VI

Jackie consigue la casa rosa con la que soñaba para su luna de miel, pero el cuento de hadas termina allí. John rehúye estar a solas con ella, asiste a recepciones y se va de juerga con sus amigos. Y algo aún peor: atrae a las mujeres como la miel a las moscas, y Jackie se lo encuentra siempre rodeado de un círculo de chicas fascinadas. A ella no le queda más remedio que aceptar que la intimidad romántica con la que ha soñado no figura en el programa de John. A él le repugna estar solos los dos, y cualquier medio es bueno para abandonarla. Un día, en pleno viaje de novios, les invitan a casa de unos amigos de John y él la deja allí sin decir palabra y se va con un amigo a ver un partido de rugby. Ella se ve obligada a seguir sonriendo, dar conversación a su anfitriona sin mostrar su decepción, y esperar a que él vuelva…

Cuando vuelven a Washington, la situación empeora. No tienen casa propia y viven o bien con los Auchincloss, o con los Kennedy. Jackie no soporta a su suegra, a quien considera «autoritaria y atolondrada». Rose recorre la casa apagando todas las lámparas para ahorrar, baja los radiadores, marca las botellas para que las criadas no le roben, se niega a climatizar la piscina y va a bañarse a casa de sus amigas. Ignora a su nueva nuera o le lanza pullas constantemente. Se burla de Jackie quien, cuando hace pipí, deja correr el agua del lavabo para que no la oigan, y critica que sus duchas sean tan largas aludiendo al precio del agua caliente, y le insiste a todas horas para que participe en los juegos deportivos de sus hijos. Un día, mientras estos se enzarzan en un apasionado partido de rugby y participan en violentas melés, Rose entra en el salón donde Jackie está leyendo y le pregunta por qué no sale a hacer un poco de ejercicio. «¡Ya iba siendo hora de que alguien de esta familia ejercitara el cerebro en lugar de los músculos!», le contesta Jackie.

Jackie se venga como quien no quiere la cosa. Duerme hasta tarde por las mañanas, lo cual exaspera a su suegra, se niega a asistir a determinadas comidas con «personas muy importantes» y se queda leyendo en la cama. Se burla de Rose y de los recordatorios que lleva prendidos en la ropa.

Por el contrario, se entiende a la perfección con el viejo Joe. Él evoca sus conquistas con ella. A Jackie le gusta la vitalidad sexual de su suegro, que le recuerda a su padre. Él le cuenta con detalle (y crudeza) todas sus aventuras, pasadas y presentes, ya que sigue corriendo detrás de la primera falda que pasa. Quiere jugar en el mismo terreno y condiciones que sus hijos: primero él, siempre y en todas partes. Jackie se ríe con Joe. Pero le critica cuando la emprende contra los judíos y los negros, le reprocha su visión simplista de las cosas. No existe eso de los buenos a un lado y los malos al otro. La vida es más complicada. El gris, la confusión, los conflictos interiores existen. Ella le planta cara y a él le encanta eso. Le gusta cuando le pone en su lugar, y dice: «Ella es la única que tiene un poco de seso». O que Jackie le chinche por su avaricia. Por ejemplo, Joe ha encargado pintar solo la fachada de su casa. «Los lados y la parte de atrás no vale la pena, nadie los ve». Joe admira la fuerza y la voluntad de Jackie de seguir siendo ella misma y no dejarse devorar por el clan. Juntos, vuelven a la infancia, se guiñan el ojo, ríen a carcajadas, u organizan batallas de chuletitas con las que bombardean a las criadas. Joe será el único a quien Jackie confesará sus decepciones conyugales.

Desde el punto de vista de ella, los hermanos y hermanas de John son como primates, gorilas grandes maleducados y ruidosos, que lo destrozan todo y no respetan nada. Ellos no se sientan, se hunden en las sillas; ellos no juegan, se machacan; no hablan, chillan; se ríen de forma estridente e insoportable por cualquier cosa. Las chicas miran despectivamente a esa joven cuñada que se considera una mujer, y se parten de risa en cuanto Jackie aparece con un vestido nuevo o un regalo elegante para John. Le dejan claro que no pertenece a su mundo. Es verdad: ella desprecia la competición y el mundo de la política. No ha votado nunca. No soporta a los hombres que rodean a su marido y les llama «los sirvientes de Jack». Les considera unos cretinos que solo le halagan y pretenden aprovecharse. Para ella, John está por encima del grupo. «Es un idealista sin ilusiones», dice de John. Él, por su parte, no entiende que su mujer no se interese por su pasión. «Jackie respira todos los vapores políticos que flotan a nuestro alrededor, pero no parece que los inhale nunca», comenta.

A veces es brusco con ella en público. Un día que la familia está reunida y hablan como de costumbre de política, Jackie deja de prestar atención y se retira a su mundo. John plantea a los demás cómo conseguir que sus electores acepten esa imagen demasiado chic y demasiado francesa de su esposa. Se vuelve hacia ella y le dice: «El pueblo americano no está preparado para entender a alguien como tú, Jackie, y no sé cómo lo haremos. Creo que tendrás que aparecer de forma subliminal en una de esas cuñas televisivas, sin que nadie se dé cuenta». Jackie se echa a llorar, y corre a encerrarse en su habitación. John está desolado pero es incapaz de ir a buscarla y pedirle perdón. Una amiga común irá a consolar a Jackie y la hará volver a la mesa.

Jackie también detesta la política porque le roba a su marido. Comprende enseguida que es una rival más peligrosa que todas las chicas a las que él posee y rechaza inmediatamente. John es como una ráfaga de aire, siempre entre dos viajes, dos campañas, dos sesiones de trabajo. Y los momentos de ocio los dedica a… hablar de política. A Jackie le gustaría que pasara más tiempo con ella, hablar de las cosas que a ella le gustan. Pero siempre se siente frustrada. Vive esperando un par de horas de intimidad como cuando, de pequeña, vivía esperando los fines de semana que pasaba con su padre. Y cuando por fin John llega y ella se dispone a saborear «su» momento con él, «suena ese maldito teléfono, sin parar, hasta el punto de que ni siquiera conseguimos cenar juntos. Pero si yo le pido que no conteste o si trato de descolgar la primera, nos peleamos. Yo le digo que tengo la sensación de vivir en un hotel, pero él no lo entiende. Me mira de ese modo tan suyo y se limita a decirme: “¡Pero a mí eso me va muy bien!”». Jackie lo ve todo negro. La vida con John resulta ser un vía crucis. No tiene nada que ver con la reina del circo y su guapo trapecista. Él no pasa ni un minuto en el mismo sitio y sigue viviendo como si fuera soltero.

«Yo no creo que Jackie sospechara lo que le esperaba casándose con JFK —comenta Truman Capote, íntimo de la familia—. No estaba preparada en absoluto para esa mala conducta tan flagrante: ¡él la abandonaba en plena velada para irse a coquetear con otra! Ni tampoco esperaba convertirse en el hazmerreír de las mujeres de su entorno que sabían, como todo el mundo, lo que pasaba. Todos los varones Kennedy se parecen: ¡son como perros, en cuanto ven un poste tienen que pararse y levantar la pata!».

Jackie descubre todo eso. Ella había creído ingenuamente que, si John se había casado con ella, era porque había decidido cambiar de vida. Que aspiraba al mismo ideal que ella: «Esa vida de familia normal, con un marido que vuelve todas las tardes a las cinco y que pasa el fin de semana conmigo y con los niños, que yo esperaba tener». Descubre también que John es tan poco discreto que arrastra a sus mejores amigos a sus juergas y que todo el mundo se entera antes que ella. Tiene la impresión de llevar permanentemente en la espalda un cartel enorme donde pone CORNUDA. Cuando llega a una fiesta, las mujeres la miran con compasión fingida. Entonces ella endereza la espalda, las ignora y sigue adelante, altanera y glacial. Lo sabe todo y finge una indiferencia absoluta. En su interior bulle la ira.

Tras encajar el primer golpe, Jackie trata de hacerse a la idea. Lo asume. De niña la educaron para no expresar los sentimientos. Debió de costarle caro. Muchos señalarán esa tensión perpetua como la explicación de sus numerosos abortos. Durante el primer año de matrimonio, pierde un hijo. Su médico le advierte que, si no se relaja, puede tener problemas para sacar adelante los embarazos. Ella sabe que decepciona a John que sueña con tener una gran familia, como su padre.

Pero él tampoco dice nada y se consuela multiplicando sus aventuras. «Vivir cada día como si fuera el último», ese es su lema. John no cambiará y por tanto le toca a ella adaptarse. Decide invertir en su papel de esposa y convertirse en la mujer irreprochable del hombre más codiciado del mundo. Así, quizás, tendrá la posibilidad de que él la mire y se interese por ella. A Jackie le gustan los desafíos. No es un tipo de mujer que se deje abatir.

Ya que no puede profundizar su relación, la decorará. No puede trabajar, ni recuperar su anterior oficio. John no soportaría a una mujer independiente, brillante, que le hiciera sombra. Jackie se concentra en los ventanales de estilo francés, los tonos de blanco roto, la confección de las cortinas, la altura de los pufs, la calidad de la vajilla, la forma de las pantallas, la intensidad de las luces, la madera lacada de las bibliotecas, los diseños de las alfombras, la disposición de los cuadros, el orden de las fotografías en sus marcos de plata. Y cuando todo está perfecto, vuelve a empezar. Y más adelante, cuando tenga los medios, comprará una casa tras otra. Maníaca y exigente, el orden de los detalles la tranquiliza y le impide pensar en el rumbo que toma su vida. Precinta su personalidad y decide ser perfecta.

Y aparentemente, triunfa. Pero pasa también por momentos de una violencia terrible en los que se siente sola, negada, y le echa la culpa al mundo entero. Se ve actuar, se oye hablar y se odia: ¡esa burguesa frenética, esa caricatura de mujer de mundo no es ella! ¿Cómo ha llegado a eso? Entonces se vuelve susceptible, odiosa, egoísta y rabiosa, como una niña pequeña que exige sus caprichos. Revive todos los días sombríos de su infancia y es incapaz de dominarse. Pierde el control de sí misma. Despide a las criadas sin motivo, se niega a hacer lo que se espera de ella, pasa muchas horas acostada, de repente se muestra altiva y distante, decora y redecora sus casas sin descanso y se venga gastando, gastando sin medida. Joyas, ropa, zapatos, medias de seda, guantes, pendientes, cuadros, casas, todo vale para darle seguridad.

Y nada le dará seguridad, excepto sus hijos. Porque Jackie, más inteligente y torturada que su madre, a quien el torbellino de una vida social basta para mantener ocupada, no es tonta. Sabe que se aturde porque no tiene valor para convertirse en dueña de su destino. Es prisionera de sus miedos infantiles. Nunca se atreverá a marcharse, a traicionar o vengarse porque esas cosas no se hacen y por un motivo más trágico: no se fía de sí misma. Tiene miedo de vivir sola. Sigue siendo la niñita zarandeada, manipulada por papá y mamá, que ya no sabe qué pensar y se esconde tras una refinada indiferencia.

Posee también el orgullo insensato de no querer reconocer que se ha equivocado. Que se ha casado con un hombre por motivos erróneos y que, ahora, lo paga. Reconocer su equivocación es darle la razón a quienes la avisaron y que ella desoyó. Reconocer su error es volver a la marginación social. Ella prefiere quedarse y aguantar, apretar los dientes cuando está sola y mostrarlos bajo una gran sonrisa mecánica cuando está en sociedad. Jackie es dura y tierna a la vez. Ha aprendido a enfrentarse al dolor, a protegerse, pero no puede evitar el deseo de ser amada.

Así es como, durante mucho tiempo, todos ignoraron totalmente el drama íntimo que vivía. Ella impuso una imagen de pareja unida y de felicidad. Representó a la perfección el papel de burguesita (todo lo que odiaba). Llegó a pronunciar frases que le habría podido apuntar su madre: «Para mí lo esencial era hacer lo que mi marido quería. Él no hubiera podido ni querido casarse con una mujer que le disputara el estrellato». Traicionando su naturaleza íntima, consiguió una apariencia impecable y convertir a su marido en un ser excepcional. Esa fue su voluntad, su creación personal. Porque John Kennedy, por su parte, no toma la menor precaución. Él liga a la vista y en presencia de todo el mundo, se cita con mujeres en los hoteles, toma nota de las oportunidades que le recomiendan sus amigos, las telefonea, las convoca, más adelante las citará en la Casa Blanca. Siempre se ha comportado así. ¿Por qué iba a cambiar ahora que está casado? Y además él no está a gusto con una mujer, preso en una casa. Le encanta vivir en la de sus padres o en la de sus suegros, porque allí no tiene que enfrentarse a Jackie. Entre ellos el diálogo no es fácil. Ninguno de los dos se atreve a expresar su amor por el otro, porque ambos desconfían de las muestras de afecto. Ni uno ni otro se hacen el menor reproche: de esas cosas no se habla. De manera que Jackie sufre en silencio, y John continúa con su ronda sexual, perfectamente consciente de que eso no le lleva a ninguna parte, pero incapaz de parar. Si Jackie, al principio de su matrimonio, parecía vulnerable, torpe, patosa, obsesionada con la idea de hacer buen papel, John, por su parte, sigue siendo el alegre vivales de antaño que oculta su fragilidad afectiva con un encanto devastador.

A principios de la primavera de 1954, la pareja alquila por fin una casa para ellos en Washington. Jackie respira. Aunque John, siempre de acá para allá, nunca duerme más de dos noches seguidas en la casa. Ella aprende las buenas añadas de los vinos, lee libros de cocina (pero lamentablemente las recetas nunca le salen bien), escoge los puros para John (¡le ha aficionado a los puros para seguir fumando sus tres paquetes de cigarrillos diarios!) y su ropa. «He puesto orden en la vida de John —le escribe a una amiga—. En nuestra casa, la mesa es buena y refinada. Se acabó eso de salir por la mañana con un zapato negro y otro amarillo. Ahora le planchan los trajes y ya no tiene que salir corriendo como un loco hacia el aeropuerto: yo le hago las maletas». Sus intervenciones no se limitan al hogar. Sigue los debates del Senado, asiste a los discursos de su marido, lee la sección política de los periódicos y contesta las cartas de sus electores. (En esa época él es senador por Massachusetts). Jackie participa en reuniones políticas y en los tés de las damas de la buena sociedad de Washington. Todas estas actividades la aburren mortalmente, pero forman parte del estatus de mujer de senador. «¡Estar en la mesa de honor, no poder fumar un cigarrillo, llevar esos ramos ridículos en el ojal, y escuchar a todas esas viejas carcamales hace que me suba por las paredes! ¡Pobre Jack!».

Lo que la divierte más es el curso de historia americana de la universidad de Georgetown en el que se ha matriculado. No quiere pasar por una de esas mujeres sin cerebro que hablan de mermeladas y labores de punto. Aprende a jugar al bridge (porque John juega), ingresa en la Cruz Roja de las damas del Senado y descubre el arte del vendaje. Enseña a su marido a hablar en público, a estar en un estrado, a respirar entre dos frases. Recuerda los consejos de su padre y sus clases de teatro en Farmington. Y John la escucha, como un alumno aplicado.

Las circunstancias no tardarán en demostrar que se ha convertido, en efecto, en perfecta. Los problemas de espalda de John reaparecen. Al principio él pretende ignorarlos y camina entre muecas de dolor, con la ayuda de unas muletas. Luego se ve obligado a rendirse a la evidencia: no puede andar. Le hospitalizan una primera vez. Luego una segunda. Jackie no se separa de su lado y demuestra ser una enfermera valiente. Su marido está estupefacto. «Mi esposa es una chica tímida y silenciosa, pero cuando las cosas se tuercen, sabe comportarse». John Kennedy tiene razón. Jackie es una jovencita frágil ante los detalles de la vida cotidiana, pero cuando la situación lo exige es dura. Se crece en la dificultad. Habla con una vocecita queda y dulce, pero sus deseos son órdenes. Durante los largos meses que dura la enfermedad de John, es ella quien se hace cargo de todo y le mantiene a flote. ¿John sufre, se aburre, vocifera? Ella le cuida día y noche y le da ánimos. Le ayuda a comer. Por fin le tiene para ella sola. Depende de ella. Como un niño. Kennedy, tumbado de espaldas, no puede dormir, ni leer. Jackie lee para él y le sugiere que escriba un libro en cuanto pueda levantarse. «Este proyecto le salvó la vida —declarará Jackie—, le entretuvo y le ayudó a canalizar toda su energía».

El libro se titulará Profiles in Courage y será un éxito de ventas. Jackie se ocupó de todo. Se encargó de la documentación, tomó notas, le ayudó a definir el plan, leyó y releyó el manuscrito con ojo crítico. La obra consigue el premio Pulitzer, lo cual provoca un escándalo. De hecho, se rumorea que Joe Kennedy ha falseado las cifras de ventas al ordenar la compra de miles de ejemplares, para colocar el libro a la cabeza de la lista de best sellers. Según otro rumor, John no sería el autor del libro. Él contrata a un abogado para defenderse y el asunto se olvida.

Después de estar seis meses inmovilizado, John vuelve a su puesto de senador. Se niega a llevar corsé, a utilizar muletas o silla de ruedas. Sufre muchísimo pero no lo demuestra. Tiene tanta energía que domina el dolor y acaba olvidándolo. «Un día yo había examinado a John —cuenta su médico—, y Jackie me preguntó si existían inyecciones que le suprimieran el dolor. Yo contesté que sí, pero que también eliminarían totalmente la sensibilidad por debajo de la cintura. Jackie frunció el ceño y John dijo, sonriendo: “Nosotros no haremos eso, ¿verdad Jackie?”».

Truman Capote se acuerda perfectamente de ella en esa época. «Era ingenua y astuta a la vez, mucho más astuta que la mayoría de las esposas de políticos. No soportaba a esas criaturas. Ridiculizaba su falta de estilo y su dedicación ciega a la carrera de sus maridos. “¡Menudas ineptas!”, decía. La superioridad de Jackie se debía a que se había educado en Nueva York, había estudiado en las mejores escuelas y había viajado al extranjero. Tenía más olfato, más gusto e imaginación. Nosotros nos veíamos en el bar del Carlyle, y allí me contaba todas las anécdotas de su familia. El día que había acompañado a su hermanastra Nina a comprarse el primer sujetador. La vez que, años después, cuando Nina iba a casarse, ella se había metido en una bañera completamente vestida para hacerle una demostración de una ducha vaginal. (“Es mejor utilizar vinagre, vinagre blanco —le aconsejó—. Pero si no vas con cuidado con la mezcla, te puedes abrasar”). ¡Imaginad a Eleanor Roosevelt, a Bess Truman o a Mamie Eisenhower hablando del bonito arte de la ducha vaginal!».

Esa es la otra cara de Jackie. Cuando se siente a gusto, en confianza. Entonces se vuelve divertida, desinhibida, se crece incluso. Va a ver películas porno a escondidas, pero se encara con un fotógrafo que la sorprende al salir de un cine de Nueva York.

Como muchas personas decepcionadas e infelices, tiene un sentido del humor agudo y no se priva de lanzarle pullas a John. Él no está acostumbrado a eso, pero adora la forma como su mujer le pincha. Un día en que asiste con un esmoquin blanco a un cóctel en honor del viejo Churchill, y trata desesperadamente de llamar la atención, ella le susurra al oído señalándole el traje blanco: «¡No insistas, deben de creerse que eres un extra!».

Otro día, John está leyendo tumbado en un sofá, ella sospecha que se ha quedado dormido y le pregunta:

—¿Duermes?

—No, ¿por qué?

—Porque he visto que ya no movías el dedo…

Él se echa a reír. Le gusta esa faceta amistosa de Jackie, que no le devora con los ojos, sino que le bombardea con pullas. No sabe que es la forma que ella tiene de disimular su pena y su frustración. Jackie no sabe llorar y, por lo tanto, ríe.

A principios de 1956 Jackie es feliz: espera un hijo. Este es también el año en que John Kennedy opta, tras una decisión repentina, a la vicepresidencia de la convención demócrata. Embarazada de siete meses, Jackie se ve propulsada en mitad de la multitud, da la mano y sonríe a centenares de desconocidos que se apiñan a su alrededor. Jackie se considera «tímida y torpe». ¡Ella, que es alérgica a cualquier familiaridad, que no soporta que se le acerquen demasiado, que la toquen, se traga la repugnancia! Para Jackie, toda persona que intente invadir su intimidad es un peligro. Estar cerca significa que van a hacerle daño. Es ella quien decide cuándo mostrarse familiar con las personas, ella quien acepta reducir distancias cuando quiere y con quien quiere. Puede darle clases sobre ducha vaginal con toda naturalidad a su hermanastra: sabe que Nina Auchincloss no le hará daño. En caso contrario, se retira a su torre de marfil. El contacto directo, una orden imperiosa, una forma altiva de dirigirle la palabra, eso es una intromisión insoportable para Jackie. Se enfada, se resiste y se vuelve hostil. Prefiere hacer regalos suntuosos que entreabrir su corazón.

John pierde por poco y se va inmediatamente a descansar con Ted a la Costa Azul, donde está su padre. Abandona a Jackie embarazada de siete meses. Alquila un yate con Ted en el que embarcan a aspirantes a actriz y conquistas. Tres días después John se enterará allí de la tragedia: Jackie ha dado a luz a una niña muerta. «Estaba vagamente contrariado», recordará un testigo. Su hermano Bob se ocupa de Jackie y del entierro del bebé. John duda si debe abandonar el crucero, y un amigo le obliga. «Si quieres tener la oportunidad de ser presidente algún día, te aconsejo que muevas el culo y te reúnas con tu mujer».

Esta vez la familia entra en crisis. Jackie ha tenido que asumirlo todo sola. Sola, furiosa y desesperada. Teme no poder volver a tener hijos. Ya no puede soportar a las mujeres Kennedy, esas «máquinas de fabricar bebés». «Basta con que se le suban encima para que se quede embarazada», dice con relación a Ethel, la mujer de Bob. Detesta la política. Detesta al clan Kennedy. Detesta a su marido. Pide el divorcio.

Dicen que el viejo Joe le habría ofrecido un millón de dólares para que se quedara. A lo cual ella habría contestado: «¿Y por qué no diez?». ¿Es verdad o mentira? Lo que es seguro es que Jackie puso condiciones: no soportar más la presión del clan Kennedy, vivir aparte y tener a John para ella sola en las raras ocasiones en que está en casa. ¡Y él tampoco puede contestar al teléfono durante la cena!

Es con Joe con quien negocia. John y Jackie ya no se hablan. Ella considera que él se ha comportado de un modo lamentable abandonándola. John, una vez más, aunque decepcionado y desencantado, es incapaz de tener un gesto de ternura con Jackie. Ella se encierra en su desilusión, él se repliega en sí mismo. Él la ve llorar y se queda mudo, ni siquiera la abraza. Se esconde o se queda profundamente dormido. El dolor de su esposa le paraliza. No sabe qué tiene que hacer. Nunca le han enseñado a sentir lástima, a ser cariñoso con alguien; está habituado a las palmadas en la espalda entre amigos, a los sarcasmos, a las borracheras, pero cualquier sentimiento real le resulta extraño. Es un inválido del corazón.

Para olvidar su dolor, Jackie hace todo tipo de cosas. Pasa horas enfurruñada para provocar a John. Choca deliberadamente con su suegra, paga su mal humor con el primero que pasa e informa a la tribu de que ya no les soporta más. «¡Vosotros, los otros Kennedy, solo pensáis en vosotros mismos! ¿Quién de vosotros ha pensado alguna vez en mi felicidad?».

La pareja se reconcilia gracias a Joe Kennedy. Él les compra una casa nueva en Washington y John le da carta blanca a su mujer para que la redecore. En marzo de 1957, Jackie vuelve a estar embarazada. Esta vez decide cuidarse y pensar solo en el bebé.

Pero le espera una nueva tragedia. Su padre se muere de un cáncer de hígado. Trastornada, acude junto a su lecho en Nueva York, pero llega demasiado tarde. Black Jack ha muerto. Su última palabra fue «Jackie». Tenía 70 años y pagó por una vida de excesos. A Jackie la torturan los remordimientos. Absorbida por sus problemas, desde que se casó ha descuidado a su padre. La han mantenido al margen de la realidad para protegerla, y no sabía que su padre estaba enfermo. La ceremonia fúnebre se celebrará en la más estricta intimidad. Jackie ha escogido unas cestas blancas de mimbre llenas de flores multicolores. Antes de que cierren el ataúd, coloca en la muñeca de su padre una pulsera de oro que él le había regalado.

«Entre los asistentes había siete u ocho antiguas amantes de Jack Bouvier. Nadie las había avisado: habían acudido por su cuenta —explica Edie Beale, la prima de Jackie—. Jackie no derramó ni una lágrima. Nunca expresaba nada».