que hubiera pillado.

—Señorita Denard —repitió el sargento—, estos son Catherine Willows y su compañero Nick Stokes, del laboratorio criminalístico.

La mujer hizo ademán de levantarse, pero la mano amiga de O’Riley en su hombro y la voz de Catherine, diciéndole que no hacía falta, la mantuvieron en su sitio.

Catherine le ofreció la mano y la mujer se la dio delicadamente. La acción se repitió con Nick mientras O’Riley decía:

—Es Janice Denard, asistente personal de Ruben Gold y directora de la oficina.

Parecía que la señorita Denard no podía articular palabra, pero al final dijo:

—¿Quieren una taza de café?

—No, gracias —dijo Nick—. Se lo agradecemos. —Catherine asintió a la afirmación de Nick.

La señorita Denard llevaba un vestido sin mangas, tipo polca, y a topos blancos y negros, que dejaba al descubierto sus finos y bronceados hombros. Catherine pensó que el cuello alto, en lugar de acortarle el cuello, parecía alargarlo como si se tratara de un cisne. Sobre él, una sencilla cruz de plata colgaba de una fina cadena. Llevaba también un reloj de plata en la muñeca izquierda; la única joya que completaba el conjunto era un anillo de plata en el cuarto dedo de la mano derecha. Debía de tener unos treinta o treinta y cinco años. Era guapa y sus enormes ojos azules lucían unas pestañas lo bastante largas como para que Catherine las envidiara.

—De verdad —empezó a decir la mujer, no muy convencida—. Yo estoy bien y no es ninguna molestia, si cambian de opinión...

Un momento más tarde, Catherine y Nick habían tomado asiento a ambos lados de Janice Denard, que empezó a narrar:

—He venido a trabajar pronto.

—¿No es habitual? —preguntó Catherine.

—Sí. Lo hago muchos días, especialmente los lunes. Me gusta tenerlo todo a punto... Ya sabe... Antes de que venga el señor Gold.

—Y ¿a qué hora suele ser?

—¿A qué hora viene el señor Gold? Poco antes de las nueve.

—Y ¿a qué hora llega usted?

—La mayoría de los días, entre las siete y las siete y media; pero los lunes vengo a las seis y media.

—Y ¿ésa es la hora a la que ha llegado hoy?

—No. He llegado más bien a las... 6.45 h. Me he retrasado porque se ha producido un accidente en Maryland Parkway.

Nick, que estaba tomando nota, le preguntó:

—¿Dónde vive usted, señorita Denard?

—En el lado este de Charleston Boulevard. Hay unas cuantas casas al pie de las montañas...

—Sí —dijo Catherine, pensando: «Menudas chozas para una secretaria»—. Conozco la zona. Es muy bonito.

Nick las interrumpió, sin abandonar el tono amable:

—Usted es la secretaria del señor Gold, ¿no es así?

La señorita Denard se ofendió.

—Soy asistente personal del señor Gold y directora de la oficina. Es un cargo ejecutivo que desempeño muy bien. Gracias por su interés. Pero no veo qué relación puede tener esto.

La frustración de Catherine se hizo del todo evidente. Ni O’Riley ni la mujer les habían dicho aún a qué situación se enfrentaban y cualquier dato «pertinente» seguía siendo tan «indeterminado» como el propio «disturbio».

—No se ofenda —dijo Nick, ofreciendo a la mujer la sonrisa inocente que derretía a mujeres más duras que Denard—. Pero admitirá que esas casas son muy bonitas...

Obviamente, la señorita Denard le devolvió la sonrisa, mostrando una hilera de blancos dientes. «¿Fundas?», pensó Catherine.

—Mi ex era abogado especializado en divorcios —dijo la señorita Denard—. Pero resultó no ser tan bueno como el mío.

Nick le dedicó una media sonrisa y asintió. Catherine chasqueó la lengua, pensando: «Loba».

—Pero, volviendo al caso, dice que llegó sobre las 6.45 h, ¿verdad? —dijo Catherine.

La mujer se encogió de hombros.

—Y me puse a hacer lo de siempre.

El silencio de los CSI la instó a continuar.

—Apagué la alarma y me metí en mi despacho. Me quité el abrigo, lo colgué y encendí el ordenador.

Catherine casi pudo visualizar el vídeo que Janice Denard parecía estar viendo en su mente, mientras narraba los hechos.

—Mientras se iniciaba el ordenador, repasé el correo del sábado, que estaba apilado en mi mesa.

—¿Cómo llegó hasta allí? —preguntó O’Riley, ladrando desde su posición secundaria.

—¿El qué? —dijo la mujer, parpadeando con sorpresa.

—El correo.

—¡Ah! Lo deja un becario.

—¿Cuándo?

—El sábado.

O’Riley frunció el ceño, pensativo.

—¿Usted no estuvo aquí el sábado?

La señorita Denard asintió, diciendo:

—Por la mañana sí, pero me marché antes de que llegara el correo. Casi toda la plantilla trabaja el sábado...

—Y ¿eso no es raro? —preguntó Catherine.

—En un negocio tan competitivo y marcado por los plazos como es el nuestro, no. Vamos muy ajetreados, y eso también incluye a los becarios. Uno de ellos se hace responsable de dejar el correo en mi mesa antes de irse.

—¿Qué becario? —preguntó Nick.

—No lo sé —respondió ella, encogiéndose de hombros—. Puedo averiguarlo. Puedo darles una lista de todos los becarios, si es necesario.

—Si es tan amable...

—Pero no ahora mismo —puntualizó O’Riley, algo impaciente—. Siga con su relato, por favor, señorita Denard.

La mujer respiró hondo y retomó el hilo.

—Después de revisar el correo, el ordenador ya estaba iniciado y me metí en Internet. Comprobé tanto mis e-mails como los del señor Gold. Después, comprobé el fax de mi despacho y fui al despacho situado detrás para comprobar el fax. Después de eso, fui al vestíbulo y puse en marcha la cafetera.

—¿Usted puso en marcha la cafetera? —le preguntó Catherine, inclinándose hacia delante—. ¿No lo hizo uno de los becarios?

—Los becarios estarán llegando ahora. Yo soy la primera que llega y me gusta hacer yo misma el café. En fin, que entonces fue cuando... Cuando encontré... Encontré esas... Cosas.

Catherine y Nick se cruzaron la mirada.

—Enséñenoslas, por favor —le pidió O’Riley.

La mujer tardó un momento en recobrar la compostura, como si se preparara para hacer algo muy difícil y, finalmente, se levantó y dijo:

—Acompáñeme.

La siguieron por el pasillo hasta una enorme sala dividida en cubículos que parecían dispuestos en cuatro cuadrados, con cuatro cubículos centrales consumiendo casi todo el espacio. Las paredes exteriores de la zona de trabajo la componían las ventanas de cristal de los despachos que rodeaban la sala.

Salvo por los anuncios enmarcados, Catherine pensaba que Newcombe-Gold parecía más una compañía de seguros que una agencia publicitaria. Al menos hasta que dieron la vuelta a la esquina y, en uno de los despachos del fondo, vio un enorme coche de aquellos en los que montan los niños por una moneda, y un montaje móvil de muñecos alrededor de un escritorio en el despacho de enfrente.

Dos puertas después, Janice Denard giró a la derecha para entrar en un despacho espacioso, decorado con un moderno estilo de líneas puras y salpicado de color con algunos cuadros de arte abstracto. Un escritorio impresionante (amplio, gris y de un material indeterminado) sobresalía de la pared de la izquierda en ángulo de cuarenta y cinco grados, con sobres y papeles en tres perfectos montones, y un teléfono en forma de lanzamisiles encima. Al lado, una mesita de ordenador sostenía el monitor y la impresora.

—Éste es mi despacho —informó Janice Denard, señalando los ficheros y las sillas, como si se dirigiera a leales empleados. Consciente de que su pequeño safari les había dificultado la absorción del impresionante entorno, la asistente personal/directora de oficina esperó un momento para asegurarse de que se hubieran recuperado de la impresión antes de entrar en el despacho de Ruben Gold.

Dos veces mayor que el de Janice, el despacho de Gold era oscuro y masculino. Sólo decoraban las paredes tres anuncios de revista enmarcados con la foto de Gold en portada. Un escritorio de caoba, por el que habían dado la vida innumerables árboles, dominaba la extensa sala. Un teléfono manos libres, capaz de defenderse de cualquier ataque lanzado desde el vestíbulo o el despacho de la señorita Denard, descansaba en un rincón. Al otro lado, había una avioneta de plata sobre una base en forma de C. Dos butacas de piel esperaban ante el escritorio, y un inmenso sofá color sangre se extendía tras ellas.

Un diseño de cristal sobre la mesa permitía al jefe (ahora ausente) ver el monitor de su ordenador oculto. Sobre una mesita para ordenador, también de caoba, a la derecha de la butaca de Gold, aunque algo más atrás se apostaba una impresora láser, junto a una fila de libros con un elaborado sujetalibros plateado a cada extremo. Seguramente, la torre del ordenador estaría también en aquella mesita.

—Esta mañana todo parecía normal —dijo Janice, como lo diría un jefe—, hasta que he mirado en la impresora del señor Gold.

—Y eso, ¿en qué cambió las cosas? —preguntó Nick.

El rostro de Janice se descompuso al apuntar hacia la bandeja de la impresora, donde Catherine vio un montoncito de papel. Mientras se acercaba, poniéndose los guantes de látex, dijo:

—Vamos a ver lo que atrajo su atención, señorita Denard...

Y, al extraer los papeles de la bandeja, Catherine vio inmediatamente lo que había dado tanto asco a Janice Denard.

La agente Willows no era ninguna remilgada.

Sin pestañear, Catherine había llegado a entrar en una habitación donde la esperaba un cuerpo abotargado, que nadie había descubierto hasta que el olor había alertado a un vecino. Había visto restos humanos licuados sin sentir ninguna emoción; había tocado brazos, piernas, miembros, torsos y cabezas desmembradas sin que se le encogiera el estómago.

Pero la revulsión y la rabia se apoderaron de ella en ese momento, produciéndole una reacción inmediata que tuvo que reprimir para mantener su profesionalidad.

La hoja superior era una foto pornográfica de una niña de la edad de Lindsey, violada por un adulto de unos treinta años. Catherine cerró los ojos y volvió a abrirlos para mirar a Janice.

—¿Esto es lo que ha encontrado en la impresora esta mañana?

Janice consiguió asentir débilmente y retrocedió medio paso, como si Catherine la hubiera asustado.

La agente dejó la hoja sobre la mesa, con la foto boca arriba, y Nick palideció al instante. Sus ojos se clavaron en la imagen, sin parpadear, y después apartó la vista.

—Nick —dijo Catherine, con dulzura.

El chico desvió la mirada hacia ella y asintió. Catherine también asintió. Los dos tenían algo personal contra los delitos de ese tipo, y ambos lo sabían, pero iban a comportarse como profesionales.

Catherine miró la siguiente imagen.

Era aún peor que la primera y así todas, casi una docena, representando a un menor, niño o niña, en una escena obscena. Cuando nadie la miraba (o eso esperaba), se secó las lágrimas con la manga, y fue dejando las fotos en la mesa. Cuando ella y su compañero hubieron terminado, cada foto iba dentro de una bolsa de plástico transparente como prueba. Nick las recogió todas y las sostuvo bocabajo.

Los ojos de Catherine volvieron a cruzarse con los de él y le sonrió para darle ánimos. Él tragó saliva y asintió, pero parecía incapaz de decir nada.

Con las fotos fuera de su vista, Catherine y Nick volvieron a concentrarse en Janice Denard.

—¿El señor Gold está interesado en este tipo de cosas? —preguntó Catherine—. ¿Que usted sepa, claro?

—¡No, por Dios! —Parecía sorprendida de que Catherine le hubiera insinuado algo así—. Ni hablar —añadió, paseando los ojos de un CSI al otro—. Él... No es así.

—Hablaremos con él a las nueve —dijo Nick—. Llega a esa hora, ¿no?

—No está en la ciudad —dijo ella, aún impresionada.

—¿No está en la ciudad? —se descolgó O’Riley—. ¿Y dónde está?

Su gesto fue evasivo, pero sus palabras sonaron contundentes:

—Voló a Los Ángeles para asistir a una muestra comercial que empieza esta mañana. Se fue el viernes y no tiene que volver hasta finales de semana.

Catherine, intentando borrar la incredulidad de su voz, le preguntó:

—Y ¿usted ha olvidado ese pequeño detalle?

—No, no, no, claro que no... Pero la cosa ésta... Y luego ustedes... Me ha cogido todo por sorpresa.

—Si el señor Gold no iba a venir —empezó Catherine, implacablemente—, ¿por qué ha venido usted tan pronto a preparar las cosas?

—No he venido para eso... He venido a la hora que suelo venir los lunes. —Sacudía la cabeza, cada vez más inquieta—. Si conocieran al señor Gold, ni se les pasaría por la cabeza... —Su voz se desvaneció.

Nick hizo una mueca con las fotos pornográficas aún en la mano.

—Nunca se sabe cómo es alguna gente.

Catherine le echó una mirada severa y preguntó:

—¿Por qué no deberíamos sospechar del señor Gold?

—Pues porque no deberían. Es un hombre honesto e íntegro, que trabaja mucho. Y sale con muchas mujeres... Mujeres maduras. Y no quiero decir viejas, sino de su edad.

—¿Qué edad tiene el señor Gold? —preguntó O’Riley.

—Supongo que debe de tener unos cuarenta. Puedo conseguirles la información, si fuera necesario.

Consciente de que el hábito de salir a menudo con mujeres no tenía ninguna relevancia en los intereses por el porno infantil, Catherine decidió llevar a la mujer en otra dirección.

—¿Quién más tiene acceso al ordenador personal del señor Gold?

Janice sacudió la cabeza inmediatamente.

—Nadie más.

Lentamente, Catherine empezó a decir:

—Nadie más tiene acceso al ordenador del señor Gold.

—Eso es.

—Usted es su asistente personal.

La rubia frunció el ceño.

—¿Tengo que repetirles que el ordenador también es personal?

—Algunos son más personales que otros —comentó Nick, seco.

—El señor Gold está en Los Ángeles y no volverá en una semana —dijo Catherine, remarcando cada palabra—. Y usted no sabe quién ha podido imprimir estas fotos.

El ceño fruncido de la señorita Denard dio paso a una actitud defensiva en la respuesta:

—Lo que quiero decir es que nadie puede haber usado el PC del señor Gold para imprimir esas fotos. Cada uno tiene su propia contraseña y nadie ha podido usar el ordenador del señor Gold, a menos que no hubiera guardado bien su contraseña, que ya les aseguro yo que no es el caso.

—¿Se mostraba especialmente reservado con su contraseña?

Totalmente a la defensiva, la señorita Denard le acusó:

—¡Hace que suene sospechoso! ¿Se muestra usted reservado con su contraseña, señor Stone?

—Stokes —la corrigió Nick.

Catherine notó que el interrogatorio se les estaba empezando a escapar de las manos y, echando a Nick una dulce mirada reprobadora, dijo:

—Es su impresora, señorita Denard.

—Tenemos los ordenadores en red, o sea que cualquier ordenador de la planta o de los demás despachos podría haber accedido a la impresora del señor Gold.

—¿Quiere decir expresamente?

—Sí... ¡O por error! Simplemente pulsando la tecla equivocada.

Entornando los ojos, Catherine dijo:

—Entonces, ¿cuánta gente estuvo en el edificio desde el pasado viernes?

—Casi todo el mundo. Casi siempre trabajamos seis días a la semana... Newcombe-Gold es la segunda agencia publicitaria de Las Vegas, ¿sabe?

—¿Cuántos empleados? —preguntó Catherine.

—¿Con acceso a ordenadores?

—Sí.

La mujer no vaciló: conocía su oficina.

—Veintisiete.

—¿Veintisiete? —repitió Catherine, intercambiando una mirada desmayada con Nick.

—Más el señor Gold, claro, y el señor Newcombe. Sin acceso a ordenadores, hay cinco becarios y media docena de bedeles.

—Vamos a necesitar una orden de registro para todos los ordenadores, discos, CD, etc. —dijo Catherine, volviéndose hacia O’Riley.

O’Riley suspiró, asintió, sacó el móvil y marcó, alejándose a un rincón del despacho para tener intimidad.

Janice Denard abrió unos ojos como platos, y se había quedado tan blanca como Nick al ver las fotos.

—Oh, no... No me diga que van a...

—Es un delito grave —intervino Catherine, cortando a la mujer. Y añadió, mirando a Nick—: Llama a Tomás Núñez, ¿quieres? Dile que venga lo antes posible.

—En seguida —replicó Nick, sacando su móvil y dirigiéndose al otro rincón libre de la sala.

Tomás Núñez, el mejor de los diversos gurús informáticos que el departamento empleaba a media jornada, iría a supervisar la operación de retirada de los ordenadores de Newcombe-Gold. Catherine sabía que causarían muchos problemas al negocio, pero no había otro modo de hacerlo.

—Una orden de registro significa que... que registrarán el edificio, ¿verdad? —preguntó la señorita Denard, desfallecida.

—Una orden significa que nos llevaremos todo lo que hay dentro —respondió Catherine—. Ordenadores y puede que algún otro hardware y la mayor parte del software, para que nuestro experto lo revise todo hasta que localicemos el origen de este material. No estamos hablando de un empleado que se conecta a una web para adultos en su descanso, señorita Denard: esto es pornografía infantil. Un delito grave.

—¡El ochenta por ciento de nuestros gráficos se generan por ordenador!

—No estamos haciendo esto a la ligera. Y sentimos las molestias.

—¿El señor Newcombe está en la ciudad? —preguntó O’Riley.

Más contrariada que enfadada, Janice se miró el reloj.

—Sí, debe de estar a punto de llegar.

—Bien. —O’Riley volvió a su móvil, dijo unas cuantas palabras más, colgó y se dirigió a los tres—: La orden llegará en unos diez minutos. El juez Madsen está en ello.

Catherine, Nick y O’Riley sabían que los delitos contra la integridad de los niños sacaban al juez Andrew Madsen de sus casillas y, de entre todos los jueces locales, él era el que más rápido actuaría para ayudarles a conseguir con las pruebas.

—¿A qué hora se supone que tiene que llegar el señor Newcombe? —preguntó O’Riley.

Como por arte de magia, un hombre alto apareció por la puerta con un ordenador portátil colgando del hombro izquierdo. Debía de tener unos cincuenta años y, por el carísimo traje de sastre gris, parecía salido de un anuncio. Tenía el pelo gris plateado y unas finas cejas oscuras, y mientras entraba en el despacho de Ruben Gold, consiguió mostrarse seguro de sí mismo y confuso a la vez.

Ignorando a O’Riley y a los CSI, preguntó a la señorita Denard:

—¿Qué está ocurriendo aquí?

—Señor Newcombe —dijo ella, avanzando dubitativamente hacia su jefe—. Yo... Yo... He encontrado algo terrible esta mañana y me temo que...

O’Riley se interpuso entre el hombre y la mujer, plantando su placa ante las narices de Newcombe.

—Soy el detective O’Riley, señor Newcombe. Porque es el señor Newcombe, ¿verdad? Éstos son los investigadores criminalísticos a los que yo mismo he llamado: Catherine Willows y Nick Stokes.

—Criminalísticos... —Avanzando lentamente, el pulcro Newcombe pareció ser consciente de la presencia de los CSI. Volvió a repetir lo que había preguntado nada más llegar, pero esta vez sus palabras fueron mucho más suaves, casi de disculpa—: ¿Qué ocurre aquí? —Y, como si no se hubiera acordado hasta entonces, ofreció la mano a su interlocutor y dijo—: Disculpe, Ian Newcombe, detective.

O’Riley encajó la mano del hombre en un rápido gesto y dijo:

—Esta mañana, la señorita Denard ha descubierto algo en la impresora del señor Gold y ha hecho muy bien en llamarnos.

—¿Algo lo bastante serio para llamar a la policía? —se extrañó Newcombe, mirando a O’Riley y a Janice con desconcierto.

Nick avanzó hacia él y dejó una de las bolsas sobre la mesa. Newcombe la vio de lejos y miró a los agentes. Seguidamente, como si se estuviera acercando a una bestia peligrosa, dio unos pasos y se aventuró a coger la bolsa para ver mejor su contenido...

—¡Oh! ¡Dios mío!

—¿Debo asumir que no las había visto antes? —comentó O’Riley, casi afirmando.

El publicista dejó caer la bolsa sobre la mesa como si le quemara los dedos y el portátil le golpeó la cadera al echarse hacia atrás.

Nick extendió el resto de pruebas sobre la mesa, como si se tratara de una baraja de cartas.

Newcombe fue mirando las fotografías, sin que sus ojos resistieran más de un segundo en cada una, con la boca abierta por la terrible conmoción, y los puños abriéndose y cerrándose incontroladamente.

—Francamente, nunca había visto nada igual —afirmó en tono frío, casi mecánico, y con una templanza obviamente forzada—. Se oyen cosas de éstas... Esto es... —dijo, buscando la palabra correcta—: Repugnante.

Pero O’Riley llevaba todavía el peso del caso, así que siguió preguntándole:

—¿No tiene idea de cómo pueden haber llegado aquí?

—Ni idea —respondió Newcombe—. Ni reconozco a ninguna de esas criaturas... Si eso les sirve de algo.

—O sea que está tan sorprendido como la señorita Denard al encontrar estas fotos en la impresora del señor Gold, ¿verdad? —intervino Catherine.

—Sin duda... ¿Cómo puede haber ocurrido algo así?

—Eso es lo que tratamos de esclarecer —apuntó Nick.

—Pero eso supondrá muchas molestias para su empresa —aclaró Catherine—. Por supuesto, puede hablar con sus abogados si lo desea, pero en seguida tendremos una orden y...

El hombre levantó la mano para detenerla.

—Haremos todo lo que podamos para ayudar.

—Me alegra escuchar eso, señor Newcombe, porque tendremos que confiscar todos los ordenadores de estas instalaciones.

La sorpresa pareció congelar los rasgos el ejecutivo y apareció algo nuevo en sus ojos: alarma.

—¿Cómo?

La cara de O’Riley era tan expresiva como un bloque de granito.

—La agente Willows está en lo cierto. Tenemos que llevarnos todo lo que estos criminalistas consideren que es una prueba, puesto que así podremos rastrear la fuente de esta pornografía.

—Eso es lo que intentaba decirle, señor Newcombe —intervino Janice, colocándose al lado del ejecutivo con mirada apenada—. Quieren cerrarnos la empresa.

El publicista se puso tenso.

—Ah, ¿eso quieren? Pues quizá sí deba llamar a mis abogados.

—Pero si ha dicho que haría lo que fuera por ayudar... —le recordó Catherine.

—Pero no me refería a cerrar la fuente de ingresos de treinta personas —replicó, con la mirada firme—. Al menos mientras yo tenga algo que decir sobre el tema.

Catherine pensó: «De hecho, son veintinueve». Sin embargo, dijo, con una sonrisa que pretendía ser amable:

—Caballero, ése es el problema: no tiene nada... que decir, me refiero.

Justo entonces entró un agente uniformado con un fajo de papeles doblados que entregó a O’Riley.

—Gracias —dijo el detective, mientras el agente uniformado volvía a salir de la sala. O’Riley leyó por encima la orden y ofreció los documentos a Newcombe.

El publicista sacó el móvil antes de acabar de leer la primera página.

—¿Llama a su abogado? —le preguntó Catherine, diligentemente.

—Sin lugar a dudas.

—¿Es el abogado que le lleva todos los asuntos?

—Sí, pero ¿a usted qué le importa?

—A mí no, pero igual a usted sí. Esto es un asunto penal y seguramente su abogado no ha tocado esta área desde que salió de la universidad.

O’Riley tomó el relevo y le dijo:

—Pero, oiga... Si se va a quedar más tranquilo, lloriquéele a quien quiera... Pero... ¿Por cuánto? ¿Por quinientos pavos la hora? Lo que hará él será consultar con un abogado penalista y, al final, le dirá lo que le puedo decir yo... Y gratis.

Newcombe parecía molesto, pero dijo al del teléfono:

—Un momento, Wayne. —Y dirigiéndose a O’Riley—. ¿Cuál es ese consejo jurídico que puede compartir conmigo?

O’Riley se encogió de hombros.

—Que no puede hacer una mierda.

El publicista gruñó al teléfono.

—Wayne, te volveré a llamar desde mi despacho —dijo, emprendiendo la marcha.

—Hay algo más que puede decirle su abogado, señor Newcombe —gritó Catherine, tras él.

El ejecutivo se detuvo en la puerta y la miró por encima del hombro.

—Que, si intenta oponerse —dijo Catherine—, tendrá muchos más problemas de los que puede causarle cerrar un par de días.

Newcombe achinó los ojos, pero respondió sin ningún tipo de hostilidad:

—¿Qué tipo de problemas?

Catherine se acercó a él con una actitud tranquila y profesional.

—Veamos la opción que no le traería problemas. Pongamos que no se interpone en nuestro camino, que nos llevamos su equipo y encontramos la fuente de la pornografía infantil. Entonces, el caso llega a los medios de comunicación y, créame que pegaría fuerte... Pero, entonces, nosotros alabamos a su agencia ante todos los medios por habernos ayudado a atrapar al peligroso individuo.

Newcombe inclinó la cabeza con escepticismo.

—O no —añadió Nick, con un hilo de voz.

El ejecutivo volvió a entrar en la sala, colocándose en el centro, entre Catherine, O’Riley y Nick.

—¿Cuánto tiempo creen que tendremos que cerrar?

—Con suerte, unos días —respondió Catherine—. Quizá quiera llamar a su compañía de seguros... Podría dar parte reclamando el tiempo perdido.

Newcombe asintió.

—De hecho, nuestra póliza incluye este supuesto. ¿Qué más podemos hacer para ayudarles?

O’Riley sacó una libreta.

—Háblenos de la feria comercial a la que ha ido su socio.

—¿La AAAP SIM DANE?

O’Riley hizo una mueca, que no se contaba entre las expresiones más inteligentes que Catherine había visto.

—¿Disculpe? —dijo O’Riley.

El ejecutivo deletreó:

—AAAP-SIM-DANE.

El detective miró a los CSI con las cejas arqueadas. Estaba totalmente confuso. El deletreo no había ayudado a ninguno de los agentes. Catherine y Nick también sacudían la cabeza.

Newcombe les ofreció una sonrisa que normalmente reservaba a sus clientes.

—Lo siento —dijo—, paso demasiado tiempo con gente del mundo publicitario. La Asociación Americana de Agencias Publicitarias, la AAAP, tiene un Servicio de Información para Miembros, el SIM, y utilizan la feria comercial de Los Ángeles para actualizar los Datos del Negocio.

O’Riley intentaba anotarlo todo, pero era evidente que tenía problemas, así que Nick aprovechó para preguntar:

—¿Y ahí es donde está el señor Gold?

—Sí, desde el viernes.

—Ha dicho que voló a Los Ángeles, señorita Denard —dijo Nick, volviéndose hacia la mujer—. ¿Con qué compañía?

—¿Con qué compañía? —repitió ella, momentáneamente presa de la confusión—. Ah, perdone, pero... Es que el señor Gold no utiliza ninguna compañía aérea: vuela él mismo.

Catherine asintió en dirección a la avioneta de plata del escritorio.

—O sea que es piloto...

—Sí —respondió Newcombe—. Y yo también. La compañía posee un avión, pero lo utilizamos los dos. A nuestra discreción.

Tomás Núñez irrumpió en la sala.

El genio informático parecía más un motorista de una banda del suroeste que el mejor analista del estado. Alto y escuálido, con el largo pelo negro recogido en una coleta, Núñez tenía el rostro moreno y curtido, un fibroso bigote negro y unos ojos marrones tan penetrantes como fríos. Llevaba un chaleco de piel negra, vaqueros negros y una camiseta negra con propaganda de un álbum de Los Fabulosos Cadillacs.

Newcombe y Janice Denard lo miraron como si creyeran que había entrado a robar.

Núñez sonrió, mostrando unos perfectos dientes blancos que contrastaban espectacularmente con su complexión morena.

—Hola, Catherine... Nick... ¿Me habéis llamado? Ha sido una suerte que estuviera cerca... Desayunando en Mandalay Bay.

Catherine le puso al corriente rápidamente, enseñándole incluso las fotografías pornográficas de la impresora. El informático no se dejó traicionar por sus emociones, lo que provocó la envidia de Catherine.

—¿Queréis procesar todos los ordenadores? —preguntó.

—Sí, Tomás, hasta el último.

El informático dio una palmada.

—Muy bien. Voy a necesitar una trucha con una Polaroid... Quizá dos.

Catherine asintió. Newcombe y Janice se miraron como si el inglés de Núñez fuera de otra galaxia. Catherine no se molestó en explicarles que una «trucha» era uno de esos agentes uniformados que se paseaban por la escena del crimen, molestando más que ayudando, y casi siempre con la boca abierta... Como una trucha. Uno se dedicaría a tomar fotos de todos los ordenadores y de sus ubicaciones, así como de los enchufes a los que estaban conectados y, si Núñez lo solicitaba, tomaría también fotos de los periféricos a los que estaban conectados.

Antes de procesar los ordenadores, había que anotar todos los números de serie.

—Vamos a necesitar más manos —dijo Nick, suspirando—. Y un camión de Ryder.

O’Riley levantó la mano para que se callaran todos: ya estaba haciendo la llamada.

Núñez se acercó a Newcombe y el publicista retrocedió medio paso.

—Podríamos empezar con el suyo —dijo Núñez.

Newcombe dio un respingo y su mano se tensó sobre la tira de la bolsa de su portátil.

—Lo siento, pero hasta aquí hemos llegado. ¡Es mi ordenador personal y lo traigo de casa!

—La orden especifica que son todos los ordenadores que hay en las premisas —replicó Núñez—. Eso es un ordenador y esto son las premisas.

Newcombe intentó mirar de arriba abajo al experto informático, pero, aunque la táctica hubiera funcionado en el mundo de los negocios, con él tenía la causa perdida. El informático se limitó a aguantarle la mirada con la mano extendida, hasta que Newcombe soltó por fin la bolsa.

—Gracias —dijo Núñez. Y girándose hacia Nick, le dijo—: Nicky, ¿puedes fotografiar éste? Empléate a fondo, compañero. Catherine y yo nos encargaremos del resto.

—Ningún problema, Tomás.

—Gracias.

Entonces entró el agente Leary con una Polaroid en las manos y la boca abierta, esperando a que Núñez le echara el anzuelo.

—Espero que tengas película de recambio —comentó Núñez.

Leary pareció desconcertado, pero tuvo el suficiente sentido común como para seguir a Núñez, que salía del despacho de Gold para meterse en el de Denard.

Catherine les siguió y se quedó mirando mientras Núñez ordenaba al agente que tomara fotos del teclado, la parte delantera de la torre del ordenador, la parte trasera y el cable y, finalmente, el disco duro extraíble y la impresora de Janice Denard.

—Vamos a chafardear los demás —dijo Núñez a Catherine—. Después desenchufaré el de la señorita—. Y entonces miró a Leary—. ¿Has pillado la idea?

Leary asintió.

—No voy a sudar mucho.

—Desde luego, con este aire acondicionado, seguro que no —replicó Núñez—. Venga, como dijo Gary Gilmore: «manos a la obra».

Leary, Núñez y Catherine entraron en el laberinto de cubículos, que ya estaba lleno de empleados. Núñez se metió los dedos en la boca y silbó muy fuerte. Se alzaron las cabezas de casi todos los puestos. Cuando tuvo la atención de todos, el informático elevó la voz lo bastante como para que pudieran escucharle desde el aparcamiento.

—Policía metropolitana de Las Vegas —gritó—. Este edificio se ha convertido oficialmente en la escena de un crimen. Por favor, salgan de la sala y esperen en el vestíbulo sin tocar sus ordenadores. Si veo a alguien tecleando, le romperé los dedos.

Aunque varios empleados intentaron preguntarle qué ocurría, Núñez les hizo callar y les llevó al vestíbulo, como si de un rebaño de tratara. Catherine observó el proceso cuidadosamente y no vio que nadie volviera al cubículo antes de abandonar la sala.

—Ya está —dijo Núñez, en el vestíbulo—. Gracias por su colaboración. El señor Newcombe saldrá en seguida a explicarles lo que ocurre.

Cuando hubo salido el último empleado, Núñez se giró hacia Catherine.

—¿Nos ponemos a trabajar?

—Tomás, a mi jefe le encantaría tu don de gentes.

Catherine volvió con Nick, que aún estaba fotografiando el despacho de Gold.

—¿Cómo lo llevas, Nicky?

El muchacho la miró y forzó la sonrisa.

—Bien, bien.

Catherine le puso la mano en el hombro.

—Para mí tampoco es fácil... Me parece que vamos a tener que dejar lo del desayuno para otro día.

Nick asintió, con una mueca en la boca, y volvió a su trabajo.