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Entretanto pasó el verano y avanzó el otoño, y llegó el tiempo de que los crisantemos que florecían en la cerca rústica de la casa de Heijū perdieran el color y la fragancia.
Heijū, el seductor celebrado a lo largo de los siglos, no era sólo devoto de las flores humanas sino también de las botánicas, y al parecer tenía un arte especial para el cultivo de los crisantemos. «Le gustaba plantar jardines alrededor de su casa y cultivaba muchos bellos crisantemos», dice el Diario de Heijū. En la misma sección se cuenta que en una hermosa noche de luna ciertas mujeres aprovecharon la ausencia de Heijū para echar una ojeada a sus crisantemos, y antes de volverse a casa le dejaron un poema atado a un tallo. Según las Historias de Yamato, el emperador retirado Uda, que vivía en el monasterio Ninnaji, mandó llamar un día a Heijū y le dijo: «Regálame unos buenos crisantemos; me gustaría cultivarlos». Heijū asintió respetuosamente, y ya se iba a marchar cuando el emperador retirado le llamó y dijo: «Pon un poema con las flores que me traigas. Si no es así no las aceptaré». Heijū se despidió aún más respetuosamente que antes, escogió los mejores crisantemos de la abundancia de su jardín y se los llevó con un poema que aparece entre los versos otoñales del libro V de la Colección antigua y moderna, con este epígrafe: «Compuesto y presentado cuando se le mandó entregar unos crisantemos al Ninnaji con un poema adjunto».
El otoño no es la única estación para los crisantemos,
pues al virar y palidecer se embellecen10.
Cierta noche de aquel invierno, cuando las flores que tan asiduamente cultivaba ya habían perdido todo su color y aroma, Heijū visitó de nuevo al ministro de Hon’in y se entretuvo comentado con él toda clase de chismes de sociedad. También se hallaban presentes cinco o seis grandes nobles, y al principio la reunión estuvo muy animada; pero al cabo los otros se fueron retirando uno por uno y quedó Heijū solo con el ministro. Él estaba igualmente deseoso de retirarse, porque tenía algo que hacer antes de regresar a su casa; pero Shihei siempre se ponía a hablar de mujeres cuando estaba a solas con Heijū, y esa noche entró en materia preguntando:
–¿Alguna presa reciente? A mí no me debes ocultar nada.
Heijū había perdido la ocasión de retirarse con elegancia, así que durante un rato se sumergieron en los secretos que sólo se intercambian los amigos más íntimos. De todos modos, a Heijū le preocupaba que el ministro pudiera saber algo de su incidente con Jijū; en cualquier momento podía sacar el tema y hostigarle con él. Estaba tenso, en guardia.
–A propósito –dijo de pronto Shihei–, te quiero interrogar sobre algo especial –y dejando bruscamente su sitial se sentó más cerca de Heijū.
Aquí viene, se dijo Heijū con el corazón acelerado. Shihei sonrió débilmente.
–Te preguntarás qué tiene esto que ver con nada, pero... ¿y la mujer del consejero mayor gobernador general...?
–¿Qué?
Heijū le miró sin comprender. El ministro seguía sonriendo.
–¿No conoces tú a la mujer del consejero?
–¿Queréis decir... a su esposa?
–No te hagas el tonto. Si la conoces, sé franco y dilo.
Viéndole confuso, Shihei se le acercó aún más.
–Quizá te extrañe que saque esto sin venir a cuento, pero... ¿es verdad lo que se dice? ¿Que la mujer del consejero es una beldad?... Venga, venga; ya te he dicho que no te hagas el tonto.
–No me hago el tonto.
Fue un alivio para Heijū que el tema no fuera Jijū, como había temido, sino quien menos se esperaba.
–Vamos, vamos. La conoces, ¿no es cierto?
–Pero... no como estáis pensando.
–Eso no me vale. Querrás ocultarlo, pero se te nota.
Era habitual entre los dos aquel tira y afloja. Cada vez que Shihei empezaba a pincharle, Heijū se encastillaba en no saber nada; y luego, más estrechado a preguntas, reconocía no estar totalmente a oscuras. Cuando el acoso persistía, decía: «Sólo nos cruzamos cartas»; después: «He estado con ella una vez»; y después: «En realidad, cinco o seis veces»; y al final lo confesaba todo. Para asombro de Shihei, Heijū había tenido que ver prácticamente con todas las damas famosas de la época. También aquella noche, presionado por Shihei, tartamudeó un par de negativas; pero en seguida la expresión de su cara confirmó las sospechas de Shihei, y cuando éste le siguió pinchando empezó a declarar.
–La verdad es que sí conozco a una dama que estuvo al servicio de la esposa del consejero, y...
–Sigue, sigue.
–Me contó que la esposa del consejero es de una belleza incomparable, y que tiene veinte años.
–Sí, sí, eso ya lo he oído yo.
–Pero, como sabéis, el consejero mayor es muy anciano... ¿Qué edad tendrá ahora? Yo diría, por su aspecto, que bastante más de setenta años.
–Así es. Setenta y seis o setenta y siete, me parece.
–Eso quiere decir que hay más de cincuenta años de diferencia entre los dos. En esas circunstancias, ella es digna de lástima. ¡Tiene que sentirse desgraciada, si habiendo nacido para ser tan bella está casada con un hombre que podría ser su abuelo o su bisabuelo! Su servidora me dijo que la dama se lamenta de su situación, y que afirma delante de sus criadas que no hay destino peor que el suyo. A veces llora a escondidas.
–Bien, bien, ¿y?
–¿Y qué? No hay nada que contar. Sabiendo todo eso, yo, en fin...
–¡Aaah, ja ja ja ja ja!
–El resto lo dejo a vuestra imaginación.
–Me lo figuraba. Lo que yo decía, ¿no?
–Confieso.
–¿Y cuántas veces has estado con ella?
–No tantas. Una o dos nada más.
–No mientas.
–Es la verdad... Nos habremos visto un par de veces gracias a los buenos oficios de mi amiga, pero no llegamos a tener un trato muy íntimo.
–Bueno, a mí eso me da igual. Lo que yo quiero saber es si realmente es tan bella como dice todo el mundo.
–Comprendo. Pues...
–¿Pues qué?
–¿Cómo decirlo? –respondió Heijū, encandilando deliberadamente al ministro; y reprimiendo la risa ladeó la cabeza con cara de importancia.
El consejero mayor gobernador general del que chismorreaban era Fujiwara Kunitsune, nieto del que fuera ministro de la Izquierda de Kan’in, Fuyutsugu, e hijo del consejero medio provisional Nagara. Shihei era hijo del hermano menor de Kunitsune –de Mototsune, hijo tercero de Nagara–, y por lo tanto sobrino de Kunitsune; pero, como hijo mayor del finado canciller regente Mototsune y heredero de la rama más poderosa del clan, ocupaba una posición muy superior. De ahí que el joven sobrino, habiendo alcanzado ya el importante cargo de ministro de la Izquierda, mirase como a un subordinado a su senil tío el consejero mayor.
Kunitsune, que murió en 908 a los ochenta y un años, fue extraordinariamente longevo para su época. Pero fue un hombre bondadoso sin especiales dotes, que sin duda sólo pudo ascender a la altura de consejero mayor de tercer rango subalterno gracias a su longevidad. Por haber sido una vez gobernador general provisional de Dazaifu, le llamaban el consejero mayor gobernador general; pero no llegó a consejero mayor hasta el primer mes de 902, a los setenta y cinco años. Su único punto fuerte era su extraordinaria salud. No cabe mejor prueba de su vitalidad que el hecho de que a edad tan avanzada tuviera una esposa de veinte años y hubiera engendrado en ella un hijo. Por cierto que en nuestra propia época Shōwa un famoso poeta de sesenta y siete o sesenta y ocho años experimentó «el amor tardío» con una mujer de cuarenta y tantos, surtiendo de material picante a la prensa diaria y semanal y causando un revuelo que todavía tenemos fresco11. Entonces el principal tema de conversación entre los amigos del viejo poeta era si su vigor físico estaría a la altura, y hubo uno al que la curiosidad empujó a interrogar a la propia esposa. Cuando volvió diciendo que ella no había notado deficiencia alguna al respecto, no pudimos sino admirar –y envidiar– la resistencia del viejo poeta. Si una pareja así es lo bastante rara para excitar el interés del público en nuestros días, un hombre como Kunitsune, ocho o nueve años mayor que nuestro viejo poeta y casado con una mujer medio siglo más joven, tuvo que ser una rareza extremada en los lejanos tiempos de la corte Heian.
La esposa del consejero era hija de Ariwara Muneyana, gobernador de Chikuzen, y por lo tanto nieta del capitán medio Ariwara Narihira, pero se desconocen sus fechas exactas de nacimiento y defunción. Cuesta creer que su diferencia de edad con el consejero mayor llegara al medio siglo, pero los Relatos de las generaciones12 afirman que tenía «apenas veinte años», y las Historias de tiempos pasados hablan de «veinte años recién cumplidos», de donde se deduce que tendría veinte o veintiuno. El ser nieta de Narihira no garantiza que fuera una beldad, pero también su hijo Atsutada fue un hombre apuesto, así que es probable que su apariencia no desmereciera de una familia famosa por su hermosura. Shihei había oído rumores en tal sentido; también que ocasionalmente recibía a un amante a espaldas de su marido, y que al parecer el amante no era otro que Heijū. Si todo eso es verdad, se dijo, yo no puedo dejar una belleza así a un viejo senil ni al plebeyo de Heijū; lo lógico es que sea mía. Y justamente cuando a Shihei le devoraba esa ambición, Heijū se presentó inocentemente en una de sus visitas de cortesía.
De qué manera Shihei acabó logrando su deseo, arrancando hábilmente a su tía política del lado de su tío y haciéndola suya, se explicará después. En las Historias de Yamato aparece un poema que Heijū, según se afirma, le habría enviado cuando aún era esposa de Kunitsune:
Es primavera y en el campo verdean los zarcillos.
Yo sería zarcillo de tu cepa; ¿qué dices tú?
Aunque no está claro que hablase en serio, el hecho de que Heijū enviara un poema así induce a pensar que su interés por la dama debía de ser sincero. Ahora, obligado de pronto por Shihei a descubrir sus secretos, el nerviosismo no le permitía dar respuestas claras; la verdad es que no había conseguido dejar de pensar en su antigua amante. Mujeriego como era, había tenido relaciones con incontables mujeres, a la mayoría de las cuales abandonaba tras una sola noche y de cuyos rostros y nombres no se volvía a acordar; pero con aquella hermosa mujer, aunque últimamente se hubieran distanciado, había gozado de una relación excepcional durante un tiempo. En este momento Jijū llenaba toda su atención, porque se veía irresistiblemente empujado a conquistarla y ella le daba largas; pero eso no significaba que hubiera roto del todo sus lazos con la otra dama. Y ahora el interrogatorio inesperado de Shihei le hacía volver a pensar en ella.
–Como ya he dicho, sólo la he visto un par de veces y por lo tanto no puedo estar seguro –dijo, todavía fingiendo–. Pero sí, debe de ser cierto que es muy atractiva.
Hablaba despacio y con aparente desgana.
–Hummm. Entonces los rumores son verdad.
–Llegados a este punto no os voy a ocultar nada. Puedo decir sin miedo a equivocarme que no hay otro rostro como el suyo. E incluso me atrevería a decir que de todas las mujeres que he conocido la esposa del consejero es la más bella.
–Hummm –dijo Shihei, dando una especie de gemido. Y por un instante permaneció en silencio–. Por lo que tú has podido ver, ¿cómo va ese matrimonio? Me figuro que no muy bien, entre ella y un viejo así.
–Bueno... Ella hablaba de su infelicidad con lágrimas en los ojos, pero también decía que el consejero mayor era muy bueno y se desvivía por ella. Así que no sé a ciencia cierta qué será lo que piense en realidad. Tienen un niño precioso...
–¿Cuántos hijos hay?
–Uno nada más, creo. Un niño de tres o cuatro años.
–¡Eso significa que nació cuando el consejero tenía más de setenta!
–Sí, es toda una proeza.
Nuevamente asediado a preguntas sobre todo lo concerniente a la dama, Heijū refirió de buen grado lo que sabía. Volviendo la vista atrás se daba cuenta de que quizá no volviera a encontrar una mujer tan exquisita y llena de gracias, pero en gran medida su amor por ella estaba satisfecho. Nunca podría decir de mujer alguna que hubiera conocido toda la magnitud de sus encantos, que hubiera agotado los sueños que compartieron, que ya no le interesara en absoluto; pero le atraía mucho más la desconocida, la que empleaba todos sus recursos para espolear su pasión. Así era Heijū. La psicología del hedonista es siempre la misma, tanto en el aristócrata de la corte antigua como en el sofisticado del período Edo: no se inquieta por la mujer que dejó atrás. Debió de pensar que si el ministro se encaprichaba con la dama, era muy dueño de hacer lo que quisiera. Además, aunque otros pudieran sentir de otro modo, a Heijū le pesaba en la conciencia mantener una conducta inmoral bajo las narices del bondadoso consejero mayor. La costumbre de ir haciendo cornudos no le impedía sentir punzadas de insólita compasión a la vista de aquel patético anciano, flaco como un esqueleto, que había tenido la suerte de encontrar una esposa joven y bella y hallaba todas sus satisfacciones en servirla.
Por cierto que no parece que el consejero mayor Kunitsune y Heijū tuvieran mucho trato, más allá del nexo que introducía la dama. Un día de otoño, sin embargo, un mensajero llevó una carta sobre un asunto sin importancia de Kunitsune a Heijū, y éste añadió una flor de crisantemo a la respuesta. La historia aparece en el Diario de Heijū, junto con el poema que Kunitsune compuso y envió a Heijū al recibir la flor:
Este viejo que ha visto muchos reinados y se apoya en un bastón
desearía que hubiera una senda hasta el hogar del crisantemo.
Repuso Heijū:
Si honraseis este camino, entre los juncos
los crisantemos se harían más fragantes.
No está claro cuándo se produjo ese intercambio. ¿Sería posible que Heijū, recordando haber arrancado ya la flor más estimada del anciano, hubiera puesto ironía en aquel obsequio?