VII

Caroline nace cuatro meses después de la muerte de Black Jack, el 27 de noviembre de 1957. Según su padre parece «forzuda como un luchador japonés». John se siente liberado tras este nacimiento tan esperado. Incluso había llegado a preguntarse si no sería él el responsable de los abortos de Jackie. Ella está radiante. Ha descubierto que no hay nada más bonito en el mundo que dar a luz a un hijo. Olvida su resentimiento hacia John y se deja llevar por la felicidad. Por fin tiene un pequeño ser suyo, que no supone una amenaza y a quien podrá querer sin miedo a que la traicione. Y, sobre todo, será útil. Los niños siempre la impulsarán a amar, a abrirse a los demás y a dar. Ellos le otorgan identidad. Este 27 de noviembre de 1957 Jackie está feliz, generosa y relajada. Por Navidad le regala a su marido un Jaguar blanco que él se apresura a cambiar por un Buick, porque le parece demasiado llamativo.

John está otra vez en campaña: ambiciona un segundo mandato como senador. Quiere que Jackie haga campaña con él. Hacer campaña significa estrechar manos, recibir palmadas en la espalda, escuchar las quejas de los electores y parecer totalmente concentrada en sus afirmaciones, como si escuchara una conferencia sobre las pirámides de Luxor. No hace falta decir que Jackie es una neófita, pero se esfuerza. Con su estilo propio. No trata de extasiarse ante el primer bebé que le muestran, ni de complacer a todo el mundo. El público percibe que ella no engaña y eso le gusta. Cuando acompaña a John a un mitin, asiste el doble de gente. Todos quieren verla. John se da cuenta de que su esposa es una baza política. Jackie habla italiano, español y francés, y puede dirigirse a todas las minorías como si hubiera nacido en su barrio. La imagen que dan John y Jackie emociona a las multitudes. Lo que las personas que se aglomeran a su paso no saben es que, cuando deja de representar su papel, Jackie lee En busca del tiempo perdido o las Memorias del general De Gaulle, agazapada en la limusina de su marido. También ignoran que muy a menudo, cuando John conduce y saluda a las masas con la mano, ella se esconde bajo el salpicadero para no tener que hacer lo mismo.

Durante esa campaña John descubre otras cualidades de su mujer. Jackie sabe juzgar a las personas, detecta a los ineptos, aconseja a John, y le da pataditas por debajo de la mesa cuando pierde él los papeles con periodistas a quienes debería manejar. Tiene una excelente memoria visual: en cuanto le presentan a alguien, nunca le olvida.

Sus esfuerzos obtienen recompensa: John Kennedy consigue un resultado espectacular del que todos los periódicos se hacen eco inmediatamente. Jackie ha hecho bien en prepararse, porque las elecciones presidenciales se acercan, y Joe Kennedy lanza a su hijo a la batalla contra Nixon. Cuando le preguntan a John qué piensa, él, muy seguro de sí mismo, contesta: «No solamente voy a presentarme, sino que voy a ganar».

Joe Kennedy lo orquestará todo entre bastidores. Joe que, por primera vez, utiliza los sondeos, instrumentos valiosísimos para medir el avance de su hijo en la opinión del público. Es Joe quien invita a Sinatra y al todo Hollywood para dar brillantez a la candidatura de John. Joe, quien compra un avión privado para que su hijo esté en todas partes y multiplique los mítines. Joe también es quien, refugiado en su búnker, analiza los sondeos, los resultados de los demás candidatos y afina el tiro.

Jackie fascina a las multitudes. Un periodista que sigue la campaña asiste asombrado al «efecto Jackie». «La gente se identificaba con la princesa. Estaba claro que querían a Jackie. Cuando la veían brillaba en sus ojos una mirada de admiración. Buscaban una imagen aristocrática». Jackie entra en ese juego, pero no está a gusto. En cuanto ha prestado ese mínimo servicio, desaparece, y así genera un misterio que la hace aún más atractiva y esperada. Ella no trata de ser popular a cualquier precio. Reconoce públicamente que no sabe mucho de cocina, que Caroline tiene una niñera, que en ocasiones viste trajes de Givenchy o Balenciaga y que además le gustan mucho los modistos franceses, y que si hace campaña junto a su marido, ¡es porque ese es el único modo de verle! De repente, Pat Nixon, con su eterno rizado rígido, sus estampados sintéticos y sus polvos de maquillaje, parece una vieja ama de casa ajada y pálida.

Jackie ha aprendido desde su última campaña. Ha aprendido a estrechar miles de manos, a emocionar a la multitud, a subir al estrado, a viajar con tres vestidos, una plancha y un collar de perlas, a conceder entrevistas a la televisión y a hablar en los supermercados. Su curiosidad natural la impulsa a explorar la Norteamérica profunda. Le gusta aventurarse en pequeñas iglesias para hablar de su marido con los fieles. David Heymann cuenta que un día Jackie entra sola en una iglesia negra y, como tarda en salir, John se preocupa y va a buscarla.

—¿Cómo ha ido, Jackie?

—Muy bien. He conocido al sacerdote más encantador del mundo y una capilla preciosa. Me ha dicho que tenían problemas económicos y yo le he dado doscientos dólares.

—Pues sí que ha ido bien… —Él se queda callado un momento y luego exclama—: ¡Dios mío! ¿No sería de mi dinero, al menos?

John sigue tan tacaño como siempre y Jackie tan despilfarradora. «¡Me toca las narices que gaste tanto!», protesta él. Pero no hay forma de evitar que Jackie dilapide. Tener roperos abarrotados, una casa bien decorada, grabados y cuadros en las paredes, le da seguridad. A John eso no le importa en absoluto. Lo único que él ve es que el dinero desaparece, y a menudo es Joe quien paga las locuras de Jackie.

Cuanto más se acerca John a la candidatura suprema, más persigue a las mujeres. Los agentes del servicio secreto, que a partir de ahora le acompañan a todas partes, van de cabeza. Ahí está su amigo Sinatra para organizarle fiestas exclusivas entre dos mítines. ¡Pero por encima de todo y antes que nada, John ha conocido a Marilyn! Marilyn, que acaba de separarse de Arthur Miller y de romper con Montand, y busca un nuevo príncipe encantador. Marilyn reconoce a sus íntimos que está muy a gusto con John. Está loca por él, sueña con ser la mujer del presidente, engendrar a sus hijos, le envía poemas. En cuanto Jackie se niega a hacer un viaje, Marilyn aparece en secreto y comparte dormitorio con John. Los rumores de una relación llegan a oídos de Jackie, que decide declararse en huelga y no aparecer más en público. Cuando más adelante, la más voluptuosa de las actrices la telefonee y le anuncie que está enamorada de su marido, Jackie le responderá que le cederá sin problemas el puesto y las obligaciones de una primera dama.

Jackie no vuelve a dejarse ver. Tiene una buena excusa: está embarazada. Le envían emisarios para que cambie de opinión. Después de largas negociaciones, ella acepta, pero un número limitado de apariciones. La tarde del famoso debate televisado con Nixon, John Kennedy está nervioso. «Buscadme una chica», exige. Su entorno le organiza un encuentro relámpago dentro de un armario. Él emerge al cabo de un cuarto de hora con una sonrisa de oreja a oreja, y aparece seguro de sí mismo y relajado frente a un Nixon crispado.

Como Marilyn no le basta, se dedica a Angie Dickinson, que cae en sus redes. Con ella hará pequeñas escapadas durante los tres meses posteriores a su elección, justo antes de entrar en funciones.[8]

El 9 de noviembre de 1960, cuando Jackie Bouvier Kennedy se despierta a las siete de la mañana es la primera dama de Estados Unidos. Tiene 33 años, es la First Lady más joven de la historia norteamericana, la mujer de moda de América. Cuando se entera de la noticia felicita a John diciendo: «¡Vida mía, ya está, eres presidente!», y luego se retuerce las manos sin parar y se muerde las uñas pensando en lo que le espera. Se distancia del torbellino y el entusiasmo que la rodean. La trampa se cierra, piensa. Luego recupera la compostura y baja otra vez a la tierra. Sabe que se espiarán todos y cada uno de sus gestos, que se analizarán e interpretarán todos sus estados de ánimo, y que no le perdonarán nada. Esperan de ella la madurez y la sabiduría de una First Lady anciana. De ella, a quien cada día le cuesta más adaptarse a la fulgurante progresión de su marido, ella que solo sueña con una cosa: estar con Caroline, galopar sola con su yegua, estudiar sus libros de arte y de historia, o pasear descalza, con unos vaqueros o con ropa holgada. Lejos de fascinarla, esta nueva situación provoca en ella una nueva angustia de la que nunca se librará: su familia y ella ya no están seguras. «No somos más que dianas en una barraca de tiro», repite. Tiene razón: en los meses posteriores a la elección de John se producirán varios intentos de asesinarle. Todos se desarticularán y ante todo se ocultarán a la opinión pública.

Y además hay periodistas que no paran de acosarla para hacer reportajes sobre ella, su casa, sus secretos de belleza, su colección de zapatos… Otra intromisión que no soporta. Ella no está a su servicio, ni tiene nada que vender. Jackie contesta a todas las peticiones de la prensa por escrito, tratando de que comprendan su hastío. «¡Por favor, basta de nuevas pruebas fotográficas! Jack Lowe[9] y yo hemos hecho ya tres sesiones juntos, con diferente ropa, con distinta luz, buscando un paisaje bonito, tratando de que el bebé sonría… ¡Y estoy segura de que él tiene tan pocas ganas como yo de empezar otra vez!». O también: «Me gustaría poderles decir que estoy encantada o bien que me acaba de atropellar un autobús, y que no podré aparecer ante los fotógrafos durante un mes. Son unos artículos maravillosos pero, si no les importa demasiado, creo que no participaré tan pronto en un nuevo reportaje para revelar mis lamentables secretos de belleza y mi desorganizado guardarropa. Constantemente debo prestarme a artículos políticos con Jack, eso es inevitable, pero siempre me resulta molesto. Evidentemente si supiera comportarme como una modelo me encantaría, pero no sé, y estoy segura de que entenderán que no me sienta tentada a intentarlo…».

Jackie se resigna a ser First Lady, pero se niega a ponerse a la disposición de la gente. Un día, un amigo le dice:

—¿Sabes?, cuando seas la esposa del presidente, ya no podrás subir al coche de un salto para ir a la caza del zorro.

—¡Te equivocas! Nunca dejaré de hacer eso.

—¡Pero tu papel te obligará a hacer algunas concesiones!

—¡Ah! Claro, las haré… Llevaré sombrero.

Cuando faltan tres semanas para la fecha prevista del nacimiento de su hijo, Kennedy decide irse a Florida con unos amigos. Esta nueva deserción tan cerca del parto asusta a Jackie y la enfurece muchísimo. Grita, protesta, le insulta, pero John no la escucha y hace las maletas. Ya está en el avión cuando una llamada le advierte: Jackie ha tenido contracciones prematuras y la han llevado de urgencia al hospital. Sin embargo, en la camilla que la transportaba ella, muy nerviosa, ha pedido que no avisaran a su marido. De todos modos, John da media vuelta y murmura: «Nunca estoy cuando me necesita…».

El 25 de noviembre de 1960, la familia se amplía con el nacimiento de John Fitzgerald Kennedy júnior, tres semanas antes de lo previsto. Jackie está radiante. ¡La suerte le ha sonreído por segunda vez! La penosa pareja hace las paces otra vez junto a la cuna de su hijito bautizado como John, pero al que llamarán John-John. De todos modos, Jackie piensa que la época de las peleas ha terminado, ahora empieza la de la Casa Blanca. Lo quieran ellos o no, están unidos por algo que les supera y que se llama Historia. Y Jackie, precisamente, ha decidido apropiarse de la Historia. Quiere hacer de la presidencia de su marido un período que suponga un giro para América.

Primera etapa: la Casa Blanca. Jackie acude allí, invitada por la señora Eisenhower. Y vuelve aterrada. «Parece un hotel decorado por una tienda de muebles al por mayor, antes de las rebajas. ¡Hay mucho trabajo que hacer!», le confiesa a su secretaria. La casa está habitada desde hace ocho años por los Eisenhower, que no aprecian especialmente la decoración de interiores, y no es precisamente un lugar fastuoso. Los apartamentos privados presentan un estado lastimoso, hay desconchados en el yeso, alfombras manchadas, el papel pintado está descolorido, hay jirones en las cortinas.

Segunda etapa: la propia Jackie. Quiere ser tan elegante como si «Jack fuera presidente de Francia». Encarga a su hermana Lee que vaya a buscar lo mejor que tengan los modistos franceses y se lo haga llegar. Entre tanto, hace desfilar por su casa a todos los nombres importantes de la moda norteamericana y escoge a su modisto: Oleg Cassini.

Tercera etapa: dinamizar y dar brillantez a la Casa Blanca, para convertirla en punto de confluencia de las Artes y las Letras del mundo entero. Aunque la política no le interesa, Jackie tiene sentido de la Historia, y sabe muy bien cómo dejar huella del paso de John. Es como el director de teatro que se interesa por el más mínimo detalle, porque forma parte de un enorme cuadro escénico, que se convertirá en un fresco.

Durante los tres meses que separan el juramento del presidente de su entrada en funciones, Jackie trabajará a fondo su programa. Retirada en su habitación de la propiedad de sus suegros en Miami, escribe invitaciones para el día de la inauguración, organiza las idas y venidas de los coches y autocares encargados de transportar a los invitados, lee y relee la historia de la Casa Blanca, busca documentos históricos, hace planes para redecorarla, para devolverle prestigio, diseña el vestido que llevará en el baile de inauguración.

Un día, Rose llama a su puerta y le pide que baje a comer, pero Jackie no contesta. Al cabo de un momento Rose, ofendida, va a buscar a la secretaria de Jackie y le pregunta: «¿Usted sabe si piensa salir de la cama hoy?». Y sin embargo, ella no holgazanea en la cama, ni parlotea sobre cosas inútiles por teléfono. Va directa al grano y toma nota de todo lo que le queda por hacer. Como su suegra, se convertirá en la campeona de los memorándums que deja a su paso. Para ella, esta obsesión por el detalle también es una forma de estar ocupada y olvidarse del resto.

John, por su parte, trabaja con sus consejeros en la formación de su gobierno, el discurso de investidura, su idea de «nueva frontera». Y su peso. Ha engordado mucho durante la campaña, y explica a su enjambre de ayudantes devotos que tendrá que adelgazar o anular todas las ceremonias previstas para su entrada en funciones.

El 20 de enero de 1961, fecha de la investidura, será un día extraño. Stephen Birmingham lo recuerda incluso siniestro, lleno de tensiones. Hace un frío glacial (diez bajo cero). Una tormenta de nieve ha caído sobre Washington la víspera y toda la ciudad ha quedado bloqueada. Aparte del juramento de John, a Jackie le espera una comida oficial, más un té familiar y seis bailes. Tendrá que aparecer en cada ocasión como una criatura deslumbrante, encantada de estar allí y disponible para todo el mundo. Se reunirán las familias, que no se llevan bien. Por parte de Jackie, todos son republicanos y ninguno ha votado a John. Para los Kennedy aquello supone el triunfo de la tribu. No se privarán de aplastar a todo el mundo con su altivez y su seguridad. Jackie se siente agotada solo de pensarlo.

La jornada será en efecto extrañamente lúgubre y tensa. Los Kennedy forman un grupo aparte y no le dirigen la palabra a nadie. Los Bouvier miran por encima del hombro a los Lee y a los Kennedy, los Auchincloss odian a los Kennedy y a los Bouvier que, a su vez, tienen inquina a los Auchincloss… Una situación habitual en numerosas familias, pero esta no es una reunión familiar cualquiera. Los observadores y los periodistas merodean por allí en busca del menor detalle jugoso.

Por la mañana, después de haber prestado juramento, John pronuncia un discurso vibrante y brillante pero sin besar a su mujer, como manda la tradición. El desfile militar se celebra bajo una lluvia gélida, y John permanece de pie durante seis horas sin abrigo ni bufanda. Al cabo de un momento, poco antes de los bailes, Jackie desaparece y se refugia en la Casa Blanca en busca de una pastilla para dormir.

Sus allegados vagan por el salón preguntándose qué hace «la princesa», que según estaba previsto debía tomar el té con ellos. Han venido de todo el país para felicitarla. Pero Jackie duerme, y ha dado orden a los bedeles de la Casa Blanca de que no la molesten bajo ningún pretexto. Su madre consigue saltarse la vigilancia e increpa a su hija en su habitación. «¡Pero bueno, Jackie, todos te están esperando! ¡Es un gran día para ellos!». También es un gran día para ella que no bajará, quiere dormir y descansar para el desafío de esa noche. Jackie se desliza bajo las sábanas y se queda dormida.

Nunca dará explicaciones sobre su actitud. ¿Fue el cansancio? Seis semanas antes había dado a luz a John en un parto largo y difícil (hubo que hacerle una cesárea). ¿Era para relajarse antes de la velada que le esperaba? ¿Se había peleado con John? Aquella misma mañana Jackie se había enterado de que Angie Dickinson, su última conquista, estaba en la ciudad como invitada a la ceremonia. ¿Le vino a la cabeza lo que le enseñó su padre? Hazte desear, preciosa, preciosa mía, nunca dejes que la gente piense que es fácil acceder a ti. ¿O fue simplemente miedo de enfrentarse a los Lee, los Auchincloss, los Bouvier y los Kennedy, y a sus viejas disputas familiares?

¿Y si, en plena apoteosis, Jackie había sido presa de un acceso de pánico tal, de uno de esos momentos de depresión en los que un abismo se abría ante ella, dejándola vacilante y errante al borde de la sima? Durante tres meses ha jugado a ser la mujer del presidente de Estados Unidos, ha hecho planes, ha diseñado croquis para la Casa Blanca, para sus vestidos, para las habitaciones de sus hijos. Ahora lo es de verdad y le acobarda pensar todo lo que va a cambiar en su vida. Necesita el silencio y la oscuridad para recuperar fuerzas.

La noche de la investidura, Jackie hace su aparición como un hada. Con un vestido blanco bordado en oro y lentejuelas, y cubierta con una capa blanca que le llega hasta los pies. John queda fascinado por la belleza de su mujer. «Llevas un modelo espectacular. Estás más guapa que nunca», le dice, cuando ella baja la escalera de la Casa Blanca. Jackie, muy regia, le coge del brazo y le acompaña a las distintas ceremonias.

Irán de baile en baile, jóvenes, guapos, admirados y aplaudidos. Después Jackie volverá sola a la Casa Blanca, y John irá a rematar la noche a casa de un amigo, que ha hecho venir para él a media docena de actrices jóvenes de Hollywood.