I

Jacqueline Bouvier vino al mundo el 28 de julio de 1929, con seis semanas de retraso. Aquello ya no fue un nacimiento, fue un acontecimiento. Jackie no nació: hizo su entrada en el mundo. Y ella, como los reyes y las reinas, los príncipes y las princesas, se hizo esperar.

Eso contrarió mucho a su madre, que ya no sabía cómo matar el tiempo. Hay que decir que Janet Lee Bouvier era una mujer enérgica y muy organizada. Si bien esperaba tranquilamente durante la semana, en Nueva York, que el bebé se dignara llegar, cuando se acercaba el fin de semana no sabía si debía seguir a su marido a su casa de campo de East Hampton, o quedarse en la ciudad, donde estaba su ginecólogo. La tentación de huir del calor húmedo y asfixiante de la urbe siempre era más fuerte, pero al cabo de seis semanas, cuando el bebé por fin decidió aparecer, Janet y su marido, John Vernou Bouvier III, estaban lejos de Nueva York y del médico responsable. De modo que es en el hospital de Southampton donde un domingo por la tarde, Janet Lee Bouvier da a luz a una radiante niñita de tres kilos seiscientos gramos, con unos ojos negros grandes y muy separados. Le pusieron Jacqueline en honor de su padre Jack[1] y de sus antepasados franceses.

John Bouvier tenía 38 años, era agente de bolsa y todos le llamaban Black Jack. Janet Lee Bouvier tenía 22 años y Jacqueline era su primer hijo. Vistos desde fuera, los Bouvier eran una pareja perfecta. Ricos, guapos, educados, elegantes, eran la envidia de todos y llevaban una vida de lujo refinado, rodeados por una cohorte de jardineros, chóferes y criados con librea. Janet, menuda, morena y esbelta, deseaba a toda costa que se olvidara que sus abuelos eran unos campesinos irlandeses pobres que habían huido de la hambruna. Su padre, que carecía de buena presencia, se había matado a trabajar y había hecho fortuna. Pero la buena sociedad neoyorquina consideraba a los Lee nuevos ricos y eso hacía sufrir terriblemente a Janet, a quien se le había metido en la cabeza conseguir un buen partido. La ascensión y la posición social serían su obsesión durante toda su vida. Y como en aquella época una chica de buena familia solo podía plantearse progresar en la vida a través de su marido, tenía que escoger bien. Janet Lee nunca habló de sentimientos sino de estrategia.

La familia Bouvier fue por tanto el primer paso de su ascenso imparable. En su libro sobre Jackie,[2] David Heymann cuenta que John Vernou Bouvier III alardeaba de ser el vástago de un auténtico linaje de aristócratas franceses, cuya historia había sido concienzudamente detallada por el abuelo, en un opúsculo titulado Nuestros antepasados, publicado por cuenta del autor y que toda la familia estudiaba religiosamente. Se inventaba castillos familiares, batallas, duelos bajo murallas seculares, duques y duquesas, pactos con los reyes de Francia, cuando la realidad se limitaba a un pobre quincallero de Grenoble y su mujer. Impulsados por la necesidad, los Bouvier habían abandonado el suelo francés para establecerse en América. No obstante, Nuestros antepasados siguió siendo la biblia de los Bouvier, que se la creían a pies juntillas y se servían de sus orígenes nobles para justificar la arrogancia, los aires de grandeza y sobre todo la libertad de hacer lo que les venía en gana y situarse por encima de las leyes vigentes, que regían para los pobres palurdos.

Janet aportaba por tanto el dinero contante y sonante de su padre, y Jack los blasones usurpados de sus ancestros. Ella tuvo su oportunidad, y él una cartera. Sin embargo, aquel matrimonio había sorprendido a todo el mundo. De hecho, el padre de Jackie era famoso por ser un mujeriego empedernido. Incluso decían que eran tantas las mujeres que frecuentaba que no se casaría nunca. Alto, fuerte, musculoso, con un cabello negro muy engominado, ojos azules separados, un bigote fino y la piel color canela, las seducía a todas y alardeaba de que podía complacer a cuatro o cinco mujeres por noche. Lo que a Jack le interesaba, por encima de todo, era la conquista. Lograr que su presa bajara los ojos. En cuanto había detectado ese consentimiento tembloroso en la mirada de la dama, la poseía a toda prisa y pasaba a la siguiente, dejando a numerosas infelices sollozando en el lecho. Por otra parte, las mujeres eran el único terreno en el que destacaba. Había conseguido con ahínco librarse de la Primera Guerra Mundial hasta que le reclutaron y le destinaron a Carolina como subteniente de transmisiones. Allí, según le escribió a un amigo, saqueó «bares y burdeles ruidosos y llenos de humo esperando que esta sucia guerra termine». Como mínimo, no se consideraba un héroe. Ni un hombre de negocios. Consiguió algunos contratos entre dos citas románticas, acumuló deudas, pero siempre encontraba incautos nuevos a quienes embaucar y desplumar, sin la menor intención de devolverles su dinero. ¡Su confesa ambición era hacerse muy rico y jubilarse antes de los cuarenta en el Midi francés, a bordo de un yate y rodeado de chicas guapas! «Nunca hagas nada por nada», proclamaba con cinismo.

En resumen, dicho enlace parecía amenazado desde el primer día. En plena luna de miel, a bordo del barco que le llevaba a Europa junto a su joven esposa, Black Jack coqueteó con una pasajera y Janet, indignada, rompió el espejo de la pared de su suite nupcial.

Como muchos grandes seductores, Jack Bouvier se enamora locamente de su hija. Nunca nada es bastante para aquella a quien no deja de contemplar y de alabar. «Mi belleza, más que bella, mi belleza, la más bella del mundo», le murmura mientras la sostiene, muy pequeña, en su enorme mano. La niña se llena de esas palabras de amor, se incorpora para parecer más mayor, más bella, más esencial para ese hombre ante el cual todas las mujeres tiemblan, y que escoge inclinarse ante ella. Porque las niñas pequeñas intuyen siempre la seducción de un padre. Y se sienten orgullosas. Les basta un balbuceo para reducir a la nada a hordas de rivales. Las hijitas de los seductores jamás toman partido por las demás mujeres, ni por su madre. Las hace muy felices ser la elegida, la única…

Janet se encoge de hombros, ella considera todas esas palabras de amor fuera de lugar. Casi obscenas. Un padre no le habla de amor a su hija. Se mantiene erguido y firme y la observa desde arriba. Con cariño, es verdad, pero sin demostrarlo jamás. Las palabras de amor, los mimos, son propios de personas de extracción baja o de novelitas rosas que uno lee a escondidas por la noche, en su habitación. Un padre digno de tal nombre no debe dejarse llevar por comportamientos tan vulgares. Debe enseñarle a su hija tenacidad, modestia, buenas maneras, obediencia y a mantener la espalda bien recta.

Black Jack no escucha y se acerca un poco más todavía a los ojos enormes y abiertos como platos de su hija, para musitarle nuevas palabras de amor. «Tú serás reina, preciosa mía, mi princesa, mi belleza, tú serás reina del mundo, y los más grandes vendrán a rendirte homenaje. ¿Y sabes por qué? Porque tú eres la más guapa, la más inteligente, la más fascinante de las mujeres que he conocido en mi vida…».

Lo cual no impide que, una vez que el bebé descansa en su cuna, Jack le comunique a su mujer que esta noche no cenará en casa porque tiene trabajo, y que seguramente no volverá hasta muy tarde. Se alisa el cabello negro, comprueba el aspecto de su bonito traje de gabardina blanca, se ajusta la corbata, el chaleco, el bolsillo, deposita un beso ausente en la frente también ausente de su esposa y se va.

Janet no es tonta. Pero no quiere saber nada. Mientras se mantengan las apariencias, mientras las extravagancias de Black Jack queden circunscritas a su club, sus amigos y sus compañeros de juego, ella cierra los ojos. Janet es una mujer práctica. El suyo es un matrimonio de conveniencia y lo sabe. Ella no cree en el príncipe encantador, ella cree en casas bonitas con cortinajes gruesos y confortables, en criadas educadas, en veladores con enormes ramos de flores encima, en ceniceros lustrosos. En libros bien alineados y encuadernados en cuero, en cenas con candelabros e invitados poderosos, ricos y de buena cuna. Para Janet Bouvier la existencia se limita a lo que se ve. Aparte de las apariencias, no hay nada más. Por otra parte, ella también es perfecta: siempre vestida con elegancia, bien peinada, maquillada. Ni un cabello fuera de sitio ni restos de carmín. Nunca un rubor súbito, ni un tono de voz excesivamente alto. Janet conoce las normas de la alta sociedad y se las enseñará a su hija. Ella le dictará buenas maneras, a caballo o en la mesa, autocontrol, respeto por la etiqueta. La llevará a buenos dentistas, a los mejores profesores de danza, la matriculará en excelentes colegios y supervisará sus amistades con la finalidad de que, con el tiempo, se case con un marido que satisfaga sus propias esperanzas.

Entre tanto, la pequeña Jackie tiene una nurse inglesa, peleles con fruncidos y bordados, coches de caballos con una buena suspensión, y una habitación llena de juguetes, de muñecas y de animales de peluche de los mejores establecimientos. Posee unas mejillas rollizas, un par de grandes ojos negros que miran de frente y ríen, y un cabello ondulado y denso recogido con una cinta. Ha crecido en un soberbio dúplex de Park Avenue, rodeada de numeroso servicio. Es el abuelo Lee, padre de Janet, quien proporciona en parte ese lujo, pero ella cierra los ojos, de momento. Es demasiado feliz porque ha conseguido su sueño: formar parte de la élite neoyorquina y vivir a todo tren.

Con motivo de su segundo cumpleaños, Jacqueline Bouvier hace su entrada en el mundo y recibe a sus amigos. Un periodista del East Hampton Star cubre el acontecimiento y escribe que «demostró ser una anfitriona verdaderamente encantadora». Un mes después, la prensa vuelve a hablar de ella cuando presenta su scotch-terrier Hootchie en una exposición canina. Su padre, en primera fila, la aplaude con vehemencia, radiante de orgullo. Jackie, secundada por este amor apasionado, se siente impulsada a lo más alto. Se sabe querida y no duda de nada. Especialmente de ella.

Su hermana Caroline Lee[3] nace el 3 de marzo de 1933. Enseguida la llaman Lee, como a Jacqueline la apodan Jackie. A ella no le gusta ese diminutivo que le parece masculino y, durante toda su vida, pedirá en vano que la llamen Jac-line. ¡Es muchísimo más bonito que Jackie!

Un día —tiene cuatro años y medio— pasea por Central Park acompañada de Lee y su niñera y se aleja de ellas. Un policía se la encuentra y le pregunta si se ha perdido. Ella le mira de frente y replica: «¡Busque a mi hermanita y a mi niñera, son ellas las que se han perdido!».

Las fotografías de Jackie a esa edad muestran a una niña altiva, con una sonrisa radiante, y unos ojos brillantes que te miran a la cara y parecen decir: «¡La vida es nuestra!». Una niñita voraz, golosa, que no tiene miedo a nada y que domina su mundo.

Convencida de que es excepcional, Jackie dice alto y claro lo que piensa y está muy orgullosa de ello. No se molesta lo más mínimo en hacer cumplidos, por ejemplo. O en decir mentiras que halagan y complacen. A fuerza de soltar la verdad, incluso puede ser hiriente. Ella no tiene ni la dulzura ni la ternura de su hermana pequeña, Lee. En el edificio donde viven hay un joven ascensorista que se llama Ernest, con un pelo que le crece como un tupé rubio encima de la cabeza. Una especie de Tintín norteamericano. Las dos niñas se ríen mucho de Ernest cuando están solas en su habitación. Dibujan diversos Ernest cada vez más ridículos, con cráneos puntiagudos y completamente amarillos. Una mañana, al entrar en el ascensor, Lee le dice a Ernest: «¡Qué guapo estás hoy, Ernest! ¡Qué bien peinado!». Ernest se pavonea, mira con admiración su cresta rubia en el espejo de la puerta y va a apretar el botón, cuando Jackie interviene y añade: «¿Cómo puedes decir eso, Lee? No es verdad. Sabes perfectamente que Ernest parece un gallo».

En la escuela tampoco es disciplinada. Se aburre mortalmente y no lo disimula. Siempre termina antes que el resto y, como no sabe qué hacer, incordia a los demás alumnos. Le encanta aprender y odia esperar. En casa, se refugia en los libros y devora El mago de Oz, El pequeño lord y El oso Winnie. Cuando termina sus cuentos infantiles, sube a un taburete y coge uno de esos libros encuadernados tan bonitos. Un día —tiene seis años— su madre la ve leyendo una novela de Chéjov. Asombrada, le pregunta si sabe el significado de todas las palabras. «Sí —contesta Jackie—, menos de “comadrona”».

La directora del colegio reconoce que la pequeña Jacqueline va muy adelantada para su edad y que tiene mucho talento, pero se queja de su falta de docilidad. Como a Jacqueline le apasionan los caballos, la directora la convoca y le explica que incluso el caballo más bonito del mundo, si no está domesticado, será un borrico toda su vida. Jackie, que comprende ese lenguaje, promete esforzarse.

Su madre la subió a lomos de un poni cuando tenía un año. A menudo va vestida de amazona, de punta en blanco bajo su casco. Obliga a trabajar a los caballos durante horas para las competiciones hípicas. En esas ocasiones acude toda la familia. Y cuanta más gente haya para admirarla, más contenta está ella. Lo que Jackie quiere es ganar. Si pierde, es un drama. Pero si se cae, no dice nada y vuelve a coger las riendas inmediatamente. Algunos creen que es valiente. Ella ni siquiera se lo plantea: su madre la ha educado así. Para competir. No llorar nunca, nunca expresar nada, apretar los dientes y volver a empezar hasta ser la primera. Janet no soporta las efusiones sentimentales. Evidentemente, esa actitud le impide tener muchas amigas. Para tener amigas, hay que compartir, atender al otro, no aplastarle con superioridad. La pequeña Jacqueline no está dotada para esto. Solo es feliz cuando gana y supera a todos los demás niños.

Los caballos también son un refugio cuando sus padres se pelean. Discuten cada vez más a menudo. El crac bursátil del 24 de octubre de 1929 les afecta. Los negocios de Black Jack se tambalean. Ha hecho inversiones arriesgadas y operaciones especulativas fallidas. Y además, juega. Cada vez necesita más dinero y lo pide prestado con mayor frecuencia a su suegro, que no tiene en gran estima a ese yerno malgastador. Janet Bouvier se entera. A ella no le importa que la engañe, pero no quiere que su nivel de vida disminuya. Presiente que si Black Jack sigue dilapidando el dinero, pronto acabará arruinada, con dos hijas. Y odia esa perspectiva. Le ha cogido gusto al lujo. Ella no tira el dinero por la ventana, pero valora el desahogo económico. Black Jack, por su parte, se comporta como un niño mimado. Stephen Birmingham, en su libro sobre Jackie,[4] dibuja un retrato muy certero de John Bouvier: cuando todo va bien y el dinero de los demás entra en sus bolsillos a raudales es encantador, generoso, pródigo en sus atenciones y está de buen humor. Pero cuando los tiempos se vuelven difíciles, y se ve obligado a contar el dinero, a ir con cuidado, no lo entiende. Está desorientado, deprimido. Se revuelve contra los demás. Se vuelve violento. Es un niño que niega la realidad.

Las peleas entre el matrimonio estallan en plena noche y Jacqueline sale a hurtadillas al pasillo. Oye los gritos de su padre y los reproches de su madre. Oye hablar de abogados, de dinero, de amantes, de deudas de juego, de tren de vida. Oye a su padre llamar a su madre esnob, arribista, irlandesita advenediza, y odia a su padre. Oye a su madre llamar a su padre patético, donjuán de pacotilla, y detesta a su madre. Las peleas hacen temblar las paredes. Jackie tiene mucho miedo. Imagina cosas horribles, objetos destrozados, golpes, una bronca, un asesinato en plena noche… Su hermana Lee duerme tranquilamente en su habitación, pero Jackie tiene que taparse los oídos para no oír a sus padres, y se adormece apoyada en la puerta de su cuarto, después de haber recurrido a todas las oraciones que sabe. Cada vez se tapa los oídos con más fuerza y se aísla del mundo real. Inventa historias en las que es la reina del circo, o la esposa del trapecista más guapo, más deslumbrante, más valiente, de quien están enamoradas todas las demás caballistas. Jackie trepa a los árboles para estar sola y se sumerge en folletines sin fin, que inventa para sentirse segura. Princesa y cría perdida a la vez, ella sueña con huir de casa con su corona y recorrer el universo como una aventurera. Sueña también con el príncipe encantador, que vendrá a llevársela sobre su caballo blanco y la instalará en una enorme mansión, donde serán felices y tendrán muchos hijos. Ella imagina la mansión, la decora, dedica muchísimo tiempo a decidir dónde estará el salón, el comedor, el dormitorio, el cuarto de juegos de los niños, escoge el color de las cortinas, del sofá, coloca las lámparas, organiza brillantes recepciones donde todo el mundo se extasía ante esa pareja tan bella que se quiere tanto. Todo eso la tranquiliza, y la angustia desaparece. En la calle, cuando va hacia el colegio, se fija en las casas y las utiliza como decorado de sus historias. Cada día espera con impaciencia que llegue la noche para retomar su sueño.

Se cuenta historias para no oír los rumores que empiezan a circular en su pequeño grupo de amigos. Las peleas entre los esposos Bouvier se comentan cada vez más y más abiertamente. Los otros niños captan retazos de conversaciones que sus padres murmuran y pinchan a Jackie, encantados de poder bajarle los humos a esa pretenciosa que gana todas las copas y los partidos de tenis, que dirige sus juegos y a quien siempre hay que obedecer. Jacqueline tiene siete años. Ella no dice una palabra y finge una indiferencia total, pero se refugia cada vez más en su mundo imaginario y en sus libros. Lee todo lo que cae en sus manos.

Pero cuando desciende otra vez a la tierra, ha de afrontar nuevas pruebas. Un día está sola en casa con Bertha Newey, su niñera de siempre, y su abuela Lee, la madre de Janet, viene a verla. ¿Qué pasa realmente entre abuela y nieta? ¿Jackie protesta, se muestra arisca y no contesta a su abuela con la amabilidad pertinente? ¿O le suelta una de esas réplicas insolentes que tan bien se le dan? La cuestión es que la abuela considera que Jackie le ha contestado mal, y extiende el brazo para darle un cachete, pero la valiente Bertha se interpone y es ella quien recibe el golpe. Bertha, estupefacta y sin pensar, abofetea a la abuela, que se marcha indignada y exige a su hija que despida inmediatamente a esa criada que no sabe cuál es su sitio. Por más que Jackie suplica, llora y promete todos los sacrificios del mundo, Janet se muestra inflexible, y Bertha ha de hacer las maletas. Para Jackie supone un golpe terrible. Bertha era la única persona que le daba seguridad en ese piso inmenso del que su madre se ausenta cada vez más. Porque Janet tiene pánico. Empieza a beber y a salir con cualquiera. Ya no soporta ver su mundo resquebrajado, todo ese precioso orden que había construido amenazado por culpa de su marido.

Durante cuatro años, los Bouvier hablarán de divorcio, se amenazarán mutuamente con sus abogados respectivos y se separarán varias veces sin tomar una decisión definitiva. Pronto, la atmósfera del enorme dúplex de Park Avenue se vuelve insoportable. La pequeña Lee, bastante menor, no parece afectada, pero no puede decirse lo mismo de Jackie. Ella lo ve todo, lo oye todo. No lo entiende todo, pero imagina lo peor. Su actitud adusta, sus reacciones bruscas y violentas irritan a su madre. La irritan porque Jackie siempre defiende a su padre. Se parece físicamente a Black Jack, y Janet corrige a menudo a su hija por un motivo o por otro. Ni siquiera es consciente de ello, y sin poderlo evitar recurre a la bofetada. Entonces Jackie se rebela y amenaza con irse con Black Jack.

Un día su madre no está y Jackie hojea con insistencia las páginas amarillas para encontrar el número de teléfono del hotel de su padre; quiere irse a vivir con él. Pero cuando le encuentra, no se atreve a decir nada. No da con las palabras. Lo primero que le pregunta es cuándo volverá a marcharse. Porque él siempre se marcha y ella nunca sabe cuándo volverá a verle. Es una niña tan ansiosa que, cada vez que está con su padre, insiste en hacer las mismas cosas que el fin de semana anterior. Black Jack bromea, se ríe y le pregunta a Jackie si no le apetece cambiar por una vez. Ella mueve la cabeza y dice que no. Lo quiere todo igual que la última vez. Solo la rutina le da seguridad.

Cuando sus padres se separan y Black Jack vive en un hotel, Jackie solo ve a su padre el sábado y el domingo y vive esperando esos dos días. A pesar de sus problemas de dinero, Black Jack sabe muy bien cómo deslumbrar a sus hijas cada vez que salen juntos. Nada es demasiado para ellas. Las lleva al zoológico del Bronx, a las pistas de carreras y les presenta a todos los jockeys. O a desvalijar los grandes almacenes de la Quinta Avenida. Black Jack se apoya junto a la caja y les dice a sus hijas: «¡Vamos, comprad todo lo que queráis, quiero que estéis guapas, hijas mías, mis bellezas, mis amores!». Jackie y Lee brincan entre las estanterías y tiran al suelo todo lo que quieren comprar. Black Jack se ríe a carcajadas y aplaude. Luego llega el momento del cine, después comerán helados o asistirán a competiciones de remo o a partidos de béisbol. Sus hijas adoran a los perros, pero Janet ha desterrado a todos los animales a la casa de campo. Black Jack se pone de acuerdo con una tienda para que se los presten un rato el domingo, y los tres se divierten escogiendo los chuchos más tristes, más lastimeros, los que nadie quiere, se ríen con disimulo ante la cara confusa del propietario que no lo entiende, y luego, ¡hop!, hacia Central Park. Los fines de semana son una fiesta…Y a veces hay fiesta entre semana. Un viernes por la mañana, Black Jack lleva a sus hijas a la Bolsa cuya galería de invitados ha reservado solo para ellas. Anteriormente ha caldeado la sala, explicando hasta qué punto sus hijitas son guapas, adorables, inteligentes. Cuando las niñas aparecen sobre un entorno de cotizaciones de bolsa y hombres atareados, se produce un alboroto inolvidable. La sala estalla en aplausos y Jackie y Lee, como dos altezas reales, saludan desde el balcón, hacen reverencias, mueven la mano. Jackie está encantada. Resplandece de alegría. ¡Y su padre está exultante!

Jackie se divierte con su padre. A él le encanta contar historias de su infancia y anima a Jackie a que escriba las suyas propias. La exhorta sobre todo a no ser como los demás. Cuando él habla, Jackie pierde el miedo. Confía en sí misma, y le cree cuando dice que jamás, jamás las abandonará. Que luchará hasta el final para tenerlas. Ella le escucha, tranquilizada. ¡Se entiende tan bien con él! Mucho mejor que con su madre, para la que todo ha de estar ordenado, etiquetado, «normal». Y además, él siempre tiene ese modo de observarla, de susurrarle palabras de amor solo con mirarla a los ojos. Entonces Jackie se siente tan importante y tan querida que ya nada le da miedo. Sabe muy bien que es su preferida porque ha comprobado que en su habitación del hotel Westbury tiene más fotos suyas que de Lee… Jackie está un poco celosa de su hermana, que es un poco más amable, más fina, más dócil que ella. Más adelante confesará: «Lee fue siempre la más guapa, supongo que yo estaba destinada a ser la más inteligente». Y, al mismo tiempo, el afecto real que une a las niñas (y que nunca jamás se pondrá en duda) la ayuda a sobrevivir en el torbellino familiar.

Jackie conserva esa certeza durante cuatro años. Los Bouvier no se divorciarán inmediatamente. Janet duda, y Black Jack, desesperado ante la idea de perder a sus hijas, sigue prometiendo que se corregirá, que solo la ama a ella, que no puede vivir sin ella. Le suplica que vuelvan a vivir juntos. Janet se sentirá tentada varias veces. En aquella época nadie se divorcia a la ligera. Es un escándalo. Las separaciones suelen negociarse para guardar las apariencias. Janet tiene coraje para cerrar los ojos ante la conducta de su marido y no decir nada, pero aún no tiene el de enfrentarse a la sociedad y marcharse. Ella reacciona a su manera, se niega a aparecer en público con él y le monta escenas de puertas adentro. Pero delante de los demás, no expresa nada, hace como si nada.

De manera que los Bouvier vuelven a estar juntos y se separan, hacen viajes de reconciliación que terminan en catástrofe. Una foto aparecida en la prensa provoca la ira descontrolada de Janet, que acude por primera vez al despacho de un abogado. La publica el New York Daily News y en ella se ve a Janet en primer plano, vestida de amazona, subida a una barrera y, justo detrás, está Jack Bouvier dándole la mano a una dama. Pie de foto: «Trío». El escándalo estalla con toda rotundidad. Janet ya no puede fingir que ignora la mala conducta de su marido. Pero él es tenaz. No quiere perder a sus hijas, ni el dinero de los Lee. Vuelve a la carga, de palabra. Porque, de hecho, sigue exactamente igual que antes acumulando deudas y conquistas. Cuando finalmente, convertida en el hazmerreír general y empujada por su padre que se niega a seguir manteniendo a un yerno irresponsable, Janet se resigna a pedir el divorcio, no le costará nada demostrar que él la engaña.

El 16 de enero de 1940, el New York Daily News publica otro artículo provocador: «Proceso de divorcio de un agente de bolsa de la alta sociedad», seguido de una lista de los adulterios cometidos por Jack Bouvier, comprobados por el detective privado que Janet ha contratado para seguirle.

El artículo causará sensación y aparecerá en toda la prensa de Nueva York a Los Ángeles, y convertirá a la familia Bouvier en la comidilla de los lectores.

El 22 de julio de 1940, en Reno, Nevada, Janet Lee Bouvier obtiene finalmente el divorcio. De ese modo termina algo que nunca fue una bonita historia de amor. La joven divorciada se queda sola con dos hijas de once y siete años, y una pensión alimenticia de mil dólares al mes. Janet Bouvier se ve obligada a volver al principio de su cuento de hadas, pero la pequeña Jackie ha dejado de creer en las hadas por completo.

En las fotos de esa época, los ojos negros de Jackie ya no sonríen. Ya no miran el mundo de cara. Están apagados, como muertos, y la mirada que filtran es la de una niña desconfiada, triste, encerrada en sí misma.

Jackie ha acompañado a Janet a Reno. Ha oído de boca de su propia madre que esta vez es definitivo, el divorcio es oficial. Por tanto, ella verá a su padre un fin de semana de cada dos y un mes al año, tal como han establecido los legisladores. Jackie no ha dicho nada. No ha pestañeado, no ha llorado. Es demasiado pequeña para decidir, para escoger ir a vivir con su padre. Lo considera una gran injusticia. Los adultos han decidido su destino sin hablar con ella. Han utilizado a Jackie como una pelota de ping-pong que se han lanzado mutuamente hasta dejarla magullada. Para ella es el fin de su mundo. Ha sucedido lo que temía desde hace cuatro años. Es la última vez que sufre de este modo. Nunca volverá a correr el peligro de amar. Duele demasiado. Es demasiado arriesgado. Demasiado peligroso. Ella confió en su padre. Creyó todas las palabras de amor que él le murmuraba, y ni una sola era cierta porque él se va, la abandona.

Desde aquel día, Jackie solo pensará en una cosa: salvar su vida, no ponerla nunca jamás en manos de otros y, sobre todo, no fiarse de los demás.

Esa niña de once años se retira de la vida. Se encierra en su mundo interior, un mundo donde no teme nada, donde no deja entrar a nadie. Finge que la vida continúa. Participa. Pero de lejos, como espectadora.

Se convertirá en la princesa del guisante. Un comentario sesgado, una mirada adusta, un gesto de indiferencia, el menor signo de abandono le crearán una inmensa desesperación, pero no expresará nada y sufrirá en silencio. Reprimirá el sufrimiento y mostrará una imagen fuerte, tozuda, altiva, la única armadura capaz de protegerla.