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En el depósito, Warrick Brown ayudó a Grissom a bajar el paquete al suelo para que Sara sacara más fotos.
Warrick entendió lo que quiso decir el doctor Robbins con su charla sobre Sherlock Holmes, porque él se sentía igual. Cada nueva escena del crimen era una oportunidad para descubrir a un malo, para desenmascarar a un delincuente. El objetivo era hacer justicia. Lo podías expresar con tanta grandilocuencia como quisieras, pero la verdad era que, en el fondo, participar en el CSI era, en parte, un juego.
Aunque nunca había expresado estas ideas y sensaciones a nadie, ni siquiera a otro criminalista (y menos a Grissom), el subidón que Warrick experimentaba cuando daba con una prueba crucial que metería a un delincuente entre rejas, no distaba mucho de la euforia que le entraba cuando tenía una buena mano en la época en la que el juego dominaba su vida.
—Como en toda gran operación de abertura —dijo Grissom—, empezaremos cortando la cinta.
Warrick se sacó una navaja del bolsillo y cortó las tres tiras de cinta adhesiva. El rollito se aflojó y se empezó a oler la nauseabunda esencia dulce de la descomposición como una fétida nube de humo invisible.
Sara y Warrick se tomaron su tiempo para untarse la nariz con ungüento y dejar de oler aquello. El doctor Robbins parecía inmune, y nadie se molestó en pasar el bote de Vicks a Grissom. Warrick sabía que Gris pensaba que aquello era ciencia y que los olores te decían cosas; por tanto, eran parte del juego.
Sin más dilación, Warrick, Grissom y Sara empezaron a despegar la cinta, poniendo cada tira en una bolsa de pruebas individual para examinarlas más tarde. Sólo Dios sabía la clase de fibras u otras pruebas que se podían haber adherido al adhesivo y, si tenían suerte, incluso alguna huella dactilar. Era irónico, pero la cinta y la alfombra seguramente les dirían más cosas del asesino que el propio cuerpo de la víctima.
Warrick tuvo que contenerse para no desenrollar el maldito paquete de una vez (impulso que sabía que Sara compartía y que, probablemente, aunque él jamás lo admitiría, Grissom también) para ver el espeluznante regalo que el asesino había envuelto en aquel trozo de alfombra. Sin embargo, hacerlo así podría destruir pruebas importantes, por lo que Warrick se controló y decidió tomárselo con calma.
Al final, desenrollaron una de las vueltas del abultado paquete, dejando al descubierto un pedazo de alfombra de unos cuarenta centímetros. Fue uno de esos tediosos trabajos que requieren mucho tiempo y que los polis que salen en la tele parecen hacer siempre durante la pausa publicitaria. En realidad, el proceso puede llevar de una a varias horas, dependiendo de lo que anden buscando.
Cuando Warrick miró el trozo de alfombra expuesta y vio lo que quedaba por desenrollar, supo que iban a hacer un montón de horas extra con la puñetera Cleopatra.
Sara sacó más fotos, mientras Grissom y Warrick examinaban la pieza con sus mini linternas y sus pinzas. La parte de Robbins estaba por llegar, pero el hombre estaba tras ellos, con los brazos cruzados sobre el estómago, observando todos sus movimientos con las manos enguantadas, como si esperara que encontraran al asesino en la alfombra.
Una vez examinada la pieza, Warrick puso una bolsa nueva en el aspirador manual y aspiró toda la sección. Cuando terminasen el proceso, las bolsas se mandarían a Rastros, para que analizaran su contenido químicamente.
Pronto empezaron a desenrollar una segunda porción. Sara hizo fotos de la parte al descubierto desde cuatro ángulos diferentes y luego los tres se agacharon y empezaron a repasar la tela, prácticamente fibra por fibra, como habían hecho antes.
Warrick puso otra bolsa nueva en el aspirador y aspiró la segunda sección. Sin encontrar nada, siguieron desenrollando otros cuarenta centímetros de alfombra, y luego otros cuarenta más, y... Cuando el primer trozo de carne del cadáver quedó al descubierto, a Warrick le rugía el estómago, y habían apilado un par de docenas de bolsas de pruebas con pelos, fibras, un penique y algo que parecían hojas machacadas.
Invirtieron aún otra hora de intenso trabajo antes de dejar el cuerpo completamente al descubierto. Estaba en el suelo, junto a sus pies, y los tres lo miraban fijamente. El hedor comprometía el Vicks VapoRub de la nariz de Warrick y, a pesar de que su estómago le pedía comida desesperadamente, en ese momento no estaba dispuesto a complacerlo...
—Tal como pensábamos, una mujer —dijo Sara—. ¿Entre veinticinco y treinta años?
—Yo diría que sí —comentó Warrick, y Grissom asintió. Entonces Warrick y su jefe subieron el cuerpo a la mesa metálica del forense. Ahora, literalmente libre de la capa de alfombra que la cubría, Cleopatra desprendía un nauseabundo perfume que parecía llenar toda la sala. Grissom olisqueó el aire, como cuando un perro busca algo.
Warrick se preguntó si Gris podría determinar el estado de la descomposición por el olor, pero, de todos modos, ése era un talento que él no tenía ganas de desarrollar y dejó pasar la oportunidad de preguntar.
Robbins se inclinó sobre su nueva paciente.
—Un poco de descomposición. Lleva muerta un buen rato.
Desnuda, la mujer llevaba el pelo rizado, de un negro mate, cortado al estilo paje. Todavía tenía el rostro básicamente intacto, aunque ambas mandíbulas parecían rotas postmortem, y se le habían hundido al menos tres centímetros, por lo que la carne de alrededor de la boca se le empezaba a despegar.
Tenía los ojos cerrados, y la cara compuesta y con expresión apacible. Pero una cosa rara les llamó la atención: iba demasiado maquillada, casi como un payaso: pintalabios carmín, abundante colorete y tanto rímel que parecía gotearle de las pestañas. Se había aplicado en exceso, sin cuidado y, quizás, hasta con prisas.
¿El maquillaje también era postmortem? Parecía... muy reciente.
—Zona circundante al ojo derecho abultada —dijo Sara, clínicamente—. El exagerado maquillaje puede ser para disimular el golpe que recibió en la cara.
—Bien —comentó Grissom, como si Sara fuera una estudiante.
Pero es que, para Grissom, todos eran estudiantes.
—Era bonita —dijo Grissom.
Sara levantó la cabeza, casi aturdida.
—Eso no es muy... científico.
—La belleza es subjetiva —admitió Grissom, mirando la cara de la víctima. ¿Era tristeza lo que tenía Grissom en los ojos?—. Pero para los estándares de nuestra cultura —incluso con los daños, el camuflaje y el maquillaje, puede que incluso, ritual...—, era una joven bonita.
Warrick no pudo evitar estar de acuerdo con él. La piel aceitunada de la mujer se había vuelto grisácea y mate, pero su nariz recta y sus labios carnosos mantenían la sombra de la belleza que, para Warrick, era obvia.
Abriendo suavemente los párpados de la víctima, Robbins dejó al descubierto unos grandes ojos marrones sin vida que Warrick imaginó que debieron brillar llenos de vida... Antes de morir, por supuesto.
—Hemorragia petequial —dijo Grissom.
Robbins asintió, estudiando a su paciente.
—Signo de asfixia.
—Las marcas nos dicen que le pegaron antes de morir. La cuestión es, ¿desde cuándo?
Robbins hizo una mueca.
—Lo sabremos cuando haya terminado la autopsia.
La piel grisácea estaba llena de manchas azules y blancas que, cuando Robbins hubiera terminado de hacer su trabajo, les contarían una extensa y detallada historia sobre su muerte. El torso y las extremidades parecían en relativo buen estado, salvo por un oscuro collar de piel desgarrada que sugería la causa de la muerte, estrangulamiento, y algo que, por sí solo era mucho más impactante. Un terrible desgarro alrededor de la vagina, junto con las mandíbulas rotas, dio a Warrick una inquietante noción de lo que debió de soportar ese cuerpo tras el asesinato.
Sara miraba fijamente, pero, si el horror que tenían delante, y lo que sugería, la habían trastornado, no se le notaba. Clínica y profesional, fue la primera en decirlo.
—¿Necrofilia?
Grissom asintió.
Sara se inclinó para estudiar el rostro de la víctima, en concreto, las mandíbulas rotas que hacían que se le hundiera la cara. Aquello, junto con el ojo hinchado y el maquillaje exagerado, le daban un aspecto surrealista.
—Ahora me toca a mí hacer una observación nada científica —dijo Sara.
—¿Qué? —preguntó Grissom.
—Me suena de algo —dijo Sara, ladeándole un poco la cabeza—. Es difícil ver a través del maquillaje y las distorsiones provocadas por los golpes y la muerte, pero... Juraría que conozco de algo a esta mujer.
Warrick y Grissom la miraron con detenimiento. Habían observado el cuerpo y ahora miraban a la persona, tratando de ver algo a través de la destrucción y el obsceno maquillaje.
—Sí —dijo Warrick—. Me da que la he visto antes. ¡Maldita sea! ¿Por qué me es tan familiar?
Gil Grissom notó que se le hacía un nudo en el estómago: la había reconocido.
—Os presento a Candace Lewis —dijo Grissom.
Los dos jóvenes agentes lo miraron con sorpresa y luego centraron su mirada sobre la mesa de autopsias.
Warrick fue el primero en recuperar la voz.
—Oh, mierda...
Sara estudiaba aquel rostro con mirada atenta.
—¿Crees que es la asistente personal del alcalde Harrison? No lo sé... —Sara seguía mirándola y, al final, comentó—: No. —Pero no era disconformidad—. No, no, tienes razón. Sí, chicos. Es ella.
«Esto es precisamente lo que necesitábamos ahora», pensó Grissom.
En las tres semanas que Candace Lewis llevaba desaparecida, la joven, a quien antes nadie conocía, había conseguido más atención de los medios de comunicación de Las Vegas que Danny Gans, Clint Holmes y Siegried & Roy juntos.
La morenita de veintiocho años, asistente personal del alcalde Darryl Harrison, había asistido a una cena política no mucho después del primero de mes y, mientras volvía a casa esa noche, había desaparecido.
Habían encontrado su coche, un Lexus de tres años, en el camino de entrada a su casa adosada, en el interior de una comunidad vallada, cerca de la intersección de Green Valley y Wigwam Parkways. Las huellas dactilares del coche coincidían con las de Candace y había huellas del alcalde Harrison en la manecilla de la puerta y el cinturón del acompañante, pero no se habían encontrado más huellas en el vehículo, ni por dentro ni por fuera.
Dada la árida naturaleza de Las Vegas, a Grissom no le había sorprendido que no se encontraran más huellas. Las huellas dactilares expuestas a ese clima no duraban demasiado e, incluso las del interior del coche, protegidas por el capó, no tenían una vida demasiado larga.
El alcalde Harrison había explicado la presencia de sus huellas en el coche de Candace diciendo: «El día que desapareció, fuimos a comer juntos... Y fue la única vez que me monté en su coche».
Jill Ganine, una reportera de la KLAS con nariz para las noticias y dientes para hincárselos, confirmó la versión del alcalde con una grabación. La mujer llegó a la sede del CSI con una cinta de vídeo en la que su cámara había grabado al alcalde Harrison bajando del Lexus de Candace el día en cuestión. Pero, desde el mismo momento en el que se emitió el vídeo, empezaron a correr rumores por la ciudad que decían que lo de «comer» era un eufemismo para otra cosa que habían hecho juntos. O sea que todavía no había quedado claro si la cinta había servido para exonerar a Harrison o para darle un móvil. Al menos, en opinión de Gil Grissom.
Pero la mayor parte de medios de comunicación —exceptuando a la KLAS y a Jill Ganine, que se habían interesado mucho por la historia— no tenían una mentalidad tan abierta como Grissom ni necesitaban pruebas.
Al alcalde Harrison, lo habían demonizado por aquel supuesto lío de faldas, especialmente en los periódicos, y, obviamente, las implicaciones políticas y sexuales del caso, sumadas al ostentoso historial de Las Vegas, llamó la atención de los medios a nivel nacional. En cuestión de semanas, una prometedora carrera política, resultado de años de duro y meticuloso trabajo, se vio reducida a un espectáculo.
—¿Hasta dónde estamos metidos? —preguntó Warrick.
—No creo que la ciencia haya encontrado aún la herramienta para medir eso —respondió Grissom, burlándose.
—O sea, que tenemos un crimen mediatizado —comentó Sara—. ¿En qué nos afectará? ¿No podríamos pasar desapercibidos al radar? A lo mejor ayuda que seamos del turno de noche.
—Bueno, vayamos por partes —propuso Grissom, y levantó un dedo—. Hasta ahora, Candace Lewis era una desaparecida, con un posible secuestro, lo que sitúa la investigación bajo la jurisdicción del FBI, pero, ahora, volverá a ser nuestra.
—¿Y eso no es bueno? —preguntó Sara.
Grissom respondió levantando un segundo dedo:
—No olvidemos que recogimos el cuerpo ante las puertas de unas instalaciones federales y que se trata de un caso con un perfil político elevado. Así que puede que no nos libremos tan fácilmente del FBI.
—Y eso no es bueno —admitió Sara.
Grissom levantó un tercer dedo.
—La señorita Lewis es la asistente personal del alcalde y, según los rumores, su amante.
Y el cuarto dedo.
—Por no hablar de que, ahora, el principal rival político del alcalde Harrison parece también el ganador más probable de las próximas elecciones...
—¡Buf! —exclamó Sara.
Warrick tenía la expresión congelada de una carpa recién pescada.
—Nuestro jefe —dijo el joven.
—Nuestro jefe —repitió Grissom, sonriendo—. El sheriff Brian Mobley.
El capitán Jim Brass escogió ese preciso instante para entrar en el depósito y se encontró con los cuatro dedos alzados de Grissom.
—¿Qué estás enumerando, Jethro? —le preguntó el detective, riendo entre dientes.
Pero la referencia a la cultura pop no desconcentró a Grissom, que señaló el cadáver, a modo de presentación, con la mano que tenía levantada. Los ojos de Brass siguieron el gesto de Grissom.
—Con tu permiso —dijo Grissom—. Jim Brass, te presento a Candace Lewis.
—¡Por todos los santos! —exclamó Brass, con sus ojos de aspecto soñoliento abriéndose como platos—. ¿Lo sabe la prensa?
Sacudiendo la cabeza, Grissom le dijo:
—La acabamos de identificar. No haremos oficial la identificación hasta que comprobemos sus huellas.
Brass estaba al borde de la mesa, mirando el cuerpo grotescamente maquillado.
—Dios, es ella, tenéis razón. Maldita sea. —Y clavó la mirada desolada en Grissom—. Más vale que vayamos a ver a Mobley, amigo mío. Esto se va a poner muy feo.
Grissom hizo una mueca, resistiéndose a la idea.
—¿Tengo que ir? ¿No es una cosa más... administrativa?
El cliché con el que la mayoría de gente describía la relación de Grissom y el sheriff Mobley era «agua y aceite», pero el supervisor del CSI la veía más bien como«gasolina y una cerilla encendida». No era tanto que a Grissom no le gustara Mobley, sino que no le tenía el suficiente respeto para considerarlo.
A pesar del bombo que había dado a la ley y el orden en su campaña, Brian Mobley era primero político y luego sheriff; y Grissom detestaba profundamente a los políticos. Las constantes batallas por el presupuesto del CSI habían sido tan cruentas que Grissom había llegado a pensar en renunciar al puesto de supervisor para concentrarse en la ciencia, pero, al final, se había quedado donde estaba porque se había dado cuenta de que, si él no se peleaba con las restricciones presupuestarias, nadie lo haría.
Sólo el alto porcentaje de éxito entre detenciones y condenas —se les consideraba el segundo laboratorio criminalístico del país— había conseguido convencer a Mobley, y a los demás políticos, para que mantuvieran la entrada de dinero. Siendo el turismo la primera industria de Las Vegas, mantener la seguridad en la ciudad era una prioridad y, añadido al alto porcentaje de éxito del CSI, les permitía disponer de un laboratorio con la mejor tecnología. Pero también significaba que Gil Grissom tenía que tratar con Brian Mobley mucho más a menudo de lo que hubiera querido.
—Vamos los dos a hablar de este lío con Mobley —sentenció Brass—. Te aconsejo que vengas, pero no puedo obligarte.
—Entonces, liquidemos el tema —replicó Grissom. Y volviéndose hacia Sara y Warrick, añadió—: Empezad a trabajar con las pruebas. Yo volveré en cuanto pueda.
—¿Primero las huellas? —preguntó Warrick.
—Sí. Y confirmadme si es Candace. Aunque ya lo sé, ya lo sé... Es ella. Pero hacédmelo saber cuando sea oficial. Para empezar, tendremos que notificarlo a la familia.
Un silencio sobrio siguió a esa afirmación.
—El ADN puede esperar. ¿Entendido? —añadió Grissom.
—Entendido —dijo Sara.
Warrick se limitó a asentir, empezando a recoger las bolsas con las pruebas.
—Si encuentro algo significativo mientras le hago la autopsia, te lo haré saber —dijo Robbins, acercándose a la mesa de autopsias.
—Gracias, doctor —dio el supervisor del CSI.
Brass y Grissom se alejaron por el pasillo, mientras el primero llamaba a Mobley al móvil.
—Brian —dijo Brass—, créeme, es importante. Y no se trata de algo que quieras que se filtre por una línea poco segura... Vale. Un cuarto de hora... No, en el despacho de Grissom... Eso es, en el despacho de Grissom.
A pesar de ser político, el sheriff Brian Mobley era también un hombre de palabra, de esos que se toman lo del tiempo muy en serio, precisamente una de las pocas cosas que a Grissom le gustaban de él. Por tanto, Mobley entró en el despacho de Grissom exactamente quince minutos más tarde.
En su despacho, Grissom se sentía como en casa, más o menos como se siente un animal en su guarida o en su nido. No se daba cuenta de que, para lo demás, su despacho estaba inusualmente abarrotado de cosas y era incluso caótico, nada propio de alguien tan silencioso y serio como él, y mucho menos de alguien con responsabilidades de dirección.
Un montón de grises estantes metálicos cubrían las paredes, a derecha e izquierda de la puerta, haciendo las veces de hogar a diversos experimentos secretos, libros y revistas de varios siglos. Su escritorio descansaba en el centro de la habitación, engalanado (o, mejor dicho, desordenado) con montones de papel, un teléfono y una lámpara modernista. La pared del fondo quedaba cubierta por más estantes, chiribitiles y otros instrumentos. La parte frontal de la larga sala albergaba una pequeña zona de trabajo con un modesto equipo de laboratorio.
Cuando Mobley entró, Grissom estaba sentado tras su escritorio y Brass estaba de pie, con cuidado de no apoyarse sobre las muestras embotelladas de los estantes. Grissom nunca supo si el detective lo hacía por respeto al despacho del supervisor del CSI o por miedo a que se le contagiase algo.
Mobley se colocó ante el escritorio, mirando a Brass. El ayudante del sheriff y director de campaña, Ed Anthony, un individuo bajito y regordete en honor al cual debieron acuñar el término «pelotillero», seguía los pasos del sheriff como una rémora enganchándose a la vida.
—No me gusta que me molesten, Jim —dijo Mobley con tirantez—. Tengo un montón de platos en la mesa.
«Donuts y Big Mac’s, sin duda», pensó Grissom.
Junto al sheriff, Anthony dijo con desdén:
—El sheriff no tiene tiempo para jueguecitos, capitán.
La cara del ayudante era una superficie completamente plana, salvo por la nariz de patata, el cada vez más escaso pelo oscuro y los brillantes ojos de pajarillo.
—¿Qué es eso tan jodidamente importante? —preguntó Mobley, ignorando a su anfitrión, que seguía sentado tras su escritorio.
Sin decir nada, Brass se sacó una foto del bolsillo interior de su parca y se la entregó a Mobley, como si le entregara una citación.
El sheriff estudió la foto —una instantánea que había tomado Sara a su Cleopatra de la mesa de autopsias—, mientras Anthony le echaba un vistazo por encima del hombro de su jefe.
Pero ninguno pareció reconocer a la mujer cuyo rostro había llenado las portadas tanto del Sun como del Review-Journal desde hacía casi veinte días. «Por supuesto —pensó Grissom—, cuando estaba viva y se maquillaba ella misma, no tenía exactamente este aspecto...»
Brass esperó un momento y, finalmente, cuando vio que Mobley levantaba la vista silenciosamente confuso, le dijo:
—Directamente del depósito, sheriff... Candace Lewis.
—¡Dios mío! —exclamó con voz sepulcral, volviendo a mirar aquella cara.
Anthony parecía hipnotizado con la foto. Tenía los ojos como platos.
—Diablos...
—Sí, ése sería el resumen —dijo Brass, asintiendo.
El ayudante avanzó un paso.
—¿Y por qué se ha hecho venir al sheriff hasta las oficinas del CSI para esto? —preguntó Anthony.
Brass respondió, directamente a Mobley:
—Para tenerte informado, sheriff, y darte ventaja. He pensado que sería mejor que ventiláramos el tema entre nosotros. —Y a los dos—: La prensa lo sabrá antes de que acabemos de investigar, hoy mismo, puede que ahora mismo, y tú tendrás que darles una explicación.
Mobley asintió.
—Gracias, Jim —dijo, sinceramente—. Empezaremos a trabajar en el comunicado ahora mismo.
—Brian —dijo Brass, con extrema amabilidad en la voz, teniendo en cuenta la tensión que había entre ellos—. Ya sabes que tendrás que desvincularte del caso, ¿verdad? Quizá quieras hacerlo ya, de buenas a primeras.
Anthony dio otro paso al frente, pero se detuvo al ver que no podía llegar a ninguna parte: era como un terrier con la correa demasiado corta.
—¿Por qué tiene que desvincularse? Es un gran caso y está bajo su jurisdicción.
Un momento antes, el director de campaña había preguntado por qué se molestaba al sheriff con una trivialidad como aquélla.
—¿Que por qué? —replicó Brass—. Por el amor de Dios, hombre, ¿qué clase de consejero eres tú? ¿No tendrías ni que preguntarlo? ¡Se presenta contra la candidatura de Harrison!
—Aún no lo hemos anunciado —dijo Anthony, a la defensiva.
Brass lanzó al hombrecillo una mirada que tenía que haberlo silenciado, sin embargo, creciéndose, el ayudante añadió:
—Precisamente por eso tendría que mantenerse en el caso y dirigir la investigación. El sheriff puede demostrar así que él es el único en Las Vegas que puede asegurar la seguridad en esta ciudad.
Para su sorpresa, Mobley no estaba de acuerdo. De hecho, estaba sacudiendo la cabeza y la mano en el aire, para intentar calmar a su agresivo ayudante.
—¿Por qué no vas a aprovechar esta publicidad? —graznó Anthony.
—Usted tampoco querría —dijo Grissom, hablando por primera vez desde que había entrado Mobley.
Todos los ojos se centraron en el criminalista, que se había levantado y daba la vuelta al escritorio, pasando por delante del sheriff para ponerse al lado de Brass.
—Con todos los respetos, señor Anthony —dijo Grissom—. No hubiera podido dar un consejo más inapropiado a su candidato.
El oportunista político parecía haberse percatado de la presencia de Grissom en aquel momento, y eso que estaban en su despacho.
—Yo le conozco... —murmuró—. ¡Ya nos ha causado problemas antes!
La sonrisa de Grissom era pequeña, pero estaba cargada de condescendencia.
—Hay dos motivos por los que su plan no funcionaría.
—¿Cuáles?
—El primero: su cliente, el sheriff. —Grissom asintió en dirección a Mobley, que también parecía haber descubierto la presencia del CSI en ese momento—. Tiene algo que ganar con la muerte de esta mujer... La vergüenza y, quizá, la caída de su contrincante en las elecciones al ayuntamiento. De modo que no puede hacerse cargo del caso.
—Ya he dicho que aún no lo hemos anunciado —dijo Anthony— y, además, encontraremos algún...
Grissom fijó la mirada en Mobley, y Mobley la fijó en Grissom.
—Cállate, Ed —le ordenó el sheriff, resignado, aceptando lo que Grissom acababa de decir y suponiendo lo que vendría después.
—Y dos —insistió el supervisor del CSI—, el hecho de que tenga algo que ganar, también le convierte en sospechoso.
Anthony empezó a resoplar de nuevo, pero Mobley levantó la mano, como un agente de tráfico.
—Tiene razón, Ed.
—¡Sospechoso! —rebuznó el ayudante, y explotó diciendo—: El sheriff no puede ser sospechoso... Tú no puedes ser sospechoso, sheriff...
Mobley se encaró con su director de campaña.
—Ed, tienes dos opciones: o te callas o me esperas en el coche.
Sorprendido, Anthony dio un paso atrás.
La atención del sheriff volvió a centrarse por completo en Grissom.
—Gil, tú y Jim tendréis total autonomía en esta investigación. Toda la policía de Las Vegas estará a vuestra disposición. —Y se giró hacia Brass—. Puedo ponerlo por escrito, si lo consideráis necesario.
De la boca de Anthony escapó una sílaba que bien podía haber sido un «no».
—Como no es algo que hagamos habitualmente, supongo que no será necesario —dijo Brass—. Pero si crees que algo del departamento podría jugar en tu contra... Quizá sería mejor que informaras de lo que nos acabas de decir en tu comunicado público.
Mobley asintió con los ojos entrecerrados.
—Está bien.
—Tenemos que hablar del ADN —dijo Grissom, aburrido con tanto politiqueo.
—¿Ya tienes el ADN? —preguntó Mobley, sorprendido.
—Aún no —respondió Grissom, sacando un bastoncillo de algodón—. Pero ¿no quieres que te eliminemos como sospechoso desde el principio?
Mobley abrió la boca, seguramente para protestar, pero Grissom aprovechó la ocasión para tomar la prueba.
El CSI dedicó una sonrisilla al sheriff.
—Gracias, Brian.
Anthony, que aparentemente no podía seguir aguantándose, volvió a avanzar.
—Esto es realmente intolerable, Dr. Grissom. Su comportamiento...
Grissom metió otro bastoncillo en la boca abierta del sorprendido ayudante.
—Usted también es sospechoso, señor Anthony —dijo el CSI, complacido—. Usted también tenía algo que ganar con la muerte de esta mujer. Y estoy seguro de que querrá que se le descarte lo antes posible.
Esta vez, sin palabras, Anthony se quedó allí plantado, mirando al criminalista con curiosidad.
La actitud de Mobley, sin embargo, seguía siendo completamente profesional.
—Hemos tenido nuestras diferencias, caballeros —dijo, paseando la mirada de Brass a Grissom, y viceversa—. Pero os agradezco lo que tratáis de hacer. Lo único que os pido es que cacéis al que haya hecho esto.
Guardando los bastoncillos, Grissom dijo:
—Mientras hablamos, estamos procesando las pruebas.
—Sheriff —dijo Brass, con diplomacia—, ya tenemos algunos hilos de los que tirar.
Mobley se quedó un instante mirando al vacío, pero, finalmente, suspiró, hizo chasquear la lengua y preguntó con clama:
—¿Conocíais a la chica? ¿La habíais visto alguna vez?
Brass sacudió la cabeza; Grissom, también. Anthony se había quedado atrás. Desde lo del bastoncillo, parecía acobardado.
Mobley se unió a la triste coreografía de las cabezas negando.
—Era una criatura encantadora. Brillante. Con don de gentes. Me encantaba, y eso que trabajaba para Harrison.
Anthony, dijo, en un tono muy diferente:
—Hubo un momento en el que tratábamos más con Candace... con la señorita Lewis, que con el alcalde.
Mobley cambió el peso de pierna, cambiando también de tono.
—Jim, Gil... Aunque no haya anunciado mi candidatura, no os quiero mentir: quiero ser alcalde. Con excepción de mi familia, mi carrera es lo más importante de mi vida y éste es el mayor paso que podría dar... Pero no quiero convertirme en alcalde utilizando la desgracia de otro. Ni la de Candace Lewis, ni la de Darryl Harrison. Deseo la alcaldía con todas mis fuerzas, pero no así... Así, nunca.
Grissom tuvo que admirarlo por su dignidad.
Brass parecía algo incómodo ante la sinceridad de Mobley.
—Yo sólo he visto al alcalde una o dos veces, Brian —dijo Brass—. ¿Qué puedes decirme de él?
El sheriff meditó unos instantes y, acto seguido, dejó entrever una ligera sonrisa y acabó soltando una carcajada.
—No creo que sea el más adecuado para contestar.
—Pero te lo estoy preguntando —insistió Brass.
Grissom observaba el intercambio con interés: no sabía si Brass estaba buscando algo en concreto o si simplemente estaba aprovechando el momento para violentar a Mobley.
Tras un largo suspiro, Mobley acabó diciendo:
—Te diré una cosa: Darryl Harrison es un buen hombre. Tenemos diferentes puntos de vista políticos, pero no puedo decir nada negativo de él, a nivel personal. —Se encogió de hombros—. Lo que pasa es que no creo que sea el hombre adecuado para dirigir Las Vegas durante cuatro años más.
—Entonces, ¿es una persona honesta? —preguntó Brass.
—Por lo que yo sé, sí —respondió Mobley, asintiendo.
—¿No tiene cadáveres en el armario?
El sheriff gruñó soltando una carcajada triste.
—¿Por qué no lo preguntas directamente, Brass? ¿Se acostaba con ella?
Brass estaba sonriendo, luego ya no. Grissom se preguntó si realmente lo había visto sonreír o se lo había estado imaginando.
—Bueno, pues ¿lo hacía? —preguntó el detective.
—No lo sé. Y no hace falta que te diga que la investigación sobre su desaparición no la llevábamos nosotros. Era el FBI. Y si los federales han encontrado alguna prueba de que Harrison y la chica tenían una aventura, no la han compartido conmigo.
—La prensa amarilla dice que sí.
—¿Y te la tomas muy en serio?
Un silencio, y Brass siguió preguntando:
—¿No pensáis explotarlo en la campaña?
—No te diré que no lo hayamos pensado —comentó Mobley—. La verdad es que fue Ed el que me ha insistido, y podéis preguntarle vosotros mismos, porque le dije que no quería llegar a ese extremo.
Todos miraron a Anthony, que confirmó la explicación de su jefe asintiendo. «Pero él sí que lo haría, ¿no?», pensó Grissom.
—Sé que tu posición oficial ante la prensa ha sido no hablar del tema —dijo Brass.
Mobley asintió insistentemente.
—Así es.
—Ahora no es el momento de cambiar de política.
—Evidentemente. —Y pasando la mirada del detective al CSI, preguntó—: ¿Queréis saber algo más?
Con su típico ademán angelical, Grissom le planteó una pregunta aparentemente trivial:
—¿Tienes alfombras en casa, Brian?
El sheriff parpadeó.
—Sí, claro. En la salita y en la habitación.
—¿Son muy nuevas?
Mobley se encogió de hombros.
—Diablos... No lo sé.
—Necesitaremos una muestra —dijo Grissom.
Dándose cuenta de lo que Grissom pretendía, Mobley suspiró.
—Envía a alguien cuando quieras. ¿Puedes esperar a que hable con mi familia de todo este tema?
A Grissom le sonó el móvil y Anthony dio un respingo. La conversación en el despacho se congeló, mientras el CSI se sacaba el móvil del cinturón y le daba al botón.
—Grissom.
—Sara, Gil. Hemos comprobado los archivos del Ayuntamiento... De cuando Candace Lewis empezó a trabajar allí. Las huellas coinciden.
—Gracias —comentó Grissom, colgó y se volvió hacia el sheriff—. Las huellas confirman que se trata definitivamente del cuerpo de Candace Lewis. Más vale que empieces a trabajar en ese comunicado, Brian. La prensa lo descubrirá muy pronto.
Esta vez, sin preguntar si ya habían terminado, Mobley se giró para salir y casi atropella a Anthony, que se había apresurado a salir del despacho antes que su jefe.
Y, cuando el político y su pelotillero se hubieron ido, Brass se rió maliciosamente y dijo:
—Por eso me gusta trabajar para este hombre... Siempre me inspira.
—Pues, a decir verdad, Jim —dijo Grissom—, me parece que el sheriff se ha comportado como Dios manda.
—Sí. Bueno. Supongo que tienes razón. Pero ese Anthony es un mala pieza.
Consciente de que ese comentario no necesitaba confirmación, Grissom añadió:
—Me voy a comprobar cómo van los nuestros. ¿Te interesa?
—Después de ti.
El doctor Robbins estaba en medio de la autopsia y Warrick y Sara estaban enfrascados procesando varios elementos recuperados de la alfombra. No parecían necesitar ayuda, así que Grissom y Brass volvieron al despacho de Grissom, encendieron la pequeña tele que el supervisor tenía en un rincón y se sentaron a esperar. Grissom sabía que no tendrían que esperar demasiado y no se equivocó.
Menos de una hora más tarde —tiempo que Grissom empleó distrayendo a Brass con una discusión sobre las diversas implicaciones políticas de la situación, que no le interesaban lo más mínimo si no fuera por el hecho de contar sospechosos—, la historia de Candace Lewis salió en antena.
El presentador local, Bernie González, con su negro pelo engominado hacia atrás y un carísimo traje, llenaba la pantalla con las noticias, interrumpiendo el capítulo de una serie, para que Mobley pudiera dar su conferencia de prensa sobre su particular capítulo de la vida real. Grissom se preguntó si la desconexión se habría hecho sólo para la audiencia de Las Vegas o a nivel nacional.
La imagen pasó al edificio del Ayuntamiento, donde aparecía Mobley tras un atril situado junto a Stewart Avenue. El sol daba casi de lleno y un enjambre de reporteros formaba un semicírculo ante el sheriff.
—Tengo un pequeño comunicado para ustedes —comentó Mobley, desplegando una hoja de papel blanco, que extendió sobre el atril—. Y después contestaré a algunas preguntas.
Los periodistas se agitaron un poco, pero no le interrumpieron.
—La mayoría de ustedes ya saben que el cuerpo hallado esta mañana al norte de Las Vegas Boulevard era el de Candace Lewis, la asistente personal del alcalde Darryl Harrison, que llevaba muchos días desaparecida. El departamento del sheriff, y yo mismo y mi familia, deseamos hacer llegar nuestro más sincero pésame a la familia Lewis. Quiero asegurarles... De hecho, les prometo, que el departamento de policía de Las Vegas hará todo lo posible por llevar a su asesino ante la justicia. ¿Alguna pregunta?
—¿Encabezará usted las investigaciones? —gritó uno de los reporteros.
—No.
Antes de que pudieran pedir al sheriff más explicaciones, otro reportero le gritó:
—¿Piensa presentarse a la alcaldía?
—No me parece apropiado tratar ese tema en esta conferencia de prensa, pero sí le diré que estamos considerando seriamente presentar mi candidatura.
—¿Y por eso no quiere mezclarse con la investigación? ¿Conflicto de intereses?
—Hasta el momento —comentó el sheriff, ya sin seguir el guión, aunque escogiendo las palabras minuciosamente—, este caso ha sido una investigación federal por una persona desaparecida. Ahora que es un homicidio, el departamento de policía de Las Vegas se hará cargo de él. Yo no dirijo las investigaciones de homicidios. Como ustedes saben, yo superviso tanto al departamento de policía como al del sheriff. Y ésa es mi responsabilidad.
—Entonces, ¿quién dirigirá la investigación?
—Dos de nuestros mejores profesionales de las fuerzas y cuerpos de seguridad, y es a ellos a quienes deberán dirigir sus preguntas a partir de ahora: el capitán Jim Brass y el supervisor del CSI Gil Grissom. Gracias.
En el despacho de Grissom, Brass se giró para mirar al CSI, que le miró y le dijo:
—Tú te encargas de los medios. Yo no hago esas cosas.
—No las haces bien —admitió Brass, con acritud.
Ambos volvieron a fijar la mirada en la pantalla, donde los periodistas seguían gritando preguntas. Pero Mobley ya se estaba volviendo a meter en el Ayuntamiento, dejando a los periodistas con la palabra en la boca.
Pero Grissom sabía lo que les había tocado, a Brass y a él: Mobley se había quitado la patata caliente de encima para arrojarla sobre los dos policías. Mientras apuntaba hacia el televisor con el mando y le apretaba el botón de apagado, Grissom se preguntó si el día todavía podía torcerse más.
Unos cinco minutos más tarde, después de que Brass se hubiera marchado con aire taciturno, se torció más.
Una voz untuosa le dijo en un tono demasiado amistoso:
—Gil Grissom. Veo que todavía haces turnos de veinticuatro horas. ¿Cómo puedes aguantar tanto?
Grissom hizo girar su silla hacia la puerta, desde donde le sonreía Rick Culpepper, apoyado contra el marco, con el pelo rubio engominado hacia atrás como una serpiente que quiere mudar la piel.
Culpepper llevaba un traje gris muy bien cortado y una corbata gris oscuro sobre una camisa gris claro. Tenía los brazos cruzados y su ademán despreocupado parecía exageradamente estudiado. Al fin y al cabo, la última vez que Gil Grissom y aquella voz «amiga» se habían encontrado, se habían enfrentado hasta tal punto por un prisionero, que el agente del FBI había llegado a apuntar al del CSI con un arma.
Los caminos de los dos agentes de la ley se habían cruzado en más de una ocasión. Para Grissom, Culpepper representaba la parte más inmoral del sistema. Y si hubiera podido escoger a una persona a la que no quisiera ver ese día, seguramente hubiera sido Rick Culpepper.
—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó Grissom, con la voz que solía reservar para presuntos rateros.
El agente del FBI entró en el despacho, se sentó en una silla, se inclinó hacia atrás, cruzó las piernas y le sonrió mostrándole un millón de dientes.
—He oído que esta mañana has encontrado un cuerpo en Nellis.
—No.
—¿No has encontrado un cadáver en la base aérea de Nellis? —insistió, con las cejas arqueadas.
—Hemos encontrado un cuerpo fuera de la base aérea.
—Ah, bueno. Siempre tan preciso... Te admiro por eso, compañero.
—Gracias.
—También he oído que la víctima era objeto de una de nuestras investigaciones.
Grissom no pudo aguantarse.
—¿Te refieres a la persona desaparecida que no encontrasteis jamás? Entonces, sí.
Culpepper cruzó los brazos, con una enorme sonrisa en la boca.
—Sí, pero es que vamos a querer participar en todo lo que concierne a tu investigación.
—¿Ah, sí? ¿Qué dices que van a querer los demonios del infierno?
—Eh, colega, no hace falta que nos enfademos... No me guardarás rencor, ¿no? Tú trabajabas en un caso y yo en otro... A veces se producen conflictos de intereses, incluso entre amigos... Ya sabes a qué me refiero.
Grissom no dijo nada.
—Al fin y al cabo, estamos en el mismo bando, sólo que en diferentes escuadrones. Todos perseguimos lo mismo, ¿no? La justicia.
Para Grissom, Culpepper era la persona que le ponía los pelos de punta, pero consiguió mantener la voz calmada.
—Nosotros perseguimos la verdad que se esconde tras los crímenes y, por eso, puede hacerse justicia. Pero, Culpepper, no tengo ni la menor idea de lo que persigues tú... Si no es un despacho con vistas.
Culpepper se levantó, como a cámara lenta, y se alisó el traje, mirando el desorden de su alrededor.
—No todo el mundo puede tener un despacho como éste... Tú mantennos informados, ¿de acuerdo, colega?
—Sin duda —dijo Grissom, con la esperanza de que eso hiciera que se fuera antes.
—Recuerda —dijo Culpepper desde la puerta, incapaz de marcharse sin haber dicho la última palabra—. Estamos en el mismo bando.
Y, a modo de despedida, simuló que disparaba a Grissom con el dedo y le guiñó el ojo.
Cuando se hubo ido, Grissom decidió que informaría a Culpepper de sus progresos... Tan pronto como tuvieran al asesino arrestado, juzgado, condenado y seguro entre rejas, esperando la inyección letal. Aun así, pensó Grissom, seguro que Culpepper seguiría buscando la forma de darle un giro al caso para sacar algún beneficio.
Grissom se sumergió en el papeleo, forzándose a concentrarse en su trabajo; no iba a permitir que el federal le intimidara. Pero su cabeza volvió a él cuando alguien llamó a la puerta. Ya estaba a punto de saltar al cuello de Culpepper, si se había atrevido a volver, pero era Greg Sanders el que estaba en el umbral de la puerta, con un montón de copias impresas en la mano.
El joven y delgado experto en ADN, con su pelo de punta y largas patillas, le sonreía nerviosamente, con los ojos marrones, mirando a todas partes a la vez. Greg siempre parecía un espresso a punto de derramarse.
Grissom intentó serenar la voz, asegurándose de que no saliera la irritación que le había producido Culpepper.
—¿Sí, Greg? —Sabía que Greg se sentía intimidado ante él, y el muchacho ya estaba bastante nervioso.
—Los resultados de las pruebas de su víctima de la base aérea.
—¿Tan pronto? —exclamó, agradablemente sorprendido.
Sanders se encogió de hombros.
—Teníamos el ADN del cepillo de dientes que sacamos del apartamento de la señorita Lewis... De cuando desapareció. Tener el cuerpo nos ha ayudado mucho. No hemos tenido que esperar a replicar una célula tras otra.
—Ya sé cómo se procesa el ADN, Greg. ¿Y?
Greg parecía desorientado.
—¿Y qué?
Como de costumbre, el trastorno de déficit de atención de Greg aparecía de nuevo. El técnico, enfrascado aún en lo que no había tenido que hacer, había olvidado el motivo de su visita, que era, precisamente, lo que había hecho.
Soltando un suspiro, Grissom reformuló la pregunta:
—¿Qué has encontrado, Greg?
—¡Ah! —exclamó Greg, cayendo en la cuenta—. Que el ADN coincide. El cuerpo del depósito es definitivamente el de Candace Lewis.
—Gracias, Greg.
—De nada. Es un placer. A disponer. No hay problema.
—El informe, Greg.
—Claro. —Greg le dio el informe, le dedicó tres o cuatro sonrisas forzadas, y se fue.
Grissom resiguió con aire ausente las páginas que venían a confirmar una cosa: que un importante caso de una persona desaparecida se había convertido en un más importante homicidio. ¿Y los sospechosos?
El alcalde de la ciudad y el sheriff que mantenía la paz.
El CSI se permitió una sonrisa. Era una suerte que creyera tan firmemente en el dictado de las pruebas, porque si siguiera corazonadas, como su amigo Brass, Gil Grissom hubiera tenido un muy mal presentimiento sobre la dirección que estaba tomando ese caso.