IV
A cambio de tal sacrificio, Janet, con la generosidad de los vencedores que han abatido a su enemigo, le hace dos regalos a Jacqueline. Un viaje a Europa con su hermana Lee durante el verano de 1951, y a la vuelta, un trabajo de reportera en un periódico anticuado y conservador, el Times-Herald. A Jackie le encargan una breve entrevista diaria con una foto. El tío Hughie lo ha organizado todo. Tiene un amigo que conoce al redactor jefe del periódico, y le telefoneó para preguntarle: «¿Seguís contratando chicas? Tengo una maravilla para vosotros. Tiene los ojos redondos, es inteligente y quiere dedicarse al periodismo».
Jackie acepta.
Y acepta también comprometerse. Con el primero que pasa. Se llama John Husted, es alto, guapo, impecable, educado y banquero. Corresponde exactamente al tipo de hombre que su madre valora. Además vive en Nueva York, lo cual complace a su padre. La petición de mano es rara, el ambiente sombrío y los novios hieráticos. Durante la recepción Jackie se limita a asentir y sonreír, manteniéndose a distancia de su futuro marido. Ha hecho lo que se esperaba de ella, se ha buscado un buen partido. ¡Ahora que la dejen tranquila!
En cuanto al novio, no sale de su asombro. Subyugado por la inteligencia y la belleza de Jackie, apenas se atreve a tocarla y enseguida nota que hay algo extraño en esta historia. Pero, como hombre bien educado que es, no hace preguntas. Será el noviazgo más casto del mundo. Ella le asegura, de lejos y por escrito, que le quiere con locura. Pero cuando le ve, demuestra una indiferencia total y le trata con camaradería. Y si le pide que fijen la fecha de la boda, siempre la aplaza. Cuando la madre de John, enternecida, le ofrece a Jackie una fotografía de su hijo cuando era pequeño, Jackie le replica con sequedad que si quiere una foto de John la cogerá.
Una amiga insiste en ver su anillo de compromiso; Jackie se quita los guantes, enseña la alianza que centellea entre sus dedos verdes y explica que ese color tan peculiar se debe a que ha intentado revelar ella misma sus fotos. Luego sigue hablando sobre su nuevo oficio, que describe con mucho más entusiasmo que el diamante que lleva en el dedo.
Por el momento, eso es lo único que le interesa. Le han encargado que plantee preguntas insólitas a personas conocidas o anónimas, y que les haga una fotografía. Aprende así a utilizar una máquina y prepara preguntas profundas y banales. Preguntas peculiares: «¿A los ricos les gusta más la vida que a los pobres?», «¿Cree usted que una esposa debe hacer creer a su marido que es más inteligente que ella?», «Si le ejecutaran mañana, ¿qué pediría para cenar?», «¿Las mujeres son más valientes que los hombres cuando van al dentista?», «¿Cómo identificar a un hombre casado en la calle?», «¿Considera usted que una esposa es un lujo o una necesidad?», «Usted, ¿qué tipo de primera dama desearía ser?», «¿La esposa de un candidato debe hacer campaña con su marido?», «Si tuviera una cita con Marilyn Monroe, ¿de qué hablaría?»…
En el periódico, no está demasiado bien vista. Las malas lenguas dicen que es una arribista. Los demás ponen cara de pena y la consideran una pobre niña rica, incapaz de plantear una pregunta o hacer una foto. Entre ellos comentan que es una enchufada, frívola, sin cerebro y «ni siquiera guapa». Pero su redactor jefe la valora y le sube el sueldo. Al poco tiempo, las cosas dejan de funcionar: el periódico la aburre, el guapo John Husted la aburre. En cuanto su madre se da la vuelta, Jackie organiza fiestas en Merrywood, a las que invita a hombres mucho mayores que ella. Consigue que le cuenten su vida y les plantea un montón de preguntas sin contestar jamás a las suyas. Escoge preferentemente hombres con poder, cultos y amenos, que la llevan al teatro, al cine. Visita con ellos hospitales psiquiátricos para observar a los pacientes. A esos galanes no se les ocurre ni soñar siquiera con besarla, pero siempre acuden cuando ella les llama. Jackie no es de las que se dejan impresionar por un modesto funcionario con manguito y estrecho de miras. Lo que ella desea ante todo es admirar y aprender. Y además detesta a los hombres perfectos, les considera aburridos. «Cuando veo a un hombre con físico de modelo me aburro al cabo de tres minutos. A mí me gustan con la nariz rara, las orejas separadas, la dentadura irregular, los bajitos, los flacos, los gordos. Lo que pido ante todo es inteligencia».
Una noche su prometido va a verla a Washington y cuando ella le acompaña de vuelta al aeropuerto, le cuela el anillo de compromiso en el bolsillo de la americana y se va. Sin dar explicaciones. Él es demasiado educado para pedírselas. No volverá a verla.
Si ha despachado a John Husted es porque desde hace un tiempo sale con un hombre que la fascina, con el que no se aburre nunca y que la atrae. Se llama John Kennedy y tiene doce años más que ella. Él está en plena campaña para el Senado de Massachusetts, y le propuso una cita frente a un plato de espárragos, en una cena en casa de unos amigos donde la había arrastrado. Luego se olvidó de ella durante seis meses. Después volvió a acordarse de ella y la olvidó de nuevo. Jackie se acostumbra a esas apariciones esporádicas. No le molesta el descaro de John. Al contrario, se dice que quizás haya encontrado, por fin, alguien a su altura. Un ser imprevisible, frío y a veces cruel, encantador y carismático, ante quien desfallecen todas las mujeres. A John Husted no le miraba nadie y él solo la miraba a ella. ¡Qué aburrimiento! Para Jackie la amabilidad y la bondad no son virtudes.
En cambio, con John Kennedy respira el aroma del peligro, del riesgo, de lo imprevisible. Puede que incluso llegue a sufrir, según dicen, pero es más fuerte que ella. Le quiere a él. Por mucho que sus amigos la prevengan de que es inconstante, insoportable y egoísta, a ella le da igual. Al contrario, ese reto la estimula. ¿John está rodeado de mujeres que sueñan con conquistarle? Ella las barrerá a todas. ¿No demuestra ninguna prisa por asentarse y escoger esposa? Se casará con ella. ¿Tiene fama de ser infiel, brutal con las mujeres y prácticamente un patán? Pronto solo la querrá a ella y se arrastrará a sus pies. A Jackie nunca hay que plantearle un desafío: para ella «la palabra imposible no es Bouvier». Y además, curiosamente, bajo esa fachada dura e indiferente, Jackie tiene un lado romántico. Recordemos a la reina del circo y al guapo trapecista… Como no tiene la menor experiencia sentimental, se inventa una novela sobre John. Por primera vez se abandonará entre los brazos de un hombre. Flirtean en el asiento trasero del viejo descapotable de John, que emprende una lucha encarnizada contra el sujetador de Jackie, que no quiere quitárselo: le avergüenza su pecho plano como el de un chico y se rellena los sostenes con algodón.
John, por su parte, está impresionado con Jackie. Es guapa, tiene estilo, es distinta. Es divertida y da muestras de un sentido del humor poco convencional y capaz de hacer estragos. Es culta, y todo le interesa. Con la gente adopta una distancia misteriosa para un hombre acostumbrado a que las mujeres caigan rendidas en sus brazos. Es católica, como él. Viene de una familia excelente y rica. John se enterará más adelante de que Jackie no tiene dinero propio, y que el lujo asombroso de Merrywood proviene directamente de la cartera de tío Hughie.
Cada uno ve en el otro una tara idéntica: la necesidad de soledad, de un jardín secreto donde nadie debe penetrar. Son dos solitarios disfrazados de extravertidos. Jackie comparaba a John y a sí misma con dos icebergs cuya mayor parte está sumergida.
Esperará pacientemente a que él le proponga matrimonio. Y hará todo lo posible para animarle. Cuando Jackie quiere algo, su energía no tiene límites. Todo vale. Está dispuesta a disfrazarse de mujercita sumisa, si hace falta. Le lleva la comida al despacho para que no tenga que interrumpir su trabajo, le ayuda a escribir diversos artículos, le traduce textos especializados sobre Indochina, se encarga de las compras, le lleva la cartera cuando le duele la espalda, le acompaña a cenas políticas, le escoge la ropa, navega con él y va a ver películas del oeste o de aventuras, redacta los discursos de su hermano Ted Kennedy. En resumen, se ocupa de serle indispensable sin parecer «demasiado inteligente», porque a él eso no le gusta. Ni demasiado pegajosa. Jackie sabe hacerse desear, no siempre está libre cuando él la llama, comenta el encanto y la inteligencia de los otros hombres con quienes se ve, enfatiza la importancia de su trabajo y su creciente influencia en el Times-Herald.
Le propone entrevistarle para su periódico. Pregunta: «¿Qué impresión produce observar a los bedeles (del Senado) de cerca?». Respuesta de John Kennedy: «A menudo he pensado que, para el país, sería preferible que los senadores y los bedeles intercambiaran sus profesiones. Si se votara una ley así, yo cedería las riendas encantado».
Por fin, como recompensa suprema, la familia Kennedy la invita a Hyannis Port. Jackie acaba rodeada de hermanos, hermanas, cuñados, cuñadas, todos desbordantes de vitalidad, que se burlan de ella, de sus pies enormes, de sus aires de princesa —«Llamadme Jac-line», les pide. «¡Ah, ah, eso rima con queen!», replican las hermanas de John—, de su torpeza para jugar al rugby, y bromean sin parar de darse codazos, muertas de risa. «Me agoto solo con verlas; parecen gorilas que han escapado de la jaula, me matarán antes de que tenga oportunidad de casarme». Jac-line vuelve rendida de esos fines de semana, cubierta de chichones y rascadas (¡un día le rompen el tobillo jugando al rugby!), pero tan enamorada como antes y… soltera. La madre de John la mira con superioridad. ¡La primera vez creyó que era un chico! Jackie se venga llamándola «la Reina Madre» y se niega a doblegarse ante ella.
El único que se fija en Jackie y lo capta todo inmediatamente es el viejo Joe Kennedy, el patriarca, deslumbrado por la clase y la elegancia de la nueva acompañante de su hijo. John tiene que casarse, piensa el viejo Joe. John tiene 36 años y una carrera política ante sí. Esta chica es perfecta, tiene una buena educación, modales, agallas. Habla francés. ¡Además es católica! Joe está fascinado con Jackie que le mima, le pincha y le devuelve la pelota. Un día ella le envía un dibujo de los hermanos Kennedy en la playa, contemplando el sol. Debajo, ha escrito en un bocadillo que sale de la boca de los chicos: «¡Es imposible que se lo lleven, papá ya lo ha comprado!». El viejo Joe adora el espíritu de Jackie y no para de repetir: «¡John tiene que casarse con ella, John tiene que casarse con ella!». Pone de relieve sus argumentos ante su hijo, que le escucha sin decir nada.
John remolonea. Tiene tres amantes más en Washington y ninguna prisa por dejarse atrapar. El 18 de abril de 1952, Lee, la hermana de Jackie, se casa. En principio había soñado con trabajar en el cine, pero ha preferido desposar a Michael Canfield, heredero de la prestigiosa editorial de su padre. Lee es mucho menos complicada que Jackie. Protegida por su hermana mayor y por su corta edad, no sufrió tanto el divorcio de sus padres. Ella vive el día a día, y disfruta de todas las oportunidades que se le presentan. Encantadora, banal y alegre, adora el protagonismo. Más adelante sufrirá por vivir a la sombra de su célebre hermana, pero jamás lo demostrará. Quiere demasiado a Jackie para guardarle rencor. Es la vida, pensará ante una sucesión de pretendientes, matrimonios y divorcios. Pero siempre sin angustia. Ambas tendrán una relación muy estrecha y Lee fue seguramente lo más parecido a una amiga íntima, una confidente para Jackie. Con Lee se atrevía a reírse como una loca, a hacer el payaso y decir tonterías. Lee siempre estaba allí cuando le pedía ayuda.
Aquel día, Jackie es la dama de honor. Para ella, que es la mayor, es una experiencia terrible tener que asistir a esa boda como una solterona de 23 años. Entre tanto todos le preguntan a todas horas: «Y ese John Kennedy, ¿aún no te lo ha pedido?». Ella se siente humillada y contesta encogiendo los hombros: «¡Quiere ser presidente! ¡Imagináoslo! ¡Solo le interesa la política!».
Es Black Jack quien lleva a su hija menor al altar. Se mantiene muy erguido durante toda la ceremonia, pero no puede evitar comparar el lujo de la propiedad de los Auchincloss, Merrywood y sus inmensos dominios, con su modesto apartamento de Nueva York. Janet le trata con frialdad glacial. Solo el bueno de tío Hughie se esfuerza para que esté a gusto. Pese a ello no hay afinidad entre los dos hombres. Jack Bouvier ha considerado durante demasiado tiempo a Auchincloss un «zopenco, obtuso y maleducado», como para enterrar fácilmente el hacha de guerra.
Por fin, a mediados de mayo, presionado por su padre que insiste en que Jackie es una chica notable y que será la esposa ideal para un candidato a la presidencia, John se decide. Una noche, mientras manipula la llave de contacto de su coche, le pregunta entre dientes si quiere ser su esposa. «No esperaba menos de ti», contesta Jackie con ironía y disimulando la emoción.
Está exultante. Por fin se ha cumplido su sueño. Se casa con el soltero más codiciado del país. Rico, guapo, famoso y con un gran futuro. Jackie tiene ganas de bajar del coche, hacer piruetas en la calle, y gritar su felicidad a todos los vecinos dormidos, pero cruza los brazos sobre su vestido sin perder su pose impecable.
Ha hecho bien no expresando nada, porque John añade que, en caso de que acepte, será mejor no decir nada hasta que salga un artículo del Saturday Evening Post que traza una semblanza suya: «El Alegre Soltero del Senado». Para no decepcionar a sus fans, tiene que seguir libre durante un poco más de tiempo. ¡Imposible soñar con una petición de mano más romántica!
Jackie no se deja descorazonar. Con una indiferencia calculada, contesta que se lo pensará y que le contestará cuando vuelva de un reportaje. En efecto, su periódico la envía a Inglaterra con motivo de la coronación de Isabel II.
Empate, piensa encantada. Odia que John la trate como si fuera una partidaria incondicional. ¿Creía que se desmayaría de placer y le besaría las manos, agradecida? Pues bien, piensa hacerle temblar de impaciencia.
De hecho, una vez pasada la emoción, abatidas las defensas del pretendiente y alcanzado el objetivo que se había propuesto, Jackie tiene dudas. Ya no está tan segura de querer convertirse en la señora de John Kennedy. Le aterra la idea de perder la independencia y entrar en el clan Kennedy, donde a las mujeres se las considera instrumentos que sirven para reproducirse o para aplaudir a los hombres de la familia. También tiene miedo de la fama de conquistador de John. Y además, ella nunca ha llevado una casa. No sabe freír un huevo ni vestir una mesa. A ella solo le gusta leer asolas en su habitación, o galopar por el campo con Bailarina. Jackie intuye que su vida va a cambiar radicalmente, y no está segura de que sea para bien. Casándose con John pone su destino en sus manos. ¿Realmente es tan buena idea? Él es un bruto, ella es refinada; a él le gusta salir, ver gente y hablar de todo sin decir nada, a ella le gusta quedarse en casa, pintar acuarelas y leer, o diseccionar una idea con un par de intelectuales; él pasa la vida en familia, ella detesta la vida en grupo; a él le vuelve loco la política, a ella le aburre mortalmente… Lejos de John, Jackie le ve muy claro. Y a ella. Presiente, pero sin querer profundizar, que esta caza desenfrenada por conseguir a John oculta otro objetivo: el de la niñita dolida que quiere cicatrizar una antigua herida. Jackie piensa que lo está mezclando todo: John, Black Jack, sus angustias, su voluntad de superarlo. Pasa dos semanas en Londres y sus artículos aparecen en primera página del Times-Herald. John le manda un telegrama: «Excelentes artículos, pero me haces falta». Ella le telefonea con el corazón palpitante; ¿por fin se declarará como es debido? ¿Se arrastrará a sus pies? ¿Confesará suspirando que no puede vivir sin ella? ¿Que ha sido un estúpido dejándola marchar? ¡John le pide que le traiga unos libros que necesita, y empieza a enumerar una lista tan impresionante que Jackie se ve obligada a comprar otra maleta y pagar cien dólares por exceso de equipaje!
Presa de la duda, decide darse un poco más de tiempo para reflexionar y se marcha dos semanas a París. Recorre las calles, sin dejar de darle vueltas a la cabeza. Luego vuelve a Washington, sin haber decidido nada. Hace el viaje sentada al lado de Zsa-Zsa Gabor, una antigua conquista de John, y la acribilla a preguntas, a cuál más fútil: «¿Qué hace para tener una piel tan bonita?», «¿Dónde ha aprendido a maquillarse?», «¿Hace régimen?». La estrella acaba agobiada, aterrorizada de su compañera de viaje. La verdad es que a Jackie le angustia una sola cosa: ¿estará John ahí cuando lleguen a Washington? El viejo miedo al abandono vuelve a dominarla. ¿Y si no estuviera? ¿Y si la hubiera olvidado? Jackie parlotea sin decir nada, para olvidar su angustia. Cuando el avión aterriza en Washington, Zsa-Zsa Gabor sale la primera y se lanza a los brazos de John, que espera a Jackie. John acoge a la belleza húngara, la levanta del suelo y en cuanto ve a Jackie, la suelta. Ella lo ha visto todo. De lejos. Todas sus dudas desaparecen y tiene ganas de gritar: «Es mío. No tocar. Me ha pedido que sea su mujer». De pronto posesiva y celosa, se echa sobre John. No puede evitarlo. Tiene ocho años y no quiere que su padre se marche. Entonces John presenta a las dos mujeres. Zsa-Zsa, con su aire de superioridad, le recomienda que cuide de la «encantadora pequeña» y que no la corrompa. «Pero si ya lo ha hecho», replica Jackie con un suspiro.
Odia que las mujeres muestren complicidad con quien solo le pertenece a ella. No soporta que una pseudoactriz de Hollywood la considere una ingenua. ¡Al fin y al cabo, es a ella a quien ha pedido en matrimonio! Jackie olvida todas sus dudas y sus angustias, desaparecen sus reservas y dice sí.
Ese matrimonio debería haber sido una prueba iniciática para Jackie. Debería haber reflexionado para concluir que una no se casa con un hombre para curarse de un padre. Jackie se niega a analizarse. Prefiere ir hacia delante para olvidar. Solo al final de su vida, cuando tenga la fuerza suficiente para consultar a un psicoterapeuta, lo comprenderá.
A los 24 años es demasiado joven.
El resto forma parte de la leyenda. Jackie quería una boda íntima. John envía dos mil invitaciones y convoca a toda la prensa. Quince días antes del enlace, desaparece con un amigo y despide su vida de soltero durante dos semanas sin parar. La madre de Jackie, terriblemente indignada, le repite a su hija que eso no son maneras: el novio no debe abandonar a su prometida justo antes de la ceremonia. Esta boda es un mal pacto. Estos Kennedy tienen mala fama. Son maleducados y solo les interesa el dinero. Son unos nuevos ricos, advenedizos, le repite a Jackie, olvidando por completosus propios orígenes. Todo el mundo dice que el viejo Joe es un estafador sin escrúpulos y que la buena sociedad de Boston le da la espalda.
El padre de Jackie, aunque infeliz ante la idea de perder a su hija, ha quedado seducido por su futuro yerno. Los dos hombres tienen tantos puntos en común que se han entendido inmediatamente. Han hablado de mujeres, de política, de deportes, de sus dolores de espalda y de los tratamientos que les alivian. Jackie les ha escuchado, maravillada. «Son de la misma familia, la familia de los hombres de sangre caliente». No le inquieta pensar que el hombre con quien va a casarse se parece a su padre. Le idealiza hasta el punto de alegrarse por ello. Jackie nunca ha querido bajar a Black Jack del pedestal donde le había colocado de niña. Habla de las peores infamias de su padre entre carcajadas. A sus ojos, Black Jack siempre será un héroe.
Jack Bouvier se prepara para la boda de su hija. Se pone a dieta, hace ejercicio, se da masajes, trabaja su bronceado, recorre varios sastres para conseguir un atuendo impecable, un atuendo que convierta a ese pobre Hughie en un palurdo provinciano. El refinamiento llega incluso a los calcetines y el calzoncillo que plancha de forma febril. Debe ser un príncipe, puesto que casa a su princesa. Toda esta puesta en escena oculta en el fondo una enorme inquietud: de nuevo, el enlace se celebrará en territorio enemigo. Tendrá que ver a Janet y Hughie, y asistir a una ceremonia grandiosa cuya factura pagan los Auchincloss, y no él. Su ex mujer se ha ocupado de dejarle muy claro que no está invitado a ninguna de las recepciones que preceden a la boda, y que, si dependiera de ella, no le habría invitado a nada. Pero Jackie ha insistido. Black Jack está triste. Él contaba con cumplir su papel con brillantez y, una vez más, la fiesta se convertirá en un ajuste de cuentas.
Black Jack no condujo a su hija al altar: le encontraron con una borrachera letal en su habitación del hotel, la mañana de la boda. Hugh Auchincloss le sustituyó y Jackie tuvo que morderse los labios con mucha fuerza para no llorar. Para no expresar nada, no expresar nunca nada. Black Jack despertó, furioso y humillado, cuando todo había acabado y los recién casados ya se habían ido. Volvió a Nueva York, se encerró en su apartamento y no salió durante días y días. Ni siquiera contestaba al teléfono. Pasaba las horas sentado en el salón, con las cortinas corridas, bebiendo y llorando. Nunca más podría mirar a su hija a la cara. Una carta de Jackie, escrita en Acapulco durante el viaje de novios, le saca de su abatimiento. Una carta llena de amor, de ternura y de perdón. Ella no le guarda rencor, le querrá siempre y él siempre será su papaíto adorado. Comprende que se puso nervioso. Ella sabía que estaría incómodo. Esa carta deja como nuevo a Jack Bouvier, que, por primera vez desde hace semanas, abre las cortinas del salón y se viste.
A Jackie le dolió mucho la desafección de su padre, pero no demostró nada. Apareció, serena y deslumbrante, ante los tres mil curiosos que se apretujaron delante de la iglesia para ver a los recién casados. Durante dos horas y media recibió las felicitaciones de los invitados, sin desfallecer.
Durante la comida que siguió a la ceremonia religiosa, John le ofreció como regalo de bodas una pulsera de diamantes que dejó caer con negligencia sobre sus rodillas, al pasar junto a ella. Sin una palabra, sin un beso. Jackie le miró, estupefacta. Él hizo un discurso muy divertido: explicó que se había casado con Jackie porque se estaba volviendo demasiado peligrosa como periodista. Ella le contestó con un brindis, diciendo que esperaba que fuera mejor marido que pretendiente. Durante el tiempo que duró lo que podríamos denominar su cortejo, él no le había mandado ni una sola carta de amor, aparte de una breve postal desde las Bermudas en la que había garabateado una sola frase: «Lástima que no estés aquí, Jack».
Así dejó claro cómo serían las cosas: tendría que contar con ella. Jackie no se dejaría eclipsar por su brillante marido.
Finalmente los recién casados se retiraron y se marcharon a Acapulco. Jackie había estado allí con sus padres cuando era pequeña y reina del circo, y había declarado que sería en ese lugar y en ninguna otra parte donde pasaría el viaje de novios con su guapo trapecista. En aquella casa, había dicho señalando con el dedo un palacio rosa. Y fue a esa mansión rosada donde John la llevó a pasar la luna de miel.