XII
Cuando Aristóteles Onassis murió poseía una fortuna valorada en mil millones de dólares. Su hija Christina hereda la mayor parte. Jackie y Christina se enfrentarán en una lucha sin piedad por el testamento. Para evitar un proceso interminable, Christina y sus consejeros le ofrecen a Jackie un forfait de 26 millones de dólares, y ella acepta. Christina se siente aliviada de poder desembarazarse de Jackie, a quien llama «la viuda negra». Posteriormente confesará que estaba dispuesta a darle todavía más.
En su biografía de Jackie, Stephen Birmingham analiza muy bien la actitud de Christina: «Jackie traía mala suerte. Christina tenía la sensación de que Jackie mataba todo lo que tocaba. Era el ángel de la Muerte». Sentimiento ratificado por Costa Gratsos. «Ella atraía el drama como el pararrayos los rayos. Ejemplos: John y Bob Kennedy. Christina tenía miedo de Jackie. Le atribuía poderes mágicos. Todo el mundo moría a su alrededor».
A los 47 años Jackie posee por fin medios para mitigar su angustia. Nunca jamás volverá a tener problemas de dinero. Podrá vivir por cuenta propia, sin depender ni de los Auchincloss, ni de los Kennedy, ni de ningún hombre. Está tranquila: ella no acabará arruinada como Black Jack. Tiene una jugosa cuenta bancaria que le evita insomnios, pesadillas, pánico, que la tranquiliza mucho más que cualquier somnífero, calmante o… amante. Por fin puede plantearse la vida como una aventura, solitaria pero interesante.
Al principio se comporta como una debutante tímida. Se queda en casa, se ocupa de sus hijos, ve la televisión, hace yoga, jogging, va en bicicleta, recupera sus libros de cocina, encarga las compras por teléfono, organiza pequeñas cenas en su piso, distribuye el espacio, cambia los muebles de sitio, enmarca las fotografías que le gustan. Define su territorio, establece sus referencias, descansa y se ocupa de sí misma. No escapa a la fascinación del bisturí que te hace bella, y como todas las mujeres distinguidas de Manhattan, se somete a algunas operaciones de estética para borrar las arrugas y la grasa del mentón. Pasa los fines de semana en su casa de campo de Nueva Jersey. Monta, pinta, dibuja, lee. Según su tía, Michelle Putman, «Jackie había instalado un telescopio en su apartamento de la Quinta Avenida que le permitía mirar a la gente en el parque; ¡la mujer más observada del mundo era en el fondo una mirona!». Sigue sin tener amigas íntimas, aparte de su hermana Lee. Siguen sin gustarle nada los que quieren acercarse a ella y se comportan con familiaridad. Prefiere la soledad o la compañía de sus dos hijos. John y Caroline han crecido, tienen sus estudios, sus amigos, y entran y salen de casa provocando un bullicio agradable pero breve. Siguen tan cerca de ella como siempre pero ya no la necesitan tanto como antes. Ella les ha dado fuerza y seguridad: ellos adquieren independencia.
Jackie experimenta entonces el síndrome de todas las mujeres que han centrado su vida en sus hijos y que, cuando estos crecen y vuelan con sus propias alas, se quedan solas y desorientadas. ¿Qué hacer? La vida ordenada que lleva le aburre y recuerda la época en que era periodista, conocía gente, viajaba, aprendía. Trabajar le tienta. Habla con su entorno, especula con la idea.
Una editorial, Viking Press, le propone un contrato. Jackie acepta. Empieza en septiembre de 1975 con un sueldo de 10.000 dólares anuales y un horario muy flexible que le permite ocuparse de sus hijos. Al principio le falta seguridad. No sabe qué esperan de ella. Al poco aprende y descubre que le gusta trabajar los manuscritos, animar a los autores, seguir su obra. Su ayudante, Barbara Burn, recuerda: «Su llegada provocó un escepticismo generalizado. Pero al cabo de unos días nos sorprendió gratamente tener que reconocer que era algo más que una boba con una voz peculiar. No era en absoluto impostada y se tomaba muy en serio su nueva tarea. Enseguida quedó claro que le gustaba trabajar con los manuscritos y ponerlos a punto. Tenía ojo para eso y ponía mucho empeño. En cuanto todo el mundo entendió eso, ella se relajó un poco. No obstante, fue difícil acostumbrarse a cruzarte tan a menudo por los pasillos con una portada de revista».
Periodistas, fotógrafos y cámaras la esperan en el vestíbulo. Jackie les ignora. Ha descubierto algo mucho más interesante que la fama en imágenes: una pasión.
Sin embargo, sigue siendo odiosa con los que hurgan en su vida. En una librería se tapa la nariz al pasar junto a un autor que dedica un libro sobre ella. Pero puede ser encantadora con perfectos desconocidos. Ayuda a una chica con la pierna escayolada a entrar en un taxi. La joven no da crédito: «¿Os dais cuenta de que Jacqueline Onassis me ha metido en un taxi?». Envía notas de agradecimiento cariñosas y refinadas siempre que la invitan a cenar. Quienes la conocen quedan impresionados por su estilo, su inteligencia y su belleza. Jackie deslumbra al poeta inglés Stephen Spender, que le presentan en una velada en casa de unos amigos. Él le pregunta de qué está más orgullosa en la vida y ella contesta con su dulce vocecita: «He tenido momentos extraordinariamente difíciles y no me he vuelto loca». «Me pareció muy conmovedor —cuenta su anfitriona, Rosamond Bernier, conferenciante en el Metropolitan Museum of Art—. ¡Menudo triunfo! Haber pasado por lo que ella ha pasado y conseguir conservar el equilibrio, eso es digno de felicitación. Yo no digo que sea perfecta. Tiene sus defectos, como todos. Le cuesta abrirse a los demás, puede que en parte por lo que ha vivido. Hay que decir también que es profundamente introvertida. No le gustan las familiaridades. Yo creo que es solitaria y tímida».
En noviembre de 1976, el bueno del viejo tío Hughie muere arruinado. Merrywood y Hammersmith Farm se han vendido. ¡Janet Auchincloss vive ahora en la casa de los guardeses! Jackie ingresa un millón de dólares en la cuenta de su madre para que no le falte de nada. Pero no por ello se acerca más a Janet. Se ocupa de ella, vigila su salud, cumple con su deber pero sin demostrar nada especial. Serán necesarias nuevas desgracias familiares para que las dos mujeres hagan realmente las paces.
John Sargent, presidente de la editorial Doubleday, propone a Jackie que se incorpore a su empresa en calidad de editora asociada. Ella, halagada e interesada, acepta. «Su cometido era captar celebridades —explica John Sargent—. Además se ocupaba de libros de arte y catálogos de fotografía como había hecho en Viking. Se suponía que sus contactos le permitirían traer autores nuevos».
Como de costumbre Jackie tiene partidarios y detractores, y es difícil desentrañar los motivos de cada cual. Su timidez provoca las risas de algunos y emociona a otros. Jackie no sabe dónde están las salas de reunión, se equivoca de puerta, no se atreve a opinar en público. Está tan cohibida como cuando pisó por primera vez la Casa Blanca. «Parecía más un pollito asustado que la viuda de un presidente de Estados Unidos», dirá uno de sus colegas. Su estatus particular molesta. Solo acude tres días a la semana. El resto trabaja en su casa. La distancia de la que siempre ha hecho gala y la presencia incesante de fans exasperan a algunos. Además, Jackie siempre tiene ese aire distraído que lleva a creer que desprecia a los demás. No está hecha para el mundo del trabajo, para compartir cafés alrededor de la máquina y confidencias en voz baja, para intercambiar direcciones, para los ataques de risa a espaldas del jefe de departamento, las bromas groseras y los chismes. Ella está al margen. En su propio mundo. Trabaja, edita libros; unos son buenos, otros no tanto. Publica las Memorias de Michael Jackson. Se aplica como una colegiala y aprende el oficio. Pero si eres Jacqueline Bouvier Kennedy no tienes derecho a equivocarte. Si caminas con la cabeza alta, no debes tropezar. Si estás en un pedestal, no puedes bajar para charlar con los compañeros. Cuando has sido la amiga y la enemiga pública número uno durante años te acechan, te linchan o te adulan. Pero nunca hablan de ti objetivamente. En el comité de lectura, sus informes desatan entusiasmo o críticas maliciosas. A ella le trae sin cuidado y sigue adelante. Le gusta trabajar y está acostumbrada a estar en el punto de mira. Resiste.
Jackie tiene otros problemas en la cabeza. Continúa la maldición de la saga Kennedy. «Peter Lawford estaba cada vez más alcoholizado y drogado —cuenta David Heymann—, y su matrimonio con Pat Kennedy Lawford se desmoronaba día a día. Con los hijos de Bob Kennedy hubo una sucesión de catástrofes (accidentes de coche, fracasos escolares y expulsiones, droga, retirada de carnet de conducir); Kara, la hija de Ted, fumaba hachís y marihuana y se había fugado; Joan Kennedy era alcohólica; a Ted Kennedy júnior tuvieron que amputarle una pierna debido a un cáncer de médula ósea. Jackie, muy en contra de su voluntad, se ve mezclada en esas situaciones penosas. Cuando Joan se entera de que su marido la engaña, pide consejo a Jackie. Si alguien estaba al corriente de la infidelidad de los Kennedy, desde luego era ella. “Los varones Kennedy son así —le dijo Jackie tranquilamente—. En cuanto ven una falda tienen que perseguirla. No significa nada”. Joan Kennedy estaba perdida. Obviamente no era capaz. Había querido adaptarse pero no podía. Jackie “la original” tenía suficiente presencia de ánimo para combatir las fuerzas destructivas de la familia Kennedy, pero también sabía aprovechar lo que le resultaba útil».
Jackie no quiere que el virus de la desgracia infecte a sus hijos. «Lo que me preocupa más del mundo es la felicidad de mis hijos. Si fracasas con los hijos, ya no te queda nada en la vida que sea muy importante, al menos para mí».
Ella les mantiene concienzudamente al margen, y a la vez promueve algunas reuniones familiares para mantener el contacto y el prestigio (exterior) del apellido. Sabe que el hecho de pertenecer a la tribu sigue siendo una baza, pero no quiere que el fondo del alma Kennedy perturbe a sus hijos. Siempre sonriente y amable con los Kennedy, celebra un gigantesco picnic anual en sus posesiones para reunirles a todos.
Caroline también se mantiene al margen. Es independiente, contraria a los convencionalismos, y quiere vivir a su manera. Se va a estudiar a Londres y vuelve a Estados Unidos para terminar la carrera. Le atraen los artistas, los marginados y se niega a formar parte del mundo elegante de su madre. Declina la propuesta de Jackie de presentarla en sociedad y sale con periodistas, pintores, escultores, escritores. Será abogada y se casará con un semiintelectual semiartista peculiar, con quien tendrá tres hijos y vivirá feliz y discretamente. Jackie, en el fondo, está encantada: reconoce en Caroline a la Jac-line de 22 años que soñaba con una vida informal y original. Siempre aprobará las decisiones de su hija.
John, más maleable y menos decidido que su hermana, preocupa más a Jackie. Tiembla ante la idea de que pueda ser homosexual (no ha tenido padre y ha crecido rodeado de mujeres), le educa con severidad y supervisa sus amistades. «Era un buen chico —cuenta su primer amor—, pero las cosas no eran fáciles para él porque le observaban constantemente, y sin duda seguirán haciéndolo. Y haga lo que haga en la vida, nunca estará a la altura de su padre».
En la mente de la gente sigue siendo el pequeño John-John con su abrigo de lana azul, que saluda en posición de firmes los restos mortales de su padre. Yo recuerdo haberle visto una noche en Nueva York, haciendo cola para entrar en una discoteca. Una chica le vio y gritó: «¡Pero si es John-John!». El chico que la acompañaba repitió: «¡Es John-John, es John-John!» y él salió de la cola dispuesto a pelearse. Sus amigos le retuvieron y todo volvió a la normalidad.
Debía de sufrir a menudo incidentes de ese tipo.
Jackie no le pierde de vista. Le envía a la consulta de un psiquiatra, le reprocha sus malos resultados académicos, le cambia de centro, se opone a su deseo de ser actor y le obliga a terminar derecho. Cuando John acaba la carrera quiere descubrir el mundo y se va un año a la India. Es de naturaleza indolente y obedece siempre a su madre. Diga lo que diga, la quiere y la respeta. Jackie-John-Caroline: la trinidad no se deshará jamás. Seguramente ese trío es el triunfo más bello de Jackie.
Hacia el final de su vida, parece que Jackie ha hecho las paces con sus antiguos demonios. Es rica. Sigue siendo guapa: los hombres quedan subyugados cuando hace su aparición. Pero ella se burla de eso. Ha encontrado el equilibrio y «cultiva su jardín». Continúa ocupándose de la memoria de John Kennedy, inaugura la biblioteca de Boston que lleva su nombre.
En cuanto se la ve en público con un hombre le atribuyen una nueva relación. Pero tener relaciones nunca le ha interesado.
El último hombre de su vida se llamará Maurice Tempelsman. Vivirán catorce años juntos.
Tienen la misma edad. Él ha hecho fortuna comerciando con diamantes. Jackie le conoce desde hace mucho tiempo: había sido consejero en temas africanos de JFK y le habían recibido en la Casa Blanca, acompañado de su esposa. Primero fue amigo de Jackie, su consejero financiero (multiplicó por diez su fortuna), luego su amante y su compañero. De origen belga, nacido en Amberes, Maurice hablaba francés con Jackie. Eso garantizaba su intimidad y daba un matiz europeo a su relación que Jackie seguramente valoraba.
La gente le llama «el Onassis de los pobres», pero a Jackie le tiene sin cuidado. «Admiro a Maurice, su fortaleza y sus éxitos, y espero de todo corazón que mi notoriedad no le aleje de mí». Bajo, rechoncho, calvo, fuma puros, colecciona obras de arte y multiplica los millones como un mago. Ambos tienen los mismos gustos, navegan, se van de crucero (aunque su barco parezca de juguete al lado del Christina), hablan de literatura y de arte, van a la ópera, salen a cenar en pequeños restaurantes sin provocar alboroto. Él es dulce y atento con ella. ¡Por supuesto que no es tan guapo y famoso como John, ni poderoso y encantador como Ari, pero qué importa eso! Con él, Jackie descubre una felicidad tierna y sencilla.
Un observador anónimo se emociona al verla un día en un sencillo café: «¡En la barra de un grasiento local de hamburguesas! ¡Con un ejemplar del New York Magazine, un impermeable de plástico, un pantalón negro, y comiéndose un bocadillo!».
Pasada la cincuentena, se diría que Jackie ha hecho las paces con la vida y los hombres. Ha encontrado el equilibrio y la felicidad. Aunque Maurice Tempelsman está casado y no puede divorciarse porque su esposa se niega, vive con ella y la acompaña en sus viajes y desplazamientos. Caroline y John le aprecian. Por fin Jackie ha formado una familia… normal.
Los últimos años de la vida de Jackie son apacibles. Sigue teniendo que enfrentarse a los fotógrafos que la persiguen o a las firmas que utilizan su imagen sin haberle pedido permiso. Sigue sin soportar que nadie se entrometa en su vida privada y defiende ferozmente el derecho a que la respeten. No ha olvidado ninguno de sus rencores de antaño. Si cree que la han traicionado una sola vez, no lo olvida nunca. Es muy vengativa y tiene una memoria infalible, de manera que la ofensa nunca desaparece.
Pero ha establecido un ritmo de vida que le funciona perfectamente. Se levanta cada mañana a las siete y sale a pasear una hora por Central Park del brazo de Maurice Tempelsman. «Yo la veía todos los días en Central Park —me contó una amiga neoyorquina—. Iba vestida de cualquier manera, envuelta en chales, echarpes, con un chándal viejo, una gorra en la cabeza. Parecía una vagabunda, pero al mismo tiempo estaba radiante e, incluso desarreglada, era guapa, única…».
Luego Jackie se cambia y se va al despacho. Ahora domina el oficio de editora y publica libros de fotógrafos, historiadores o celebridades. Publica novelas extranjeras o americanas. Siempre está a disposición de sus autores y se dirige a ellos como si fueran la octava maravilla del mundo. No finge. Sabe escuchar y le gusta aprender.
Acude siempre que alguien que aprecia sufre una desgracia. «Jackie poseía en grado sumo la cualidad de sobreponerse ante la adversidad —explica Sylvia Blake, una amiga—. Dejabas de tener noticias suyas durante un tiempo, pero si pasaba algo aparecía. En 1986, cuando mi madre murió, vi a Jackie muy a menudo. Es imposible ser más amable, atenta, cariñosa y exquisita de lo que ella fue».
Cuando Janet Auchincloss enferma de Alzheimer, se ocupa de ella. Olvida todo resentimiento y la atiende con paciencia.
Gracias a Caroline se ha convertido en abuela y se ocupa de sus tres nietos: Rose, Tatiana y Jack. Los recoge una vez por semana y pasan juntos todo el día. Les lleva a jugar y a pasear por Central Park. Pasa las vacaciones con ellos en una casa que ha comprado (y decorado) en Martha’s Vineyard. «Mi casita, mi maravillosa casita», repite, emocionada.
Las personas felices no tienen historia y Jackie forma parte de ellas. Ya no hay ningún príncipe encantador que la haga soñar y sufrir, ni asesinos emboscados que la amenacen, ni tampoco malas lenguas que la juzguen, ni rumores ofensivos o habladurías que pretendan destruirla.
En febrero de 1994 a los 64 años y medio y todavía bella y resplandeciente, se entera de que padece un cáncer de las glándulas linfáticas. La hospitalizan, recibe quimioterapia y, ante el avance inexorable de la enfermedad, pide volver a casa. Hace testamento. Modélico, según la revista de economía norteamericana Fortune. Jackie no olvida a nadie: figuran todos los que la han amado o servido. John y Caroline son los principales beneficiarios, pero también sus sobrinos y sobrinas, sus nietos y la fundación CJ (por Caroline y John), encargada de financiar «proyectos que contribuyan al progreso de la humanidad o a paliar el sufrimiento». ¡Bonita réplica de la princesa a los que la llamaban avara y egoísta en vida!
El jueves 19 de mayo de 1994, rodeada de sus hijos y de sus allegados, Jackie se apaga. El pueblo norteamericano llora: ha perdido a su reina, su princesa, su duquesa. Ella sola ha hecho que se vendan más periódicos que todas las familias reales del mundo. Jackie se lleva su misterio con ella. Es un último gesto de burla a sus adoradores y a sus detractores.
Allá arriba, en lo más alto, un hombre guapo se frota las manos y escoge su traje de lino blanco más bonito, se alisa su abundante cabello negro, echa una ojeada a su bronceado y se arregla la corbata. Por fin va a reencontrarse con su hija. ¡Lleva mucho tiempo esperando y viéndola pelear en la tierra! Le abrirá los brazos y la felicitará. Ha recordado muy bien sus lecciones, ha tenido al mundo en vilo. «Cuando estés en público, hija mía, amor mío, imagina que estás en un escenario, que todo el mundo te mira, y nunca dejes que adivinen nada de lo que piensas. Guarda tus secretos para ti misma. Sé misteriosa, ausente, distante y así siempre serás un enigma, una luz hasta el final de tu vida, guapa mía, guapísima, mi reina, mi princesa…».