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El día de las exequias de John Kennedy, Jackie está majestuosa. Las cámaras de las televisiones del mundo entero dirigen sus objetivos hacia las 250.000 personas que siguen el cortejo fúnebre. Y sobre todo hacia Jackie y los niños. Atiborrada de tranquilizantes, ella aguanta el golpe y le hace frente. Lo ha organizado todo. «Ese entierro fue una forma de demostrar la importancia de Kennedy como líder político, así como sus vínculos históricos con Abraham Lincoln, Andrew Jackson y Franklin Roosevelt. La misma vagoneta de artillería que en 1945 había transportado el cuerpo de Franklin D. Roosevelt a su última morada tiraba del ataúd. Un caballo sin jinete y con unas botas al revés en los estribos seguía al féretro», informa David Heymann.

¿Cómo se llamaba el caballo? Black Jack, como su padre. ¿Ironía del destino que inspiró a Jackie para «enterrar» a los dos hombres a la vez, o un deseo deliberado por su parte? Nunca se sabrá. Todos los invitados presentes quedan impresionados por su serenidad. El general De Gaulle, incómodo ante la grandiosidad de la puesta en escena, redactará su última voluntad referida a su entierro cuando vuelva a Francia: ni despliegue fastuoso, ni invitados de prestigio, ni sepelio nacional. Solo lo mínimo imprescindible.

Ochocientos mil telegramas de pésame llegan a la Casa Blanca. Jackie considerará esencial contestar a gran parte de ellos. De igual modo, se aplica para convertir a su marido en un santo y un héroe, imponiendo a los periodistas la imagen que había elaborado cuidadosamente desde su llegada a la Casa Blanca. Ante esta viuda conmocionada y digna, ellos escriben artículos elogiosos que sustentarán el mito eterno de JKF. Años más tarde, se darán cuenta de que se han dejado manipular.

Antes de dejar la Casa Blanca, Jackie requiere que se coloque una placa en su habitación, al lado de otra que conmemora la presencia de Abraham Lincoln en la Casa Blanca, con las siguientes palabras grabadas: En esta habitación vivieron John Fitzgerald Kennedy y su esposa durante los dos años, diez meses y dos días que él fue presidente de Estados Unidos, del 20 de enero de 1961 al 22 de noviembre de 1963.

Jackie se comporta como una auténtica actriz y ella misma acaba por creerse sus propias invenciones. Repinta a John de blanco y su vida en común de rosa. Ya no quiere saber nada de la verdad. Así, rechaza que se abra una investigación sobre su muerte, por miedo a que reaparezcan todas sus infidelidades y relaciones inapropiadas, como la que JFK mantuvo con la Mafia. Jackie nunca perderá esa obsesión por el detalle más nimio. Quiere volver a ver el despacho de John, que justamente acababa de redecorar, pero los encargados de la mudanza ya han pasado por allí y han colocado los muebles de Lyndon Johnson, el nuevo presidente.

—Debía de ser muy bonito —le susurra a J. B. West.

—Era muy bonito —contesta este.

Sus ayudantes no pueden contener las lágrimas y abandonan el Despacho Oval entre sollozos. Jackie permanece muy erguida, entre las idas y venidas de los operarios que cuelgan los últimos cuadros. «Me parece que molestamos», murmura.

«Y de repente —narra J. B. West—, recordé el primer día que ella llegó a la Casa Blanca y cómo en ese momento parecía tan vulnerable, tan frágil, tan sola. Lo contempló todo pensando en el escritorio de John, en las fotografías de John y Caroline que había en las paredes, y luego se levantó y se fue».

Juntos van a sentarse a otra estancia menos concurrida, y Jackie, mirando fijamente a los ojos de West como si buscara una respuesta sincera, le pregunta:

—Mis hijos… son buenos, ¿verdad?

—Por supuesto.

—¿No son niños mimados?

—En absoluto.

—Señor West, ¿quiere usted ser mi amigo de por vida?

El señor West estaba demasiado emocionado para contestar, y se limitó a asentir.

Días después, recibió una extensa carta de Jackie sobre todos los pequeños detalles de los que la señora Johnson debía estar al corriente. «Yo sonreí para mis adentros. A pesar del dolor, la señora Kennedy pensaba en ceniceros, en chimeneas y en arreglos florales, en todos esos pequeños detalles de la Casa Blanca…». Cuando la señora Johnson leyó el extenso memorándum de Jackie, se quedó estupefacta: «¿Cómo puede pensar en mí y en todas esas nimiedades en un momento así?».

La tarde del entierro de John, desoyendo los consejos de su entorno, Jackie se ocupa de organizar la fiesta del tercer cumpleaños de su hijo. Sopla las velas con él, canta «Happy birthday, John-John», le da los regalos y contempla la alegría despreocupada de su hijito, demasiado pequeño para comprender. Una semana después, celebra el cumpleaños de Caroline. La vida de sus hijos tiene que continuar como antes. Son demasiado pequeños para quedar sumergidos por el dolor y el luto. Jackie lo ha decidido así.

Después se traslada con Caroline y John-John a una casita en Washington. Siempre digna y consciente de su papel de guardiana del recuerdo. Tan decidida como siempre a mantener las distancias. Lyndon Johnson, el nuevo presidente, se empeña en invitarla a las cenas de la Casa Blanca. Para distraerla, pero también para tenerla de su parte. Las elecciones se acercan y Jackie es una aliada muy valiosa. Ella se niega obstinadamente. Ha apodado al señor y la señora Johnson «el coronel Pan-de-Maíz y su costillita de cerdo». Un día, Lyndon Johnson la telefonea otra vez y comete la imprudencia de llamarla «cielito». Ella cuelga, indignada. «¡Cómo se atreve a llamarme “cielito” esa especie de cowboy gordo y cateto! Pero ¿quién se cree que es?».

Jackie había querido entrar de lleno en la Historia al llegar a la Casa Blanca. Ahora es su prisionera. Con la muerte de John, se ha convertido en algo más que un símbolo: es un icono. Una virgen negra ante la cual todo el mundo se postra. Autocares de turistas aparcan a la puerta de su casa para verla, los mirones acampan, se vuelven al verla pasar, como si fuera una aparición milagrosa, e intentan tocar a los niños. Es como la gruta de Lourdes. Ella ya no se atreve a salir y vive recluida con Caroline y John-John. Se viste de cualquier manera. Tiene ojeras y el menor ruido la sobresalta. Habla de forma incoherente, rememora una y otra vez su vida con John. Revive el terrible momento en que el cirujano le comunicó que su marido había muerto, que ya no había nada que hacer. «Todo había acabado —cuenta Heymann—. Cubrieron su cuerpo con una sábana blanca, pero era demasiado corta y sobresalía un pie, más blanco que la propia sábana. Jackie lo cogió entre las manos y lo besó. Besó a John en los labios. Él todavía tenía los ojos abiertos. Ella los besó también. Le besó las manos y los dedos. Luego le cogió la mano y se negó a soltarla».

Sus allegados temían que se volviera loca. Ha soportado tan bien el golpe cuando los ojos del mundo entero la observaban que, privada de espectadores, se tambalea. Un día un amigo va a verla y ella le confiesa: «Sé que mi marido estaba entregado a mí. Sé que estaba orgulloso de mí. Tardamos mucho en lograrlo, pero lo conseguimos y nos disponíamos a aprovechar plenamente nuestra vida en común. Yo iba a hacer campaña con él. Sé que ocupaba un lugar muy especial en su vida, un lugar único. ¿Cómo conseguir que comprendan lo que es haber vivido en la Casa Blanca y verse de pronto viuda y sola en una casa? ¿Y los niños? El mundo entero está a sus pies, adorándoles, y yo tengo miedo por ellos. Son tan vulnerables…».

El recuerdo de las últimas horas que pasó con John desfila por su mente como una película larga y dolorosa. Jackie se reprocha la última pelea en Washington, justo antes de salir hacia Tejas, cuando la emprendió contra él. Por una historia de mujeres, sin duda. También recuerda que esa noche, en el avión que les llevaba a Tejas,[15] él llamó a la puerta de su dormitorio. Ella estaba cepillándose el pelo antes de acostarse y John se quedó en el umbral, con la mano en el pomo, como cohibido, como si no se atreviera a entrar.

—¿Sí, Jack? ¿Qué pasa?

—Solo quería saber cómo estabas…

Balanceaba el cuerpo de un pie al otro, esperando que ella le invitara a pasar. Y Jackie, recordando la discusión matinal, le había respondido con rencor e indiferencia y sin dejar de cepillarse el pelo: «Yo estoy muy bien, Jack, ¿quieres retirarte ya?».

No dar nunca pie al enemigo, mantener el orgullo aunque tengas ganas de echarte a los brazos de un marido caprichoso, mutilarse interiormente para conservar la fachada intacta…

Él había cerrado la puerta y se había marchado.

Ella le había ignorado. Una vez más. Incapaz de perdonarle. Si lo hubiera sabido, si lo hubiera sabido, se repite llorando.

Si lo hubiera sabido tampoco habría tratado de escapar cuando las tres balas alcanzaron a John y cayó ensangrentado sobre mí. Pero tuve tanto miedo que quise salvarme yo primero.

No se lo perdonará jamás, y esa imagen suya a cuatro patas sobre el capó de atrás del coche oficial seguirá acosándola durante muchos meses. ¡Primero pensó en sí misma! Como de costumbre. Jackie se considera insignificante, cobarde, indigna de esa bella imagen de pareja perfecta. Ese recuerdo desentona, la ensucia, y no consigue olvidarlo. Es entonces cuando empieza a beber. «Ahogo mi pena en vodka», le confiesa a su secretaria, Mary Barelli Gallagher.

Se queda muchas horas en la cama, toma somníferos, antidepresivos. Habla de su marido en presente o en futuro. No deja de llorar. Su dolor es tan grande que guarda rencor al mundo entero. ¿Cómo puede seguir girando cuando ella está destrozada? ¿Por qué Lyndon Johnson ha ocupado el lugar de Jack? ¿Por qué todas las mujeres no son viudas como ella? Hay muchos cretinos que siguen vivos, y él, su John, está muerto.

Tras la muerte de JFK, Jackie recibió una asignación de 50.000 dólares del gobierno americano. Para ella es impensable vivir con un presupuesto tan reducido. La fortuna de los Kennedy, los seguros de vida que su marido suscribió para sus hijos, los tiene en usufructo pero no dispone de los fondos. De todos modos, John le ha dejado una renta de 150.000 dólares al año. Si vuelve a casarse, dicha suma será para los niños. Jacqueline, que es capaz de gastar en las tiendas 40.000 dólares en tres meses, tiene que moderarse. Ir con cuidado. Ceñirse al presupuesto. Para ella, eso significa volver al infierno. El dinero, tenerlo, es la única cosa que la tranquiliza. Poseer, acumular, para no revivir las discusiones de dinero de su infancia, las lecciones de economía de su madre, la trágica quiebra de Black Jack. El lujo, los muebles, las propiedades, decidir la disposición de los ceniceros y las flores la calman, la protegen de la infelicidad. Siempre es conveniente preguntarse por qué las personas son malas, mezquinas y limitadas. Nunca obedece a la casualidad ni a un deseo interno. Tienen miedo. Miedo de perder lo que conforma su identidad. Jackie, que apenas empezaba a tener confianza en sí misma, asiste de pronto a la aniquilación de su propio despegue y vuelve a la casilla de salida. Todo lo que había construido con paciencia y apretando los dientes queda destrozado. Al morir, John la ha abandonado. Qué importan sus infidelidades, su distancia, que fuera frío y calculador, estaba ahí. La protegía. «Es sólido como una roca», decía Jackie de él. La amparaba. El suyo no era un matrimonio de conveniencia como muchos pretendían. Era la suma de dos neurosis. Él se había casado con una mujer que encajaba los golpes sin pestañear y con buena cara. Ella estaba casada con un hombre que le recordaba solo en apariencia a su padre, y de quien creía sinceramente que la curaría de su amor de hija defraudado. Un hombre-apósito que, si bien le hacía revivir las heridas de la infancia, acabaría por curarla. Un hombre parecido a BlackJack, con la diferencia de que él no la abandonaría.

Y ahora había desaparecido, a los 46 años, en plenitud de facultades, dejándola a merced de todos sus fantasmas.

Jackie le culpa por haberse marchado, por haber destruido el orden perfecto de su vida, por lanzarla de nuevo a la angustia y el miedo. Después de todo lo que ella le dio, ¿cómo puede haberle hecho ese desaire? ¿Cómo puede salir adelante una mujer sola de 34 años, con dos niños tan pequeños, y poco dinero? Contrariamente a su madre —porque Jackie es más profunda, más compleja que Janet—, ella no piensa en volver a casarse. Sabe que ningún hombre será nunca tan grande como John. Es a él a quien necesita. Él le pertenece. ¡No tenía derecho a marcharse!

Después se culpa por haber reaccionado así, y vuelve a investirse de su papel de vestal. Ahora sublime, ahora colérica, Jackie se mueve entre ambas, sin poder controlar esos arrebatos de violencia que la convierten en una arpía. Esa tensión ha estado siempre presente en Jackie, esos grandes ataques de generosidad alternados con reacciones de una mezquindad increíble, pero su estatus de First Lady la había reequilibrado.

Ahora, viuda y debilitada, ya no tiene que representar un papel que la aturde. Ese control, ese dominio de sí misma, arte del cual se había convertido en experta, ha estallado por los aires. Como la tapa de una cacerola donde hierve una rabia antigua y silenciosa y, de repente, salta.

Entonces, en momentos como esos, Jackie se vuelve contra quien tiene cerca. Acusa a las criadas de vivir a su costa y exige a su fiel secretaria que les llame la atención. ¡Ahora es pobre! Reduce los sueldos de sus empleados, se niega a pagar horas extras. ¡Si esas personas la quieren como dicen, deberían trabajar para ella prácticamente gratis! Deberían pensar primero en ella, en su dolor, en sus problemas y no en los dólares que le pueden sonsacar. Y la factura que presentan sus guardaespaldas (el gobierno ha puesto dos a su servicio y, cuando ella no está, deben anotar detalladamente todas las compras), ¿por qué es tan elevada? «¿Qué hacen con el dinero? Con MI dinero. ¡Lo dilapidan como si fuera suyo!». Jackie tiene ataques terribles de ira, da portazos y se refugia en su habitación a llorar su suerte. Es desgraciada, muy desgraciada. Nadie la quiere ni la comprende. ¿Qué va a ser de ella, sin nadie que la tutele en la sombra? Engulle tranquilizantes y vasos de bebidas fuertes, confecciona álbumes de fotos como una posesa. Álbumes de flores, porcelana, ropa blanca, muebles. Clasifica todos sus recuerdos de antaño. Incluso ha abierto una carpeta titulada «Jack». Para no olvidar nada. Para conservar la ilusión. Pero cuando sale a la calle, la verdad le golpea en plena cara. Todo le recuerda a John. Hay retratos de él por todas partes. Fotografías enmarcadas con una tela negra. Fotos que resaltan la realidad: John está muerto. Jackie vuelve a casa rota, angustiada. Cada vez más aterrada. Se niega a subir a un taxi antes de que su guardaespaldas lo haya revisado de arriba abajo.

Solo el dinero la tranquiliza. El dinero y sus hijos, y se ocupa de ellos como lo haría cualquier madre anónima. Se esfuerza para que no noten su angustia, les habla de papá, les enseña fotografías, los lleva a sitios que visitó con John. Así, irán a Argentina, a la cima de una montaña donde Kennedy había depositado una piedra. John-John coloca otra sobre la de su padre. Volverá varias veces para comprobar que las dos siguen una encima de otra. Para Jackie esos son momentos de paz que reconcilian el pasado con el futuro. Con John y Caroline, amansa su dolor.

Su hermana Lee le aconseja que se instale en Nueva York. Es una ciudad más grande, y allí podrá vivir en el anonimato. Jackie acepta y escoge un piso de catorce habitaciones en la Quinta Avenida; vivirá allí hasta el final de su vida. (Lo ha comprado con la venta de su casa de Washington). Cambia de vida y de amigos. No volverá a ver a los que le recuerdan a John y su paso por la Casa Blanca. Ellos se sentirán dolidos, ofendidos, y se quejarán de la brutalidad con la que Jackie corta los vínculos. Pero ella piensa que ese es el único modo de romper con su pasado, demasiado invasivo, y no vacila. Ella, primero.

De ese modo empiezan cinco años de ociosidad triste. Jackie se ocupa de la biblioteca Kennedy, mantiene la llama eterna, va a esquiar o a nadar con sus hijos y la tribu Kennedy que no la pierde de vista: ellos también necesitan el emblema Jackie. Puede serles útil en la próxima candidatura de Bob a la presidencia. Con ellos, Jackie mantiene vivo el recuerdo de John. Y además, Joe Kennedy paga todas sus facturas, Bob ejerce el papel de protector, y Ethel, Joan y Eunice le sirven de carabina. Protegida por esta tribu que no obstante detestaba, Jackie recupera el aliento. Ya no está aislada: pertenece a un grupo. Piensa en sus hijos, que necesitan una imagen paterna. Bob, con quien mantiene una relación muy cercana, adopta ese rol y pasa a verles casi todas las noches, cuando está en Nueva York. Lo cual sucede a menudo porque le han elegido senador.

Los niños Kennedy, como Jackie, son objeto de la persecución de desequilibrados que evocan el recuerdo de su padre. «Todavía no he identificado a la loca esa que se tiró encima de Caroline al salir de la iglesia el día de Todos los Santos, y le gritó a la pobre niña: “¡Tu madre es una mujer mala que ha matado a tres personas! ¡Y tu padre está vivo!”. Tuve que suplicarle que parara, fue horroroso». O el día del aniversario de la muerte de Kennedy, cuando Jackie va a buscar al pequeño John al colegio: «Me di cuenta de que nos seguía un grupito de niños, entre los que había unos cuantoscompañeros de la clase de John. Entonces uno de los críos dijo en voz muy alta, para que le oyéramos: “Tu padre está muerto…, tu padre está muerto”. Ya se sabe cómo son los críos. Pues bien, aquel día, John les oyó repetir esa frase y no dijo una palabra. Se me acercó, me dio la mano y la apretó muy fuerte, como si tratara de protegerme y de hacerme entender que no pasaría nada. Y volvimos a casa con esos niños pegados a los talones».[16]

Lo afrontan los tres, unidos por la misma desgracia. Una trinidad abatida que mantiene la cabeza alta con orgullo. No derrumbarse, no expresar nada, fingir que… John se pelea en el patio del colegio con los que se burlan de él y utilizan el nombre de su padre para provocarle. Jackie le aplaude en secreto cuando el director la convoca. Ella está ahí, vigila a sus pequeños. Vela sobre todo para que no se conviertan en fenómenos de feria que la gente señala con el dedo.

«No quiero que los niños sean dos críos que viven en la Quinta Avenida y van a colegios exclusivos —le escribe a una amiga en una carta que incluye Kitty Kelley—. Hay muchas otras cosas en el mundo fuera del nido en el que vivimos. Bobby les ha hablado a los niños de Harlem. Les ha hablado de las ratas y de las espantosas condiciones de vida que pueden darse en el centro de una ciudad rica. Les ha hablado de cristales rotos que dejan entrar el frío, y John quedó tan afectado que dijo que trabajaría y donaría su dinero para volver a poner los vidrios de las ventanas de esas casas. La Navidad pasada, los niños hicieron un montón con sus juguetes más bonitos y los donaron a los pobres. Yo quiero que sepan lo que es la vida en el resto del mundo, pero también quiero protegerles cuando lo necesitan, poder ofrecerles un refugio en el que puedan resguardarse de incidentes que no necesariamente les suceden a otros niños. Por ejemplo, a Caroline la arrolló una multitud de fotógrafos cuando la llevé a esquiar. ¿Cómo le explicas eso a un niño? Y esas miradas inquisidoras, y esas personas que te hacen gestos obscenos y los chismes… Chismes absolutamente extraordinarios en los que no hay ni una palabra de verdad, auténticos reportajes escritos por personas que no conoces de nada, ni has visto nunca. Supongo que tienen que ganarse la vida, pero ¿qué pasa con la vida privada de las personas o el derecho de un niño al anonimato?».

El acoso no desaparecerá nunca. Ahora que se ha convertido en un mito, los periódicos venden historias sobre la viuda Jackie, buscando los detalles más escabrosos. Pero en su vida no hay nada escabroso, y contar la vida de una monja no vende periódicos. Hay que inventar constantemente, convertir una cena con dos o tres amigos en el principio de un idilio y una tarde de compras en preparativos febriles para el hombre que Jackie acaba de conocer y para el que se engalana. Y cuando no queda nada de que hablar, hay que preguntar a personas que tuvieron contacto con ella en algún momento: porteros, mensajeros, taxistas, vecinos. Pagarles, si es necesario, para refrescarles la memoria. A una de las chicas de servicio se le escapa delante de un periodista que la señora Kennedy está a dieta. Jackie la despide de inmediato. Tiene la impresión de que se ha organizado un enorme complot contra ella y sus hijos, y que quienes mataron a John ahora quieren destruirla. Pero cuanto más trata de preservar su vida, más curiosidad suscita. Su reclusión se convierte en un misterio que hay que resolver, su soledad en superchería, su dignidad en impostura.

Ella intenta huir de ese siniestro proceso de invención con largos paseos a caballo por el campo, con o sin sus hijos. Enseña a John a montar y controla los progresos de Caroline. O bien galopa, sola, por el bosque, feliz, libre y despreocupada. Los paseos a caballo siempre han sido un esparcimiento para Jackie y una forma de recuperar el ánimo. Le gusta el campo, la naturaleza y el aislamiento. También viaja con frecuencia al extranjero. Nunca sola. A menudo se lleva a sus hijos, y si ellos han de quedarse en Nueva York para no faltar al colegio, va con amigos. Basta con que uno de ellos sea un hombre solo, divorciado o viudo para que resurjan las especulaciones. ¿Quién es ese atractivo español tan seductor con quien la han visto en una corrida en España? ¿Es para él para quien Jackie se ha vestido de luces y ha desfilado a caballo por la plaza? ¿Y ese Lord Harlech que la ha acompañado DOS veces a un viaje de placer? ¿Van a casarse?

Lo que ningún periodista puede adivinar es que muy a menudo esos viajes son misiones encubiertas. Después de la muerte de JFK, el gobierno norteamericano, consciente del encanto de Jackie y del efecto que produce, la utiliza en misiones políticas confidenciales presentadas como viajes privados. La envían como embajadora para tantear el terreno, para tomarle el pulso al amigo-enemigo, con el cual el gobierno quiere tratar. Ella se hace acompañar por un «galán» y así la prensa no se entera de nada y habla de escapada romántica, de boda futura. ¡Es muy fácil y la cortina de humo funciona!

Es particularmente fácil porque a Jackie le gusta que la colmen de atenciones. Valora la compañía de un caballero devoto, o de varios. Le encanta estar rodeada de pretendientes. La admiración de un hombre la reconforta. Ella le utiliza como confidente y después le pincha, le trata con crueldad y luego con afecto, le hace notar hasta qué punto ella le considera inteligente e importante, pero no le tolera nada. Actúa como una de esas frívolas cortesanas del siglo XVIII francés, que tanto le gustan. Muchos esperarán con paciencia a que la reina se entregue, sin atreverse nunca a exigir, aguardando tímidamente. Jackie siempre está rodeada de una corte fascinada por ella. No olvidemos que de niña les decía a unos críos intrigados y ansiosos que adivinaran en qué canción estaba pensando. Y que en la universidad, le daba la espalda a un estudiante anhelante para indicarle al taxista que no parara el contador. A ella le gusta comprobar que su encanto y su capacidad de seducción permanecen intactos. Le gusta ser el centro de atención, comportarse como una estrella de cine y luego desaparecer. ¡Visto y no visto! La mirada de un hombre… unos minutos, de vez en cuando, es vital para ella. Pero Jackie sueña con pretendientes más inaccesibles, más difíciles. Hombres que le provoquen quebraderos de cabeza. Pero nadie está a la altura de Kennedy.

En su fuero interno, Jackie necesita un hombre en quien apoyarse. Un gran hombre, fuerte, responsable, poderoso. Como John. No necesariamente un amante, sino alguien que la escuche, que la consuele y que la cuide. Ha vivido siempre a la sombra de un hombre: primero su padre, luego tío Hughie y después su marido. Ella quiere conciliar lo imposible: ser una mujer independiente que no necesita a nadie, y vivir junto a un hombre que la proteja y le dé seguridad. Pero ¿no es ese el dilema de todas las mujeres modernas? Sueñan con un príncipe encantador que las trate como princesas; al mismo tiempo ejercen una profesión, se ganan la vida y hacen lo que les apetece. Se quejan de que ya no hay hombres, porque no encuentran a ninguno capaz de las dos funciones: ser un príncipe de las mil y una noches, y un amante liberal y comprensivo. Ese fantasma femenino no ha dejado de hacer estragos, y condena a ambos sexos a una soledad irrevocable. Ya no hay hombres, dicen las mujeres indignadas. Es imposible entender a las mujeres, contestan los hombres por su parte, ¿qué quieren? Es un fantasma que vuelve desconfiados a los hombres, y ariscas y tristes a las mujeres. Ese era el fantasma de Jackie. En eso ella era un personaje absolutamente moderno. A finales de los años sesenta, las mujeres se dividen en buenas esposas, buenas madres o aventureras. Ella quiere ser las tres a la vez.

Jackie procede de un ambiente y de una época en los que el poder financiero y político pertenece a los hombres. Las mujeres deben mantenerse pasivas. Jackie rechaza esa sumisión e inconscientemente la busca. Exige una libertad total y desea que la protejan… de lejos.

Se refugiará en Bob Kennedy. Él es tan fuerte como su marido. Siempre la ha apoyado, le ha dado la mano y ahora es el patriarca de la familia. En su relación no hay nada ambiguo, aunque algunos mantienen que tuvieron una aventura. Bob está ahí. Es su referente, y eso es un consuelo para Jackie. Le da consejos, vela por ella y por sus hijos y no le impone ningún tipo de cortapisa en su vida privada. Jackie confía en él, le habla, él la escucha y le da su opinión, y ella sigue sus consejos.

Por Bob, Jackie recupera su papel de mujer Kennedy. En la convención demócrata de 1964 apoya su candidatura a la presidencia, y actúa de forma incondicional, en primera línea. «Kennedy un día, Kennedy siempre». Jackie hace campaña junto a Bob y provoca escenas de histeria. Un día, la presión de sus fans hace estallar en pedazos los cristales del salón donde estrecha las manos de los delegados. Es una aliada de peso.

Pero se aburre. Está deprimida. Cuando no se escapa a un crucero, se enclaustra en su apartamento y lee. El poeta soviético Yevgueni Evtouchenko, a quien Jackie recibe en su casa, se marchará estupefacto ante su conocimiento de la literatura rusa. Jackie lee a Alejandro Magno, a Catón, a Juvenal. Se ocupa de John y de Caroline. Consulta a un psicoanalista; se siente prisionera de su leyenda. Pero nadie se cura en unos meses de tantos años de angustia. Y mucho menos Jackie, que no se sincera con nadie y lo guarda todo para sí. El clan Kennedy empieza a agobiarla. Sigue despilfarrando como una posesa y le envía las facturas a Joe que, debilitado por un ataque, ya no puede ocuparse como antes. Rose frunce el ceño con cada factura. No hay que olvidar que los Kennedy son muy tacaños. Su fortuna sirve para financiar campañas políticas, y no los perifollos que Jackie compra constantemente. Cuando se niegan a pagar, ella recurre al chantaje: yo apoyo a Bob y llevo el estandarte de la familia; a cambio he de poder utilizar libremente vuestro dinero. Cuando Jackie se siente atrapada, su faceta manipuladora reaparece con toda su fuerza. No hay que ponerle trabas, porque se rebela. Tenga razón o no, eso no le importa. Es un toma y daca: nadie puede aprovecharse de ella impunemente.

Allí, oculto entre las sombras, hay un hombre. Él también quiere apropiarse del icono Jackie, para dar lustre a su imagen de viejo pirata con las manos manchadas. Se llama Aristóteles Onassis. Con él, Jackie pasó momentos inolvidables a bordo del Christina, justo después de la muerte de su bebé. Se relajó. Incluso puede que coqueteara con él, pero inmediatamente recobraba la compostura y volvía a su papel de esposa del presidente. Ari, experto mujeriego, perdió la cabeza por Jackie, por su insaciable apetito por saberlo todo, por poseerlo todo, por su naturaleza dual, su porte majestuoso y sus caprichos de cría, su entereza y sus miedos cervales. Sus contradicciones le conmovieron, y no le asustan. Al contrario, se siente capaz de satisfacerla. Está convencido de que nadie en el mundo puede colmarla como él. Durante las exequias de John, Onassis se alojó en la Casa Blanca con la familia y los allegados y desde entonces, espera. Nunca ha perdido de vista a Jackie y se ha colado en su círculo íntimo. Sin pedirle nunca nada. La corteja despacio, pacientemente…, hasta el punto de que entre tanto mantiene una relación apasionada con la Callas. No tiene prisa. Conoce la personalidad compleja de su presa. Sabe que ante todo no hay que apremiarla. Pone sus barcos, sus aviones y sus riquezas a su servicio. Jackie, maravillada, se deja cortejar sin pedir nada. Simplemente se aprovecha de algunos lujos y comodidades que él le ofrece generosamente. Un avión, un barco, unos días en una isla soleada. Él se comporta con mucha discreción, jamás aparece en público y nadie se fija en el protagonista del escándalo que se avecina. A veces cenan juntos en Nueva York. Él se muestra discreto y cercano a la vez. Le comenta de pasada que sueña con casarse con ella. Que si le aceptara le haría feliz. Jackie no contesta, pero archiva la proposición. Curiosamente, los periodistas no convierten esas citas en material informativo. Consideran a Onassis demasiado mayor, demasiado tosco, demasiado ladino para Jackie. Su princesa tiene que casarse con un príncipe. Norteamericano, naturalmente, y de buena cuna. Alto, rubio, guapo y pulcro. Están completamente equivocados: a Jackie le gustan los golfos, los truhanes, los pícaros que imponen sus normas y tienen el físico deteriorado. Sus ídolos son Black Jack, Joe Kennedy, John Kennedy… Los mediocres y los decentes que respetan las reglas del juego le provocan bostezos de aburrimiento.

Ella le visita discretamente en Skorpios. ¡Una isla! ¡Su sueño! ¡Desconectar del mundo y estar rodeada de silencio y de un lujo absoluto! ¡Docenas de pares de zapatos para escoger, un montón de criados, y libros que devorar! Envolverse en un chal, ir por ahí en vaqueros y descalza, que te sirvan el té en un decorado suntuoso, estar sola y fuera del alcance del mundo, pintando sus acuarelas, escribiendo a sus amigos (a Jackie le encanta escribir cartas), con sus hijos que juegan en la piscina sin miedo de nada, y Ari, que aparece de vez en cuando y siempre les trae un regalito. La posibilidad de ir en un momento en un avión privado adonde quiera, a ver lo que quiera, el tiempo que quiera. Ese es su ideal de felicidad.

También le visita en París, en la avenida Foch. Él le ofrece un presupuesto ilimitado para que recorra las tiendas de alta costura, boutiques de lujo, peluquerías y masajistas. No hace el menor comentario sobre los otros hombres con quienes ella tiene trato. Sabe muy bien que ninguno conseguirá nada. Jackie intimida demasiado para que un cualquiera se atreva a apropiársela. Jackie decide, se ofrece y se va. Si tiene aventuras durante esos cinco años, los periódicos apenas lo reflejan. Siempre son historias breves y tortuosas —cuyo final ella tiene decidido antes de empezar—, con hombres que terminan aturdidos y frustrados tras haber sido utilizados.

En marzo de 1968 le preguntan a Onassis qué piensa de Jacqueline Kennedy, y él pronuncia estas palabras enigmáticas: «Es una mujer a quien nadie comprende. Quizás ni siquiera ella misma. La presentan como un modelo de decoro y constancia, de todas esas virtudes femeninas norteamericanas tan aburridas. Necesitaría un pequeño escándalo que la reanimara. A la gente le gusta compadecerse de la grandeza caída en desgracia».

La familia Kennedy, alarmada, envía una delegación a Jackie y le suplica que no se deje ver con Onassis hasta las elecciones presidenciales, que Bob tiene posibilidades de ganar. Ella confiesa que está pensando en volver a casarse. ¿Por qué no con él?, les pregunta con su vocecita infantil, divertida al verles tan alterados. A lo mejor no es mala idea, añade melindrosa, ya que está obligada a casarse con un hombre poderoso. En caso contrario, al pobre pretendiente siempre le llamarían señor Kennedy, fuera quien fuera. Ellos le ruegan que espere ocho meses. Eso no es mucho…

Jackie cede ante sus argumentos. Piensa sobre todo en Bob y en su futuro. Decidirá más adelante si acepta o no la proposición de Onassis. En el fondo todavía no está convencida. Duda. Sabe que provocará un escándalo. Como cuando después de haber ganado el concurso de Vogue, quiso instalarse en el extranjero, trabajar y ser independiente. Su madre, como hace diecisiete años, está vehementemente en contra de ese matrimonio. Su hermana Lee está a favor. Pero Jackie ha cambiado. En su interior sabe además que esa oportunidad de ser libre, independiente, de zafarse del mundo que la rodea no se le presentará una tercera vez. Está cansada de ser una moneda de cambio para los Kennedy, una mujer respetable para su madre, y un icono para los curiosos. Tiene ganas de vivir a su aire. No le cortarán las alas por segunda vez. Pero luego lo piensa y lo sopesa todo, y se conforma. Las familias respiran, aliviadas. Onassis, poco rencoroso, ayuda a financiar la campaña de Bob.

El 6 de junio de 1968, Robert Kennedy es asesinado. El mundo se hunde de nuevo para Jackie. Con la muerte de Bob reaparece la vieja angustia. Mientras él estaba allí se sentía protegida. Pero ahora… ¿qué miembro de la familia Kennedy la defenderá? No será Ted, el menor, por quien ni siquiera sus íntimos apuestan. ¿A quién recurrirá en busca de consejo? ¿A uno de esos galanes enamorados que manipula a su gusto? Desde luego que no.

Jackie revive el asesinato de Dallas y vuelven las pesadillas. Tiene la cabeza destrozada de John apoyada en el hombro. Vuelve a verse a cuatro patas y manchada de sangre sobre el capó trasero del coche. ¡Nunca más! Afectada y aterrorizada, declara: «Odio Norteamérica. No quiero que mis hijos sigan viviendo aquí. Quiero abandonar este país». El apellido Kennedy está maldito. Sus hijos son los siguientes de la lista. Lo ha decidido: se casará con Onassis. Por encima de todo necesita seguridad. No quiere seguir viviendo recluida y acorralada. Además, según le confiesa a una amiga: «A mí me gustan los hombres más fuertes que yo y con los pies grandes». Él tiene 62 años, ella 39, es perfecto: siempre le han atraído los hombres mayores. De manera que, ¿por qué no Onassis?

Jackie descuelga el teléfono y llama a Ari. Le da el sí. Perfecto, contesta él. Su médico le hace una revisión completa y todo sale perfecto. ¡Será un marido fogoso!

Ante la fiel Nancy Tuckerman, que sigue siendo su secretaria particular y la única mujer de quien Jackie se siente cerca a su manera, reconoce: «¡Ay, Tucky, no sabes hasta qué punto me he sentido sola todos estos años!».

Este matrimonio peculiar se basará en primicias peculiares. La familia Kennedy no está dispuesta a ceder a su célebre viuda a cualquier precio. Excepto Rose, la emperatriz regente, que se siente muy aliviada teniéndola lejos. «Esto no puede continuar así —le dijo un día a la madre de Jackie—. Su hija tiene que aprender a vivir a costa de otro. Mi marido no puede seguir financiando todos sus caprichitos…».

Ted Kennedy toma las riendas del asunto y viaja a Skorpios con Jackie para discutir el acuerdo matrimonial. «Yo no esperaba una dote y no la obtuve», declara Onassis a sus amigos con una carcajada. Pero será peor que eso: tendrá que pagar un auténtico rescate para llevarse a Jackie. Los Kennedy y sus abogados piden una suma astronómica: 20 millones de dólares. Onassis se indigna, negocia y consigue rebajarla a tres, más un millón para cada hijo. En caso de divorcio o fallecimiento, Jackie recibirá 250.000 dólares al año de por vida, más el 12% de la herencia. Esto no es un contrato matrimonial, sino un contrato de venta. Cuando Ted Kennedy y sus hombres lo discuten punto por punto con Onassis, Jackie se va. No es su problema. ¡Que espabilen ellos! Pero sabe que es cara. No se dejará malvender. Ha tomado conciencia de su reputación y de que su nombre vale su peso en oro. El gabinete de Onassis le hace notar que por ese precio podría adquirir un petrolero nuevo. Ese será el apodo de Jackie. A partir de ahora las secretarias de Onassis la llamarán «el petrolero gigante». Su nombre en clave. Ari lo sabe y le divierte. Durante todo el período de negociación Jackie y Ari apenas se verán. Él le envía rubíes y diamantes: durante su vida conyugal le regalará cinco millones de dólares en joyas.

La boda se celebró en Skorpios el 20 de octubre de 1968. Caroline y John asisten, pálidos y tensos. John se mira los zapatos y Caroline no suelta la mano de su madre. Los niños y la familia de Onassis les ignoran. Llueve. Janet Auchincloss y el bueno del viejo tío Hughie también asisten porque hay que cuidar la imagen y aparecer como una familia cohesionada. La mayoría de las amigas de Jackie se han negado a acudir. «¡Pero Jackie, si te casas con ese hombre, caerás del pedestal!». «Mejor eso que convertirme en una estatua», replicaba Jackie.

El mundo entero sufre un shock. La virgen negra se ha vendido. Por un puñado de dólares. La noticia de la boda aparece en la portada de todos los periódicos con idénticos signos de admiración y de horror. «¡Jackie se casa con un cheque en blanco!», titula un periódico inglés. «¡Norteamérica ha perdido una santa!», proclama una revista alemana. «¡Aquí reina la cólera, la estupefacción y la consternación!», declara el New York Times. «¡Hoy, John Kennedy ha muerto por segunda vez!», clama Il Messaggero. «¡Tristeza y vergüenza!», exclama France-Soir.

A Jackie no le importa lo más mínimo. Es libre, libre para vivir como quiera. ¡Se acabó el clan Kennedy! ¡Se acabó la actitud crítica y condescendiente de su madre! ¡Se acabaron los delirios de los periodistas!: se ha casado con el hombre más rico, más poderoso del mundo. Ya no le teme a nada. Tiene que recuperarse de cinco años de frustración. ¡Libre! ¡Libre! ¡Libre! Ari es un hombre ocupado que no se dedicará a suspirar y sostenerle la mano. Es divertido, seductor. «Bello como Creso», decía la Callas, que añadirá cuando se entere de la noticia: «Jackie ha encontrado por fin un abuelo para sus hijos».

«Todos los días, los guardaespaldas de los niños filtraban cartas insultantes que llegaban a montones al piso de Jackie en la Quinta Avenida. Los comentaristas condenaban su codicia en televisión. Y algunos editoriales calificaban a la ex First Lady de traidora a la patria», recuerda David Heymann.

Algunos saldrán en su defensa, como Romain Gary. Él escribirá un vibrante alegato a favor de la nueva señora Onassis en la revista Elle. He aquí un extracto:

«El caso de Jacqueline Onassis me apasiona, porque ilustra de un modo asombroso uno de los aspectos más curiosos de nuestra civilización: la fabricación por parte de la opinión pública —en colaboración con los medios de comunicación— de mitos e imágenes tradicionales e ingenuas que a menudo apenas tienen relación con la realidad. La Jacqueline Kennedy que describía el mundo entero no ha existido nunca. Era una jovencita despreocupada de la alta sociedad norteamericana cuando se casó con un hombre joven, de su entorno, guapo y extremadamente rico, que además “resultaba ser” —insisto en eso— un político. Cuando se celebró el matrimonio, el senador Kennedy era más un playboy que un político. Se exige de ella que sea una viuda admirable y fiel hasta la muerte a la grandeza trágica del destino Kennedy. Retroactivamente, su familia se convierte, a los ojos del mundo ávido de belleza y ejemplaridad, en la imagen de la felicidad destrozada por la fatalidad. Fidelidad al muerto, fidelidad al clan Kennedy, fidelidad a esa imagen de cuento infantil que nosotros hemos fabricado. Exigimos de ella que esté “a la altura”, en aras de nuestra mayor satisfacción moral. Nada satisface nuestra sed de historias ejemplares, cuando se trata de los demás. ¡Ella, la pequeña marquesa, tenía ganas de gritar “basta” a todos aquellos que ya no van nunca al teatro a ver a Racine o a Corneille y bostezan con Shakespeare, pero a quienes sigue fascinando “la belleza de las grandes tragedias”! Evidentemente, está Onassis. ¿Por qué Onassis? En primer lugar permítanme confesar aquí —mea culpa— que no consigo que Onassis me produzca ese desprecio biempensante que hoy en día todo el mundo se complace en manifestar en mayor o menor grado, quizás para otorgarse cierta superioridad “cualitativa” sobre el multimillonario. Dicho esto, yo prefiero un vendedor ambulante de cigarrillos, que salió descalzo de Turquía para convertirse en multimillonario, a un hijo de papá “controvertido” o no, e incluso a un lord encumbrado por el poder paterno y la fuerza de la tradición, hasta la cima social que le “corresponde por linaje”. No tenemos derecho a juzgar a un hombre en función de su pobreza o sus millones. Todos somos “advenedizos” de algo: al menos los que han hecho algo con su vida. Es verdad que nuestro griego era o es el propietario del casino de Montecarlo, pero también lo eran el príncipe Rainiero y sus antepasados. ¿Qué haces si eres una adorable marquesa a quien le encanta el sol, el mar, los viajes, que está ávida de tranquilidad y que sobre todo y por encima de todo está harta de tragedias griegas? Te casas con un griego sin tragedia. Si cuentas con la grandeza de la Historia, el mito, la sangre, la seriedad, y buscas exactamente lo contrario a todo eso, corres el peligro de toparte con Aristóteles Onassis. Si has vivido a la sombra de un hombre muy poderoso, escoges también a un hombre muy poderoso, pero que viva a tu sombra. Nunca has sido una mujer mimada; tu ilustre marido tenía otras cosas que hacer. Por lo tanto esta vez te casas con un hombre que te cubrirá con su inmensa fortuna y para quien eres el colofón triunfal, inesperado e insensato de una vida de“advenedizo”. Él convertirá a nuestra adorable marquesa en una verdadera reina…».

Gracias, Romain Gary. Gracias, Pierre Salinger, que escribió a Jackie para decirle que no hacía daño a nadie, que podía actuar como quisiera. Gracias a Elizabeth Taylor, que declaró: «A mí Ari me parece encantador y atento. Creo que Jackie ha hecho una elección excelente». Gracias a Ethel Kennedy, cuyo telegrama de felicitación terminaba así: «¿Ari no tendrá un hermano pequeño?».

¡Gracias, finalmente, al viejo Joe Kennedy, que al enterarse de que su nuera favorita pensaba casarse con un viejo pirata de los mares (que curiosamente se le parecía), hizo que le trasladaran al piso de Jackie y, paralizado y sin habla, le dio su bendición en clave!

¿Por qué no debería conmovernos la riqueza como nos conmueve la belleza o la inteligencia? Las revistas están llenas de ese tipo de «personalidades» —desprovistas, en realidad, de la menor personalidad—, de hombres con un rostro bello y vacío que extasían a las mujeres. A esos, Jackie ni les mira. Y sí es verdad que a los 20 años hizo cola para ver al ídolo que la tenía fascinada… ¡Winston Churchill! Nuestro imaginario se nutre de sustancias extrañas y a menudo poco recomendables. Recordemos la frase de Colette: «Echo terriblemente en falta un hombre indigno». Para Jackie es el poder y el dinero lo que le acelera el corazón, y no la belleza o la juventud. ¿Está mal eso?

Por otro lado, ¿quién nos dice que al principio no hubo parte de verdad en su historia común? Al fin y al cabo, ella no estaba obligada a casarse con Ari. Si lo hizo, si desafió a la opinión pública y expuso a sus dos hijos (algo que para Jackie no era una nimiedad), es porque lo deseaba profundamente y, ante ese deseo intenso e inexplicable, prefirió ceder en lugar de resistir.

El periodista Larry Newman, vecino de Jackie en Cape Cod, les vio «subir la calle, de la mano, fingiendo unos pasos de baile, jugando como críos. Yo les veía comer —pescado a la plancha y champaña— y parecían muy felices juntos, y me decía: “¿No es estupendo que ella haya encontrado por fin alguien con quien compartir su vida?”. Todos hemos oído muchos rumores sobre el dinero que Jackie obtuvo al casarse con Onassis, pero yo siempre pensé que estaban muy enamorados. Él parecía un gran seductor, un tipo que sabía cómo actuar con las mujeres».

¿Y si ella (aunque eso es una especulación…) hubiera experimentado una revelación con Onassis? ¿Y si hubiera descubierto sensaciones que nunca había experimentado, un escalofrío —soltemos esa palabra horrible, tan sucia como la palabra «dinero»— sexual? Durante las tres semanas posteriores a la boda, Jackie y Onassis se quedan solos en Skorpios. Se bañan, holgazanean al sol, pasean, pescan y… retozan. Son, según Onassis, «como Adán y Eva en el paraíso terrenal». Ari le cuenta a su socio que han hecho el amor cinco veces durante la noche y dos por la mañana. A él le gusta hacer el amor en todas partes, en los lugares más insólitos. Un marinero del Christina que le busca para que pase a la mesa, se lo encuentra en un bote amarrado al yate, fornicando con Jackie. «Le dije: “¡Le buscan por todas partes!”, y él me contestó: “¡Bien, pues ya me ha encontrado! ¡Ahora, váyase!”».

Onassis es un hombre que gusta a las mujeres, las mujeres le gustan y dedica tiempo a vivir la vida. Es distinto a John Kennedy, satisfecho con una consumación breve y chapucera.

Las pocas personas que tendrán contacto con Jackie durante el primer año de su unión con Onassis la verán contenta, relajada y alegre como nunca. Ha descubierto que el matrimonio puede ser placentero y lo saborea. Ambos viven felices y retirados. Para Ari, Jackie es una reina para quien nada es demasiado bello. Alquila el teatro de Epidauro para ella sola y la lleva en plena noche a escuchar una ópera. Perdida entre las estrellas y la música, Jackie está deslumbrada. Ari manda construir una villa especialmente para ella y sus hijos: un cottage con ciento sesenta habitaciones. Acoraza la isla con dispositivos de seguridad, para que nadie vaya a molestarla, pone a su disposición una colección de tarjetas de crédito para que pueda gastar lo que quiera y la anima incluso a ello. «Jackie ha vivido años muy tristes —dice—, que gaste lo que quiera si eso le divierte». La telefonea todas las noches desde cualquier parte del mundo. Le escribe notitas de amor todas las mañanas, porque ella se queja de que John no lo había hecho nunca durante los diez años que compartieron. Y le deja en la bandeja del desayuno un collar de perlas, un anillo de diamantes, una pulsera de oro, que Jackie se pone con un suspiro de felicidad. ¡Se ha casado con su rey! «Eres mi reina guapa, la más guapa, eres mi guapa, la más guapa del mundo…». Las palabras de su padre resuenan en su cabeza y sonríe, maravillada.

Los recién casados solo pasarán un mes juntos y retirados en su isla. Jackie tiene que volver con sus hijos y Onassis a sus negocios. Los niños siguen siendo lo primero: ella organiza su vida en función de las vacaciones escolares y se reúne con Ari cuando Caroline y John no tienen clase. Uno y otro son muy independientes y esta forma de vivir separados no contribuirá a acercarles. Ambos recuperarán la libertad muy rápidamente. Al principio hacen todo lo posible por verse en un continente u otro, pero, poco a poco, cada uno recupera su rutina. Sus encuentros dependen de un empleo del tiempo muy estricto que organizan secretarios y desconocidos. Pero Ari sigue telefoneando todas las noches.

En cuanto Jackie deja Skorpios, donde vive en bañador y vaqueros, vuelve a ser víctima de su obsesión por la grandeza: gasta sin límite. Firma, firma, firma sin parar recibos de las tarjetas de crédito. Si no tiene tiempo de firmar, le dice al atónito vendedor: «Envíe la factura al despacho de mi marido». Eso también forma parte del sueño. ¡Es capaz de gastar en una tienda 500.000 francos en diez minutos! Lo compra todo, sea lo que sea: colecciones enteras de modistos franceses, antiguos relojes de pared, pares de zapatos a docenas, estatuas, pintura, sofás, alfombras, murales.

«Parecía que soñaba, actuaba como si estuviera hipnotizada —cuenta Truman Capote—. Un día yo di una fiesta y mi perro se comió el abrigo de cibelina de Lee. Radziwill se enfadó muchísimo. A Jackie le hizo gracia. “No te preocupes —dijo—, mañana compraremos uno a cargo de Ari. No le importará”». Jackie dispone de 300.000 francos para pequeños gastos, pero no le basta. Se lanza a comprar para reparar, compensar, olvidar. Hay personas que beben, se drogan, padecen bulimia o enferman de cáncer. Jackie gasta.

¿Qué pasó para que reapareciera su locura? ¿La realidad la atrapó e hizo que su bonito sueño se tambaleara? Los fantasmas pierden vigor en contacto con la realidad y los cuentos de hadas se desvanecen enseguida. Y si hay una cosa de la que Jackie no quiere oír hablar es de la realidad. Ha vivido demasiados dramas y carece de fuerza suficiente para aceptarla. Está demasiado asustada para parar un momento y plantearse las preguntas pertinentes. Ella exige que los sueños duren eternamente y que las hadas maléficas no aparezcan nunca…