El 25 de noviembre de 1963, ante una platea de jefes de estado, cabezas coronadas y personalidades de todas las nacionalidades, sin olvidar los millones de telespectadores pegados a sus aparatos, Jacqueline Bouvier Kennedy fue elevada a la categoría de mito.

Para la viuda del presidente aquel no fue un día de perdón. Desde el terrible instante en que había acogido la cabeza ensangrentada de su marido sobre su traje Chanel rosa, tenía una única idea: mostrar a la tierra entera «lo que habían hecho». Fuera cual fuese la identidad de los asesinos, ella quería evitar que aquel crimen horrible pudiera borrarse un día de la memoria universal; puesto que el destino de John Fitzgerald Kennedy se había detenido bruscamente en Dallas, en la esquina de Elm Street y Houston Street, ella, ella en persona, iba a encargarse de continuar el curso de la Historia y de otorgarle la categoría de leyenda que le había sido negada en vida.

Aquel día, ella colocó a Norteamérica en posición de penitente estupefacta, torturada por los remordimientos, paralizada de espanto. Ella quiso que el país se arrastrara tres pasos por detrás del ataúd de su presidente como una esposa sumisa. Ella quiso que el mundo entero se mantuviera a su lado y le diera la razón.

Aquel no fue un día de perdón.

Ni de comunicación.

Ni de reconciliación.

Fue un día de desafío.

Fue el día de la consagración del hombre cuyo papel e imagen quizás se habrían olvidado con el tiempo. Y por esa misma razón, el día de la consagración de su esposa, viuda soberana, y de sus dos hijos.

Aquel día, y durante mucho tiempo, todos los que no eran Kennedy se convirtieron en enanos.

La puesta en escena refinada y cruel, voluntad de Jacqueline Kennedy, tuvo el efecto de convertir en culpables a todos los asistentes. Ella, como una heroína de Racine, aceptaba su destino pero echando la culpa a los demás, todos los demás que, privados de su dolor, se convertían en sus enemigos.

La ternura infinita que demostró aquel día hacia sus dos hijos, ternura de la que alardeó y que incluso subrayó, ella que odiaba cualquier mínima exhibición sentimental en público, ¿no era una forma de proclamar: «Mirad lo que habéis hecho, mirad lo que le habéis hecho a una familia plenamente feliz, llena de esperanza, una familia que encarnaba el sueño de toda la humanidad?».

Aquel día ella sola se construyó un pedestal. Aquel día, todos los testigos lo declaran, avergonzados, estaba radiante.

Y el mundo entero, desde el patán americano de Idaho apoyado sobre el mostrador de su cafetería de Main Street, al hastiado y sofisticado marajá de Cachemira en su palacio de las mil y una noches, se sintió infinitamente culpable y en deuda con esa mujer tan digna, tan conmovedora, con su marido, ese paladín abatido como un héroe por las balas de conspiradores odiosos, y con sus dos hijos pequeños que saludaban los restos de un padre adorado.

¿Cuántos de quienes leen estas líneas en este momento lloraron al ver en televisión el paso lento y elegante de Jackie detrás del ataúd de su marido? ¿Cuántos se emocionaron al ver a Caroline, de rodillas, besando la bandera americana que cubría el ataúd de su padre y el saludo militar de John júnior con su abriguito de lana azul? ¿Durante cuánto tiempo aún han vuelto a surgir y a superponerse esas imágenes, mezclando nuestras alegrías y nuestras penas con el dolor de Jackie?

Y sin embargo…

Esos funerales fueron una mascarada, una gigantesca apariencia de pompa para cubrir el desorden, el auténtico desorden interior de la vida de John, de la vida de Jackie, de la vida de los Kennedy incluso. Una puesta en escena suntuosa y teatral para que se olvidara el resto, todo el resto.

Más tarde, varios años después, nos enteraríamos de que, durante la autopsia del cuerpo del presidente, se habían descubierto los estragos no solo de la enfermedad de Addison que padecía, sino también de enfermedades venéreas, consecuencia de una vida sexual bastante errática.

Se sabría que Rose Kennedy solo pensaba en dos cosas mientras se dirigía al entierro de su hijo: en la ropa que iba a llevar y en las medias negras de luto de rigor. Tenía tanto miedo de que sus hijas y sus nueras hubieran olvidado ese detalle tan importante que había llegado a Washington con una maleta de medias negras para repartir por si…

Se sabría que la víspera de los funerales, mientras Jackie, refugiada en su habitación, se ocupaba de la lista interminable de cosas que tenía que hacer, el clan Kennedy reunido en la Casa Blanca alborotaba, bebía, y se divertía contando chistes.

Nos enteraríamos también de que esos mismos Kennedy habrían relegado encantados a Jackie a la categoría de florero, pero que ella no se lo había permitido. Puesto que la vida de John se le había escapado, su muerte le pertenecía. De modo que ella lo decidió todo, recibió personalmente a los jefes de estado presentes, habló de estrategia nuclear con Mikoïan, del futuro del mundo con De Gaulle, y colocó al nuevo presidente Lyndon Johnson lejos, detrás del cortejo oficial, con el fin de que él y sus amigos tejanos no enturbiaran la elegancia de la procesión. Ella lo controló todo: tanto la longitud y la calidad del velo negro que quería llevar y que hubo que buscar por toda la ciudad, como las pinturas que decoraban las paredes del salón oval amarillo donde iba a recibir al general De Gaulle. Jackie exigió que los cuadros de Cézanne que había expuestos fueran sustituidos por obras norteamericanas de Bennet y Cartwright.

Finalmente, nos enteraríamos de que durante todo ese tiempo Aristóteles Onassis residió en secreto en la Casa Blanca y apoyó a Jackie.

Sabríamos muchas cosas más, pero jamás por boca de la propia Jackie. Durante toda su vida, Jacqueline Bouvier Kennedy Onassis quiso que no conociéramos de ella más que su imagen. El vestuario, la pompa y la púrpura. Toda su energía la empleó en fomentar esa imagen tan perfecta, tan bonita, tan pulida que controlaba concienzudamente, cortando las fotografías y los artículos que aparecían sobre ella, y confeccionando álbumes enormes que solía hojear. Nada debía saberse de su intimidad sin su aprobación. Jackie había comprendido que su siglo iba a ser un devorador de imágenes y se negó rotundamente a caer en esa trampa y convertirse en un objeto. Se negó a que la consumieran. Estaba pendiente de todo. ¿Se mordía las uñas y no quería que se supiera? Llevaba siempre guantes largos, medianos o cortos, en función del conjunto que lucía. ¿Se le rizaba el pelo en cuanto caía una gota? Puso de moda unos sombreritos que le alisaban las raíces e impedían que se le ensortijara. ¿Tenía los pies grandes, huesudos y pesados? Solo llevaba tacones bajos que disimulaban que calzaba un 42. ¿Fumaba tres paquetes diarios? Le pasaba el cigarrillo a un tercero en cuanto veía a un fotógrafo. Por no hablar naturalmente de todas las asperezas de su carácter, ni de todas las heridas que había sufrido, algunas como pequeños puñetazos, otras tan profundas, tan dolorosas y tan desgarradoras que las disimularía siempre detrás de una gran sonrisa, dos ojos negros desmesuradamente abiertos y casi fijos, y una voz suplicante de niña pequeña.

Pero era tan guapa y sus vestidos de ensueño tan bonitos que el mundo entero, invitado a observarla desde su infancia, se sumergiría en esa imagen, esa imagen tan bella…

Si en la vida de Jacqueline Kennedy el orden reinó por encima de todo, fue para ocultar su tumultuoso mundo interior. Ese orden interior, esa fuerza que nos permite mantenernos firmes en la vida. Avanzar, avanzar hasta el límite de nuestro yo, para acabar siendo fieles a ese elevado concepto de nosotros mismos al que aspiramos, pero que creemos que jamás, jamás seremos capaces de lograr, por falta de valor, de tenacidad, de confianza en uno mismo, pero, sobre todo, por falta de amor.

Un orden que, en el caso de Jackie, había sido masacrado desde la infancia…