Epílogo
Jacqueline Bouvier Kennedy Onassis fue enterrada al lado de John Fitzgerald Kennedy, en el cementerio de Arlington. «Es un sitio tan bonito que me gustaría quedarme aquí para siempre», había dicho cuando había acompañado el cadáver de su marido asesinado. Se reunía también con su hijita que nació muerta y con su pequeño Patrick que solo había vivido tres días.
Se reunía con el mito Kennedy.
Ese mito que, en gran medida, ella había contribuido a crear y a mantener. Si a pesar de todas las desventuras,[17] los Kennedy siguen siendo una leyenda hoy en día, es en gran parte gracias a la voluntad, la dignidad y el sentido de la Historia de Jacqueline Bouvier que jamás cedió ante la adversidad. El infortunio continuó abatiéndose sobre la familia (William Kennedy Smith, sobrino de Jackie, fue juzgado por violación en 1991 y absuelto), pero Jackie dio la talla y lo afrontó. Ella era el estandarte, luchador y brillante, de una tribu que se desmoronaba a sus espaldas. El viejo Joe tuvo olfato cuando empujó a John a casarse con esta chica, que tenía un estilo y un encanto perturbadores. Sin saberlo, había escogido a su heredero.
Pero al aceptar convertirse en una «Kennedy para siempre», Jackie se hizo una mala pasada. Se encerró en una imagen de la que ya no se libró nunca. Marginó a Jacqueline Bouvier. Ella, que era ante todo una individualista, una artista original, tuvo que adaptarse a un molde rígido. Se mutiló. Nunca quiso demostrarlo y se endureció aún más. Se mantuvo firme. Para que solo vieran esa apariencia pulida y enigmática. A cambio de su sacrificio, la convirtieron en icono viviente. Pero ¿ella había deseado este destino de vértigo en su fuero interno?
Yo no lo creo. Jackie era más profunda, más compleja que esa bella imagen que impuso de sí misma. Imagen que le sirvió a la vez de escudo y de salvavidas. Porque Jackie se perdía a menudo en sus laberintos interiores: le gustaba el poder, pero en la sombra, poseía alma de aventurera pero sin protección temblaba de miedo; tenía comportamientos de vanguardia y maneras pequeñoburguesas, hablaba como una niña y ante la desgracia sacaba sus puños de acero, podía ser frívola y leía a Sartre. Encarnaba demasiadas mujeres a la vez. Desorientada entre todos sus anhelos, sus contradicciones la hacían sufrir tanto que cuando la tensión era demasiado fuerte y no podía dominarla, se replegaba sobre sí misma y se negaba a seguir. Entonces se volvía boba y limitada, mezquina y maliciosa. Arremetía contra los hombres y su poder. Contra el hecho de haberse visto obligada a amoldarse a ellos para escribir la historia de su vida. Jackie escogió a los más poderosos, a los más célebres (era demasiado orgullosa para contentarse con un blanco fácil), y les hizo pagar. En el verdadero sentido de la palabra. ¿Cuántas mujeres perdidas, equivocadas, humilladas no se vengan del mismo modo?
Al actuar de este modo Jackie volvía a la infancia y se hundía todavía más en el origen de su infelicidad. Volvía a ser la pequeña Jacqueline que se debatía entre su padre y su madre, entre un conservadurismo biempensante y una vida de aventuras y placeres desenfrenados. No sabía hacia dónde ir y se quedaba petrificada, y al momento siguiente resurgía como por encanto, convertida en una criatura asombrosa, deslumbrante. «Tú serás una reina, hija mía…».
Si hubiera podido olvidar las voces de su infancia y actuar a su aire…
No podía: para vivir a su aire, necesitaba confiar en sí misma. Y para confiar en sí misma, necesitaba esa mirada tierna, generosa y benevolente con la que un padre y una madre ven a su hijo. Jackie no conoció jamás esa mirada tierna, benevolente, generosa. Ella vivió oyendo el ruido de los sables de esos dos grandes egoístas sobre su cabeza.
Vivió entre una piraña correosa y una piraña aduladora. Tuvo que huir constantemente para que no la devoraran. Toda su vida fue una carrera alocada. Ella nunca consiguió volar, pero voló por los demás, o por otra que no era ella y que se llamaba Jackie. Y lo peor, creo yo, es que lo sabía. En el fondo, Jackie no respetaba lo que había hecho con su vida. Hubo una época en que tuvo un sueño…Y no había tenido el valor de aferrarse a él. Debía de decirse que con un poquito más de carácter se habría labrado un destino a su medida. Un destino propio. Firmado por Jac-line.
Ella fue su peor enemiga. Porque era superlúcida. Se culpaba de no haber tenido valor y tenía unos ataques de ira con efecto retardado inexplicables y terribles. Consciente de poder ser, de poder hacer, de poder existir completamente sola y al mismo tiempo presa de sus limitaciones, sus miedos, su pánico a fallar y sus heridas de infancia. Jackie despreciaba sus debilidades, pero la tenían prisionera.
De manera que convirtió su vida en una producción estilo Jackie. Representó una y otra vez la «reina del circo», cambiando de carpa y de trapecista a lo largo de los años y de los estados de ánimo. Una superproducción del siglo XX entre las candilejas de la Belleza, el Poder, el Dinero, el Amor y el Odio. Un engañabobos cuya única ventaja era que conservaba intacto su dolor secreto.
Ese es el secreto que la pequeña Jacqueline Bouvier, hija de Jack y de Janet, se llevó a la tumba. Ese que comparte con tantas mujeres y hombres paralizados por su infancia, inmovilizados a la edad en que se despliegan las alas. Ese secreto que la convierte de repente en tan conmovedora, tan banal y tan cercana como miles de hijos destruidos por padres inconscientes del daño que provocan. Ese secreto que Jackie había creído ocultar vistiendo los más bellos ropajes de la gloria.
Jackie se marchó confiando en quienes la querían. Ellos habían adivinado su drama interior, ellos amarían para siempre a la pequeña Jacqueline Bouvier. Los demás debían contentarse con la bella imagen del bonito álbum de fotos que les legó, bellas historias que la posteridad, esa gran mentirosa, seguiría contando.