Introducción
Un rancho en el desierto, así fue como empezó Las Vegas. Con el paso de los años, las costumbres cambiaron y el rancho se convirtió en una ciudad, por llamar de alguna manera a sus cuatro casas. El tiempo continuó avanzando poco a poco, con una lentitud agravada por el clima del desierto. Sin embargo, el mundo seguía cambiando: coches, autocares y trenes reemplazaron a los corceles como principal medio de transporte. Hombres con visión y esperanza condujeron esos vehículos hasta aquel minúsculo lugar, perdido en una carretera polvorienta, y vieron, no lo que era, sino lo que podía llegar a ser...
Entre estos viajeros se encontraba un gángster fuera de lo común que no era de Los Ángeles (venía de Nueva York). Se trataba de un sujeto bastante listo, con apariencia de estrella de cine, que odiaba su desagradable apodo —Bugsy—, que, en el habla coloquial de la época, no aludía a un insecto sino al detestable temperamento del guapo malhechor.
Ben Siegel imaginó una ciudad allí donde había un villorrio, creó un espejismo de neón en el desierto, con casinos en vez de graneros, hoteles en lugar de cabañas. Transmitió su visión a otras personas —inversores que se movían en el mismo círculo de la ilegalidad— y estos hombres de negocios de duro aspecto escucharon el evangelio según Bugsy, lo cual impulsó la construcción del famoso Flamingo en el lugar que, más tarde, se convertiría en el Strip.
Sin embargo, la esperanza a menudo es templada por la frustración, y eso fue lo que le sucedió a Ben Siegel. Los gángsteres que respaldaban su apuesta no eran precisamente conocidos por su paciencia y no comprendían que, al igual que una pequeña planta, la esperanza necesita de alimento y de tiempo para crecer. Pero lo que creció fue la impaciencia, paralela a las desviaciones presupuestarias y a los retrasos que los pistoleros debían soportar, y creció el desagradable comportamiento de Bugsy (el cual fue siempre un digno representante de su apodo).
Al final ganó la frustración, y Bugsy acabo con su ropa deportiva empapada en sangre, abatido por las balas en su sala de estar de Beverly Hills, antes de que tuviera la oportunidad de ver su visión, su esperanza, enraizando y floreciendo como la flor del desierto que sería Las Vegas.
Aún boy, las centelleantes luces son sus pétalos y el Strip es su tallo; pero como Ben Siegel siempre supo, las raíces fueron entonces —y siempre serán— las mesas de juego. Y a pesar de que la flor ha cambiado, ha mutado y se ha multiplicado miles de veces, echando varias ramas conocidas como Venetian, Bellagio y MGM Grand, el abono que la nutre es, como siempre, la esperanza... un giro más de la ruleta, volver a echar los dados, otra mano a las cartas, reportando riquezas instantáneas y satisfaciendo a las abejas obreras que revolotean alrededor de las mesas, polinizando el proceso con lo que parece ser un suministro de dólares inacabable.
Y, siempre, escondida entre las sombras, preparada para cortar el flujo de verde alimento, está ahí la vieja compañera de Ben Siegel, la frustración. Los perdedores que se alejan, quizá dirigiéndose hacia otras formas aún más oscuras de esperanza, podrían amenazar con ocultar la belleza de la flor, pero nunca harán que se marchite, ya que la esperanza (como Ben Siegel sabía, pero jamás admitió) nunca alcanza la realización sin toparse con la frustración... y Las Vegas es una ciudad donde la esperanza siempre florece, incluso cuando la frustración sigue recogiendo su constante cosecha.