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Hasta aquí hemos visto a grandes rasgos lo que aconteció a Heijū, a Shihei y a los descendientes de Shihei después del rapto. ¿Qué fue del desdichado consejero mayor y de Shigemoto, su hijo con la dama Ariwara?
Kunitsune tuvo otros tres hijos además de Shigemoto. Los Linajes nobles y plebeyos21 los enumeran por este orden: Shigemoto, el mayor; Toshimitsu, el segundo; Tadamoto, el tercero, y Yasunobu, el cuarto. La que aparece como madre de Tadamoto no es la dama Ariwara, sino la hija de un gobernador de Iyo. La línea de Tadamoto se prolongó durante muchas generaciones, pero ni Toshimitsu ni Yasunobu tuvieron descendencia, y no consta quién fue su madre. Si Shigemoto contaba unos cuatro años cuando ocurrió el incidente, tuvo que nacer cuando el consejero mayor tenía setenta y dos o setenta y tres años. ¿Podría Kunitsune engendrar tres hijos más o volverse a casar entre aquella fecha y su muerte a los ochenta y un años? ¿O está equivocada la sucesión en los Linajes nobles y plebeyos? ¿Serían, Toshimitsu y los otros dos, hijos ilegítimos nacidos antes que Shigemoto o en la misma época que él? Puestos a ello, es de suponer que Kunitsune se hubiera casado otra vez antes de tomar por esposa a la dama Ariwara, a la que llevaba cincuenta años. ¿No tuvo hijos de su primera mujer? Ahora no hay pistas que arrojen luz sobre estos interrogantes. Los Linajes nobles y plebeyos dan a Shigemoto el título de capitán menor de la Guardia de Corps de la Izquierda, quinto rango subalterno, grado superior, e indican que tuvo tres hijos, Sukeaki, Masaaki y Tadaaki, pero no dicen quién fue la madre, y ninguno de los tres tuvo descendencia. Es más, dado que el nombre de Shigemoto no aparece en los Nombramientos de altos nobles, no se sabe cuándo alcanzó el quinto rango subalterno ni cuándo pasó a ser capitán menor de la Guardia de Corps de la Izquierda; y tampoco hay manera de averiguar sus fechas de nacimiento y defunción. Aparte de los Linajes nobles y plebeyos, hay una entrada referente a Shigemoto en las Historias de Yamato:
Al capitán menor Shigemoto, de una dama:
«Una vida que murió por amor: si alguien se acuerda
y viene a preguntar, le diréis que no existo».
Respuesta del capitán:
«Decidle al menos a sus restos que he venido: cual rocío juraron nuestros cuerpos desvanecerse juntos».
La Colección posterior, libro II (tercero de poemas amatorios), incluye esto:
A una dama a la que visitó una noche y que le prometió volver a reunirse con él, Fujiwara Shigemoto envió esto a la mañana siguiente:
«Lo que juramos delante de los dioses,
¡oh sueño, no lo desmientas tan ominosamente!».
Esas referencias son de sobra conocidas; pero hay otra no tan leída, un manuscrito que pertenece a los fondos de la Biblioteca de Shūkokaku, titulado Diario de Shigemoto. Es un texto incompleto; y aunque parece haber dos o tres manuscritos en otras colecciones, el texto íntegro no se conserva en ninguna. Lo que queda son fragmentos, aparentemente escritos sin continuidad a lo largo de siete u ocho años, a partir de la primavera de 942. Son páginas llenas de añoranza de Shigemoto por su madre.
Como sabe el lector, la madre de Shigemoto lo fue también de Atsutada. ¿Cuánto tiempo vivió? Por el epígrafe de un poema de Minamoto Kintada en el Libro V (la sección que contiene poemas congratulatorios) de la Recolección de espigas22, sabemos que el consejero medio Atsutada dio un banquete para festejar a su madre, cabe suponer que con ocasión de su quincuagésimo aniversario; y en el Diario de Shigemoto vemos que vivía aún en 944, al año siguiente de la muerte de Atsutada. Habrían transcurrido entonces treinta y cinco años desde la muerte de su segundo marido, el canciller honorario Shihei; ella tendría alrededor de sesenta, y Shigemoto cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco. Incapaz de olvidar a su madre ni siquiera a esa edad, Shigemoto tenía motivos para acordarse de vez en cuando de su rostro y añorarla. En un pasado muy lejano –por la época del incidente, cuando era un niño de cuatro o cinco años– se le había permitido visitar la mansión de Hon’in, pero las leyes de este triste mundo le impidieron hacerlo una vez que cumplió los seis o siete. A partir de entonces, aunque le llegaban noticias de que su madre gozaba de buena salud, ya no tuvo oportunidad de reunirse con ella en privado. Cualquiera que recordase vagamente a su madre de cuando era niño y la hubiera perdido por irse ella con otro hombre sentiría una nostalgia fuera de lo común. Tanto más si fuera una mujer de belleza excepcional; tanto más si el hijo atesorase recuerdos tan insólitos como el de ir a visitarla, ya esposa de otro hombre, cuando empezaba a darse cuenta de las cosas, y que ella le escribiera un poema en un brazo; y tanto más si supiera que aún estaba viva. Bajo esa luz, es razonable interpretar el Diario de Shigemoto como un texto escrito por amor a su madre. Sólo quedan fragmentos, pero las partes que no se han conservado sin duda estarían cargadas de la misma nostalgia. De hecho es posible que Shigemoto no pensara escribir nada parecido hasta que, ya en la cuarentena, el amor hacia su madre se agudizó más que nunca. Aunque se titule «diario», también se podría decir que es un relato que empieza describiendo recuerdos tristes de la infancia –la marcha de su madre cuando el autor era muy niño, la muerte de su padre– y narra los hechos que condujeron a un reencuentro inesperado con su madre cuarenta años después, al visitar el lugar de la villa del finado Atsutada en Nishi-Sakamoto, una tarde de primavera a mediados de la década de 940.
Del diario se deduce que Shigemoto conservaba recuerdos fragmentarios de su madre más o menos desde los cuatro años, pero los primeros son apenas trazos confusos, débiles como una neblina de primavera. No recordaba nada de los sucesos de aquella noche, la más trascendental de su vida y de la vida de Kunitsune su padre, la noche en que su madre fue raptada por el ministro de Hon’in; simplemente oyó decir a alguien, en algún momento, que su madre ya no vivía en la casa. Eso le entristeció mucho, y lloró. Quien le informó tuvo que ser la anciana Sanuki o su aya Emon. En aquel entonces se dormía siempre en los brazos del aya. Ella, ya sin saber qué hacer para que dejase de llorar y llamar a gritos a su madre, le había dicho:
–Ea, ea, sea bueno y duérmase. Su madre no está aquí, pero tampoco está tan lejos. Si es bueno le llevaremos a verla.
Aquello había inundado de felicidad al pequeño Shigemoto.
–¿Cuándo? –preguntó.
–Pronto –fue la respuesta.
–¿Me lo prometes?
–Se lo prometo.
–¿Seguro que me lo prometes? ¿No es mentira?
Aunque prácticamente todas las noches repetía el mismo interrogatorio a la hora de acostarse, en su alma de niño sospechaba que el aya, dijera lo que dijera, sólo intentaba tranquilizarle. Pero parece ser que el aya sí habló con Sanuki, porque un día Sanuki le llevó de la mano a ver a su madre. Los recuerdos de la primera infancia son cosas frágiles, y por alguna razón Shigemoto era totalmente incapaz de reconstruir aquel día precioso. El recuerdo que tenía eran retazos como de película antigua, con imágenes congeladas de escenas inconexas, unas borrosas y otras misteriosamente nítidas, grabadas en su imaginación; y de aquel tropel de imágenes, una que todavía le venía con frecuencia era la de su propia figura infantil en la mansión de Hon’in, sentado junto a la balaustrada de una pasarela, mirando ociosamente al jardín.
Sabía que su madre vivía en el pabellón principal, al final de la pasarela, y le habían dicho que tenía que esperar allí para verla. Al rato de estar esperando, salía Sanuki y le hacía seña de ir con ella. Su madre casi nunca se dejaba ver cerca de la veranda; solía estar recluida en una habitación al fondo de la cámara central. Cuando él se le acercaba, ella infaliblemente le subía a su regazo, le acariciaba la cabeza y apretaba la mejilla contra la suya; y él decía: «¡Madre!».
«¡Mi niño!», decía ella, y le abrazaba fuerte. Pero eso era todo; le dedicaba algunas palabras dulces pero nunca tuvo una conversación seria con él, quizá porque era muy pequeño para entender nada de lo que le pudiera decir. Ávido en aquellos momentos de fijar en la memoria el rostro de la madre a la que tan rara vez veía, él alzaba los ojos sin soltarse de sus brazos; pero desdichadamente la habitación estaba oscura, y las espesas crenchas que le caían hacia delante velaban los contornos de su cara. Era como asomarse reverentemente a una imagen del Buda entronizada en las profundidades de un santuario, y el niño nunca lograba verla del todo y bien. Sabía, por lo que oía comentar a las criadas, que había pocas mujeres de aspecto tan atractivo como su madre, y suponía que la palabra «bello» debía de referirse a un rostro como aquél, pero no estaba totalmente convencido. Se encontraba a gusto, y eso era todo, en el firme abrazo silencioso de su madre, porque su ropa estaba perfumada con un incienso muy dulce. Aun después de volver a casa seguía teniendo la fragancia pegada a las mejillas, a las palmas de las manos y a las mangas durante dos o tres días, y era como si su madre estuviera allí, apretada contra su cuerpo.
La primera vez que el niño realmente pensó que su madre era bella fue cuando Heijū le abordó y escribió un poema en uno de sus brazos. Tuvo que ser en primavera, porque junto a los aleros de la pasarela se empezaban a abrir los capullos de un ciruelo rojo. Shigemoto estaba jugando con dos o tres niñas en la veranda del pabellón oriental cuando un hombre se le acercó sonriendo.
–Hola... ¿Has visto ya a tu madre? –le dijo, y le puso una mano en el hombro.
«Todavía no», estuvo a punto de decir Shigemoto; pero como no sabía si debía decirlo, calló alzando los ojos hacia la cara del hombre. Hasta después no supo que era Heijū, pero ya entonces no le era desconocido. Había visto aquella cara muchas veces.
–¿Todavía no? –el hombre lo adivinó por su desasosiego. Consciente de dónde estaban, se inclinó y acercó los labios al oído de Shigemoto.
–Eres un niño bueno, un niño muy bueno –dijo–. Yo preferiría no molestarte, pero si vas a ver a tu madre, quiero pedirte que hagas una cosa por mí... ¿Verdad que me vas a ayudar?
–¿Qué cosa? –preguntó Shigemoto.
–Aguarda un momento –Heijū le rodeó con un brazo y le apartó de donde estaban las niñas–. Tengo un poema para tu madre. ¿Querrás llevárselo de mi parte?
A Shigemoto le tenían dicho Sanuki y el aya que sus encuentros con su madre eran un secreto que no debía comentar con nadie. Vaciló sin saber qué responder. El hombre, empleando distintas palabras cada vez, le aseguró y le volvió a asegurar que no había nada que temer, que él conocía bien a su madre y que a ella le gustaría que el niño le llevara el recado. A cada pocas palabras añadía que Shigemoto era un niño bueno que sabía escuchar. Al principio, cuidando de no intranquilizarle, le hablaba sin dejar de sonreír y en tono zalamero; pero después se puso serio, y pronto pasó a emplear todos los medios posibles para conseguir su asentimiento. Shigemoto lo notó. El rostro de un adulto en tales momentos puede ser atemorizador para un niño, y Shigemoto se sintió un poco intimidado y temeroso; pero el rostro también mostraba signos de una actitud implorante y enamorada, que era conmovedora hasta para un niño.
Cuando Shigemoto asintió con la cabeza, el hombre repitió:
–Eres un niño bueno, un niño bueno –y miró alrededor cautelosamente. Llevándole de la mano, condujo a Shigemoto a un cuarto y detrás de un biombo. Allí tomó del escritorio un pincel de escribir y lo humedeció en el tintero–. Ahora estate quieto, por favor –dijo, subiéndole la manga derecha hasta el hombro. Después de reflexionar un poco, escribió un poema en dos versos sobre el antebrazo del niño, desde el codo hasta la muñeca.
Cuando acabó de escribir le sostuvo el brazo en alto para que la tinta se secara. Eso le hizo pensar a Shigemoto que habría alguna cosa más, pero una vez que la tinta estuvo seca el hombre le bajó con cuidado la manga.
–Ya está. Ahora enséñaselo a tu madre, por favor, cuando no haya nadie delante... ¿De acuerdo? ¿Lo has entendido?
Shigemoto asintió.
–Sólo a tu madre, ¿de acuerdo? –repitió el hombre–. No dejes que lo vea nadie más, por favor.
Después Shigemoto debió de estar esperando en la pasarela, como siempre, a la señal de Sanuki para entrar y ver a su madre. Sobre ese punto le fallaba la memoria; pero una vez que traspasó las cortinas y se halló en su regazo y entre sus brazos, dijo: «¡Madre!», y se recogió la manga para mostrarle el brazo. Su madre pareció comprender de inmediato, pero como la habitación estaba oscura apartó una cortina para que entrase luz del exterior. Bajando al niño suavemente, le sostuvo el brazo a la luz y lo leyó una y otra vez. A Shigemoto le extrañó que su madre diera la impresión de entenderlo todo sin preguntarle quién había escrito aquello, quién le había pedido que le ayudase. Algo cayó brillando ante sus ojos. Al levantar la vista para ver qué era, vio que su madre miraba hacia la oscuridad con los ojos llenos de lágrimas. Fue en ese momento cuando verdaderamente pensó que su madre era bella: un reflejo del sol de primavera acababa de pasar sobre su rostro en aquel preciso instante, destacando en nítido relieve los contornos que hasta entonces Shigemoto sólo había visto en interiores profundos y oscuros. Cuando se dio cuenta de que el niño la miraba, su madre se apresuró a apretar la cara contra la suya. Entonces él ya no vio nada, pero en recompensa sintió como un frescor en la mejilla el llanto que había en las pestañas de su madre. Aquel momento fue el único de su vida en el que Shigemoto vio el rostro de su madre con claridad. La imagen de sus facciones en aquel instante, y el impacto de su belleza, se grabaron a fuego en su mente y ya no se desvanecerían jamás.
No recordaba cuánto tiempo había estado su madre con la cara apretada contra la suya, ni si durante ese tiempo había estado llorando o pensando. Por fin mandó a una de sus criadas traer un jarro de agua para lavar las letras del brazo de Shigemoto. La criada ya iba a hacerlo cuando la madre de Shigemoto la detuvo para hacerlo ella misma. Fue como si lo hiciera a su pesar, estudiando cada uno de los caracteres antes de borrarlo como para memorizar las palabras. Luego, al igual que había hecho Heijū, recogió la manga de su hijo y, sosteniéndole el brazo con la mano izquierda, trazó una nueva inscripción de longitud parecida a aquella que reemplazaba.
Nadie más estaba presente cuando Shigemoto descubrió el brazo ante su madre, pero después habían entrado dos o tres criadas, y Shigemoto se inquietó por lo que le había dicho Heijū; sin embargo, al parecer su madre se fiaba de aquellas mujeres y se lo había dicho todo. La recordaba claramente escribiendo sobre su brazo, pero no conservaba memoria de lo que le pudiera haber dicho. Tal vez, pensaba, hubiera hecho aquellas cosas sin decir nada.
–Señorito –dijo Sanuki cuando su madre acabó de escribir; Shigemoto no la había visto entrar–. Enséñele el poema de su madre a ese caballero. Estará esperando donde usted le dejó. Vaya deprisa a ver.
En efecto, cuando Shigemoto volvió al pabellón occidental halló al hombre esperándole impaciente en la veranda.
–¡Ah! ¿Manda respuesta? ¡Eres un buen niño, un buen niño! –dijo emocionado, precipitándose hacia él.
Más tarde Shigemoto se dio cuenta de que había hecho de mensajero de amor entre Heijū y su madre, y de que Heijū le había utilizado. En aquel entonces sólo lo sabrían las sirvientas de más confianza de su madre y Sanuki. Quizá, de hecho, Sanuki estuviera de parte de Heijū; quizá fuera suya la idea de utilizar al niño para llevar y traer mensajes a su madre. Shigemoto no se acordaba bien, pero creía que Sanuki había estado presente cuando Heijū le llevó otra vez al cuarto del biombo para ver lo que había escrito su madre. Más aún, tenía la impresión de que fue Sanuki la que le limpió cuidadosamente el brazo mientras decía: Qué pena que haya que borrarlo.
No está claro si sólo aquella vez llevó un poema escrito en el brazo o una o dos veces más, pero desde ese día, cuando Shigemoto iba al pabellón occidental, Heijū andaba por allí. Abordaba al niño y le confiaba una carta. Al llevarla Shigemoto a su madre, ella a veces escribía una respuesta y a veces no. Poco a poco dejó de manifestar la emoción de la primera vez, y algunos días la expresión de su rostro indicaba que las cartas le resultaban ofensivas, hasta que a Shigemoto le molestó tener que servir de mensajero a Heijū. Al cabo de un tiempo Heijū dejó de aparecer, y poco después Shigemoto ya no pudo ver a su madre. El aya no le llevaba a aquella casa, y cuando Shigemoto le decía que quería ver a su madre, el aya respondía: Su madre no recibe a nadie porque va a tener un niño. Al parecer era verdad que estaba encinta por entonces, pero parece que además surgieron otros impedimentos a las visitas de Shigemoto.
Así que Shigemoto no tuvo ya más ocasiones de ver a su madre. «Madre», para él, no fue más que el recuerdo de un rostro lloroso que había entrevisto a los cinco años y la sensación de su fragante incienso. Durante cuarenta años, memoria y sensación serían atesoradas y poco a poco embellecidas, idealizadas y purificadas, hasta convertirse en algo enormemente diferente de la realidad.
Los recuerdos de su padre que refleja Shigemoto son posteriores a ésos. No está claro cuándo comienzan exactamente, pero es probable que fuera por la época en que ya no pudo visitar a su madre. Antes apenas había tenido contacto con él, y a partir de entonces su existencia se perfiló de pronto con nitidez. El padre que recordaba era la viva imagen de un anciano patético, abandonado por su amada. Por otra parte, la madre de Shigemoto –que no había contenido las lágrimas por el poema que Heijū le escribió en el brazo– nunca le dijo qué pensaba de su padre. Cuando se sentaba sobre sus rodillas detrás de las cortinas y su madre le rodeaba con sus brazos, ni a él le salió jamás decir nada de su padre ni ella le preguntó por él. Tampoco Sanuki ni las otras señoras nombraban apenas a Kunitsune, mientras que por Heijū parecían sentir una extraña simpatía. La única excepción era el aya, Emon.