9

Sentado en el vestuario, disfrutando del silencio y a adormecido por la falta de actividad, Nick Stokes iba a terminar por aquella noche, o sería mejor decir por aquella mañana. Catherine y él habían estado acumulando horas extras en las dos últimas semanas, no sólo en este caso. Por eso se habían peleado con los jefes de presupuesto del departamento. Además, todas las horas y las energías invertidas en sus investigaciones —ya llevaban cuatro mañanas inmersos en ellas— los estaban dejando agotados.

Antes de todos estos turnos intensivos, sin embargo, los dos CSI estaban eufóricos ante un caso que llevarían juntos y con un sospechoso que parecía fácil de atrapar.

Esto era antes de que las huellas les dijeran lo contrario: ni en el disco zip ni en el portátil de su casa había huellas de Gary Randle. Según Randle, nunca había visto ni el disco zip ni el portátil y, por ahora, era coherente con la falta de huellas.

A los dos criminalistas tampoco les sorprendió demasiado: después de todo, los que practican la pornografía infantil son criminales muy cuidadosos. Nick era consciente de que muchos de estos pervertidos aseguran que sus particulares deseos no son un crimen, y la gran mayoría llega al extremo de negar su implicación. Dos historias, en particular, le habían sorprendido. Las dos consistían en elaborados planes para destruir los discos duros de ordenadores incautados. Una historia se la había contado un tipo de Los Ángeles, sobre un criminal que había montado una pequeña botella de ácido dentro del ordenador. Había manipulado su disco duro para que, al introducir una determinada serie de caracteres, la botella esparciera su contenido sobre el disco duro. La otra historia era una variante aún más agresiva de este plan de protección. Se la había contado un CSI del este, y el criminal había utilizado C-4 en vez de ácido para destruir el disco duro.

Por eso, en comparación, la idea de Randle llevando guantes o limpiando el disco para eliminar las huellas dactilares le parecía un trabajo pulcro.

Nick todavía no se había puesto la camisa ni se había atado los zapatos cuando sonó el móvil.

—Nick Stokes.

—Hola —dijo Catherine.

—Hola. Estaba a punto de irme a casa. ¿Algo nuevo?

—Núñez me acaba de llamar y me ha puesto al día.

Nick protestó.

—No creo que pueda soportar más buenas noticias.

—Entonces será mejor que cuelgues.

—Vamos, Cath. ¿Qué ocurre? ¿Qué hay de nuevo?

—Núñez ha terminado la lectura preliminar del disco zip y está en blanco.

—En blanco. Igual que nos quedamos sin esta prueba.

—Bueno, no creas que es tan malo como parece; a pesar de los esfuerzos de alguien, Nicky, en el disco hay doce registros.

Nick cambió de humor; éste era el número de imágenes pornográficas encontradas en la impresora de la agencia de publicidad.

—Pero has dicho que el disco estaba en blanco.

—Estoy aprendiendo que es imposible borrarlo todo de un ordenador... Nos encontramos en la sala de descanso y te informo.

Ella lo esperaba con una taza de café. Lo aceptó agradecido, se sentó, bebió a sorbos el humeante brebaje y dijo:

—Justo como me gustaría que mi mujer...

Catherine arqueó las cejas.

Nick la miró con su sonrisa de chiquillo:

—... fuerte y amargo.

Ella soltó una risita.

—Nuestro gurú de los ordenadores ha utilizado esa cosa suya llamada Encase para escanear el disco y, de hecho, todavía está trabajando en ello, y ha encontrado doce archivos jpg borrados. En algún momento estuvieron en ese disco.

El cansancio se esfumó del cuerpo de Nick y la energía le invadió, pero no procedía de la cafeína.

—¿Es suficiente para arrestarle?

Ella asintió.

—Se lo he dicho a O’Riley y él ha ido a buscar la orden de arresto. Cuando la tenga, nos encontraremos aquí.

Con una amplia sonrisa, Nick alzó el puño en el aire como diciendo «¡Bien!», y después miró su reloj.

—Supongo que Randle debe de estar en el trabajo.

—Supongo, o de camino. ¿Quieres arrestarlo allí?

—¿Por qué no?

Mientras Nick conducía en hora punta, Catherine llamó a O’Riley para confirmar que los CSI iban de camino a Newcombe-Gold. O’Riley tenía la orden y se reunieron allí. El Tahoe y el Taurus se encontraron en el aparcamiento de la agencia, justo antes de las nueve.

Catherine bajó del Tahoe y dijo:

—¡Nicky, fíjate en Sarge; parece que no somos los únicos que hacemos demasiadas horas extra!

O’Riley estaba descendiendo de su coche con cara alegre, aunque su traje estaba incluso más arrugado que de costumbre y las bolsas bajo sus ojos eran tan grandes que habrían hecho sonar la alarma en un aeropuerto.

Nick dijo:

—Creo que este caso le sienta tan mal como a nosotros.

Habían pasado tanto tiempo en la agencia de publicidad durante los últimos tres días que Nick se sentía como si estuviera en nómina. Aguantó la puerta abierta para que pasaran Catherine y O’Riley. Cuando ya estaban dentro, Nick oyó un portazo y miró a sus espaldas.

Randle estaba saliendo de un Lincoln Navigator negro que había aparcado a medio camino, en el otro lado.

—Chicos —dijo Nick—. Está ahí fuera...

O’Riley y Catherine retrocedieron al exterior, y la puerta de cristal se cerró tras ellos. Randle se dirigía hacia la entrada, con una maleta en una mano y un ejemplar doblado del USA Today en la otra, con la cabeza baja, como si estuviera mirando los titulares.

El publicista estaba casi a su lado cuando levantó la vista y los vio. Se quedó helado del sobresalto, pero pronto su expresión cambió a un reflejo de «lucha o huye» que Nick ya había visto en las caras de muchos criminales justo antes de ser detenidos.

«Por favor, sal corriendo —pensó Nick—, por favor.»

Pero en vez de esto, Randle se quedó allí parado, mirando a los agentes, cara a cara, con un claro despecho.

—Ahora, ¿qué es lo que quieren de mí estos excelentes funcionarios?

O’Riley se avanzó.

—Gary Thomas Randle, queda arrestado —y empezó a recitar la lista habitual de derechos de la ley Miranda, mientras sacaba las esposas.

Randle palideció.

—No están hablando en serio. —Dirigió una mirada fija a Nick y a Catherine, indeciso—. ¡Ese portátil no es mío y el disco zip tampoco! ¡Ya se lo dije!

—Dése la vuelta, señor —dijo O’Riley—. Las manos en la espalda.

—Esto no es necesario. Iré con ustedes y contestaré a sus preguntas. ¿Quizá no he colaborado siempre hasta ahora?

—¡Huy!, ha sido una maravilla —dijo Nick.

O’Riley indicó:

—¿Tengo que recitarle aquello de «por las buenas o por las malas»?

—Este arresto es un error. Les va a caer una demanda como la copa de un pino.

—Pues va a tener que ser por las malas.

Randle soltó un gran suspiro y pareció como si parte de su vida hubiese escapado de él. Con aspecto de zombi, le entregó el periódico a Catherine. Ella lo cogió, y entonces Randle le pasó la cartera.

De repente, de una forma extraña, Randle le dijo a Catherine:

—¿Usted tiene hijos?

Catherine se puso tensa.

—Sí.

—Se lo juro, por la vida de mi hija, yo no hice eso.

Catherine no dijo nada.

O’Riley, con las esposas en una mano, trazó un círculo con los dedos de su mano libre; Randle asintió y se giró de espaldas al detective. Con los puños apretados, ofreció sus muñecas de forma melodramática, pensó Nick. O’Riley le colocó las esposas.

Entonces O’Riley agarró al hombre por el codo y lo dirigió hacia el Taurus.

—Cometen un grave error —murmuró Randle.

—Sí, de acuerdo —dijo O’Riley rotundamente.

Randle miró a Nick por encima del hombro, buscando todavía a alguien que le apoyara:

—Le juro que yo no he tenido nada que ver con esto.

Como si se tratara de una respuesta absurda, empezó a sonar la musiquilla del móvil de Catherine.

Mientras ella respondía a la llamada, el móvil de Nick también sonó; y un instante después el de O’Riley. Los tres se separaron para conseguir un mínimo de privacidad.

Nick aporreó el botón del móvil y escuchó cómo Catherine decía:

—¡Me estás tomando el pelo!

Algo confuso, el CSI contestó a su llamada:

—Nick Stokes.

—Grissom.

A su lado, Nick oyó a O’Riley diciendo:

—Sí, señor —y volvió a su conversación; las palabras «Sí, señor» parecían ser el final de la conversación de O’Riley. Mientras, Randle esperaba junto al detective, mirando lo perplejo que estaba Nick.

En el móvil de Nick, su supervisor le decía:

—He hablado con Tomás Núñez, Nick. Espero que no hayáis hecho aún ese arresto.

—Bueno. En cierto modo sí.

—¿Cierto modo, Nick? ¿A la gente se la arresta en cierto modo ahora?

—O’Riley le arrestó.

—De veras. Podemos tener problemas por esto.

Nick miró a Catherine. Ella mostraba una mirada de desagradable sorpresa y aún seguía hablando por el móvil.

—¿Qué clase de problema puede haber, Gris? ¡La prueba dice que es el hombre!

—¿La prueba dice eso? Volved aquí. Tenemos que hablar.

—De acuerdo.

Nick ajustó el móvil en su cinturón cuando O’Riley quitaba las esposas a Randle y le dejaba libre.

—¿Qué significa esto? —preguntó el publicista—. ¿Las esposas no son suficientes? ¿Ahora sacarán los grilletes?

O’Riley dijo:

—Señor Randle, quisiera pedirle que nos acompañara a la oficina central.

Randle le miraba confuso y sin comprenderle.

—¿Pedirme? ¿No estoy arrestado?

—No, por ahora —tuvo que admitir O’Riley—. Le agradeceríamos su cooperación para ayudarnos a aclarar este asunto.

—¿Y acompañarles ayudará a aclararlo?

—Esperamos que sí, señor. Sí.

Nick sentía que la rabia crecía en su interior. Grissom no había especificado nada y el CSI creía que le estaban acusando de algo, injustamente.

—Entonces, no estoy obligado a ir con ustedes —dijo Randle, montando un espectáculo al frotarse las muñecas.

Catherine se le acercó. Su voz era casi amigable.

—No, señor, no está obligado, pero si colabora le podremos ayudar a solucionar esta situación.

—¡Creo que son ustedes quienes me han puesto en esta situación!

Ella movió la cabeza.

—Han sido las pruebas las que le han puesto en esta situación, señor Randle, y tenemos pruebas sustanciales contra usted.

Su mirada se tensó y su voz osciló suavemente.

—Aún no estoy limpio.

—No. Pero si usted es inocente...

—Soy inocente...

—... Su cooperación puede ser vital para explicar estas pruebas, incluso es posible que... quede limpio.

Randle respiró profundamente; esta vez parecía como si la vida le sonriera.

—Les acompañaré. Colaboraré con ustedes, ya lo verán.

—Bien —dijo Catherine, con una sonrisa tan forzada que a Nick le dolió la cara.

—Por aquí —dijo O’Riley, señalando hacia el Taurus pero, esta vez, sin cogerle por el codo.

El publicista echó un vistazo al edificio de cristal situado tras él.

—¿Puedo ir dentro y avisar a la empresa de que llegaré tarde?

—Creía que trabajaba sin un horario fijo —comentó Nick. O’Riley miró a Nick y le dijo a Randle—: Puede utilizar mi móvil y llamarles de camino.

Nick y Catherine estaban atónitos mirando cómo el Taurus desaparecía con O’Riley y el sospechoso.

—¿Quién te ha llamado, Cath?

—Tomás; dice que hay un problema con el disco.

—Ya, lo supuse.

—¿Y a ti, quien te llamó? ¿Grissom?

Nick asintió.

—Y hablaba con esa calma mesurada de cuando las cosas no van bien.

—En otras palabras, muy cabreado.

—¿Quién crees que llamó a O’Riley?

Ella se encogió de hombros.

—¿Mobley quizá? ¿Brass?

Nick, muy tenso, se giró y la miró.

—¿Lo estropeamos?

Sin dudarlo, Catherine respondió:

—No, de ninguna manera. Creo que tenemos al hombre correcto, pero esta prueba informática es tan sofisticada que es fácil encontrarle pegas.

—Sí, supongo —dijo Nick asintiendo—, debe de ser eso.

En la sede central, O’Riley llevó a Randle a la sala de interrogatorios, y Nick y Catherine volvieron al garaje donde Núñez tenía montados sus bártulos. Nick abrió la puerta y vio a Núñez estudiando su monitor; Grissom, con un polo y unos pantalones negros, estaba de pie tras él.

—¿Qué tal, Gris? —preguntó Nick, intentando que la reunión fuera distendida.

El supervisor se giró y les envió una sonrisa angelical que a Nick le heló la sangre.

—Vaya, Nick; es justo lo que iba a preguntarte...

—Hola —dijo Catherine, algo a la defensiva—. Estábamos practicando un arresto correcto cuando alguien aquí se puso nervioso. ¿Por qué?

Núñez parecía tan absorto en su trabajo que ni les oía ni se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor, aunque Nick no se lo creyó ni un instante.

Grissom se cruzó de brazos; giró la cabeza hacia un lado y sus ojos estaban nerviosamente plácidos.

—¿Qué hay de la prueba que tenéis para este caso? Contadme, Catherine... Nick.

Nick y Catherine se cruzaron una mirada de preocupación.

Ella se preguntaba, como también lo hacía Nick, por qué diablos Grissom se había tan nervioso. Cualquiera que no le conociera pensaría que Grissom estaba tranquilo y calmado, pero sus dos colegas podían sentir el disgusto que irradiaba su aparente tranquilidad.

—Tú —le dijo Nick a Catherine, que asintió y se dispuso a explicar todo lo que habían averiguado hasta entonces. Nick estudió el implacable rostro de Grissom, buscando alguna evidencia de lo que había detrás de sus ojos, que no pestañeaban, pero no tuvo éxito.

—Tú encontraste el portátil en casa de Randle —dijo Grissom asintiendo una vez y ladeando la cabeza mientras alzaba una ceja—, pero ninguna huella.

—Sí —confirmó Catherine encogiéndose de hombros—. Pero es habitual en casos como éste.

—Cierto, pero una predecible falta de pruebas no es una prueba.

Ella se encogió de hombros de nuevo, un poco molesta.

—Ya lo sé —repitió.

Grissom tenía ahora las dos cejas levantadas.

—¿Esperasteis a que Tomás terminara su análisis antes de ir a arrestar a Randle?

Catherine gesticuló dirigiéndose al, aparentemente, inmutable experto informático y dijo:

—De hecho, Tomás aún no había empezado, pero me dijo que el escáner mostraba que los archivos habían estado en el disco zip que encontramos en el despacho de Randle.

Grissom se giró hacia Núñez.

—Tomás, ¿podrías dejar de hacer ver que trabajas y contarle a mis CSI lo que has encontrado?

El técnico informático parecía tan exhausto, por lo menos, como O’Riley, y como si en aquel momento deseara encontrarse en cualquier otra parte del mundo menos allí. Núñez hizo girar su silla con ruedas y se encaró con el trío, pero sus ojos fueron hacia Catherine.

—Catherine, ¿recuerdas que te dije que la orden de impresión procedía de la estación de trabajo número dieciocho?

—Sí.

—Bien, después de atrapar a ese hacker bancario, volví a ello. Pues resulta que no hay ninguna prueba de que esas fotos se originaran en ese ordenador.

—Entonces ¿proceden del disco zip, no es así? —dijo Catherine, cada vez menos segura de lo que decía.

Núñez asintió.

—Es cierto; pero ése no es el problema. Comprobé la dirección MAC de la tarjeta NIC.

Nick sacudió la cabeza como si intentara ahuyentar a un insecto y dijo:

—¡Eh, eh! No tengo ni idea de lo que acabas de decir.

Núñez empezó a explicarse lentamente:

—La NIC o Tarjeta de Interfaz de Red es una pieza de hardware colocada dentro de cada ordenador de la oficina de Newcombe-Gold. Es lo que conecta al cable de red y, por tanto, conecta cada ordenador a la red. Cada NIC tiene una dirección MAC o dirección física, que es única para cada máquina. Las MAC no se cambian fácilmente.

—De acuerdo —dijo Nick, mirando a Catherine—, hasta aquí te entendemos.

—Bien. Aunque la información es dirigida por la dirección IP, es el identificador del que hablé con Catherine antes...

Los CSI asintieron.

—... Aunque la información es dirigida con esta IP, es enviada y entregada por la dirección MAC.

—Creo que necesito un par de aspirinas —dijo Nick.

Catherine añadió:

—Mejor que sean tres.

Grissom dijo:

—Utilice palabras que podamos entender, señor Núñez.

Núñez continuó:

—Imaginaos que la IP es como la oficina de correos y la MAC como el cartero. Aunque en la oficina de correos clasifican las cartas y se aseguran de que vayan al buzón correcto, es el cartero quien las entrega. He encontrado que el registro del servidor para la red mostraba la dirección MAC del ordenador del cliente que envió los archivos, y ésta era...

Les mostró un trozo de papel donde había escrito: 08:00:69:02:01:FC.

Nick miró a Catherine y se encogió de hombros; Catherine miró a Nick y se encogió de hombros. Grissom cerró los ojos.

Núñez siguió intentando que le entendieran:

—La MAC no coincide con la dirección MAC del ordenador de la estación de trabajo dieciocho, aunque la IP sí coincidía.

Nick tuvo un mal presentimiento; no sólo entendía lo que Núñez había explicado, si no que tenía la terrible sensación de que no le iba a gustar lo que diría a continuación...

—El ordenador que pensábamos que había enviado la orden de imprimir, no lo hizo.

Nick hizo una mueca de dolor y sugirió:

—Quizá pusiste el ordenador equivocado de vuelta en la estación de trabajo.

Núñez negó con la cabeza.

—De ninguna manera; no es eso. Además, tenía los números de serie completos de la incautación original del equipo.

Con la cabeza ladeada, los ojos medio cerrados y los brazos cruzados, Catherine preguntó:

—¿Cómo nos engañaron? De verdad, Tomás... ¿cómo nos engañaron?

Núñez sonreía con tristeza y añadió:

—Difícil pregunta, Catherine. No tengo toda la respuesta, pero sé cómo empieza: alguien quería engañarnos.

De nuevo Catherine y Nick intercambiaron miradas, con los ojos desorbitados. Por el contrario, los ojos de Grissom estaban casi cerrados. Catherine preguntó:

—¿Quién?

—Esto —dijo Núñez—, no lo sé... todavía.

Los ojos de Grissom se abrieron y dijo:

—Pero sabe cómo averiguarlo... Díganos, señor Núñez.

Núñez les mostró esta vez un trozo de papel más grande con un dibujo que había hecho.

—Imagina que esta caja representa el ordenador dieciocho.

—Bien —dijo Nick.

—Y esta otra caja —señaló hacia otro cuadrado que había dibujado— es un ordenador unido a la red que quería hacerse pasar por el dieciocho.

—¿Hacerse pasar? —preguntó Catherine.

—Imitar, simular... y nos ha tenido perdidos durante mucho tiempo, por tanto, su truco funcionó. Bueno, la orden de impresión salió de allí.

Nick se sentía mareado y preguntó:

—A ver, ¿a dónde nos conduce todo esto?

Núñez suspiró sentado en su silla con ruedas.

—Ya he comprobado las direcciones MAC de todos los ordenadores de Newcombe-Gold; no coincide con ninguno de ellos.

Catherine bajó la cabeza y se tapó la cara con la mano.

—Por favor, dime que no estamos como al principio —gimió Nick.

—No hay para tanto —comentó Núñez, intentando minimizar la tragedia—. Cuando no pude encontrar ni rastro de las fotos en los discos duros del servidor de red, ejecuté un E-Script para comprobar todos los archivos jpg, que es el formato más popular entre los criminales de la pornografía infantil. En un espacio no asignado, encontré las fotos angel1-angel12.jpg. El archivo de referencia indicaba que habían accedido a ellos desde el disco D, un disco zip. Ejecuté el algoritmo hash MD5 y apunté los valores hash de las fotos.

Nick, que pensaba que seguía las explicaciones, levantó la mano pidiendo que parara:

—¿Valor hash?

Núñez asintió.

—Es como una huella digital. El valor para Angel12 es... —comprobó sus notas—: E283120A0B462DB00CEAFA353741F5E9. Cuando encontremos otro archivo con este mismo valor hash, tendremos nuestro material fuente.

—Casi seguridad matemática —dijo Grissom.

Núñez asintió categóricamente y añadió:

—Es lo que le conté a Catherine; la probabilidad de que dos archivos tenga el mismo valor hash y no sean el mismo es infinitamente pequeña.

Catherine preguntó:

—¿Ya has procesado el portátil que encontramos en casa de Randle?

—No, será lo próximo. Sólo estoy dedicado a este caso. Por eso llamé a Grissom. No quería que pensarais que teníais el caso cerrado cuando, realmente, aún no tenemos nada.

—Bien, adelante, vuelva al trabajo, señor Núñez —dijo Grissom e hizo una señas a los CSI para que fueran al otro lado de la habitación. Catherine y Nick se quedaron de pie, uno a cada lado de Grissom, como si él fuera el centro de atracción, con su mirada serena y los brazos cruzados... Terrible.

—¿Tenemos otros sospechosos? —preguntó Grissom—. ¿Los habéis buscado?

—Randle sigue siendo el principal sospechoso —dijo Catherine.

—Esto aún debe confirmarse.

—Las pruebas le involucran.

Gary Randle y su esposa eran libertinos y les gustaba practicar el sexo en grupo; como prueba, la colección de pornografía dura: cintas de vídeo, álbumes de fotos, revistas. Quizá por consideración a su hija, él no quiere imprimir sus fotos de pornografía infantil en su ordenador. Se las lleva a la oficina y cuando su ordenador no funciona, utiliza el de Ben Jackson, porque éste confía en todo el mundo en Newcombe-Gold y su clave de acceso es fácilmente accesible.

Pero a pesar de imprimir desde el ordenador de Ben, la orden de impresión fue enviada a la impresora de Ruben Gold, ya que ésta es en la que Ben Jackson había enviado a su jefe lo último que había hecho el viernes. Suponemos que también tuvo problemas con ese ordenador, y que sus fotos no se imprimieron en ninguna parte. Randle, cabreado, volvió a casa el fin de semana sin darse cuenta de que sus obscenidades habían quedado en la bandeja de la impresora de su jefe.

—Y su colección erótica —dijo Grissom—. ¿Había alguna foto de niños? ¿Algún adolescente menor de edad?

Catherine y Nick se intercambiaron una larga mirada antes de negar con la cabeza.

—Por tanto —dijo Grissom, con una sonrisa disimulada que Nick consideró fingida—, tenéis un sospechoso al que le gusta mirar fotos de mujeres desnudas.

—Gris —dijo Nick—, es más que eso, ¡su estilo de vida, sus fotografías instantáneas!

—Bien, entonces tenéis un sospechoso al que le gusta el sexo. Esto hace que nuestras sospechas tengan una base sólida, aunque sólo sea en esta agencia de publicidad.

Nick y Catherine permanecieron callados.

—Lo que tenemos en este caso —prosiguió su jefe— son muchas pruebas circunstanciales. Nada concreto.

A Nick no le gustó oír aquello, pero sabía que Grissom tenía razón.

Catherine no dijo nada, Nick susurró:

—Sí.

Grissom les dedicó su mirada inocente.

—¿Qué opináis de la pornografía infantil?

Nadie contestó.

—Es posible que en vuestro empeño por atrapar al sospechoso, hayáis hecho encajar el crimen con las pruebas en lugar de dejar que las pruebas hablen por sí mismas.

Nick meditó esas palabras, pero Catherine inmediatamente contestó:

—No, este hombre ha estado evitándonos, ocultando información.

Nick soltó sin pensárselo:

—¡Este tipo es un gilipollas!

—Si esto fuera un crimen —dijo Grissom—, todos tendríamos motivos para preocuparnos.

Catherine sonrió ante la situación.

La voz de Grissom seguía calmada y serena.

—¿Es posible que el sospechoso intente autoprotegerse? ¿Quizá por qué cree que le están acusando sin pruebas?

Catherine parecía tener la vista perdida.

Nick se sentía mareado.

El sermón de Grissom cambió de tono.

—¿Habéis investigado bien a los demás sospechosos?

—De hecho no había ningún otro —dijo Nick encogiéndose de hombros, aunque sabía que había hablado demasiado deprisa.

Grissom, sin dudarlo, contestó:

—Como mínimo, tenéis a otro.

Nick dijo:

—¿A quién?

Catherine se tapó la cara y dijo:

—La primera persona de la escena.

Al instante, Nick recordó el axioma que Grissom les había enseñado a todos, desde el principio: la primera persona de una escena es el primer sospechoso.

—Su nombre es Janice Denard —indicó Catherine—. Es la ayudante personal de Ruben Gold.

—Las imágenes las encontraron en su impresora, ¿no?

—Correcto.

—¿Y la habéis investigado?

Avergonzada, Catherine negó con la cabeza.

Las cejas de Grissom se arquearon.

—Lo que puede hacerse con menos suposiciones, a veces es trabajo en vano.

—¿Y esto qué significa? —preguntó Nick.

Catherine le sonrió de forma desalentadora.

—Pues significa que, Nick... debemos volver al punto de partida.

Grissom insinuó una sonrisa y sus ojos se tensaron.

—Y esta vez —dijo Catherine—, vamos a tener en cuenta a todos los que trabajan en Newcombe-Gold.

De repente, pareció como si Grissom estuviera ausente; sus ojos estaban distantes y su expresión misteriosamente grave.

Nick dijo:

—Gris, ¿estás bien?

Catherine le preguntó:

—¿Qué te ocurre, Gil?

Su supervisor soltó una carcajada casi silenciosa.

—Estaba pensando... Quizá debería tener en cuenta mi propio consejo. —Su atención volvió a centrarse en ellos; mirándoles, primero a uno y después al otro, les preguntó—: Y vosotros, ¿estáis bien?

—Creo que mi cabeza está volviendo a su sitio —comentó Nick—. Ahora.

—Bien.

Y Grissom les dejó en el garaje con Tomás Núñez y su montón de datos informáticos todavía por revisar.

Volvieron a hablar de nuevo con el experto informático y Catherine le preguntó:

—¿Cuánto tiempo necesitas para procesar el portátil de Randle?

Núñez miró su reloj y después su monitor.

—Cuatro, quizá cinco horas... Según lo que haya en él.

—¿Podrás averiguar la dirección del ordenador que realmente envió la orden de impresión a través de la máquina de Ben Jackson?

—Si está aquí, la encontraré —prometió. Después se excusó—: De cualquier forma, puede ser difícil.

—Y este caso ha sido tan fácil hasta ahora... —dijo Catherine con frialdad—. Volveremos más tarde.

En el pasillo, Nick le comentó a Catherine, sonriéndole:

—Esto está empezando a parecer otro doble turno.

—Será porque es otro doble turno. Vamos a echar una mano a O’Riley con el interrogatorio a Randle y a ver a dónde nos lleva.

Encontraron a Randle y a O’Riley sentados uno delante del otro en una sala de interrogatorio. El publicista estaba repiqueteando la mesa de metal con las manos y creaba un agradable sonido. Los dos miraron a los CSI cuando entraron, y O’Riley echó un vistazo a su reloj.

—El abogado del señor Randle llegará en cualquier momento —dijo el detective—. No empezaremos el interrogatorio hasta que el señor Austin esté presente.

El comportamiento del detective había dado un vuelco de ciento ochenta grados desde esa mañana, y Nick no podía evitar preguntarse qué era lo que Mobley (o Brass) le habían dicho por teléfono.

Pasados unos instantes, se oyeron unos suaves golpes en la puerta que anunciaban la llegada de Jonathan Austin. El elegante abogado, con el pelo grisáceo, vestido con un traje color canela, camisa blanca y corbata marrón oscuro, iba cargado con una gran maleta de piel. La depositó en el suelo y tomó asiento al lado de su cliente.

Los ojos azules de Austin tenían un brillo desagradable cuando preguntó:

—¿Y a qué se debe el placer de celebrar otro encuentro con estos agentes de la ley tan entregados a su trabajo? —Obviamente, el abogado sabía de boca de su cliente que se había practicado un arresto y... posteriormente se había retirado.

Catherine miró a O’Riley pidiéndole permiso para tomar la palabra, y el detective asintió.

Ella dijo:

—Debemos aclarar este asunto antes de que se vuelva embarazoso. Y esperamos que su cliente nos ayude.

—¿Antes de que se vuelva embarazoso? —preguntó el abogado—. Escoger a mi cliente, de entre todo el personal de Newcombe-Gold, para este tipo de investigación intensiva, ¿cree que aún puede ser más embarazoso? Detenerle en la puerta de su empresa, ¿cree que aún no ha sido lo bastante embarazoso? Quizás usted se tome esto a la ligera y no considere que nada de esto es embarazoso.

Apoyado en la pared, Nick pensaba:

—Bueno, esto ya va bien...

—Por supuesto, ya que no podían arrestarle —continuó diciendo Austin con sus fríos ojos azules centrados en Catherine, que se sentaba junto a O’Riley—. Creo que sería razonable que asumieran que este asunto ha quedado aclarado, o por lo menos en lo que, o mejor dicho, lo que no se refiere a mi cliente.

—El señor Randle todavía es sospechoso —dijo Catherine—. Pero no es nuestro único sospechoso.

El abogado asintió.

—Gracias, esto es lo que necesitaba oír. Y, ya que ustedes no le arrestan, no veo ninguna razón para seguir con esta conversación. —Tomó su maleta y se levantó—. ¿Gary? —Su cliente también se levantó.

—No vayaaaan tan de prisa —dijo O’Riley, levantando la mano como los guardias de tráfico.

Austin y Randle ya había dado casi la vuelta a la mesa y se dirigían a la puerta.

Catherine les invitó a sentarse:

—Si su cliente es inocente, debe ser el primer interesado en limpiar su nombre... e incluso puede que nos ayude.

Randle se detuvo en la puerta y parecía dispuesto a hablar, pero Austin le hizo callar con un gesto y dijo:

—Con el trato que ha recibido de su parte, ¿por qué debería ayudarles?

—¿Porque es un buen ciudadano?

Austin hizo una mueca y empezó a abrir la puerta para que pasara su cliente.

—Pues probemos con esto, letrado, ¿cree que le resultará fácil a su cliente ganarse la vida en su campo profesional o en otro, en cualquier ciudad, después de que la prensa descubra que era sospechoso de tratar, o utilizar, pornografía infantil?

—Espero —dijo el abogado— que no nos estén amenazando de filtrar información.

—Desde luego que no. Pero las preguntas quedarán, a no ser que encontremos al verdadero culpable. Nuestro mayor interés al mantener la reputación y la integridad de su cliente, y también de Newcombe-Gold, es para que este caso se cierre tan pronto como sea posible, con su cooperación... Si fue sincero antes, por favor, ayúdenos a encontrar a la persona responsable de esas fotografías.

El abogado y su cliente volvieron a tomar asiento al instante.

Pero Austin todavía no estaba convencido:

—Quiero dejar claro desde el principio que, aunque mi cliente coopere, si por un instante creo que intentan que se incrimine, esta conversación habrá terminado.

—Es razonable —comentó Catherine, y volviéndose hacia Randle le preguntó—: Desde un principio usted dijo que era inocente.

—Porque lo soy.

—Después de años de experiencia, puede suponer cuántos culpables me han dicho lo mismo. Pero concediéndole el beneficio de la duda, si es usted inocente, ¿tiene alguna idea de quién haría o podría haber hecho esto?

Randle negó con la cabeza.

—Ni idea. Desde mi propia experiencia, debo decirles que nadie en la agencia sabe nada de mis... gustos.

—En sexo. Habla de las escenas libertinas.

—Correcto.

—Nunca hubo nadie de Newcombe-Gold que participara en...

—Nadie.

Catherine cruzó los brazos.

—De acuerdo. Señor Randle, ahora concentrémonos en el sábado, en lo que hizo durante ese día.

El publicista intentó recordar y dijo:

—Me levanté temprano y fui a hacer footing por los alrededores. Heather, mi hija, estaba durmiendo. Cuando volví a casa, me duché, me preparé para ir a trabajar y la desperté.

—¿A qué hora llegó a la agencia?

—Entre las ocho y media y las nueve, creo.

—¿Exactamente?

Randle se encogió de hombros.

—Ya sabe que no tengo un horario fijo. No estoy seguro.

—Inténtelo. Intente recordar.

—Bueno, me paré en un bar y tomé un café por lo que... supongo que eran casi las nueve.

Nick intervino:

—Creía que Janice Denard hacía café todas las mañanas.

—Sí, pero odio esa agua sucia —dijo Randle con cara de disgusto—. El café de Terrible Herbst es mucho mejor que el brebaje asqueroso que prepara Janice.

«Qué hombre más encantador», pensó Nick.

—Entendido —dijo Catherine—. ¿Qué ocurrió después?

—Fui a mi despacho, revisé mi correo y mis mensajes y luego encendí el ordenador. Primero pensé que todo el lío venía porque estuve utilizando el ordenador de Jackson.

—¿Por qué terminó utilizando su ordenador si había encendido el suyo?

—Creo que ya lo había explicado, ¿no? Encendí mi ordenador pero no funcionaba la red. No sé qué es lo que pasaba, pero lo intenté un montón de veces hasta que lo dejé estar.

—¿Ha vuelto a utilizar su ordenador?

Randle asintió.

—El domingo no fui a trabajar, evidentemente, y el lunes estuve fuera, pero el martes, antes de que me interrogaran, lo puse en marcha. —Se encogió de hombros y continuó—. Ya iba bien.

—Por lo tanto —dijo Catherine—, no tiene ni idea de por qué su ordenador no funcionaba durante el fin de semana.

—Ni idea, pero todo el mundo que trabaja con ordenadores sabe que estas cosas pasan, a veces.

—¿Le dijo a alguien de la agencia que su ordenador no iba?

—Sí, a Roxanne Scott. Es la ayudante de Ira Newcombe...

—Mm... entiendo.

—Se lo dije a Roxanne. Bueno, ella se fue de vacaciones, pero le dejó una nota a Janice para que fuera lo primero que hiciera el lunes por la mañana. Supuse que Janice se había encargado de ello porque el martes el ordenador funcionó perfectamente.

Catherine cambió de postura en la silla.

—Su ordenador no funcionaba y se le ocurrió que podía utilizar el de Ben Jackson.

—Eso es, es bastante descuidado con su contraseña.

—Usted fue a su cubículo y ¿qué ocurrió entonces?

Randle, de nuevo, se encogió de hombros mientras se explicaba.

—Hice el trabajo que tenía que hacer y me fui a casa.

—¿Me puede explicar cuál era ese trabajo? ¿Tuvo que imprimir algo?

El publicista se lo pensó un momento y dijo:

—No, no imprimí nada. Verá, el trabajo es algo confidencial, para un cliente. Sinceramente, no tiene nada que ver con lo que están investigando.

Nick comentó:

—¿Y espera que nos lo creamos?

Austin contestó:

—Mi cliente está cooperando. Ese tono es innecesario.

Catherine lanzó una mirada a Nick dándole a entender que estaba de acuerdo con el abogado y dijo:

—Dígame, señor Randle, ¿cómo guardó el archivo, o los archivos, en los que estaba trabajando?

—Lo grabé todo en un CD y me lo llevé a casa.

Nick preguntó:

—¿No era un disco zip?

Randle le dirigió una desagradable sonrisa y contestó:

—Ya, ¿quiere decir como el que encontraron en mi despacho? —Mirando a Catherine, le dijo—: No los utilizo, son tecnología anticuada. Si Ian y Ruben me lo pidieran de repente, y lo harán pronto, tengo una grabadora de DVD. Los zip y los CD acabarán desapareciendo porque son algo obsoleto.

Catherine dijo:

—Veo que sabe mucho sobre el tema, ¿cómo es eso?

Randle pareció perderse.

—Porque, aunque siempre se dice que el tamaño no importa, respecto al almacenamiento de información el tamaño es lo único que importa. Un disco zip puede almacenar 250 Mb, los más antiguos sólo cien. Un CD llega hasta los 700 Mb, pero un DVD graba casi cinco Gb. ¡No hay comparación!

—¿Dónde está el disco ahora, señor Randle?

—En mi despacho, o por lo menos allí estaba hasta que ustedes incautaron mi equipo.

Nick intervino:

—Por lo tanto, debemos tener una copia.

—Sí, supongo —dijo Randle—. ¿Ya tienen todo lo que necesitan? ¿Todo esto nos lleva a alguna parte?

—Sólo nos lleva a probar que usted es inocente —dijo Catherine—. Si la hora y la fecha que indiquen su disco y el ordenador de Ben coinciden, esto nos confirmará en gran medida que no está mintiendo.

—Les he dicho la verdad.

Nick dijo:

—Se lo preguntaremos a los ordenadores.

Catherine siguió:

—Si no está mintiendo, señor Randle, entonces hay alguien que sí.

—¡Demonios! —exclamó Randle—. ¡Ya les he dicho todo lo que sé!

Austin, como si aprobara las palabras de su cliente, asintió.

—Por ejemplo —prosiguió Catherine—, encontramos huellas de Ben Jackson en el teclado y en el cubículo. Después de todo, es su lugar de trabajo, ¿correcto?

Los dos hombres asintieron de nuevo.

—Pero el señor Jackson no estaba en la ciudad cuando todo esto ocurrió... por tanto, él no fue. También encontramos sus huellas, señor Randle, y usted declaró que sólo había utilizado el cubículo de Ben para trabajar.

—Es cierto —dijo Randle.

Catherine le sonrió.

—Si es cierto, como afirma usted, entonces es que alguien utilizó guantes el sábado en Newcombe-Gold. ¿Tiene alguna idea de quién podría ser?

—¿Guantes? Está bromeando, ¿verdad?

—Las únicas huellas del teclado pertenecían a usted y a Ben Jackson; ¿cómo puede explicarlo si no?

Austin se movió hacia delante en su silla y concentró su mirada.

—No es trabajo de mi cliente explicar este hecho, más bien es el suyo.

Catherine levantó una mano para hacer callar al abogado.

—Se lo explicaré mejor. Si usted está diciendo la verdad, señor Randle, entonces es que hay una tercera persona implicada.

Randle y su abogado la miraron como si no comprendieran.

—Y si alguien se puso guantes cuando utilizó el teclado —explicó Catherine, como si estuviera pensando en voz alta—, significa que...

Nick la interrumpió:

—¡Esperaban que el teclado tuviera huellas dactilares!

La tensión se reflejaba en la mirada de Nick y Catherine. Randle y Austin, de repente, parecieron perderse; la conversación había tomado un inesperado rumbo que no podían seguir.

Nick, se acercó a Catherine y le dijo:

—Y la única razón por la que una tercera persona sabría que el teclado tendría huellas sería si intentaran...

—Tenderle una trampa —dijo Catherine con los ojos inquietos.

Los dos miraron a Randle, como si fuera la primera vez que lo hacían.

—¿Tenderme una trampa? —dijo, con la voz algo ronca.

—¿En el trabajo, hay alguien que le odie? —preguntó Catherine.

Randle se lo pensó bien antes de contestar y, finalmente, negó con la cabeza.

Catherine siguió presionando:

—¿No hay nadie en el trabajo a quien no le guste?

—No, que se me ocurra... y, francamente, no veo ninguna razón por la que podrían tenerme aversión.

—¡Ya! —pensó Nick—, es tan adorable que es imposible que a nadie le caiga antipático.

—¿Celos profesionales? —siguió intentando Catherine—. ¿Alguna relación personal? ¿Alguna aventura? Por favor, sea franco, señor Randle, es por su propio bien.

Randle dirigió una mirada al abogado, pero Austin no era de gran ayuda.

El publicista dijo:

—No, de verdad. Profesionalmente no se me ocurre nadie. Procuro separar mi vida privada de mi vida profesional.

—¿Alguien fuera del trabajo? —preguntó Catherine—. ¿Qué hay de los tiempos de desenfreno? ¿Quizás algún enemigo, entonces?

—Bueno, el único enemigo... Mi único enemigo real es mi ex esposa, Elaine.

Catherine frunció el ceño.

—¿Elaine tiene acceso a Newcombe-Gold?

Randle negó con la cabeza vigorosamente.

—No, no, ahora no. Ella conocía a algunos de los más antiguos, que ya trabajaban en la agencia hace diez años o más, Ruben y Ian, Janice y Roxanne y alguno más. Pero lo cierto es que, cuando la adicción a la bebida se le fue de la mano, dejé de llevarla al despacho. Eso fue uno o dos años antes de nuestro divorcio... y, después de eso, no ha vuelto a ver a nadie.

—¿No cree que haya ninguna forma de que ella estuviera detrás de esto?

—¡Maldita sea! Ella realmente me odia lo bastante como para hacer algo así. Pero no veo ninguna manera de que pudiera llegar a la oficina.

—¿Alguien más que se le pueda ocurrir?

—No, nadie, ni vecinos, ni padres de amigos de Heather, nadie en la iglesia... no.

Catherine hizo un suspiro indicando que ya había terminado.

—De acuerdo, señor Randle... Quiero agradecerle sinceramente que nos haya permitido hacerle este interrogatorio.

Él la miró:

—Entonces que...

—Puede irse, pero no abandone la ciudad.

Randle puso mala cara.

—No, señor Randle, aún no está libre de sospechas; pero si es inocente, sepa que vamos a seguir investigando. Y si hay pruebas que le exoneren, usted... y su abogado... serán los primeros en saberlo.

El publicista dijo casi con humildad:

—Gracias.

Catherine sonrió nerviosa.

—Desde luego, sepa que si le consideramos culpable, también será el primero en saberlo.

Randle se encogió de hombros.

Después de que el publicista y el abogado se hubieran marchado, los dos CSI y el detective se quedaron en la sala de interrogatorios; estuvieron sentados en silencio durante un rato, absortos cada uno en sus propios pensamientos.

Nick finalmente dijo:

—Por lo tanto, primero debemos investigar al resto del personal.

O’Riley permanecía sentado inmóvil, mirando a la pared; era incluso posible que estuviera en coma.

Catherine preparó sus cosas, ya que iban a pasar el resto del día investigando en Newcombe-Gold, los informes financieros de la compañía y los archivos de Ian Newcombe, Ruben Gold, Janice Denard, Roxanne Scott, Gary Randle, Ben Jackson y Jermaine Allred. Se dedicarían a comprobar el historial personal de estos siete y dejarían que Núñez se concentrara en sus ordenadores. Si sus pesquisas no les llevaban a ninguna parte, los investigadores elegirían a otro grupo de empleados y empezarían de nuevo.

—Pero seguiremos el consejo de Grissom —dijo Catherine—, empezaremos con la primera sospechosa: Janice Denard.